jueves, 18 de abril de 2013

El contrabajo



Nacido para perder


Patrick Süskind

El contrabajo, la obra teatral de Patrick Süskind (Ambach, Baviera, marzo 26 de 1949), cuya primera edición en alemán data de 1984 y en español de 1986 (traducida por Pilar Giralt Gorina), es un libreto breve y menor si se compara con los matices y la riqueza de su novela más célebre: El perfume. Historia de un asesino (Seix Barral, Barcelona, 1985). Pero de ninguna manera es de baja calidad; todo lo contrario: es un libreto estupendo, muy bien logrado.
(Seix Barral, Barcelona, 1985)
  Si en El perfume el lector se introduce en un mundo imaginario donde pululan conocimientos históricos, perfumistas, herbolarios, odoríficos, etcétera, enclavados y engarzados en la Francia del siglo XVIII, cuyo protagonista: Jean-Batiste Grenouille es un monstruoso genio del olfato que logra elaborar la esencia aromática más exquisita y perfecta del orbe, en El contrabajo descuella también, aunque sintéticamente, la inclinación de Patrick Süskind por historiar con cierta técnica de palimpsesto, pero aquí lo hace en el terreno de la música; de modo que sus reminiscencias y alusiones detallistas en torno a ciertas obras, a anécdotas biográficas de consabidos músicos y a momentos determinados en la evolución del contrabajo, denotan a un melómano ilusionista y conocedor de la materia.

(Seix Barral, Barcelona, 1999)
    El libreto es un drama tragicómico que exige excelentes virtudes histriónicas y musicales tanto al actor como al director. Situada en la Alemania de antes de la caída del muro de Berlín, es un largo monólogo dirigido a un interlocutor que nunca habla, porque sólo existe en la desesperada, neurótica, esquizoide y solitaria imaginación del contrabajista, tercer atril de la Orquesta Sinfónica Nacional.

Carlo Maria Giulini
     Los sucesos ocurren unas horas antes de que inicie el festival de temporada con El oro del Rin y Carlo Maria Giulini como director invitado. Dado que se halla ligeramente briago (y seguirá bebiendo cerveza durante la totalidad del lapso) goza de una lucidez delirante que le brota a torrentes interrumpidos, obsesivos y caprichosos. 

El espacio escénico en que esto se desarrolla es el departamento del contrabajista, la atmósfera habitual de su ámbito interior que lo induce a desmenuzar los pormenores y trasfondos de su situación existencial.
     
      
         La manera en que Patrick Süskind entabla y bosqueja el vínculo entre el hombre y su instrumento es, al unísono, satírica y bufónica. Si se burla, parodia y ridiculiza la fatalidad orquestal del contrabajista, también construye una parábola óptica donde la relación entre el intérprete y su artefacto se ha diluido entre sí. El instrumento es él: su piedra de Sísifo, se ha posesionado de su identidad, enuncia su estrato social, invade su espacio íntimo y su intimidad sexual, restringe y limita su espectro creativo y musical, y lo hunde ante la competitividad humana (pragmática, jerarquizada, burocrática) en la que el mediocre, es decir, el simple mortal, ve pisoteada y hecha polvo su autoestima, su libertad y su honor.

     
       Si al principio de la obra el lector asiste y presencia la delectación ideal y sublime en torno al concepto del contrabajo y sus limitados registros tonales, pronto verá que esto sólo es un fantaseo tan ingenuo y solipsista como resulta su referencia peyorativa a Franz Schubert, lo que termina transpuesto en el anhelo, casi imposible, de interpretar el quinteto La trucha, como improbable es que con un grito quezque heroico conquiste a la Sara de sus sueños, derrumbando así, en un efecto dominó, todos los obstáculos que subrayan y aprisionan al cepo su pequeñez.
Franz Schubert
   La soledad, debilidad y falta de talento, no sólo son estigmatizados por el historial genealógico y de tipo psicoanalítico que desentraña y elucida al vertir y teatralizar su atadura amor-odio hacia el instrumento, sino que también el autodesprecio estoico, la envidia y los celos hacia los virtuosos que le deforman su apreciación y la idealización amorosa que sabe prohibitiva, lo obligan a resignarse y constreñirse en sus limitaciones inventivas, orquestales, sexuales, económicas y sociales.


    
      Todo el meollo está desglosado con una comicidad fina, de humor negro, que además de propiciar que el drama no sea cursi, sino lúdico y risiblemente doloroso, transluce la virtud narrativa de Patrick Süskind para trasladar y comprimir en un libreto teatral (en un acto) un fenómeno que representa y ejemplifica el fracaso del consabido solitario perennemente empantanado en el marasmo de la previsible burocracia y la mediocridad.



