lunes, 6 de febrero de 2017

Travesuras de la niña mala



El cacaseno y la mantis religiosa

(Alfaguara, 2006)
El tema medular de Travesuras de la niña mala (Alfaguara, 2006), novela del peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936): una entreverada historia de amor que se sucede en un lapso de 38 o 39 años, podría resultar baladí y terriblemente melodramática, light y hasta cursi, pero en sus talentosas, cultas y experimentadas manos es un extraordinario divertimento sumamente ameno y placentero, salpimentado de peruanismos, modismos y palabras en francés.
     Que Ricardo Somocurcio, protagonista y voz narrativa, sea un peruano ilustrado, trotamundos y políglota, oriundo del limeño barrio de Miraflores, sintomáticamente contemporáneo del autor, deja claro que se trata de una especie de lúdico alter ego en cuyo destino, cultura e ideario Mario Vargas Llosa ha transpuesto una impronta personal (o una serie de improntas), sin que esto implique que su personaje sea autobiográfico.
      La obra inicia en el verano de 1950, cuando Ricardo Somocurcio es un quinceañero y un par de supuestas chilenitas recién llegadas trastocan la cotidianidad del grupo de adolescentes al que pertenece; al descubrirse la impostura durante una pomposa fiesta de 15 años, las escuinclas se esfuman. Pero Ricardo quedó enamorado de una, de la tal Lily, quien se movía con el mambo como ninguna otra.
      Ya por aquella época el sueño de Ricardo Somocurcio era vivir en París el resto de sus días. A sus 25 años, en 1960, ya está allí a punto de transformarse en un traductor en la UNESCO (lo que periódicamente, convertido en intérprete, lo hará viajar por Europa). Es entonces cuando inesperadamente coincide con tres revolucionarias peruanas, quienes luego de diez días en París, viajarán a Cuba para entrenarse en tácticas guerrilleras; pero en los rasgos de la camarada Arlette, una de ellas, reconoce a la falsa chilenita.
      Si en 1950 Ricardo quedó flechado y supurante ante la adolescente, el reencuentro en París preludia lo que será una larga pauta: él se siente enamorado y ella, fría y distante, sólo se entrega (o más o menos se entrega) para obtener algo a cambio, en este caso quedarse en Francia y no viajar a Cuba, lo cual no se logra negociar.
      El siguiente reencuentro, también fortuito, vuelve a ocurrir en París, en 1965, pero ahora la ex camarada es la elegante esposa de monsieur Robert Arnoux, un asesor del Director de la UNESCO. Y en una de las subrepticias reuniones lúbricas que Ricardo Somocurcio tiene con ella, ésta le vocifera su prerrogativa de batalla, más un botón de menosprecio: “Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.”
      En este sentido, la ex chilenita y ex guerrillera pronto desvalija y abandona al diplomático francés y huye de París. Así, el próximo reencuentro, inicialmente azaroso y sorpresivo, ocurre en los años 70, a 50 millas de Londres, “en el paraíso equino de Newmarket”, donde ahora ella es Mrs. Richardson, la flamante esposa de un ricachón. De tal episodio la niña mala no pudo escaparse con los bolsillos repletos, pues la guerra del divorcio prácticamente la dejó sin un clavo y huyendo a salto de mata. 
Mario Vargas Llosa
      En 1980, cuando en París él tiene 45 años, la femme fatal le informa que está en Tokio, donde se hace llamar Kuriko y es una de las rutilantes concubinas del serrallo de un tal Fukuda, un ominoso sapo y gángster de la yakuza que al parecer trafica desde África con colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte (para afrodisíacos), cuyo catálogo de nauseabundas perversiones, con la niña mala sometida y cómplice, implican el voyeurismo, el onanismo, el exhibicionismo, el sadomasoquismo, las orgías colectivas y las sonoras y pestilentes flatulencias a cuatro patas.
      A fines del parisino otoño de 1982, la peruana reaparece, pero ahora está desaliñada, pobrísima, enflaquecida y enferma. El cobijo en su pequeño departamento de la calle Joseph Granier y la cuasi recuperación física (y no tanto la mental) en una costosa clínica en Petit Clamart, no muy lejos de París, que Ricardo Somocurcio le brinda y le subsidia (endeudándose todo lo posible), le permite vivir los mejores meses de esa intermitente relación maldita, cuyo intríngulis de algún modo traza al confirmarle que él sustentará los gastos:
      “—Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre —le dije, acomodándole las almohadas—. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?”
       Pero la niña mala, más o menos recuperada en lo físico y en lo psicológico, sujeta a la ineludible y ciega obediencia nocturna de trepadora insaciable que la define, lo vuelve a dejar por un millonario, no sin haberle escenificado que lo quería un poquitín.
     Cuando a sus 53 o 54 años de edad Ricardo Somocurcio ahora está subsistiendo en un desvencijado habitáculo de un vetusto edificio del barrio de Lavapiés, en Madrid, y es un asiduo parroquiano del astroso cafetín Barbieri, la niña mala lo encuentra de nuevo. 
      Él ya ha vivido otras circunstancias nada venturosas, como un dizque “pequeño” ataque cerebral (que disminuyó sus facultades de intérprete y de traductor literario y por ende bajaron sus ingresos y su estatus económico); más también ha vivido una experiencia benévola: un vínculo erótico, amistoso y afectivo con una escenógrafa italiana 20 años menor que él. 
      Pero antes, aún en París, casualmente Martine (quien fuera jefa de la niña mala y quien le había dado trabajo en su empresa haciéndose de la vista gorda ante la irregularidad de sus papeles de identidad) le desveló que la peruana se había fugado nada menos que con su marido, un anciano repleto de billetes. 
     Tal decrépito magnate ya la dejó ir e incluso la indemnizó con unas acciones de la Electricidad de Francia y una onírica casita próxima a Sète, en el sur del territorio galo. Ahora, notoriamente flaca, débil y consumida por un padecimiento incurable, pretende que Ricardo Somocurcio firme los documentos para heredarle tales posesiones. 
     Al principio se resiste, pero ante el lastimoso y elocuente deterioro de la salud de la fémina, opta por hacerle caso a los profundos sentimientos (de cacaseno irremediable) que le dicta su corazón de poeta (de hecho es un eterno lector de la mejor poesía). 
      Sin embargo, tal último reencuentro sólo dura 38 días.
     Desde luego que no todo lo que ocurre en Travesuras de la niña mala está esbozado en la presente nota. Baste añadir que la feliz maestría y amenidad de Mario Vargas Llosa también se halla en un sinnúmero de anécdotas no sólo del entrañable entorno parisino de su protagonista y en el trazo de los contextos sociales, culturales y económicos de varios de sus episodios, como son las sucesivas contradicciones políticas en el Perú y la sangrienta quimera de la guerrilla, o el movimiento hippy en el Londres de los años 70; pero también se observa y disfruta en la sensualidad y el erotismo que Ricardo Somocurcio vive ante la inasible y evanescente ex chilenita.


Mario Vargas Llosa, Travesuras de la niña mala. Alfaguara. 2ª edición mexicana. Querétaro, 2006. 376 pp.



sábado, 7 de enero de 2017

El camino de Ida




El profesorcito señor X


I de II
El camino de Ida, novela del argentino Ricardo Piglia (Adrogué, provincia de Buenos Aires, noviembre 24 de 1940-Buenos Aires, enero 6 de 2017)) editada por Anagrama en la serie Narrativas Hispánicas, apareció en Barcelona en septiembre de 2013 y un mes después en México. Emilio Renzi, el memorioso protagonista que evoca y narra los pormenores del libro, dice en el “Epílogo”: “Thomas Munk fue ejecutado el 2 de agosto de 2005, diez años después de su captura.” Tal fecha permite al lector fijar los márgenes temporales en que se desarrollan los sucesos medulares de su memoria: entre enero y septiembre de 1995, pues a lo largo de las páginas Emilio Renzi no da fechas precisas y sí datos dispersos y equívocos y a veces contradictorios, como es, por ejemplo, lo que implica la fecha del nacimiento de Nina Andropova, pues según dice en la página 88, “Había nacido en Moscú en 1920”, y luego en la página 100 afirma que “Tenía casi 80 años”. Lo cual quiere decir que el presente de su memoria ocurrió en el 2000 o casi en el 2000; pero según el “Epílogo” no es así.  “Fue Ida Brown quien me ligó a esa historia y por ella he escrito este libro”, afirma Emilio Renzi en el “Epílogo”. Y así parece por el título de la novela. Sin embargo, el meollo trascendental de su memoria y de sus digresiones y relatos es el asesino Thomas Munk y no Ida Brown, pese a su vida secreta (salpimentada de claroscuros, iconoclasia, sexo y drogas) y a su subrepticio vínculo con tal deleznable terrorista.

