domingo, 12 de mayo de 2013

Elogio de la madrastra




Había tenido un orgasmo riquísimo

En su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), cuenta que durante su campaña por la presidencia del Perú (sucedida entre octubre de 1987 y la confirmación de su derrota en la segunda vuelta el domingo 10 de junio de 1990) sólo escribió y publicó un libro de ficción: la novela Elogio de la madrastra (1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la utilizaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario Vargas Llosa, en su papel de candidato del Frente Democrático y según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto (mientras que el ingeniero Alberto Fujimori, el emergente y oscuro candidato de Cambio 90, brillaba por su ausencia). Según apunta el narrador en la página 419 de El pez en el agua
     “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”
El Chino (Alberto Fujimori) y Mario Vargas Llosa




(Seix Barral, México, 1993)
   
Mario Vargas Llosa y Alan García
 
(Seix Barral, México, 1984)


                Para apuntalar su candidatura a la presidencia del Perú, el Movimiento Libertad —creado ex profeso por Mario Vargas Llosa y un grupo de amigos— se alió a dos partidos políticos de consabido cuño y raigambre derechista y democristiana: el Partido Popular Cristiano y Acción Popular, liderados, respectivamente, por Luis Bedoya Reyes y Fernando Belaunde Terry, quien ya había sido presidente del Perú dos veces: entre 1963 y 1968, y entre 1980 y 1985 —segundo periodo cuyo contexto aparece cáustica, violenta e hipotéticamente novelizado en la vertiente de Historia de Mayta (Seix Barral, 1984) donde actúa un alter ego del autor—. En tal coyuntura (idiosincrásica, social, política) sorprende y resulta contradictorio que Mario Vargas Llosa eligiera, precisamente y en medio de su campaña por la presidencia, el susodicho tema para una obra literaria que sería noticia en toda la aldea global (incluso más allá del idioma español), pues si bien en los mitológicos y libertarios ámbitos de la imaginación y de la creación universal (pintura, literatura, cine) es un tema que no sorprende, con numerosas variantes y muchas veces abordado, sí resulta revulsivo e iconoclasta para ciertas mentalidades cristianas (las que por antonomasia creen en Dios, van a la Iglesia, defienden la familia tradicional, se oponen al aborto, al divorcio, al uso del condón, a la inseminación artificial, a los matrimonios gays y a que éstos adopten hijos y los eduquen). 



La Anunciación, fresco de Fra Angelico (c. 1437)
Monasterio de San Marco, Florencia
      Por si no bastara, el novelista, que en su campaña se declaraba agnóstico (y por ende era tildado de ateo por sus enemigos y contendientes), sí juega, tal lúdico diocesillo bajuno (chaneque, lo llamarían en la región de Los Tuxtlas), con elementos sagrados para la iconografía cristiana y el culto católico. Por ejemplo, en el catorceavo capítulo: “El joven rosado”, utilizando como leitmotiv una estampita a color que vagamente reproduce una variante de La Anunciación (c. 1437) —fresco del monje dominico Fra Angelico (c. 1395-1455), que en este caso realizó en el Monasterio de San Marcos, en Florencia—, Mario Vargas Llosa hace un lego parafraseo y paráfrasis del canónico episodio donde el arcángel San Gabriel visita a la Virgen y le explica el misterio de la Encarnación. O el caso del niño Fonchito, quien semeja una inextricable mixtura de ángel y demonio (signado por la inocencia y cierta malicia maquiavélica), tiene “carita de Niño Jesús”, con “bucles dorados”, “blanquísimos dientes” y “grandes ojos azules”, por lo que resulta consecuente que pose de “pastorcillo en los Nacimientos del Colegio Santa María” (donde estudia la primaria), y que a don Rigoberto, su padre, si bien observa en silencio que físicamente no se parece en nada a él ni a su difunta madre, le parezca “Un querubín, un pimpollo, un arcángel de estampita de primera comunión”; quien no obstante, según le confiesa a la criada Justiniana, cuando escondido en lo alto del baño espía y observa a su madrastra que se desnuda “y se mete a la tina llena de espuma”, siente tan inefable exultación que para explicársela, le dice: “Se me salen las lágrimas, igualito que cuando comulgo”.

(Grijalbo, 1ra. ed. mexicana, junio de 1988)
         Dado que Elogio de la madrastra está dedicada a Luis G. Berlanga, director de La sonrisa vertical, colección de literatura erótica de la barcelonesa Tusquets Editores, en la segunda y tercera de forros de la primera edición mexicana que hizo Grijalbo (concluida “en junio de 1988”, con “10,000 ejemplares”) se incluyó el laudatorio texto sin firma concebido ex profeso para la susodicha edición española, donde apareció, en junio del mismo año, con el número 58 de la serie. 
       Urdida con un vocabulario a veces ampuloso, retórico y romanticista, y prácticamente exento de sus célebres piruanismos y vulgarismos, Elogio de la madrastra es una fantasía erótica que comprende 14 capítulos y un “Epílogo”. Se sucede en Lima, Perú, en la entonces época actual, precisamente en la regia mansión que don Rigoberto posee en Barranco (privilegiada zona donde el mismo Mario Vargas Llosa tiene su casa, la cual, durante su campaña por la presidencia, también fungía como centro de actividades partidarias y manifestaciones públicas). Como buen burgués, don Rigoberto, quien es gerente de una compañía de seguros, encarna el prototipo de ricachón que el Movimiento Libertad y el Frente Democrático defendían a capa y espada ante las intenciones expropiatorias del presidente Alan García, pues como el mismo novelista lo evoca en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho por el mandatario el 28 de julio de 1987, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su candidatura, del Movimiento Libertad y del Frente Democrático.



Mario Vargas Llosa en campaña por la presidencia del Perú
Plaza San Martín de Lima (agosto 21 de 1987)
Foto: Alejandro Balaguer
         Elogio de la madrastra se desarrolla en tres vertientes narrativas intercaladas entre sí. Una la integra la cotidianidad doméstica que se entreteje entre don Rigoberto, su hijo Fonchito, Lucrecia (la madrastra de cuarenta años) y Justiniana, la sirvienta ascendida a doncella, y que tiene como punto neurálgico que desencadena el desenlace (Lucrecia es expulsada del culto y dulce hogar) la composición (una tarea para la escuela) homónima de la novela, donde Fonchito celebra (y delata) a su madrastra y la comunión lúbrica vivida con ella.
         Otra la constituyen las encerronas en el baño que efectúa don Rigoberto, pues además de coleccionar pintura erótica y libros sobre erotismo (quezque en su biblioteca conserva ¡“los veintitrés tomos empastados de la colección ‘Les maîtres de l’amour, dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire”!), y mientras mentalmente divaga en fantasías lascivas, se entrega a un ritual de higiene y preservación (narcisista, maniático, meticuloso y preparatorio) que noche a noche cumple con religiosidad y esmero antes de entregarse a los brebajes del placer sexual y amatorio, enfatizado desde hace cuatro meses, cuando se casó con Lucrecia, a quien adora e idolatra. 