Patrick Süskind, El contrabajo. Traducción del alemán al español de Pilar Giralt Gorina. Biblioteca Formentor, Editorial Seix Barral. Barcelona, 1999. 64 pp.



lunes, 25 de marzo de 2013

El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha



El silencio de la zarza ardiendo

Como lo sugiere el sonoro rótulo: El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (Vuelta, 1989), de poeta egipcio Edmond Jabès, cuya primera edición en francés data de 1982, no se trata de ninguna herejía, ni de ningún panfleto con ántrax o con sonoros explosivos que amenace con estallar y hacer polvo el statu quo y el establihsment de la solitaria y pequeña aldea global que ahora, en plena navegación del año 2003, los Estados Unidos de América se empeñan en dominar y saquear con la amenaza de las armas “inteligentes” y del ejército más poderoso del orbe y de la historia.
Edmond Jabès
Edmond Jabès (nacido en El Cairo, en 1912; fallecido en París, en 1991) es un autor que por su estigma de judío en 1957 tuvo que salir de Egipto, dados los virulentos conflictos internacionales entre éste e Israel y la intolerancia intestina de Gamal Abdel Nasser (1918-1970), quien había asumido el poder absoluto de la república de un solo partido (primer ministro en 1954, elegido presidente en 1956). Se exilió en Francia y en 1967 obtuvo la ciudadanía francesa. 
En este sentido, y prosiguiendo las directrices meditativas que definen la escritura de Edmond Jabès, es como surge El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. Exilio por partida doble: exilio de Dios y exilio de las míticas y legendarias arenas que lo vieron nacer. El hombre, en el refugio y desierto de su interior (y como prolongación del desierto de su país) se interroga e interroga al silencio de Dios y su ausencia, cuyo secreto e inescrutable nombre se desconoce y se contiene a sí mismo ante el desasosiego que implican las contradicciones y la incesante beligerancia de la progenie humana (“Dios, es de Dios, el Silencio que calla”; “Dios no es para Dios más que Él mismo”). 
El judío errante medita y se torna poeta, cifra su introspección en la escritura a imagen y semejanza de refracciones y centellas del desierto (“El gesto de escribir es un gesto solitario”); intuye el resplandor, el fuego negro sobre el fuego blanco, siente la Presencia, pero no ve ni oye ni es escuchado. Sus palabras son entonces espejismos hechos preguntas, reclamos, hipótesis, incertidumbres, certezas, telegrafía verbal, juego y música del lenguaje, devaneo del pensamiento y oquedad del espíritu, infinitesimales fosforescencias evanescentes perdidas en lo inmenso e insondable del arenal universal.
“Adentrarse en sí mismo es descubrir la subversión”, anota Edmond Jabès; es decir, su escritura es un cuestionamiento íntimo, revulsivo, ineludible, personal y exotérico hacia los postulados y dogmas que se inscriben en la tradición teológica del judaísmo y que tiene como núcleo más popular a la Torá, el Libro entre los libros, dado que se supone que además de tratarse de las palabras dictadas por la inteligencia divina, está urdido con la cifra de su impronunciable, disgregado y arcano nombre. “Crees soñar el libro. Eres soñado por él.”
La voz poética: el-judío-el-hombre vive sumergido en una crisis religiosa permanente en la que subyace la nostalgia y el parafraseo de la fe perdida. Sus aforismos, axiomas, versículos, parábolas, prosas y alegorías imitan o translucen ecos de la escritura de los libros sagrados; de modo que no pocas veces se entreven en la página como si se tratara de la transcripción de lo dicho y revelado en forma oral por un rabino solitario que habla no en una sinagoga, sino entre los vientos y entre las turbulentas arenas del solitario desierto, rodeado apenas por uno o dos rumiantes discípulos. Sus palabras, no por ser críticas y escépticas, no dejan de minar esa ansiedad ancestral y atávica que quitó el sueño a milenarias generaciones de místicos cabalistas empeñados en dominar los secretos de las emanaciones divinas, es decir, los inefables nombres de Dios al barajar y combinar las letras de la Escritura Sagrada: el alfabeto hebreo, y obtener así el enigmático nombre que los llevara ante la presencia de su divino e inmortal poseedor, incluida la posibilidad insuflarle vida al Golem, ese ser amorfo, tosco, enorme y tontorrón elaborado con barro que a Jorge Luis Borges (1899-1986) le sugirió un poema recogido en El otro, el mismo (Emecé, 1969) y una nota en el Manual de zoología fantástica (FCE, 1957), y cuya primera noticia que quizá tuvo de él se remonta a su primera lectura de Der Golem (1915), onírica novela del austriaco Gustav Meyrink (1868-1932), el primer libro que descifró completo en alemán, quizá en Ginebra, quizá en Lugano. 
(Vuelta, México, 1989)
El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha es un conjunto de anotaciones concéntricas y reiterativas de un escritor judío que critica y deduce sobre los antagonismos y distancias entre lo asentado en los libros sagrados del judaísmo y el silencio de Dios y su inaccesibilidad, y sobre la soledad y el abandono en que vive y fenece el hombre generación tras generación, siempre propenso a la sangrienta guerra y a la corrupción más sórdida (“El pensamiento no tiene ataduras: vive de encuentros y muere de soledad”). 
Así, también puede ser un cambiante y movedizo libro de arena, un ecuménico y utópico espejo, en el que el desterrado, el incrédulo, el protestante, el católico, el cristiano, el musulmán, el judío, el solitario, el proscrito, y el que ha tratado de explicarse el universo y el enigma de la vida y de sí mismo a partir de la idea de Dios (o no), puede reconocerse y encontrar coincidencias y paralelismos ante esa incertidumbre metafísica, inasible y evanescente entre los misterios y designios de la creación, que dicho como lo dice Edmond Jabès quizá puede resultar subversiva pero reconfortante, pese a que la destructiva, cruenta y desoladora invasión militar de Irak esté bullendo allá: lejos del Paraíso y no muy de lejos de aquí: apenas en la otra esquina del globo terráqueo. 