(Anagrama, México, 2013)
       Además del “Epílogo”, El camino de Ida comprende cuatro partes. En la primera, “El accidente”, Emilio Renzi, escritor y profesor, narra que a mediados de diciembre recibió en Buenos Aires una invitación de Ida Brown para dar clases, un semestre, en la Universidad Taylor, ubicada en un pueblo cercano a Nueva Jersey. En enero ya está allí para exponer un seminario sobre Guillermo Enrique Hudson a un reducido grupo de alumnos de doctorado. Se instala en el campus, precisamente en la casa de un profesor de filosofía que hace un año sabático en Alemania.

Ricardo Piglia
  En la Universidad Taylor, su seminario está adscrito al Departamento de Modern Culture and Films Studies y esto resulta significativo en el contexto de lo que sucede a lo largo del libro, pues además de que mucho tiene de filme hollywoodense clasificación B, abundan las lúdicas alusiones cinematográficas, como es el caso de Los pájaros (1963), de Alfred Hitchcock, cuando en la cuarta parte, en septiembre, Renzi se dirige a la cárcel, en Sacramento, para conversar con el prisionero Thomas Munk, asesino anarquista que desde hace casi 20 años, desde la clandestinidad y el anonimato, ha estado matando técnicos y científicos mediante cartas-bomba. Pero el caso es que casi recién llegado, el cincuentón Emilio Renzi inicia una furtiva relación sexual con la cuarentona Ida Brown, la cual concluye intempestivamente cuando “a las 19.00 pm del jueves 14 de marzo”, luego de recoger su correspondencia en la universidad, muere en un accidente automovilístico en el que “La quemadura en la mano derecha era el signo más extraño del caso.”    

El rótulo de la segunda parte, “La vecina rusa”, alude a la susodicha Nina Andropova, profesora jubilada, especialista en Tolstoi, cuya casa colinda con la que ocupa Renzi, especialista en Hudson. La singular muerte de Ida Brown, especialista en Conrad y tecleadora de “tesis explosivas sobre política y cultura”, suscita que la policía local y el FBI investiguen el caso, dada la probabilidad de que tal “accidente” esté asociado a los sangrientos actos del terrorista Munk, por entonces anónimo y apodado Recycler. La reiterada presencia del FBI hace que Renzi contrate a Ralph Parker, un detective privado de la Ace Agency con oficina en Nueva York, quien indaga la vida privada y el itinerario de la formación académica de Ida Brown, quien en los años 60 hizo su doctorado en Berkeley, cuando Thomas Munk era profesor de matemáticas, pues a sus 25 años, en 1967, empezó a dar clases allí. Pero muy pronto, tras recibir la Medalla Fields por su “teorema de las decisiones”, abandonó la vida académica para recorrer los Estados Unidos en busca de un sitio donde erigir su escondrijo para fabricar bombas caseras; de modo que en 1971 anda en la frontera con México (tres años después “de la masacre de estudiantes en Tlatelolco”) y en 1975 se instala en un rincón de los bosques de Montana, cerca del poblado de Jefferson, donde construye una cabaña sin luz, sin agua y sin teléfono y donde lleva una vida idílica, con matices de Robinson Crusoe y Daniel Bonne televisivo en medio de parajes de tarjeta postal a la National Geographic.     
       La fuente de información de Ralph Parker es John Menéndez, agente del FBI que encabeza a quienes rastrean a Recycler y sus contactos. “La decisión de Menéndez de reprimir a las agrupaciones ecologistas y detener a sus líderes” induce al terrorista, a fines de mayo, a anunciar en un mensaje dirigido al New York Times que detendrá los atentados si cesa la represión contra los ecologistas y si le publican su Manifiesto sobre el capitalismo tecnológico, el cual se publica en tal diario y en The Washington Post. Tal comunicado lo firma como Freedom Club, cuyas siglas FC solían figurar en una chapita en las cartas-bomba. Pero además el Manifiesto incluye “una especie de nota al pie en la última página, escrita a mano, con un pulso firme, que podía ser considerada la exposición de un método” (por sus numerosos fans que justifican sus crímenes y proclaman en pancartas y grafitis: “Munk for President”, “Munk marca el camino”): “¡Hay que matar a todos esos bastardos tecnócratas y capitalistas!”.
En la amarillista y telenovelera efervescencia mediática que gira en torno al asesino (explotada hasta la saciedad por el show business que manipula el gran negocio de los mass media del capitalismo tecnológico)
queda claro que “la decisión de matar estaba ligada a la voluntad de hacerse oír”: “Para difundir nuestro mensaje con alguna probabilidad de tener un efecto duradero tuvimos que matar a algunas personas.” Y es la lectura del Manifiesto lo que permite a Peter, el hermano de Thomas Munk, detectar que se trata de éste y por ende, “para detener la demencial ola de crímenes”, lo denuncia. 
A mediados de junio, en su cabaña de los bosques de Montana, ocurre la detención dirigida por John Menéndez y la noticia a Renzi se la da John III subrayándole: “Era un ex alumno de Harvard”. John III, además, era su alumno “más brillante” en su seminario de Hudson y el “joven delfín de Ida con aire de estudiante de Oxford”, quien sintomáticamente “hacía su tesis sobre The Monkey Gang, la novela de Edward Abbey, con dibujos de Robert Crumb, sobre la banda de forajidos anarquistas medio punks que defendían la naturaleza matando a los que devastaban los bosques y destruyendo las máquinas excavadoras, las palas mecánicas y las motosierras”. 



II de II
En la tercera parte de la novela, “En nombre de Conrad”, el profesor Emilio Renzi (alter ego del profesor Ricardo Piglia) traza buena parte de la leyenda, la apología y el mito de Thomas Munk, ese dizque brillante “matemático formado en Harvard”, otrora profesor de matemáticas en Berkeley, nacido “en 1942” e “hijo de una acomodada familia de inmigrantes polacos”. Pero entre las múltiples falacias y sofismas que describen y exaltan el ideario anarquista, asesino y obnubilado de Thomas Munk: cree que confronta una válida y solitaria guerra contra el Estado y el capitalismo tecnológico (y lo creen sus seguidores y sus cómplices camuflados de pacifistas y ecologistas, quienes lo ven como “un nuevo Thoreau”, un “Thoreau enfurecido”), lo que descuella es que en el ejemplar de la novela de Joseph Conrad, El agente secreto (1907), que fuera de la profesora Ida Brown y que enseñó una semana antes de su muerte, el profesor Emilio Renzi descubre que los subrayados y signos de ella configuran una declaración de violentos principios anarquistas (transcribe y arma el puzle), que son los mismos que maneja Thomas Munk y supone que se trata de un mensaje cifrado que Ida le dejó un día antes de su muerte. En este sentido, el detective Ralph Parker le confirma que “Munk le dijo a su familia en 1984 que había leído la novela de Conrad una docena de veces a lo largo de los años”. Así, convencido de que la muerte de Ida Brown no fue un accidente suscitado por un infarto (según reza la versión oficial) y dado que en septiembre dará una conferencia en Berkeley (para conseguir trabajo de profesor), en agosto decide que tiene que hablar con Thomas Munk en la cárcel de Sacramento. Para ayudarlo, Parker le brida una credencial de detective de la Ace Agency y una carta donde se dice que investiga “la muerte de Ida a pedido de sus familiares” (quienes en la novela brillan por su ausencia). 
Ricardo Piglia
  En la cuarta parte, “Las manos en el fuego”, entre los objetos de su etapa de estudiante en Berkeley que Ida dejó en un guardamuebles, Emilio Renzi descubre una vieja foto donde ella está con Thomas Munk, cuya dirección en la parte posterior lo lleva al videoclub del fotógrafo Hank el Alemán, quien le dice que Munk “venía a menudo al local”, que caía por allí “cada tanto, incluso en la época en que estaba viviendo en los bosques de Montana”. En la foto, Munk tiene en la mano una película de vaqueros que según el registro fue “retirada el 13 de junio de 1975 y devuelta el 15 de junio”. “Se alojaba en el Hotel Durant [dice el Alemán] y pasaba unos días, recuperándose de la soledad. Caía acá y estudiaba muy cuidadosamente el catálogo antes de elegir una película. Imagino que le gustaba el modo en que estaba filmada la naturaleza del lugar donde él vivía. Y también porque era un romántico y admiraba a los héroes solitarios que enfrentaban ellos solos a los malvados de la sociedad.” Pero además Nancy Culler, la joven de pelo azul, ciberladrona, empleada del Alemán, poseedora de una cámara de video (que no deja de usar) y que dizque hace “una tesis sobre Los pájaros de Hitchcock”, le pide un aventón a Sacramento porque “Quería registrar lo que estaba pasando en el área y a Munk detenido, [y] quizá fuera a Montana a filmar los bosques”. “¿No veía yo [le pregunta Nancy] una relación entre el ataque irracional de los pájaros y las bombas de Munk? ¿No era la peli de Hitchcock un ejemplo de terrorismo ecológico? Los pájaros que atacan a los humanos idiotas...” Cuando el Chevy rentado por Renzi va por San Francisco, “cerca de Union Square”, Nancy le pide que entren a la tienda de mascotas que sale en Los pájaros de Hitchcock, porque allí fue comprada la lora que Munk tenía en su cabaña en el momento de su detención y ahora se exhibe, para “rematarla en subasta pública”, con un cartel que reza: “El loro de Munk”. 