Diana después de su baño (1742), óleo sobre tela de François Boucher
Museo del Louvre, París
        Y la tercera vertiente la constituyen las digresiones: seis relatos con título, cada uno precedido por la mala reproducción a color de una pintura (de Jacob Jordaens, François Boucher, Tiziano Vecellio, Francis Bacon, Fernando de Szyszlo y Fra Angelico), que al corporificar el ámbito onírico o imaginario donde Lucrecia o don Rigoberto transponen y transfiguran sus divagaciones fantásticas y libinidosas, son al unísono una recreación cuentística y poética que Mario Vargas Llosa hizo de tales pinturas a partir de las características y de la índole psíquica de sus personajes.




Mario Vargas Llosa y su alter ego
(“El verdadero” y “El doble”)
         La trama de Elogio de la madrastra plantea una antítesis entre la libertad natural que alienta el cuerpo y la represión que la ética civilizada y occidental impone. La madrastra sabe, por los dictámenes de sus atavismos y convenciones que circundan y resuenan en su cabeza, que no es política ni moralmente correcto ceder a las ambiguas seducciones y al chantaje que le impone su hijastro; sin embargo, sucumbe arrastrada en buena medida por el fuego que restalla ineludiblemente en su ser más íntimo. Y al sostener luego relaciones sexuales con su marido, no experimenta sentimientos de culpa o alguna perturbación que la trastorne. Todo lo contrario: vive una sensación de plenitud que expresa en una entrega más intensa a su esposo. Si las abluciones y las fantasías (incluso las escatológicas y monstruosas) son para don Rigoberto una forma de estimular y variar el deseo y la vivencia sexual, para Lucrecia esto radica en su subrepticia relación con Fonchito. Dicho de otro modo, más o menos a imagen y semejanza de las pinturas renacentistas que alude Mario Vargas Llosa (ejemplo central es el lienzo de Tiziano: Venus con el Amor y la Música), donde en las eróticas escenas de alcoba se incluía la pureza angelical y rubicunda de un diminuto niño desnudo, la figura de Fonchito aparece en su imaginación y la excita aún más cuando se entrega a don Rigoberto.




Venus con el Amor y la Música (c, 1555), óleo sobre tela de Tiziano Vecellio
Museo del Prado, Madrid
      Fonchito, siguiendo una pulsión intuitiva se enamora de su madrastra, la seduce y se deja enseñar y conducir por ella. Él intuye y sabe que engañan y traicionan a su padre, pero está tranquilo sin problemas de conciencia. Cuando ventila ante don Rigoberto la composición homónima de la novela, los equívocos se agudizan. El lector ve el sosiego, la inocencia y la espontaneidad del escuincle al delatarla, pero no tiene la certidumbre de si actuó con premeditación y saña, no se discierne del todo si es muy ingenuo y algo tontorrón, o si en realidad es un malévolo demonio con investidura de ángel, tal y como lo concibe la criada Justiniana. Lo que se observa es la naturalidad con que fluye la energía sexual y erótica de los tres protagonistas (como lo es también el abigarramiento inconsciente, asociativo y simbólico de los sueños) y la forma en que la moral, los prejuicios y los códigos sociales catalogan y sancionan.



Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra. Iconografía a color. Grijalbo. 1ª edición mexicana, junio de 1988. 204 pp.









La pianista




Ya no puede verla como una persona

De 1983 data la primera edición en alemán de Die Klavierspielerin, novela de la austríaca Elfriede Jelinek (Mürzzuschlag, octubre 20 de 1946), Premio Nobel de Literatura 2004. Y de 1993 data la traducción al español de Pablo Diener Ojeda, la cual, con el título La pianista, fue editada por primera vez en México, en 2004, por Random House Mondadori con el número 252 de la serie Literatura Mondadori, cuyo frontispicio (por razones publicitarias) reproduce un fotograma de La pianiste (2001), su adaptación fílmica en francés (con modificaciones y numerosas omisiones), guionizada y dirigida por Michael Haneke, que en el Festival de Cannes 2001 obtuvo la Palma de Oro por la “Mejor interpretación femenina” (Isabelle Huppert) y la Palma de Oro por la “Mejor interpretación masculina” (Benoît Magimel).
(Mondadori, México, 2004)
       Pese a la ironía, al sarcasmo y al corrosivo humor negro que prolifera y abunda en sus páginas, La pianista no es una obra placentera. Abultada con superfluas digresiones y múltiples y sucesivas reiteraciones, es una sórdida temporada en el infierno de la patética y patológica subsistencia de Erika Kohut, la gris y frustrada maestra de piano del conservatorio de Viena, quien pese a que ya ronda los 40 años de edad, es una infeliz solterona que aún vive con su madre, un sombrío y obtuso vejestorio que la domina, veja, cosifica y exprime (la mayoría de sus ingresos deben ir a la cuenta bancaria que contempla la compra de un departamento nuevo) y por ende la hija le oculta los retorcidos y oscuros hábitos de sus reprimidas pulsiones sexuales. 
       Hay una buena dosis de sadismo y venganza en el tratamiento autoritario, ríspido e intransigente que la maestra de piano aplica a sus alumnos. No obstante, el trastorno neurótico y mental que aqueja y refleja su conducta empieza a vislumbrarse con la escena que abre el libro: Erika llega al departamento que comparte con su madre más de tres horas después de que ésta la espera y por ende la increpa, la injuria y le arrebata el portafolio de las partituras de donde extrae el cuerpo del delito: un vestido nuevo (semejante a otros que ha comprado y no usa), que la madre tira al suelo y maltrata en medio de reclamos, amenazas, golpes, gritos, jalones de pelo y llanto, preámbulo de lo no menos mórbido y sintomático: duermen en la misma estrecha cama. 
       La omnisciente y ubicua voz narrativa plantea que tal dramática escena se repite con cierta periodicidad, a veces con mayor énfasis. Y lo mismo bosqueja con otros episodios habituales que trazan y abonan el perfil mental y el trastorno psíquico de la culta protagonista. Uno ocurre cuando la profesora Erika, después de sus clases de piano, viaja en tranvía hasta ciertos suburbios de Viena, donde en un subterráneo viaducto sobre el cual se desplaza el tren suburbano, entra en un peep-show (aledaño a un diminuto sex-shop), donde pululan yugoslavos, serbocroatas y turcos. Allí, encerrada en “una cabina de lujo”, introduce monedas ahorradas ex profeso y observa lujuriosas escenas en vivo. No se masturba, pero mientras mira, “levanta del suelo un pañuelo de papel cargado de semen y se lo acerca a la nariz. Respira, mira y deja transcurrir en ello un poco de su tiempo vital.”
 