Vale decir que tal lora no se llama Tractatus ni Profesor ni Verloc ni Winnie ni Kurtz ni Conrad sino Daisy (quizá por la novia del pato Donald) y se distingue por sus parlamentos, con cierta lógica racional (lo cual es un lugar común entre la fauna que puebla churros y caricaturas) y por ende es la nota de realismo mágico, aunque de ningún modo supera al parlanchín y políglota loro de Paramaribo que en El amor en los tiempos del cólera (1985) suscita la muerte del octogenario doctor Juvenal Urbino. 
Cuando Emilio Renzi ya está en la cárcel de Sacramento frente a Thomas Munk, observa que su mano izquierda está “manchada de cicatrices y quemaduras”. Lo cual coincide con el testimonio de uno de sus admiradores que habló con él cuando aún no se sabía que era un asesino: “lo que me impresionó fue ver su mano quemada, la izquierda, sin vendar pero con la piel escamada, como alguien cuyo trabajo consistía en poner las manos en el fuego”. No obstante, lo que se infiere del diálogo que Renzi sostiene con Munk y de lo que luego reflexiona para sí mismo y el lector, es el hecho de que alrededor del terrorista, oculta en la masa anónima de las hordas de supuestos pacifistas y ecologistas que lo idolatran y comulgan con su leyenda, con sus cruentos asesinatos y con su Manifiesto, oscila una encubierta red de apoyo (“un ejército invisible”) que movía las cartas-bomba. Y que “La bomba a veces le explota a quien la lleva” (“las bombas de tiempo accionan al romperse el papel que envuelve la caja o el libro hueco donde han sido instaladas”) y por ende Ida Brown, de la que Munk dice: “fue una mujer valiente. Nosotros la tenemos en cuenta” (pero sin confirmar si colaboró con él o no), “Posiblemente ese día transportaba una de las cartas” y le explotó en su torpe mano derecha, pues era zurda. O quizá fue asesinada porque sabía demasiado, pues según deduce y le dice Renzi a Munk buscando una respuesta y confirmación que no recibe: “Ida habría descubierto por azar en la novela de Conrad ciertas relaciones con su modo de actuar. Una coincidencia, quizá, y, para no denunciarlo, le habría escrito una carta previniéndolo [...] No sé qué le diría ella en la carta, pero por lo poco que la conocí puedo asegurar que no iba a delatarlo sin avisarle antes, sin decirle que lo había descubierto e incluso sin proponerle que escapara, que dejara de hacer lo que hacía.”
“En el siglo XXI el héroe será el Terrorista”, ironiza Nina Andropova cuando el Manifiesto de Recycler se propaga como explosivo reguero de pólvora y se vuelve la comidilla de estudiantes alimentados con churros hollywoodenses, de aprendices de escritor que admiran su estilo y de la opinión pública. Pero es obvio que en los Estados Unidos de la vida real (los del todopoderoso imperio del dinero, de las armas, de la CIA y del espionaje global) muy pocos elevarían a la categoría de héroe a Osama bin Laden ni a los yihadistas de Al Qaeda que el 11 de septiembre de 2001 perpetraron el ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, ni al par de rusos que el 15 de abril de 2013 ejecutaron el atentado de la maratón de Boston, ni a Timothy MacVeigh, quien el 19 de abril de 1995 hizo explosionar el Edificio Federal Alfred P. Murrah de Oklahoma, ni al tristemente célebre Unabomber (el matemático Theodore Kacynski), el obvio y palimpséstico modelo de la leyenda y biografía del terrorista Recycler (el matemático Thomas Munk).  
     
Ricardo Piglia
        Pero ¿por qué el escritor y profesor Emilio Renzi (proclive a las citas librescas, a los devaneos literarios, a las generalizaciones y con ciertos trastornos neuróticos y psicológicos) se impresiona y se explaya tanto con la leyenda, el itinerario, “la vida oculta”, la “pasión por el secreto”, y el falaz ideario anarquista de ese psicótico, megalómano y frío asesino que dizque posee un coeficiente más allá del promedio normal? No porque comulgue con él: “Hubiera usado la integridad para no matar a gente inocente”, le replica en la cárcel. Quizá porque a sí mismo se observa extraordinario (pese a sus dos divorcios) y con un coeficiente mucho más allá de la mediocridad porteña que lo rodea y alude en el íncipit signado por lo que parece su personal “teoría de conjuntos”, matizada por su particular “teorema de las decisiones”: “En aquel tiempo vivía varias vidas, me movía en secuencias autónomas: la serie de los amigos, del amor, del alcohol, de la política, de los perros, de los bares, de las caminatas nocturnas. Escribía guiones que no se filmaban, traducía múltiples novelas policiales que parecían ser siempre la misma, redactaba áridos libros de filosofía (¡o de psicoanálisis!) que firmaban otros. Estaba perdido, desconectado, hasta que por fin —por azar, de golpe, inesperadamente— terminé enseñando en los Estados Unidos, involucrado en un acontecimiento del que quiero dejar un testimonio.”



Ricardo Piglia, El camino de Ida. Panorama de Narrativas núm. 517, Editorial Anagrama. México, octubre de 2013. 296 pp.



miércoles, 7 de diciembre de 2016

Cinco esquinas

Lamer los zapatos que los patean

Editada por Alfaguara, la primera edición mexicana de la novela Cinco esquinas apareció en “marzo de 2016”, lo cual coincidió, de manera publicitaria y celebratoria, con el 80 aniversario de Mario Vargas Llosa, su autor, pues nació en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936.
Primera edición en México: marzo de 2016
      El novelista y Premio Nobel de Literatura 2010 preludia su libro con una declaración de principios que reza: “Cinco esquinas es una obra de ficción en la que, para la creación de algunos personajes, el autor se ha inspirado en la personalidad de seres auténticos, con los que, además, comparten nombre, aunque a lo largo de toda la novela son tratados como seres de ficción. El autor ha asumido en todo momento libertad absoluta en el relato, sin que los hechos que se narran se correspondan con la realidad.” En este sentido, Mario Vargas Llosa se cura en salud para utilizar y contar lo que se le antoje (y como se le antoje) y para que de manera inapelable no se le objete que en la histórica caída de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos (y en el encarcelamiento de ambos) no “fue clave” la supuesta revelación periodística que se narra en su novela. Revelación que dizque se destapa en un semanario populachero, de índole escandalosa y amarillista, que se edita en una Lima asediada por la violencia, los apagones, los secuestros, la delincuencia común, la abundante pobreza, el terrorismo de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, el toque de queda, la represión, y el sanguinario y genocida manejo de los mass media que orquesta y manipula “el todopoderoso Doctor”, nada menos que “el jefe del Servicio de Inteligencia” de la dictadura, de quien la vox populi dictamina: es “el que manda y hace y deshace”, pese a que Fujimori sea el presidente.  
 
Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa,
una pareja de película.
         No obstante los crímenes y actos delictivos que se aluden y se narran, Cinco esquinas es un divertimento, una novela lúdica, gozosa, ligera, amena, salpimentada con episodios pornoeróticos y no exenta de peruanismos, modismos y vulgarismos (entertainment químicamente puro, fácilmente adaptable y explotable por la churrería cinematográfica hollywoodense o no); con un cariz, no de alta literatura, sino de literatura popular, que recuerda el tremendismo de los radioteatros que urde Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977). De sobra es consabido que Mario Vargas Llosa es un consumado maestro de la intriga y del suspense, de modo que esto lo despliega, entreteje y dosifica desde la primera a la última página, que concluye con un final ambiguo y abierto a la especulación del lector.  
  Dividida en veintidós capítulos con rótulos y numerados con romanos, los sucesos que se narran en Cinco esquinas se ubican entre las postrimerías del régimen de Fujimori y tres años después (cuando gobierna “el cholo Toledo”, y el chino Fujimori y el Doctor ya están en la cárcel, y también los líderes terroristas: Abimael Guzmán, cabecilla de Sendero Luminoso, y Víctor Polay, cabecilla del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru). Los hechos centrales giran en torno al chantaje y la coacción monetaria que Rolando Garro, el repulsivo y fétido director de Destapes (un pobretón semanario amarillista que exhibe y explota las zonas oscuras del mundillo de la farándula y del espectáculo) intenta endilgarle al ingeniero Enrique Cárdenas, “uno de los hombres más poderosos del Perú”, cuya riqueza ha acumulado en el ámbito de la minería. “Las fotos de Chosica”, una veintena de imágenes de una orgía clandestina ocurrida hará unos dos años y medio, son el arma con que el gacetillero pretende chantajear y hacer fortuna. Enrique Cárdenas se niega a “invertir” en Destapes y con insultos pone de patitas en la calle a Rolado Garro; quien días después de publicar las fotos en su semanario aparece asesinado “en Cinco Esquinas, uno de los barrios más violentos de Lima, con asaltos, peleas y palizas por doquier”; por lo que parece “normal” que el cadáver de Garro luzca numerosas puñaladas en el cuerpo y el rostro destrozado a pedradas.
   Ante la opinión pública de Lima y del Perú, el ingeniero Enrique Cárdenas figura como el rico y poderoso que mandó a matar al periodista Rolando Garro. Paradójicamente, Julieta Leguizamón, alias la Retaquita, oscura redactora estrella de Destapes, también cree esto y lo denuncia ante las autoridades; es decir, no infiere ni logra entrever la mano negra y asesina del Doctor. Presunto responsable del asesinato de Rolando Garro, el ingeniero Enrique Cárdenas es detenido por la policía y encerrado en una cárcel, primero en un separo solitario y luego en una hedionda y hacinada celda colectiva en la que predominan y dominan los homosexuales de baja ralea; donde de un modo inverosímil lee una filosófica sentencia versificada escrita con corrección y no con las infalibles y consabidas faltas de ortografía: “Y cuando esperaba el bien,/ Sobrevino el mal;/ Cuando esperaba la luz, vino/ La oscuridad”.
   Paralelo al dilema del ingeniero Enrique Cárdenas, Marisa, su bellísima esposa gringa, y Chabela, la no menos bella esposa de Luciano Casasbellas, su enriquecido e influyente abogado y su mejor amigo desde chicos, inician, favorecidas por el toque de queda, una cachonda y subrepticia relación lésbica (que a la postre se trasforma en triángulo sexual).
   A través de tres hombres camuflados de civil, el temible Doctor hace llevar a la Retaquita, encapuchada, hasta su búnker oculto en Playa Arica, donde le anuncia y ordena que va a trabajar para él y que Destapes reaparecerá con ella de directora. Lo cual implica, además de la bonanza económica que le permitirá dejar su minúsculo agujero en Cinco Esquinas y cambiarse a una casa amueblada en Miraflores, que ella hará lo que él mande para desacreditar a opositores políticos y críticos del régimen y que no dejará de meter las narices en la bacinica mediática, es decir, en lo que se publique en el semanario: “Fíjate tú misma cuánto quieres ganar como directora. Nosotros nos veremos poco. Yo quiero aprobar el número armado antes de que vaya a la imprenta y yo pondré los titulares.” Y además de advertirle que tendrán “una comunicación semanal, por teléfono, o, si el asunto es delicado, a través” del capitán Félix Madueño (quien hace trabajos secretos, cruentos y sucios para el Doctor), le reitera y recalca su imperativa amenaza (de muerte): “Pero no olvides la lección: yo perdono todo, salvo a los traidores. Exijo una lealtad absoluta a mis colaboradores. ¿Entendido, Retaquita? Hasta pronto, pues, y buena suerte.”
   Vale observar que “apenas unos mesecitos” después del asesinato de Rolando Garro, meses en los que la Retaquita ha cumplido con obediencia perruna las imperativas órdenes del Doctor y ya vive en Miraflores, ella, en calidad de directora de Destapes, con enorme inverosimilitud, decide darle vuelta a la tortilla y traicionar a su patrón, “jefe del Servicio de Inteligencia de Fujimori”, pese a que de primera mano sabe que no le tiembla la sanguinaria manaza para ordenar, ipso facto, el asesinato encubierto de los colaboradores que lo traicionan. En este sentido, con la confabulación del fóbico, tontorrón y frágil fotógrafo de Destapes (autor de las fotos de la orgía de Chosica) y de una vulnerable redactora del semanario, jugándose el pellejo, preparan un número especial, donde, además de la apología del supuesto periodismo de Rolando Garro y de supuestamente redimir su imagen y memoria y de relatar su cuestionable proceder ante el ingeniero Enrique Cárdenas, hacen la crónica del asesinato del ex director de Destapes ordenada por el Doctor, de la calumniosa inculpación de tal crimen, supuestamente realizado por un anciano pobrísimo y amnésico (Juan Peineta, otrora sensiblero y popular declamador de poemas e infausto cómico en “Los Tres Chistosos”, programa de América Televisión), y donde además la Retaquita narra cómo grabó las inculpatorias conversaciones que tuvo con el “jefe del Servicio de Inteligencia”; material (37 grabaciones) que fue entregado a la Fiscalía de la Nación y al Poder Judicial con el objetivo de que “el asesino de Rolando Garro sea juzgado y sentenciado merecidamente por su luctuoso proceder”. Cosa que, según la novela, se logró, además de incidir en la caída del Doctor y del chino Fujimori. Es decir, lo inverosímil también radica en que los curtidos y serviles esbirros del siniestro Doctor no hayan espiado a la Retaquita ni detenido la impresión del semanario ni confiscado el tiraje y su distribución, ni que la hayan cacheado con rigor y por ende ella pudo grabarlo a sus anchas, pues solía esconder la pequeña grabadora entre los pechos. A esto se añade que el Doctor no haya respondido ipso facto; es decir, no ordenó el asesinato inmediato de la Retaquita y sus colaboradores (simulando un atraco, por ejemplo), ni provocó ningún incendio en Destapes ni hizo colocar alguna estruendosa carga explosiva que peliculescamente hiciera polvo el conjunto. 
    Así que tres años después de las fotos de Chosica, la Retaquita, siguiendo los pasos de su mentor, heroína y oronda ahora tiene su propio programa televisivo: La hora de la Retaquita, de la misma índole vulgar, populachera, amarillista y chismográfica que cultivaba Rolando Garro, al que, también increíblemente, se ha vuelto aficionado (y admirador de la diminuta e intrépida “periodista”) nada menos que el riquísimo ingeniero Enrique Cárdenas, supuestamente culto, libertino en secreto, refinado y coleccionista de arte en sus ámbitos íntimos y domésticos, y pese a que la denuncia de ella lo privó de la libertad e hizo vivir y experimentar terribles horas de pánico, angustia y desesperación en la cárcel, y un inconfesable y bochornoso episodio en la celda colectiva plagada de nauseabundos y mafiosos homosexuales.
     
El Premio Nobel y la Reina de Corazones,
estrellas del periodismo rosa.
         Cabe observar que del capítulo uno al diecinueve la novela Cinco esquinas desarrolla la serie de las historias de una manera progresiva y alterna; y sólo en el capítulo veinte, “Un remolino”, Mario Vargas Llosa hace uso de un recurso narrativo que, muchas veces, ha utilizado con maestría y mayor complejidad: de un modo polifónico y fragmentario en un mismo párrafo (y párrafo tras párrafo) intercala voces, lugares y tiempos; es decir, narra diálogos, hechos y episodios que se suceden entre sus distintos personajes. El capítulo veintiuno esboza, literalmente, el contenido de la citada “Edición extraordinaria de Destapes”. Y la pregunta que titula al capítulo veintidós (el último): “¿Happy end?”, implica el susodicho final ambiguo y abierto a la especulación del lector, relativa al trasfondo e intríngulis del referido triángulo sexual (y quizá algo más o no).

Mario Vargas Llosa, Cinco esquinas. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, marzo de 2016. 320 pp.



El último día de Terranova

Chetos mirándose el ombligo

Nacido en La Coruña el 25 de octubre de 1957, el prolífico narrador Manuel Rivas escribió en gallego su novela El último día de Terranova. Y traducida al español por María Dolores Torres París fue editada en España, por Alfaguara, en noviembre de 2015, y, en México, en abril de 2016. En “Liquidación Final/ Galicia, otoño de 2014” —el primero de los 28 capítulos con rótulos que la integran—, el viejo Vicenzo Fontana, el protagonista, quien se desplaza con muletas frente al mar, bosqueja pormenores de su persona y personalidad, y rememora algunos rasgos y episodios trascendentales de su pretérito que lo marcaron para siempre (como la juvenil imagen de “Garúa en bicicleta con su lote de libros en las alforjas”, y la poliomielitis que él contrajo en la infancia, en 1957, y que lo confinó una temporada en el infierno de un estrecho e inmovilizante “Pulmón de Acero, en el Sanatorio Marítimo”). Pero el drama inmediato que lo confronta al desasosiego de su incierto destino está cifrado en el letrero que escribió en el escaparate de Terranova, la vieja y entrañable librería familiar (abierta en 1946, por Comba Ponte, su madre, en el número 24 de Atlantis, en el puerto de La Coruña), que ha heredado y de la que es responsable: Liquidación final de existencias por cierre inminente
Primera edición mexicana, abril de 2016
        La novela El último día de Terranova es un puzle repleto de anécdotas y digresiones, salpimentado y recamado con abundantes citas y florituras librescas de erudito gourmet, en cuya urdimbre narrativa (poco verista) bullen los nombres, las fechas, los hechos y los episodios extirpados de la globalizada historia de la literatura y de la globalizada historia social y política. Si bien el decurso del presente (relativo a 2014) es progresivo y oscila en torno al probable descalabro de la librería (debido a la amenaza de desahucio y lanzamiento por parte de los propietarios del inmueble: Old Nick y Nick Junior, asociados a un oscuro y ambicioso Máster), Manuel Rivas, de manera alterna, hace incursiones a diversos pasados en distintos ámbitos temporales y narrativos. En este sentido, descuella lo que concierne a Garúa (una joven argentina) en los años 70 del siglo XX, a quien Vicenzo Fontana conoce en noviembre de 1975, en Madrid, y con quien viaja en tren a La Coruña, directamente a la librería Terranova (que además es casa familiar y refugio de menesterosos y de la idiosincrasia republicana), precisamente el día que en la capital española se efectúan las multitudinarias exequias del generalísimo Francisco Franco. Período y estancia en Terranova que concluye en 1979, cuando Garúa se marcha para siempre de allí (y a quien nunca vuelve a ver), luego de que Rodolfo Almirón, un sanguinario agente de la extemporánea Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), guiado y acompañado por Pedrés, “inspector de la Brigada Político-Social”, respaldados por un grupo de policías que rodearon la librería, asombrosamente no la detienen el día que se presentan para llevársela, pese a que con antelación la tenían ubicada e identificada con fotos de su historial en las huestes clandestinas de los Montoneros, con quienes desde La Coruña mantenía contacto secreto por correo y por teléfono desde una cabina pública cercana al Faro, y por ende un par de ellos, “en un Mini Morris rojo con techo blanco”, pasan a recogerla en Chor, sitio de la Casa Grande de los Fontana que ella eligió para despedirse del núcleo familiar, donde dizque alfabetizó a Expectación, la criada que amamantó a Vicenzo de una teta (mientras de la otra teta amamantaba a Dombodán, su propio hijo), quien dizque desde que aprendió a leer, sólo ha leído un libro: no la Biblia, sino Pedro Páramo, dizque “diez o quince veces”; mientras que Garúa, de la librería Terranova sólo se lleva “La Odisea en braille”. Es decir, Garúa, liada con los Montoneros (guerrilleros o terroristas, o la dos cosas a la vez), está en España porque “Consiguió huir de Argentina cuando iban a cazarla” (incluso “le pusieron una bomba al apartamento donde vivía”). Y ese “asesino Almirón, el gorila que visitó Terranova y que anda de pistolero suelto por España”, obviamente la rastreó y localizó (era él quien traía las fotos de ella); no obstante, luego de apersonarse en la librería no la sigue (en solitario o con otros pistoleros), no la embosca ni la caza ni la secuestra ni la mata, pese a que, según le dijo Garúa a Vicenzo, era “un policía corrupto con un horrible historial, uno de los organizadores de la Triple A, que con la guerra sucia abrió paso a la Dictadura argentina, mercenario en actos terroristas en España, como el de Montejurra, en esa primavera de 1976”. Y Garúa, repartidora de libros en bicicleta, junto a su apariencia de no matar una mosca ni morder un plátano, algo sabe (y podría ser torturada para que hable y delate a sus correligionarios), pues se incorporó en misiones de inteligencia para los Montoneros, luego de que “un día de diciembre de 1974”, en “una casa paqueta en Buena Vista”, en Buenos Aires, donde daba de clases de piano a una niña convaleciente, descubriera, sin proponérselo y oculta tras una mirilla de cristal, las reuniones secretas, cruentas y exterminadoras que una fauna de informantes y miembros de la Triple A periódicamente tenían en un salón. “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros...”, oyó Garúa que planea el Almirante Cero. Quien en la vida real (Emilio Eduardo Massera) dirigió la tenebrosa ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) y fue parte de la junta miliar que el 24 de marzo de 1976 derrocó a Isabelita (la presidenta María Estela Martínez de Perón). Y según le confiesa Garúa a Vicenzo antes de marcharse de Terranova, las fotos que el Negro Tero (un camarada de ella) reveló en Madrid en torno a la capilla ardiente de Franco, precisamente en el piso del teatro abandonado donde Vicenzo subsistía con la pinta y el maquillaje del Duque Blanco Cojo (un híbrido de David Bowie y Alice Cooper), eran explosivos documentos reveladores y comprometedores: “¿Sabés de quiénes eran las fotos que revelamos en Madrid? Coincidiendo con los funerales de Franco, se juntaron jefes de los servicios de Inteligencia y policiales de las dictaduras latinoamericanas, agentes de la CIA y miembros de grupos neofascistas, como el italiano Delle Chiaie. Allí se dejó atada, y no después, la Operación Cóndor. La caza de huidos y exiliados para ser intercambiados por los aparatos represivos. También colabora la policía franquista. Hay torturadores en mi país que recibieron cursos en España. Cursos de tortura. ¿Qué te parece? ¿Y a qué vas de viaje, cariño? A un cursillo de tortura.” 

Vale observar que el cometido de apresar a la Mata Hari de los Montoneros en la librería Terranova se frustra porque Eliseo, el tío materno de Vicenzo, confronta, él sólo y con un revólver, al inspector Pedrés, a su adjunto Cotón y a tal Rodolfo (mientras en el exterior los uniformados policías se chupan el dedo y sólo esperan órdenes). Y además de que se marchan con las manazas vacías en tanto el inspector Pedrés alude la consabida y supuesta enfermedad del tío Eliseo Ponte, el hilarante detalle (quizá inverosímil) radica en que “el Seis Luces no tenía balas”, y quien lo advierte no es ninguno de los tres rapaces agentes, sino Vicenzo. 
Ese supuesto padecimiento del tío Eliseo es su homosexualidad, lo cual implica, ante las autoridades responsables, un vínculo de soborno, tolerancia y corrupción sistémica en ámbitos del franquismo, pues Eliseo ha sido confinado, supuestamente, en un manicomio. Es decir, el tío Eliseo había sido detenido “varias veces en redadas policiales por homosexual. Y lo del psiquiatra era una forma de evitar la cárcel”. Y eso se arreglaba “con la comprensión de un juez. Y pagando, por supuesto.” Así que el sanatorio mental en el que Eliseo ha estado, no es, precisamente, una rigurosa, dura, claustrofóbica y torturante clínica psiquiátrica parecida a la clínica de Santander donde en 1940 estuvo recluida Leonora Carrington (por órdenes de su padre), sino que, según le explica Vicenzo a Garúa, “En el sanatorio del doctor Esquerdo, en las afueras de Madrid, además de los pabellones de los enfermos había un espacio con chalés donde residía gente como Eliseo. Gente que podía pagarlo, claro. Era una zona, por así decir, de descanso. No podían salir, pero hacían su vida. Había médicos reaccionarios que consideraban la homosexualidad una tara, pero también los había que combatían esa represión. Recuerdo una ocasión en que fuimos a visitarlo, nos dijo: ¡Estoy leyendo cien libros a la vez! Y era cierto. Allí, con aquellas compañías tan especiales, compartía libros que en muchos casos hallaron refugio final en Terranova.”
Y esto, al parecer, es así. Pues cuando Vicenzo aún ignoraba la inclinación sexual del tío Eliseo, éste le decía, y se le decía, que había ido de viaje a Francia o a países de América Latina y que desde donde andaba enviaba cartas y libros a Terranova; librería donde entonces oficiaba Amaro Fontana, alias Polytropos (el padre de Vicenzo), “El hombre que más sabe de Ulises”, conocido en la comisaría de La Coruña por ser “El mayor abastecedor de libros prohibidos en Galicia” (los cuales llegaban de contrabando ocultos en embalajes y maletas con doble fondo). Pero el meollo del caso es que, pese a sus cartas, a las historias de sus viajes, de sus estadías en varios países, de sus vívidas andanzas con escritores legendarios y celebérrimos, y a los envíos de libros censurados y prohibidos, el tío Eliseo, en realidad, “no estuvo nunca” en los lugares donde decía haber estado: “No estuvo en América”, “Ni en Argentina, ni en México, ni en Cuba. Aparte de un viaje a Barcelona invitado por el editor Janés, sólo estuvo en Portugal. A Lisboa y a Amarante sí que fue.” Le revela Comba Ponte a Garúa.
Manuel Rivas
(Foto de Sol Mariño en la 2
ª de forros )
        Es decir, si Manuel Rivas pone particular énfasis en la descripción y relato de las peculiaridades de sus personajes y su coloquial manera de apodar y apostrofar, el rasgo más acusado del tío Eliseo es su facilidad para fantasear, inventar y contar historias, cualidad con la que otrora embelesó al niño Vicenzo confinado en el Nautilus (el Pulmón de Acero), e incluso a Garúa durante su estancia en Terranova, y que despliega, ante el juez, en el microrrelato sobre la supuesta Operação Papagaio (dizque una “revolución” en ciernes “del grupo surrealista del café Gelo”, en 1962 y en Portugal, para “pasar a la acción y poner fin” a “la Dictadura de Salazar”), donde iba a usar “el Seis Luces”, “pero sin munición”. Virtud de cuentero oral que también transluce Garúa (cuyo ventrílocuo y titiritero es Manuel Rivas) y que saca a relucir, en la librería Terranova (e incluso imita la manera de andar “de Chaplin, de Carlitos el Pibe”), al contar el histriónico, trapecista y circense episodio de cuando en la primavera de 1973, a sus 21 años, se exhibió y presentó ante Borges (rubricando su salida con una chaplinesca pantomima), quien estaba en una mesa de La Biela, el famoso café de Buenos Aires cercano al cementerio de la Recoleta. 