Elfriede Jelinek
        Si en esos reductos underground cultiva y fermenta tal escatológico voyeurismo, donde ella sólo mira y huele, pero no toca ni se toca, tal manía tiene una variante en su hábito de ir a mirar, solitaria y de noche, al Prater de Viena, en horas en que por allí se ejerce la prostitución masculina y femenina, y donde, entre los arbustos, se fornica por dinero o placer. Esa rutina la voz narrativa la ilustra en un largo episodio en el que impera, aunada a su cáustica perspectiva crítica, desencantada y misántropa, cierta categórica xenofobia que parece compartir la propia Elfriede Jelinek: “El yugoslavo y también el turco desprecian por naturaleza a la mujer”, afirma en la página 134; “el cerrajero [austríaco] la desprecia solo si la encuentra sucia o cuando pide dinero por follar”. Es así que “Con espíritu de buen cazador, Erika avanza con soltura —como la lanzadera de un tejedor— a través del territorio que se extiende a lo largo y ancho de todo el verdor del Prater. Ha ampliado su área de acción; hace ya mucho tiempo que conoce las presas de su entorno inmediato. Aquí hace falta valor. Lleva buenos zapatos, con los que, en caso de emergencia —si fuera descubierta—, puede meterse entre matorrales, pisar mierda de perro, botellas de plástico vacías —con forma fálica, y que conservan restos de bebidas infantiles con colores envenenados (para cada gusto existe un tipo distinto de animal que canta en la televisión)—, montones de papeles pringados utilizaos con fines más que triviales, platos de cartón con restos de mostaza, botellas rotas o condones aún llenos que todavía conservan vagamente la forma de la polla. Nerviosamente husmea para eludir riesgos. Inhala aire y lo espira.” Erika, para mirarla, localiza a una pareja que está copulando (un poco después descubre que él es un turco y ella una austríaca ya mayor); el momento climático para la profesora ocurre cuando, por ver, experimenta unas ineludibles ganas de orinar y lo hace en cuclillas mientras sigue mirando, pero es descubierta y los susodichos zapatones le sirven para huir de prisa en medio de gritos e improperios del “habitante del Bósforo”.  
       Más desquiciante es el síndrome masoquista de la profesora de piano, cuyo progenitor primero fue recluido en un psiquiátrico particular y luego en el manicomio estatal de Steinhof, donde “murió completamente trastornado”. Además de que paulatinamente ha reunido una serie de utensilios con que espera ser torturada y fustigada por el amo-esclavo que añora y sueña, desde su adolescencia, oculta en una habitación o en el cuarto de baño del departamento que comparte con su madre, se pincha la piel o para sangrar se hace cortes con una navaja de afeitar que fue de su padre y que siempre lleva consigo: “Se sienta con la piernas abiertas frente al espejo de aumento que se usa para el afeitado y realiza un corte que agranda la abertura que constituye la puerta interior de su cuerpo. Entretanto ha ganado experiencia, de modo que el corte con la cuchilla no le causa dolor; sus manos, brazos y piernas se han usado muchas veces para estos experimentos. Su pasatiempo es precisamente hacerse cortes en el propio cuerpo.”
 

Elfriede Jelinek
         Walter Klemmer, diez años menor que Erika Kohut, es un vigoroso joven de pelo rubio, que además de las clases de piano que toma con ésta en el conservatorio de Viena, cursa estudios técnicos de electricidad en el Politécnico y práctica el piragüismo. Klemmer, pese a que no está propiamente enamorado de su maestra de piano, se siente atraído por ella y modestamente la corteja durante varios meses en que Erika lo trata de manera arrogante, desdeñosa, grosera y esquiva. Sin embargo, en su interior también germina una secreta atracción y obsesión por el alumno, quien tiene su fama de donjuán, hasta el punto de que durante un ensayo que la orquesta de estudiantes del conservatorio practica en el gimnasio de una escuela superior, al observar cierto coqueteo entre Klemmer y una joven flautista de minivestido, un arrebato de celos la induce a alejarse del ensayo y en un baño a destrozar con pisotones un vaso de cristal envuelto en un pañuelo. Luego, los pedacitos y las astillas los introduce en el bolsillo del abrigo de la flautista que cuelga en los vestidores del gimnasio entre los atavíos de los otros alumnos de la orquesta. Después del ensayo, no tardan en oírse los gritos de la flautista que saca, del bolsillo de su abrigo, “una mano herida y cubierta de sangre”. En medio del alboroto, la hipócrita maestra de piano “simula malestar y malhumor por la cercanía de la erupción de la sangre” y se va de prisa rumbo a los retretes de esa escuela. Pero “En su interior, Erika lamenta no haber podido disfrutar hasta el final el crimen cometido contra la indecente muchacha.”
        Los sucios y hediondos retretes de los estudiantes de esa escuela no son nada higiénicos; no obstante, allí la busca y localiza Walter Klemmer. Y en medio de ese entorno de escatológicos efluvios, logra, por fin, acercarse a ella, besarla y manosearle la vagina. Pero no hay coito, pues muy rápido Erika toma el control. No permite que Klemmer vaya más allá de la felación y de la masturbación al que ella lo somete (incluso le lastima el pene y le prohíbe eyacular) y le anuncia que le dará por escrito las instrucciones de todo lo que podrán hacer. 
      En medio del tenso maltrato con que la maestra mantiene distante y a la expectativa a su alumno, quien ahora estudia menos y falla, le entrega la carta con las instrucciones. Klemmer, aún iluso, quiere pasar un fin de semana con Erika y leer la carta en un sitio especial, pero nada de esto logra. Obstinado en su cometido, él piensa que no es necesario ningún escrito para hacer lo que hay que hacer. Así que en un episodio sigue a Erika hasta el edificio donde vive y logra entrar al cuarto de ella, cuya puerta sin cerrojo, para impedir el paso de la gritona e imprudente madre, es bloqueada con “la cómoda de la abuela”. Erika, antes de cualquier cosa, insiste en que primero lea la misiva. “Exigirá que se cumpla lo que pide detalladamente en la carta, pero [oh contradicción: dizque] espera de todo corazón no verse sometida a lo que pide en la carta.” El caso es que se trata de todo un catálogo de perversiones donde le detalla los modos en que él debe torturarla y vejarla. Mientras lee, además de que él determina que “ya no puede verla como una persona”, ella, siempre en silencio (porque no se permite hablar) saca “una vieja de caja de zapatos” y despliega su colección de objetos de tortura. En el papel le dice “que siempre se dirigirá a él de forma escrita o por teléfono, nunca personalmente”. Es decir, con todo ello Klemmer ve, que aunque él sea el dizque amo y torturador, es ella la que dictará lo que se ha de hacer y cómo.  
       Walter Klemmer, quien según él no le haría daño (aunque “en alguna ocasión se me puede escapar la mano”), se marcha muy ofendido dando un portazo, no sin soltarle insultos, arrojarle la carta y expresarle que le repugna. Pero además de que esto preludia un escarceo incestuoso entre madre e hija (suscitado por ésta en la cama), poco después Klemmer denota que también él procrea una vertiente oscura y cruel. 
     Un episodio ocurre en un “cuartucho de las mujeres de la limpieza”, donde, entre las ásperas y nauseabundas descripciones pornográficas, él no consigue una erección y Erika siente arcadas y vomita en medio de una felación. Klemmer le surte improperios y “repite que Erika Kohut apesta terriblemente y que debería abandonar la ciudad lo antes posible”. Erika no se va. Y luego, ya en su casa, antes de dormir junto a su alcoholizada madre, se hostiga el cuerpo aplicándose en la piel las “pinzas plásticas para la ropa” y una serie de alfileres. 
       Otro episodio, más terrible, ocurre cuando Klemmer, repleto de cólera y frustración, busca descargar su ira sobre algún animal nocturno, pero lo hace contra un par de adolescentes que halla fornicando entre los matorrales. Es ya entrada la noche y Klemmer se desplaza hasta el “portal del edificio de Erika”, donde, pensando en ella, “se masturba con vehemencia”. Desde una cabina telefónica la llama; ella abre y se sucede el pasaje más violento y dramático de la obra: con la madre por allí (duerme en su cuarto y el ruido la despierta), Klemmer la insulta, la golpea y la viola y “le advierte que no debe comentarlo con nadie”.
       Nadie denuncia a Walter Klemmer. Pero días después Erika se dispone a vengarse de él, pues con un cuchillo afilado en la cartera llega hasta el Politécnico, donde a cierta distancia ve al joven reír entre un grupo de muchachas y muchachos. No se le acerca ni le dice nada, pero piensa que “!El cuchillo ha de llagarle al corazón!”. Ante su flaqueza, “Erika Kohut se hiere en un punto del hombro y comienza a sangrar.” Poco a poco se aleja de allí, acelerando el paso cada vez más.
Elfriede Jelinek


Elfriede Jelinek, La pianista. Traducción del alemán al español de Pablo Diener Ojeda. Serie Literatura Mondadori (252), Random House Mondadori. 1ª edición mexicana. México, 2004. 288 pp.




Nota publicada en Punto y Aparte (mayo 9 de 2013)


Enlace a La pianista (2001), película dirigida por Michael Haneke: http://www.youtube.com/watch?v=W35xHrZHPcQ



martes, 30 de abril de 2013

Uno soñaba que era rey



Quinientos pasteles nomás para él

En México, generaciones y generaciones de niños y ex niños no ignoran y canturrean de memoria los versos de la celebérrima canción “Cochinitos dormilones” del intérprete y compositor infantil Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri (1907-1990), esa que inicia cantando: 


          Los cochinitos ya están en la cama
          ¡muchos besitos les dio su mamá
          y calientitos todos en pijama
         dentro de un rato los tres roncarán! 

          ¡Uno soñaba que era rey

          y de momento quiso un pastel
          su gran ministro hizo traer
          quinientos pasteles nomás para él!

          ¡Otro soñaba que en el mar
           En una lancha iba a remar
           mas de repente, al embarcar,
           se cayó de la cama y se puso a llorar!

           Los cochinitos ya están en la cama
           !muchos bestias les dio su mamá...

            ¡El más pequeño de los tres
            un cochinito lindo y cortés
            ése soñaba con trabajar
            para ayudar a su pobre mamá!

           ¡Y así, soñando, sin despertar,
           los cochinitos pueden jugar;
           ronca que ronca y vuelve a roncar
           al País de los Sueños se van a pasear!
             



Francisco Gabilondo Soler y Cri-Cri, El grillito cantor
           
Ilustración de Fabricio Vanden Broeck ex profesa para el cancionero
¿Yquién es ese señor?
Antología ilustrada de un grillito fabulista y cantador
 (2000)
   
¿Y quién es ese señor?
Antología ilustrada de un grillito fabulista y cantador
 (CONACULTA/IVEC, 2010)
70 canciones de Cri-Cri. Ilustraciones a color de 33 artistas.
Prólogos de Susana Ríos Szalay, Esther Hernández Palacios y Emilio Carballido.
Textos y selección de canciones de Elisa Ramírez.
Semblanza biográfica de El grillito cantor de Tiburcio Gabilondo Gallegos.


       Pues bien, el prolífico articulista y narrador Enrique Serna (México, enero 11 de 1959) hizo suyo uno de tales versos y tituló Uno soñaba que era rey a una de sus novelas, cuya primera edición apareció, en 1989, en la Colección Platino de Plaza y Valdés Editores, la cual escribiera después de El ocaso de una dama, libro con el que obtuvo, en 1986, el Premio de Novela de Ciudad del Carmen, Campeche.