     Así que después de la sorpresiva visita del sanguinario agente de la Triple A y del inspector Pedrés y su coreográfico grupo de policías, “Eliseo se fue ‘de viaje’. Habían llegado a esa componenda. Esta vez las cosas eran más complicadas, con el enfrentamiento policial de por medio. Iba a ser un viaje muy largo. Y ya no volvería a Terranova.” Y según rememora el viejo Vicenzo Fontana, no volvió, pero no dejó de enviar cartas, las cuales empezaron a espaciarse después de que “en la primavera de 1980” se fugó, sin violencia, del sanatorio. La última carta data de “la primavera de 1989”. Y “en mayo de 1990” un enorme paquete remitido de París (con su retrospectiva clave y toque poético en el interior), le notificó la muerte del tío Eliseo en un asilo.  
Aunado a ello, 1990 fue un año muy álgido para Vicenzo Fontana, pues pese a los intríngulis simbólicos, rituales y crípticos del acto, su padre, que era diabético, en el otoño se quitó la vida. Y lo hizo en el “cementerio donde está enterrado su amigo Atlas. Se aposentó allí. Enterró la Piedra del Rayo. Se inyectó la insulina de la diabetes. No la dosis prescrita, sino doble. Se cubrió con una manta. Y se quedó dormido. Ya no despertó.” El tal Atlas era un cantero fortachón llamado Henrique Lira, nativo de Chor, el pueblo donde también nació Amaro Fontana. Y en una excavación arqueológica del Seminario de Estudios Gallegos, donde brillaba el joven maestro universitario Amaro Fontana (egregio miembro de la “Generación de las Estrellas”), fue Atlas quien halló “el bifaz”, “la Piedra del Rayo”, un “hacha paleolítica” (con forma acorazonada) resguardada como reliquia en la librería Terranova. Y según le explica Amaro a Garúa, “Había una leyenda. Los románticos creían que esas piedras no eran tallas humanas. Habían sido fecundadas por el rayo al penetrar la tierra. Quien tuviese la piedra, protegía a todos.” No obstante, según le dice, “En el verano del treinta y seis, una de las primeras medidas de los golpistas en Galicia fue destruir el Seminario de Estudios. Asesinaron a diecisiete miembros, y treinta y uno consiguieron huir al exilio”. Y Garúa, además del “bifaz”, observó un par de viejas fotos, una de estudio, “posterior a la excavación”, datada en “junio de 1936”, donde posan el tío Eliseo, Atlas y Amaro Fontana muy atildados, y otra de un grupo numeroso del Seminario de Estudios. Y en torno a Atlas, Amaro le revela a Garúa algo del inefable e indeleble carozo de la mazorca: “El tercero por el que preguntas fue asesinado”. “Creo que lo mataron porque me tenían que matar a mí. Pero a mí no me mataron. Mis padres pagaron para que no me matasen. Fue así. Éramos amigos. Éramos felices. Y en minutos, en horas, él estaba sin vida. Y yo era un ‘topo’. Él encontró la Piedra del Rayo, pero había insistido en que yo la custodiase.” 
     
Manuel Rivas
         En el decurso de El último día de Terranova, Vicenzo Fontana alude cierto distanciamiento con su padre (peyorativamente lo llamaba “el Hombre Borrado”), vertiente que Manuel Rivas no ahonda ni desarrolla, pese al seminal indicio (entro otros) de que cuando estuvo prisionero en el batiscafo (el Pulmón de Acero) casi no lo visitó (y casi no le habló) y a que hubo un tiempo en que sólo se comunicaban por escrito. Y en contraste y contradicción, lo que sobresale y disemina a lo largo de las páginas es la admiración que Vicenzo siente ante las cualidades intelectuales y polígrafas de Amaro Fontana, de cuya impronta, cobijo y protección nunca busca destetarse. Y amén de mencionarlo, tampoco narra anécdotas donde se vea al tío Eliseo y a Amaro Fontana de “topos” en la librería Terranova, no en un subterráneo o camuflado escondrijo, sino deambulando vestidos de mujer. Y nada sobre las agresiones que los falangistas infringieron contra la librería Terranova. Y ningún episodio sobre la homosexualidad del tío Eliseo. Y fuera de referirlo e ilustrarlo con una anécdota (el viaje en LSD, con Dombodán, en el tejado de la catedral de Santiago en la “primavera de 1974”, preludio de su desplazamiento a Madrid), tampoco explora el trasfondo y los matices de la juvenil drogadicción de Vicenzo. Pero sí narra el modo en que la vieja librería Terranova —por azares y coincidencias del destino en el que juega un papel audaz un ex sacerdote armado con un rifle (refugiado en Terranova), más las revelaciones delincuenciales de una marginal pareja de jóvenes: Vania y Zas (los últimos refugiados, padres de la bebé Estela Marina, “La primera nativa de Terranova”)— logra defenderse ante las perentorias amenazas de lanzamiento y del criminal y furtivo intento de incendio promovido por el mafioso Máster a través de dos matones (Boca di Fumo y el Bate), estrategia defensiva donde descuella cierta reflexión detectivesca, intuición y olfato de Vicenzo y su parcial buena estrella (paradójicamente signada por una Virgen Grávida, una pieza religiosa del siglo XIV que otrora estuvo en la Casa Grande de Chor, preservada en ultrasecreto por la vieja matrona Expectación). 


Manuel Rivas, El último día de Terranova. Traducción del gallego al español de María Dolores Torres París. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, abril de 2016. 290 pp.



Vida y época de Michael K



Tan insustancial como el aire

El sudafricano John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, febrero 9 de 1940), Premio Nobel de Literatura 2003, obtuvo en Francia el Premio Fémina a la mejor novela extranjera y en 1983 su primer Booker (“el premio más prestigioso de la literatura inglesa”) con su obra Vida y época de Michael K, “el libro que le valió fama internacional”.
J.M. Coetzee
Premio Nobel de Literatura 2003
Pese al título, J.M. Coetzee no elabora la total cronología biográfica de Michael K, ni tampoco un minucioso análisis o esquema de los marcos sociopolíticos de las etapas que vive en Sudáfrica (donde nace y muere). Es decir, si bien vierte pasajes retrospectivos, anécdotas y pinceladas sobre la génesis y la genealogía del personaje, el tiempo presente de la novela y su entorno social, que es el que predomina, se constriñe alrededor de un año (o un poquitín más), entre los 31 y los 32 años del protagonista, lapso en el que su patético y lastimero itinerario traza un zigzagueante círculo concéntrico.
A sus 31 años, Michael K, quien es un jardinero en un parque circunscrito al “departamento municipal de Parques y Jardines de Ciudad del Cabo”, es requerido por Anna K, su madre enferma de hidropesía y casi desahuciada, quien (por la misericordia de sus nebulosos y luego ausentes patrones) subsiste en un cuartucho de Côte d’Azur, un edificio en Sea Point que colinda con el mar.
Después de que un sangriento accidente de tráfico provocado por un jeep del ejército convirtió la zona de Côte d’Azur en un violento y  peligroso polvorín, Anna K, ante su miseria y la enfermedad y los destrozos circunvecinos, y frente a las truncas y ominosas perspectivas del futuro inmediato y a largo plazo, decide que ambos irán a vivir a Prince Albert (no le dice a su hijo, pero ella, quien siente cercana la muerte, quiere morir allí), el distrito donde estuvo la granja en la que nació y vivió de niña. Y con ello comienza el último periplo de la triste y desventurada odisea del protagonista, cuyo objetivo entreve y fermenta con una visión onírica y paradisíaca que el tiempo y los terribles sucesos tornarán inasible: “una casa de campo encalada en el extenso veld, el humo saliendo de la chimenea, y en la puerta a su madre sonriente y sana preparada para darle la bienvenida a casa después de un largo día”.
No es fortuito que Vida y época de Michael K inicie con un epígrafe que reza: “La guerra de todos es padre y de todos es rey./ Muestra a unos dioses y a otros hombres./ Hace a unos esclavos y a otros libres.” Es decir, el drama anecdótico y personal de Michael K no estriba únicamente en ser un tipo de labio leporino, con dificultades para el habla y con un limitado coeficiente intelectual, hijo de una pobrísima criada que ya no puede caminar (quien de niño lo dejara en un orfanato hasta sus quince años), sino también en la coercitiva circunstancia de que en tal Sudáfrica del siglo XX se sucede una cruenta guerra intestina signada por el dictatorial poder militar y su consecuente dominio y restricción de las libertades individuales y sociales; por ende impera el toque de queda y proliferan los campos de concentración de todo tipo (de desplazados, de reeducación, de trabajos forzados y de castigo).
Así, Michael K, sin papeles de identidad y sin el permiso oficial para desplazarse de un lugar a otro, emprende el viaje de Ciudad del Cabo a Prince Albert llevando a su madre en una rudimentaria carreta habilitada por sus incompetentes manos; pero durante el accidentado y más o menos subrepticio trayecto Anna K muere en el hospital de Stellenbosch, por lo que él se propone llevar sus cenizas al distrito de Prince Albert, cosa que no sin peripecias y a su debido tiempo logra y en consecuencia las esparce en el fértil sitio donde supone estuvo el ámbito de la granja donde ella naciera y creciera.
Premio Booker 1983
Premio Fémina 1983
(Mondadori, 1ª edición mexicana, junio de 2006)
      Vida y época de Michael K (traducida al español por Concha Manella) se divide en tres partes. La primera está narrada por una voz omnisciente y ubicua, la cual concluye cuando un grupo de soldados, al rastrear la zona del Karaoo donde se halla la granja de los Visagie en el distrito de Prince Albert, descubren a K (casi un kafkiano insecto) subsistiendo en un rudimentario habitáculo al ras de la tierra (mal construido por él). Estúpidamente los militares creen que escamotea contactos con los guerrilleros, es decir, que cultiva las calabazas para éstos y que esconde víveres y armamento. Por ende, minan la pila y la bomba del agua, el disperso sembradío de calabazas y la abandonada y astrosa casa de los Visagie y explosionan el conjunto.
La segunda parte de la novela es contada por la voz y la perspectiva de un joven farmacéutico que en el antiguo hipódromo de Kenilworth, dispuesto a modo de campo de reeducación (con alrededor de 600 descalzos prisioneros), sirve de médico militar encargado de la escuálida enfermería, donde conoce a K (flaquísimo e incapaz de ingerir alimentos) y a quien todos llaman Michaels, gracias a que así lo reconoció y bautizó el rubio capitán Oosthuizen, quien lo identifica como fugado de Jakkalsdrif, el mísero y humillante campo de trabajo donde K estuvo recluido y donde absurdamente se le acusa de ser de los pirómanos que atacaron Prince Albert.
Tal idealista doctor se obsesiona con K y tanto sus actividades médicas y burocráticas, como sus reflexiones y divagaciones personales, denotan e implican una gran calidad humana y ética que en algunos puntos se imbrican con la postura moral y el fastidio del viejo Noël, el jefe militar del campo, quienes reveladoramente llaman “Castillo” al despótico y kafkiano cuartel general.
En la tercera y última parte de la novela, la omnisciente y ubicua voz narrativa retoma el hilo conductor. Michael K, después de tres meses en Kenilworth (esquelético, enfermo y desahuciado), se ha escapado y retorna al edificio de Côte d’Azur con la intención de introducirse en el cuartucho donde vivió su madre (quizá inconscientemente buscando refugio y sentido en el otrora seno materno). Pero antes de lograrlo, en la playa, conoce a tres vagos que se le acercan: un proxeneta y dos mujerzuelas (una de ellas con un bebé); durante la noche, el delincuente intenta robarle el saquito que guarda en su overol (pero sólo lleva semillas). Y al día siguiente una de las rameras, por lástima, lo manosea y le hace una felación, lo cual, al parecer, a sus 32 años de pálida y borrosa vida ha sido su única vivencia sexual con una hembra. 
Por último, K, sin autorización y subrepticiamente, penetra en el cuartucho de Côte d’Azur y todo sugiere que, dada su debilidad y fragilidad, vivirá los últimos estertores de sus lastimeros días de prescindible y minúsculo insecto (“el más oscuro de los oscuros”), en los que se vio impelido a esconderse en el campo, a comer aves cazadas con su resortera, raíces, bulbos, puñados de flores, lagartijas y larvas de hormigas, lo cual implica su deficiencia mental (su creciente solipsismo que colinda o se entronca con una especie de autismo) y las rémoras de su introspectiva imaginación con gérmenes de pensamiento mítico (ve los frutos y semillas que cultiva como su descendencia personal). Pero también el hecho de que como citadino ratonzuelo de fétida y oscura alcantarilla no pudo subsistir solitario en el campo, pues el bagaje práctico, cognoscitivo y comunitario de la civilización le era necesario para sobrevivir y para atacar la ignorancia, las carencias y los padecimientos que sufrió durante su estadía de bicho ermitaño. 
Viéndolo cadavérico, con su organismo negado a alimentarse y ausente en sí mismo (como preparándose para el último suspiro en el otrora reducto materno), cabe citar un pasaje de las reflexiones del médico donde lo visualiza así (casi un defectuoso, torpe y rabínico golem o un homúnculo liliputiense manufacturado por un aprendiz de alquimista que no aprobó ni de panzazo):
“Cuando miraba a Michaels, siempre me parecía que alguien había cogido un puñado de polvo, había escupido en él y le había dado la forma de un hombre rudimentario, cometiendo uno o dos errores (la boca, y sin duda el contenido de la cabeza), y olvidando uno o dos detalles (el sexo), pero logrando finalmente la forma de un hombrecillo genuino de barro, como los hombrecillos que se ven en algunas figuras de la artesanía popular salir al mundo de entre los muslos abiertos de su madre, los dedos ya torcidos, la espalda ya doblada, preparados para una vida de labranza, un ser que pasa su vida consciente inclinado sobre la tierra, que cuando llega al fin su hora cava su propia tumba, se desliza en ella y arroja la tierra pesada sobre su cabeza como una manta, sonriendo por última vez, y se vuelve dejándose llevar por el sueño, al fin en casa, mientras que, más inadvertida que nunca en algún lugar lejano, la rueda de la historia continúa girando.”


J.M. Coetzee, Vida y época de Michael K. Traducción del inglés al español de Concha Manella. Literatura Mondadori (297). 1ª edición mexicana. México, junio de 2006. 292 pp.



El ruido y la furia



La vida no es más que una sombra

William Faulkner
(1897-1962)
The Sound and the Fury, novela del norteamericano William Faulkner (1897-1962), fue editada en Nueva York, en 1929, por Jonathan Cape & Harrison Smith. Al español, al parecer desde 1947, no pocos traductores han traducido el título como El sonido y la furia, sin prescindir del “Apéndice” que el novelista escribió ex profeso para The Portable Faulkner (Viking Press, Nueva York, 1946), antología de Malcolm Cowley, mismo que el autor incorporó en su novela a partir de la “edición corregida” que Random House publicó en 1946 en la serie Modern Library.  Pero Ana Antón-Pacheco, cuya traducción data de 1986, optó por El ruido y la furia para estar más acorde con lo tempestivo y dramático de la trama, pese a que no ignora que, se dice, Faulkner tomó el título de un parlamento de una versión de Macbeth (“Acto V, Escena V”) que en español reza así:


                               ¡La vida no es más que una sombra...
                               un cuento narrado por un idiota,
                               lleno de sonido y furia
                               que nada significa!
 