(Plaza y Valdés, México, 1989)
          Radio Familiar, una típica estación populachera y comercial del cuadrante radiofónico defeño, lanza el mercantilista Día del Niño (abril 30 de 1984) una convocatoria para premiar el sacrosanto y rimbombante acto heroico de un escuincle, al cual se le otorgará, durante la tradicional y patriotera conmemoración de los Niños Héroes de Chapultepec, un millón de pesotes, una beca para realizar estudios (incluso de postgrado) y un viaje para recibir la bendición del Papa, allá en Roma, en la mera Basílica de San Pedro.
       Tal colorido y vulgar concurso (que en realidad es un parapeto fraudulento pertrechado para publicitar y catapultar el narcisismo del jurado y los intereses mercantiles y mafiosos de la empresa con la recurrente máscara y maquillaje de “benefactores cristianos”) es el núcleo medular de Uno soñaba que era rey, cáustica novela donde Enrique Serna engarza y hace coincidir una serie de anécdotas que dan cuenta de la fétida moral burguesa con que comulga cierta élite del país mexicano; del collage y el pastiche de la herencia histórica expresada en creencias, usos, costumbres, tradiciones y roles cotidianos; de las paradojas y contradicciones del supuesto “liberalismo” y de la supuesta “democracia” en que por entonces descansan las instituciones económicas y políticas y la estructura del poder encabezado por el todopoderoso PRI (Partido Revolucionario Institucional); de la pseudocultura y la estandarización del gusto y la mentalidad que imponen los populacheros mass media; del bestial consumo masivo de productos chatarra; del subdesarrollo y atraso socioeconómico; del creciente agringamiento de la idiosincrasia del mexicano; y del folclor abigarrado que entonces vive y padece la corrompida y violenta Ciudad de México, ya en el ocaso del siglo XX.





Enrique Serna
          En Uno soñaba que era rey, Enrique Serna escribe con habilidad sobre un contexto urbano consabido e hipertrillado. Posee un amplio poder de registros sociológicos y psicológicos que le permiten recrear paradigmas sociales y estereotipos individuales, reconocibles en los miasmas y síndromes de la mega metrópoli. 
          Sin embargo, no es un simple camarógrafo, ni un sencillo transcriptor y analista de la psique individual y colectiva. Al desarrollar la historia clínica, íntima y consanguínea del que deviene la inmoralidad compleja y antagónica de sus personajes, escancia y urde su particular perspectiva a través de un montaje y de un tono humorístico y socarrón que denotan e implican al crítico y al escéptico. Curiosamente uno de sus libros (antología de artículos y ensayos publicados entre 1987 y 1996) se titula Las caricaturas me hacen llorar (Joaquín Mortiz, 1996).



(Joaquín Mortiz, México, 1996)
         De tal modo, es decir, burlándose y cuestionando todo el tiempo, ensambla la auscultación escatológica y dramática que configuran la pluralidad de sucesos y voces que conforman Uno soñaba que era rey.
       En su urdimbre y polifonía, cuya catarsis excrementicia son dos asesinatos perpetrados por manos infantiles antagónicas (un pirrurris de familia adinerada e influyente y un expósito de la calle y la alcantarilla), tienen cabida transcripciones de anuncios radiofónicos, peroratas de locutores, monólogos, páginas de diario personal, sueños, fantaseos, delirios, transas, pasones, vulgarismos y modismos prosódicos y coloquiales, diálogos, parodias de rodaje y de guión cinematográfico y televisivo, columnas paralelas que indican la forma en que ocurren dos circunstancias simultáneas y distantes, e incluso onomatopeyas extirpadas del cómic, todo ello a imagen y semejanza de un artificio que refleja distintos modos de hablar y parlotear, y por ende comprime y contrasta diferentes niveles y estratos culturales, sociales y morales de una ciudad decadente, esquizofrénica y podrida, que en medio del empantanamiento de su drama pela los dientes y se ríe y burla de sí misma.



Enrique Serna, Uno soñaba que era rey. Colección Platino, Plaza y Valdés. México, noviembre de 1989. 318 pp.



Enlace a Cochinitos dormilones, canción infantil de Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=Hv4MQcbHx4k

Enlace a Chon Ki Fu, canción infantil de Francisco Gabilondo Soler Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=YSqRyeHZ32A

Enlace a El chivo ciclista, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=F4J-6o4b3og

Enlace a La jota de la jota, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=q2jugaikEu4

Enlace a Che Araña, canción de Cri-Cri bailda por Al Pacino: http://www.youtube.com/watch?v=lMJuLq9MhYI

Enlace a Negrito Sandía, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=_TW-wU485oA

Enlace a Negrita Cucurumbé, canción de Cri-Cri: http://www.youtube.com/watch?v=4Ng9iSkMl3s

Enlace a Cochinitos dormilones, con animación de Walt Disney: http://www.youtube.com/watch?v=MhxoDonN5Jk

lunes, 29 de abril de 2013

Los dos ruiseñores



Piripi pipiripando

En 1878 el cubano José Martí (1853-1895) tuvo un hijo: José Francisco, nada menos que el muso inspirador de su poemario Ismaelillo (1882). En el fragmento inicial de la dedicatoria a su vástago, José Martí expresa su aversión ante las injusticias sociales e históricas, pero también el gran sentido ético, idealista y humanitario que lo distinguió: “Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.” 
José Martí con su esposa Carmen Zayas Bazán y su hijo José Francisco
  José Martí publicó Ismaelillo en Nueva York, su base de operaciones durante buena parte de los últimos catorce años de su vida; allí mismo fundó La Edad de Oro, revista “de recreo e instrucción dedicada a los niños de América”, que la pensó mensual, pero que sólo logró cuatro números correspondientes a los meses de julio a octubre de 1889. En esas páginas José Martí publicó diversos textos escritos o adaptados por él; por ejemplo, los poemas “Los dos príncipes” y “Los zapatitos de rosa”, y los cuentos “Bebé y el señor don Pomposo”, “Nené traviesa” y “La muñeca negra”. 
(FCE, México, 1992)
  Los cuatro números de la revista La Edad de Oro se publicaron por primera vez en forma de libro en 1905, en Italia, a través de la Casa Editrice Nazionale, de Roma-Turín. Desde entonces han aparecido diversas reediciones en distintos países. Incluso hay una que data de 1942, impresa en México por la SEP. Para tener una idea de lo que fue la revista La Edad de Oro, el curioso lector de ahora (niño, adulto o anciano) puede recurrir, si quiere, a la “Edición crítica, anotada y prologada por Roberto Fernández Rematar”, que el Fondo de Cultura Económica publicó, en 1992, en la colección Tierra Firme.



Una niña y Hans Christian Andersen
       “Los dos ruiseñores”, “(Versión libre de un cuento de Andersen)”, es uno de los cuentos que se leen en la parte correspondiente al número cuatro de La Edad de Oro. “Los dos ruiseñores” parece la transcripción de un cuento popular, fantástico, retomado de alguna vertiente oral, europea o latinoamericana, pero como lo indica el citado subtítulo de José Martí y la nota de Fernández Retamar: “Se trata de ‘El ruiseñor’, del danés Hans Christian Andersen (1805-1875)”; no obstante, a todas luces retocado por José Martí. La anécdota de “Los dos ruiseñores” se remonta a la legendaria y milenaria China, esa que desde Las mil y una noches habita, de mil y un modos, más de mil y una tradiciones habidas y por haber. Uno de los personajes es el emperador, rodeado, como suele ocurrir, por la maquiavélica cohorte de demiurgos menores, en este caso: los mandarines, que a los chinos del pueblo les dicen: “¡Puh!” o “¡Pih!””, mirándolos de arriba abajo; pero ante el emperador ninguno dice ni hace nada de esto, sino que más rápidos que un rayo láser se postran de hinojos o gritan: “¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé!”, y dan vueltas alrededor de él danzando con los brazos abiertos como si el emperador fuera un tótem vivo, con ojos de almendra, corona y espada.

 


José Martí
       José Martí, humanista y educador, no dejó de imprimir sus convicciones independentistas. Al hablar de la monarquía que impera en China, dice transmutado en voz narrativa: “y no se gobiernan por sí, como hacen los pueblos de hombres”. Sin embargo, los chinos viven contentos con su monarca porque es un chino como ellos y no un violento conquistador que devore su comida, dicen, los trate como perros y los mande al otro mundo sólo porque quieren alimentarse y pensar por sí mismos. El emperador chino, además, es un filántropo. A imagen y semejanza de Harún al-Rashid, ciertas noches se disfraza y entre los chinos pobres reparte sacos de arroz y pescado seco; habla con los viejos y con los niños; les lee cosas de Confucio, como aquello de que los flojos son “peor que el veneno de las culebras”. Hace fiestas gratis en las que se oyen “las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas”. E incluso “abrió escuelas de pintura y bordados, y de tallar la madera”. 

  Así, cuando los tártaros invadieron el territorio, el emperador montó su caballo y se lanzó a la batalla como un soldado más. Montado en el caballo comía, dormía y bebía su vino de arroz, y no se bajó del caballo “hasta que no echó al último tártaro de su tierra”, precisamente como lo estaba haciendo José Martí poco antes de marchar por siempre jamás al más allá, pues el propio Martí, reza la leyenda, dejó “notas presurosas escritas sobre la montura del caballo o en las noches de campamento”. Resulta lógico, entonces, que una vez exterminada la pestífera plaga de tártaros, el emperador enviara hacia todos los pueblos un conjunto de pregoneros con largas trompetas y unos clérigos que iban recitando con voz martiana: “¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el mundo debe salir a buscarla a caballo!”
     El emperador chino, pese a su bondad, tiene sus defectos, regla infalible que distingue a los hombres de carne y hueso, más aún cuando se trata de un monarca que habla para que todo lo que diga se cumpla de inmediato y sin chistar. Por ejemplo, manda a la cárcel a quien gasta mucho en sus vestiduras. Dado que le gusta la sopa de nidos de pájaros, muchas golondrinas se quedan sin ellos. A veces monologa con un frasco de vino de arroz, hasta que se queda tirado en el suelo y con las ropas manchadas. Pero esto lo hace sólo cuando entristece, que es cuando los hombres se desprecian y dicen mentiras.
      Hasta la China de entonces viajaban hombres que luego escribían libros de muchas páginas sobre las mil y una maravillas de por allá, como el palacio del emperador, en cuyos jardines había naranjos enanos, peces nunca vistos, y “unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a la vez música y olor”. Pero la cosa más atractiva y maravillosa de todas, según los libros, era un ruiseñor cuyo canto hechizaba a quien lo oía. 
Cierta vez, el emperador, leyendo uno de estos libros, descubrió que él no conocía ni había oído al celebérrimo pájaro de los mil y un cantos. “¡Parece que en los libros se aprende algo!”, se dijo. Y ordenó a sus mandarines que buscaran y trajeran al ruiseñor: esa noche lo quería oír. Los muy ignorantes tampoco sabían del ave cantadora, pero tenían que encontrarla, si es que querían evitar que el emperador caminara sobre sus cabezas. Sólo una cocinerita del palacio sabía del pájaro. Lo había oído al cruzar el bosque cuando regresaba de ver a su mamá, a la que le llevaba las sobras de la mesa del emperador. El mandarín principal le pidió a la chinita cocinera que los llevara al árbol del ruiseñor, y de premio le concedería “el privilegio de ver comer al emperador”. 
La niña María Mantilla y José Martí
(Nueva York)
    El ruiseñor, que sabe hablar (tal y como lo saben hacer muchos de los animales que viven en las fábulas), acepta dar un concierto en palacio. La corte se viste con gran pompa. Y para el sencillo y diminuto ruiseñor, en el centro de la sala, le colocaron un paral de oro. Cuando cantó “a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta”. Todos los chinos y chinas se conmovieron hasta las lágrimas; y el emperador mismo quiso colocarle su chinela de oro, pero el ruiseñor, modesto, “metió el pico en la pluma del pecho” y con su cantó dijo: “No necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador.” Maravilladas, las mujeres chinas hacían gárgaras y gorgoritos tratando de imitarlo. Y a los chinitos bebés que nacían los bautizaban “Ruiseñor”, “pero ninguno cantó nunca una nota”. 
      Un día, un Maquiavelo envió un ruiseñor de metal. Su caja era de oro y “por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes”. Un letrero decía: “¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!” Al pájaro de metal le daban cuerda y cantaba un vals. La corte dispuso que los dos pájaros cantaran (una especie de duelo para que ver quién era el más fufurufu). “El vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del vals.” El pájaro mecánico cantó 33 veces seguidas; así, no advirtieron cuando el vivo se escapó. Inducidos por el maestro de música, los chinos decidieron que el artificial era mejor, porque con los cantos imprevistos del otro quezque no se podían enseñar al pueblo las reglas de la música, pero con el mecánico dizque sí. Y esto se hizo, mientras que el ruiseñor vivo, a imagen y semejanza de un bicho piojoso, fue desterrado del imperio por el mismo emperador.
        El ruiseñor mecánico recibió el título de “cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover”. 
Y llegaron los días, para beneplácito del maestro de música, en que todos los chinos, desde los muy niños hasta los muy viejos, se sabían de memoria el vals del pájaro mecánico: lo repetían en todos los instantes. Eran, precisamente, como los “lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas”, que todo se “aprenden de memoria sin preguntar por qué”, y que según Confucio, decía el emperador, “van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo”. 
Sin embargo, un día en que el emperador escuchaba embelesado el canto de siempre del ruiseñor mecánico, que le salta un resorte y se terminó la música. El médico no pudo hacer nada; sólo el relojero, pero con la salvedad de que el ave de metal solamente podría cantar una vez al año. El maestro de música hizo un berrinche, insultó y lanzó rayos y centellas, pero no tuvo más remedio que resignarse a la suerte del pájaro.
       Pasaron cinco años y el emperador estaba por morir. Vino la Muerte y se sentó sobre él, ya con la corona del emperador sobre su cabeza y con la bandera y la espada de su mando entre las garras. El emperador veía que lo rondaban “cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego”. Eran sus buenas y malas acciones que venían a recordarle el peso de sus actos. El emperador, angustiado, para olvidarse de sus culpas, quería, por lo menos, que tocaran la tambora mandarina, ya que el pájaro mecánico estaba inservible junto a él. El emperador chino no tardaría en dar su último suspiro, pero en ese instante se empezó a oír el canto del ruiseñor vivo. Le habían dicho que el emperador estaba en las últimas, y él había venido volando “a cantarle de fe y esperanza”. Con su música disipó las sombras que lo rondaban. La Muerte, con sus ojos huecos y fríos, también lo oía. Por un canto le dio al emperador la corona de oro, por otro la espada de mando y la bandera por uno más. El ave cantó sobre “la hermosura del campo santo”, y la Muerte, fascinada con esas palabras-espejo, se marchó a sus dominios a mirar tales cosas.
En su libro La niña de Nueva York:
una revisión de la vida erótica de José Martí
 (FCE, México, 1989)
José Miguel Oviedo argumenta que María Mantilla era hija del apóstol cubano
   Así, el ruiseñor, un pájaro celeste, revivió a quien lo había desterrado, un notable emperador chino, bondadoso, que sin embargo ignora cosas y tiene sus defectos. El emperador será casi un vidente, un monarca con mejores cualidades para gobernar, pues el ruiseñor le promete que la cantará “de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren”. Y esto es un pacto secreto, pues el ave, pensando en la plaga de Maquiavelos, le pide: “¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro!”.