Reeditada en España, en 1995, por Ediciones Cátedra con el número 226 de la serie Letras Universales, la traducción al español de Ana Antón-Pacheco, profesora de Filología Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, figura con bibliografía y notas incorporadas por la prologuista María Eugenia Díaz Sánchez, profesora de Filología Inglesa en la Universidad de Salamanca, ya de su cosecha o transcritas “de las que David Minter preparó para la edición crítica de Norton en 1987”.
(Cátedra, 7ª edición, Madrid, 2008)
  No obstante, las notas no son exhaustivas ni agotan las menudencias que podrían ser comentadas o aclaradas. Además hay ciertas ligerezas y descuidos que se leen en el prólogo; por ejemplo, Díaz Sánchez dice que Faulkner recibió el Nobel en 1950, pero fue en 1949; o da por hecho que Borges no tradujo The Wild Palms (Random House, 1938), sino su madre, tomando como prueba un artículo de Douglas Day que sólo alude y no cita con precisión, amén de que, según dice, “Las palmeras salvajes en 1940 tuvo una repercusión muy favorable en el público de habla hispana en general”; pero la traducción de Borges de Las palmeras salvajes (le haya ayudado su madre o no) data de 1944 y no de 1940 y fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Sin embargo, el prólogo de la profesora y los árboles genealógicos de la familia Compson y de la familia Gibson propuestos por el profesor Cleanth Brooks, son muy necesarios para introducirse en el complejo ámbito narrativo de El ruido y la furia
Las palmeras salvajes, novela de William Faulkner
Traducción de Jorge Luis Borges
Colección Horizonte, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, 1944
        En su prefacio, Díaz Sánchez alude las peculiaridades idiomáticas que caracterizan el habla de los personajes creados por Faulkner en inglés y las numerosas libertades y caprichos que se permitió para construir (o deconstruir) la sintaxis y las normas de la puntuación. Urdida con un estilo elíptico, arbitrario y fragmentario y con constantes cambios de tiempo y de voces —sobre todo en las dos primeras partes— comprende cuatro capítulos que compendian los cuatro principales puntos de vista a través de los cuales el lector, especie de ojo avizor, arma el intrincado rompecabezas de los sucesos, en cuyos episodios incide el drama idiosincrásico, atávico y cotidiano del par de susodichos núcleos familiares venidos a menos: la familia Compson, de blancos, cuya astrosa casona se halla en las inmediaciones de Jefferson, Mississippi (pueblo ficticio cuyo modelo parece ser Oxford, Mississippi), y la humilde familia Gibson, de negros, al servicio de los primeros.
En “Siete de abril de 1928”, el primer capítulo, predomina la perspectiva de Benjy, el menor de los cuatro hermanos Compson, quien ese día, Sábado de Gloria, cumple 33 años de edad; pero es un idiota de nacimiento con la mente y la conducta de un escuincle de tres, por ello es pastoreado por Luster, un adolescente negro, nieto de Dilsey Gibson, la anciana sirvienta que le da cierta cohesión y estabilidad al inestable, egoísta, patético, mórbido y neurótico entramado familiar de los Compson (de hecho, es ella quien compra el pastel con que celebra el aniversario de Benjy). A esas alturas del tiempo ya murió el alcohólico señor Compson (en 1912); Caroline, su mujer, hipocondríaca y eternamente enferma, ha delegado la responsabilidad de la casona y el manejo de su dinero en Jason, su hijo predilecto, nacido en 1894, quien es un maldito y un auténtico pillo; Quentin, el primogénito, se suicidó a los 20 años de edad (el 2 de junio de 1910) cuando era estudiante en la Universidad de Harvard; Caddy, la hija nacida en 1892, ha sido proscrita del hogar y maldecida por su madre (de furcia no la baja) tras el fracaso de su interesado matrimonio con Sydney Herbert Head, un ricachón que supuestamente le habría dado holguras pecuniarias a la familia si además Jason hubiera trabajado en su banco, pero esto se truncó tras descubrir que el embarazo de su esposa no era cosa suya y por ende se separó de ella; Benjy alguna vez fue castrado (solía asustar a las niñas con uniforme entre las que berreando buscaba a Caddy); la adolescente Quentin, hija natural de Caddy, nacida en 1911, vive en la casona desde bebé, odiada y acosada por su tío Jason; y el tío Maury Bascomb es el vividor e inútil hermano de Caroline, quien escribe cartas con regularidad anunciando que ha sustraído un dizque préstamo de la cuenta bancaria de ella y que nunca repone.
En ese entorno, Benjy, tolerado por su madre y despreciado por Jason (para él su sitio está en el manicomio de Jackson), pasa el día de su cumpleaños en lo que queda del prado (el resto fue vendido y ahora es un campo de golf) berreando al recordar a su amorosa hermana Caddy (se calma oliendo una de sus viejas zapatillas: “Caddy olía como las hojas”, Caddy olía como las hojas cuando llueve”), mientras Luster busca obtener 25 centavos para la función en una carpa de cómicos itinerantes donde se presenta un músico que toca un serrucho y que admira e imita.
“Dos de junio de 1910”, el segundo capítulo, está concebido desde la muy fragmentaria perspectiva de Quentin Compson, el estudiante de Harvard, quien ese día orquesta su suicidio y se mata arrojándose al río Charles con dos planchas. Al parecer, entre el oscuro leitmotiv que suscitó tal decisión, muy por encima de la deuda moral ante sus progenitores (su padre vendió tierras para costearle los estudios), descuella un anacrónico y obtuso sentido del honor ante la consabida y presunta promiscuidad de su hermana Caddy (y quizá cierta inconfesable e irracional frustración incestuosa), casada apenas el 25 de abril de 1910, en Jefferson, Mississippi, con Sydney Herbert Head. 
Si en la traducción al español se han perdido los tonos y modismos coloquiales y el habla de los personajes (el acento de los negros, por ejemplo, o la torpe manera de parlotear de Jason), la cualidad de prosa poética de la segunda parte se ha esfumado y sólo queda un fragmentario, caprichoso, arbitrario, telegráfico, elíptico y constantemente interrumpido puzzle a veces abstruso e inteligible, pero otras no.  
“Seis de abril de 1928”, el tercer capítulo de El ruido y la furia, formula la perspectiva de Jason Compson durante ese Viernes Santo, amén de que brinda datos sobre la geografía y la población de Jefferson (Jason es empleado en una tienda) y en torno a lo que se bosqueja en los dos primeros capítulos; pero también eso ocurre en el cuarto capítulo, que lo iguala en legibilidad y donde se leen más datos sobre el pueblo, por ejemplo, en lo que concierne a las casuchas del sector llamado la Cañada de los Negros y a las ropas que éstos visten en su segregada iglesia durante la ceremonia del Domingo de Resurrección. 
        Jason es el villano de la novela, un egocéntrico y un egoísta que encarna el mal. Inculto, malhablado, racista, sarcástico, misógino y megalómano. Siempre resentido ante la suerte que le tocó vivir y envidioso ante la suerte de quienes lo rodean, no quiere a nadie que no sea él mismo. Desde su mediocre postura se camufla como empleado en la antedicha tienda en Jefferson (tiene su propio auto y dizque deposita su salario en la cuenta de su madre, de quien es su apoderado) y desde la oficina de telégrafos trata de capitalizar en la bolsa de Nueva York el dinero que, hipócritamente y con engaños, le ha venido robando a su progenitora y a su sobrina Quentin, quien con periodicidad recibe cheques de Caddy, pero él monta la farsa para hacerles creer, a su sobrina y a su madre, que son quemados por ésta (“salario del pecado”, lo llama ella). Sin embargo, el destino parece castigar sus latrocinios y fechorías, pues casi al unísono de la pérdida en la bolsa, su sobrina Quentin sustrae de su recámara tres mil dólares que él ocultaba en una caja cerrada y huye con su recién enamorado, músico o actor en la carpa, la cual ese mismo día se ha ido a Mottson, un pueblo cercano.  
En “Ocho de abril de 1928”, el cuarto y último capítulo, predomina la perspectiva de Dilsey durante ese Domingo de Resurrección. Además de que se amplían los datos de la geografía física y humana de Jefferson, también se bocetan los rasgos corpóreos de varios de los protagonistas. Y en contraste con la decadencia, con lo patológico, con el odio y la maldad que pulula y repta entre los Compson (con excepción de Benjy), la negra y anciana Dilsey encarna el bien y la bondad, y es la fuerza moral y afectiva que hace que el desvencijado ámbito de los Compson no se venga abajo en un tris. En este sentido descuella toda la escena final, cuando en el destartalado birlocho, por indicaciones de su abuela, Luster lleva de paseo a Benjy rumbo al cementerio, pero al cruzar por la plaza de Jefferson, donde se halla la estatua del soldado confederado, de pronto Benjy empieza a berrear como si viera al mismo diablo, y es que el colérico y frustrado Jason intempestivamente a toda carrera los aborda y ataca, repartiendo puñetazos, insultos y amenazas.  

William Faulkner
Premio Nobel de Literatura 1949
Tiene razón la profesora y prologuista cuando dice que el “Apéndice” “no forma parte de la novela”. Y el lector puede leerlo o no, o tomar de él lo que le parezca. Y no sólo por antojo, sino por lo que ella dice en su prefacio, pese a que en la novela nunca se menciona el imaginario Condado de Yoknapatawpha: “El ‘Apéndice’ relata la cronología de los Compson desde 1699, pasando por la llegada a Estados Unidos en 1745 (batalla de Culloden), hasta 1945. Faulkner está creando la historia dentro de la ficción, quiere que sus personajes tengan coordenadas históricas, porque en su visión personal del entramado de Yoknapatawpha estos personajes son auténticos seres con vida propia. La introducción del ‘Apéndice’ destruye parte de su naturaleza elíptica, incluye nuevos datos biográficos que no están explícitos en el texto, y en lugar de aportar beneficios a la novela crea discrepancias [por ejemplo, dice que Quentin antes de suicidarse esperó ‘completar el curso académico’, pero en realidad lo interrumpe y abandona]: muchas fechas son incorrectas, hay datos que no conocíamos en la novela y por tanto modifican datos de una novela que ya creíamos fijada con anterioridad. Habrá también quienes opinen que este ‘Apéndice’ es positivo porque incrementa y hace más verosímil la sensación de comunidad ligada al condado de Yoknapatawpha.”


William Faulkner, El ruido y la furia. Prólogo, notas y bibliografía de María Eugenia Díaz Sánchez. Traducción del inglés al español de Ana Antón-Pacheco. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales (226), Ediciones Cátedra. 7ª edición. Madrid, 2008. 360 pp.