José Martí, “Los dos ruiseñores”, en La Edad de Oro, edición crítica, anotada y prologada por Roberto Fernández Retamar. Colección Tierra Firme, FCE. México, 1992. 248 pp.






Enlace a Yo soy un hombre sincero, versos de José Martí; música y voz de Pablo Milanés: http://www.youtube.com/watch?v=WMG25yQa--o

Enlace a Vierte corazón tu pena, versos de José Martí; música y voz de Pablo Milanés: http://www.youtube.com/watch?v=9qtleWbAjB0

Enlace a Amor de ciudad grande, versos de José Martí; música y voz de Pablo Milanés: http://www.youtube.com/watch?v=LCt1sT04Yj4

La sombra de una noche



Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar

Coeditado en 1991 por el mexicano CONACULTA y la ibérica editorial Anaya en la extinta serie infantil Botella al Mar, quizá el libro La sombra de una noche le guste a un niño o a un adolescente (“a partir de 12 años”, se indica en la contraportada). Nunca falta un roto para un descocido. Lo cierto es que un chiquillo lector, cuando no lee por obligación, abandona —sin mayor preámbulo ni misericordia— un libro que no le agrada.
    
(CONACULTA/Anaya, México, 1991)
         Dispuesta en cinco capítulos con títulos y con viñetas e ilustraciones en blanco y negro de Julio Gutiérrez Mas (aguadas en las que predomina el gris), La sombra de una noche, relato largo o novela corta que la española Soledad Puértolas (Zaragoza, febrero 3 de 1947) publicó por primera vez en Madrid, el año de 1986, parece un boceto, una obra embrionaria que puede dormir al más y al menos perspicaz de los posibles lectores infantiles y adolescentes. Quizá el comienzo de la narración, pese a su dosis melodramática, le interese a un escuincle, puesto que refiere una consabida circunstancia prototípica: Jacobo Studer, el niño soñador, como suelen ser algunos niños lectores, tiene un papá ausente al que casi nunca ve y con el que nunca ha hablado de sus problemas existenciales y escolares. 

La razón: su padre degüella y consume sus tristes días chambeando de ínfimo y subterráneo contadorcito en una fábrica con tal de medio sostener a su numerosa y pobre familia. Cuando regresa al quezque “dulce hogar” está agotado; paladea un líquido ámbar como calmante (quizá una cerveza) y le molesta que le hablen de cosas desagradables. La mamá es sufrida, trabajadora y abnegada a imagen y semejanza de todas las mamás domésticas (habidas y por haber) que disfrutan y sufren haciéndose las víctimas. Por si fuera poco el previsible cuadro de radionovela de barrio pobre y trabajador, en sus ratos dizque libres teje ropa que luego vende en comercios, para así ayudar con los gastos de la pobretona casa.
En la escuela pública un típico e infalible profesor frustrado, exigiéndole respeto, le falta el respeto al niño Jacobo. Ante los chismes y diretes del maestrito, el director de la escuela, que a imagen y semejanza de todos los adultos (habidos y por haber) parece aguijoneado y corroído por sus propias tribulaciones, lo castiga acusándolo con el autor de sus tristes días para que éste hable seriamente con él y, de ser posible, lo corrija ipso facto
El triste papá cita a su triste chaval para discutir el triste asunto en la triste noche (más triste que La Noche Triste); tal vez sea el momento que Jacobo añora para hablar con él. Pero el padre no llega a la hora debida y, supuestamente, su inasistencia desencadena las aventuras detectivescas que el heroíno llega a compartir con su cuate del alma Ismael Munch.
   
Soledad Puértolas
       Sin embargo, las aventuras no son tales, dado que están narradas muy por encimita y a vuelapluma. Da la impresión de que Soledad Puértolas tenía prisa por terminar su historia light, tal vez para dizque no complicarle la vida al ingenuo lector del octavo día. Pero por muy redomados mongoles o mensos a raja tabla que sean los traviesos y endiablados escuincles de la estirpe lectora, es muy poco probable que se crean el rollo de que la “travesía” nocturna que el chiquillo Jacobo emprende para buscar a su papá es realmente una aventura de antología, digna de convertirlo en héroe. 

La búsqueda del padre es un esbozo superficial, sin suspense, en la cual no ocurre nada que sorprenda a la insaciable y descomunal imaginación infantil. En el mismo sentido, la complicidad detectivesca de Ismael Munch, mezcla de adivino y experto en lógica, resulta muy somera e insustancial, con poca anécdota, sin encanto, y casi sin aventuras. 
Quizá lo rescatable de esto sea que tal vez el “embrollo” narrativo induzca al pequeño lector a indagar (si es que ignora todo al respecto) sobre lo que es el espiritismo, con todo lo de superchería y mistificación que ello implica.
     Y así como el problema escolar nunca fue hablado entre padre e hijo, ni se supo qué pasó en la canija y mentada escuela, así también el meollo de las indagaciones detectivescas (el probable robo del salario paterno por parte de “los falcones”, al parecer los contrabandistas que operan en el embarcadero viejo) es sugerido en las conjeturas del genio raciocinador Ismael Munch y en el cotejo doméstico que hace el propio Jacobo. 
Ilustración: Julio Gutiérrez Mas
       Y de pronto, en un tris y con otro salto de tigre, el pequeño o adolescente lector ya está en la adultez de ambos personajes: uno convertido en una celebridad mundial de las matemáticas y el otro atrapado en el triste pellejo de un gris burócrata que escribe después de las tristes horas de la triste oficina. Con su postrero reencuentro en la adultez le rinden tributo a la vieja amistad, a la lejana melancolía paterna, a los finales felices, y a la embriaguez políticamente correcta, es decir, que no rebase los límites de la tolerancia y la decencia.




Soledad Puértolas, La sombra de una noche. Ilustraciones en blanco y negro de Julio Gutiérrez Mas. Colección Botella al Mar, Anaya/CONACULTA. México, 1991. 96 pp.








jueves, 18 de abril de 2013

El contrabajo



Nacido para perder


Patrick Süskind

El contrabajo, la obra teatral de Patrick Süskind (Ambach, Baviera, marzo 26 de 1949), cuya primera edición en alemán data de 1984 y en español de 1986 (traducida por Pilar Giralt Gorina), es un libreto breve y menor si se compara con los matices y la riqueza de su novela más célebre: El perfume. Historia de un asesino (Seix Barral, Barcelona, 1985). Pero de ninguna manera es de baja calidad; todo lo contrario: es un libreto estupendo, muy bien logrado.
(Seix Barral, Barcelona, 1985)
  Si en El perfume el lector se introduce en un mundo imaginario donde pululan conocimientos históricos, perfumistas, herbolarios, odoríficos, etcétera, enclavados y engarzados en la Francia del siglo XVIII, cuyo protagonista: Jean-Batiste Grenouille es un monstruoso genio del olfato que logra elaborar la esencia aromática más exquisita y perfecta del orbe, en El contrabajo descuella también, aunque sintéticamente, la inclinación de Patrick Süskind por historiar con cierta técnica de palimpsesto, pero aquí lo hace en el terreno de la música; de modo que sus reminiscencias y alusiones detallistas en torno a ciertas obras, a anécdotas biográficas de consabidos músicos y a momentos determinados en la evolución del contrabajo, denotan a un melómano ilusionista y conocedor de la materia.

(Seix Barral, Barcelona, 1999)
    El libreto es un drama tragicómico que exige excelentes virtudes histriónicas y musicales tanto al actor como al director. Situada en la Alemania de antes de la caída del muro de Berlín, es un largo monólogo dirigido a un interlocutor que nunca habla, porque sólo existe en la desesperada, neurótica, esquizoide y solitaria imaginación del contrabajista, tercer atril de la Orquesta Sinfónica Nacional.

Carlo Maria Giulini
     Los sucesos ocurren unas horas antes de que inicie el festival de temporada con El oro del Rin y Carlo Maria Giulini como director invitado. Dado que se halla ligeramente briago (y seguirá bebiendo cerveza durante la totalidad del lapso) goza de una lucidez delirante que le brota a torrentes interrumpidos, obsesivos y caprichosos. 

El espacio escénico en que esto se desarrolla es el departamento del contrabajista, la atmósfera habitual de su ámbito interior que lo induce a desmenuzar los pormenores y trasfondos de su situación existencial.
     
      
         La manera en que Patrick Süskind entabla y bosqueja el vínculo entre el hombre y su instrumento es, al unísono, satírica y bufónica. Si se burla, parodia y ridiculiza la fatalidad orquestal del contrabajista, también construye una parábola óptica donde la relación entre el intérprete y su artefacto se ha diluido entre sí. El instrumento es él: su piedra de Sísifo, se ha posesionado de su identidad, enuncia su estrato social, invade su espacio íntimo y su intimidad sexual, restringe y limita su espectro creativo y musical, y lo hunde ante la competitividad humana (pragmática, jerarquizada, burocrática) en la que el mediocre, es decir, el simple mortal, ve pisoteada y hecha polvo su autoestima, su libertad y su honor.

     
       Si al principio de la obra el lector asiste y presencia la delectación ideal y sublime en torno al concepto del contrabajo y sus limitados registros tonales, pronto verá que esto sólo es un fantaseo tan ingenuo y solipsista como resulta su referencia peyorativa a Franz Schubert, lo que termina transpuesto en el anhelo, casi imposible, de interpretar el quinteto La trucha, como improbable es que con un grito quezque heroico conquiste a la Sara de sus sueños, derrumbando así, en un efecto dominó, todos los obstáculos que subrayan y aprisionan al cepo su pequeñez.
Franz Schubert
   La soledad, debilidad y falta de talento, no sólo son estigmatizados por el historial genealógico y de tipo psicoanalítico que desentraña y elucida al vertir y teatralizar su atadura amor-odio hacia el instrumento, sino que también el autodesprecio estoico, la envidia y los celos hacia los virtuosos que le deforman su apreciación y la idealización amorosa que sabe prohibitiva, lo obligan a resignarse y constreñirse en sus limitaciones inventivas, orquestales, sexuales, económicas y sociales.


    
      Todo el meollo está desglosado con una comicidad fina, de humor negro, que además de propiciar que el drama no sea cursi, sino lúdico y risiblemente doloroso, transluce la virtud narrativa de Patrick Süskind para trasladar y comprimir en un libreto teatral (en un acto) un fenómeno que representa y ejemplifica el fracaso del consabido solitario perennemente empantanado en el marasmo de la previsible burocracia y la mediocridad.



Patrick Süskind, El contrabajo. Traducción del alemán al español de Pilar Giralt Gorina. Biblioteca Formentor, Editorial Seix Barral. Barcelona, 1999. 64 pp.