Edmond Jabès, El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha. Traducción del francés al español de Saúl Yurkiévich. Prólogo de Esther Seligson. Colección La Imaginación, Editorial Vuelta. México, 1989. 99 pp.







sábado, 16 de marzo de 2013

Los Bioy




Me iría detrás de ese palo de escoba

Urdido entre la española Jovita Iglesias y la argentina Silvia Renée Arias, el libro Los Bioy resultó finalista en el XIV Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. En junio de 2002 vio la luz por primera vez en Buenos Aires editado por Tusquets en la Colección Andanzas y en enero de 2003 apareció en Barcelona en la serie Fábula. 
En la foto: Adolfo Bioy Casares, Marta Bioy Ocampo y Silvina Ocampo
(Tusquets, Buenos Aires, 2002)
Nacida el 13 de septiembre de 1925 en Pacios de Toubes de Villa Rubín, Orense, Jovita Iglesias narra en Los Bioy que, a sus 24 años, el 22 de noviembre de 1949 llegó de España a Buenos Aires y, a través de una tía, el siguiente 23 de diciembre conoció a Silvina Ocampo en el edificio, propiedad de ésta, ubicado en “Santa Fe 2606, esquina Ecuador”, donde ella y Adolfo Bioy Casares vivían. Y dado que los Bioy emprenderían “un largo viaje a Francia en febrero”, unos días después se trasladó a vivir allí e inició su larga labor en ese núcleo familiar, la cual concluyó “casi dos años después de la muerte” de Adolfito, sucedida el 8 de marzo de 1999. Es por ello que fecha sus palabras en “Buenos Aires, marzo de 2001” y que al final de su último testimonio declara: 
Adolfo Bioy Casares y Jovita Iglesias en Posada 1650
“Apenas unos días antes de marcharnos de Posadas [1650], se colocó una placa en la puerta que recuerda que ése era el edificio de los Ocampo y que allí vivieron Silvina y Adolfito. Vinieron muchos amigos. Para Pepe y para mí, no podía haber una despedida mejor.
“He contado parte de sus vidas. Vidas que de alguna manera han sido la mía y la de Pepe [su esposo y chofer de los Bioy]. Siempre estaré agradecida a los dos por haberme dado su cariño y su confianza.
“Y nunca dejaré de darle las gracias a Dios por el enorme privilegio que me dio de haberlos conocido y compartido sus vidas. Hoy, todo eso representa para mí un maravilloso e inolvidable recuerdo.
“Pepe y yo fuimos los últimos en dejar el [quinto] piso de Posadas.
“Apagué la luz. Y cerré la puerta.”
Si bien la voz cantante es la de Jovita Iglesias, Los Bioy no hubiera sido posible sin la investigación, el acopio de fechas y datos, y el trabajo literario de la periodista y narradora Silvia Renée Arias (Tres Arroyos, Provincia de Buenos Aires, 1963). Ella es quien armó y le dio forma al libro y por ende dice, casi como una declaración de fe, al cierre de su “Prólogo” fechado en “Abril de 2001”: 
Marc Surer y Silvia Renée Arias
“Georges Belmont, de Editorial Laffont, a quien Bioy nombra como amigo en sus Memorias [Tusquets, Barcelona, 1994] y a quien decía deberle ‘la lectura de los libros de Buzzati’, tuvo a su cargo recoger los recuerdos de Céleste Albaret, ama de llaves de Marcel Proust, en el libro Monsieur Proust [‘Robert Laffont, Opera Mundi, París, 1973’]. En el prólogo, Belmont escribió que no habría llevado a cabo su tarea de no haber estado convencido de la exactitud absoluta de las palabras y de la franqueza de la señora Albaret.
“Puedo afirmar lo mismo con respecto a Jovita.”
Además del “Prólogo” y de una iconografía en blanco y negro, Los Bioy comprende una página de “Agradecimientos”, 20 capítulos con títulos y epígrafes, un “Epílogo” y 71 “Notas” que, además de los contrapuntos y datos que enriquecen la información, implican el soporte testimonial, bibliográfico y hemerográfico utilizado por Renée Arias, en el que destaca su polifónico libro Bioy en privado (Guías de Estudio Ediciones, Buenos Aires, 1998), de poca circulación fuera de la Argentina. 
En la imagen: Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Tusquets, Barcelona, 2003)
Los Bioy es un compendio testimonial en el que predominan las evocaciones y la perspectiva de Jovita Iglesias, tal es así que algunas de sus anécdotas son muy de ella y de su autobiografía (es el caso de su noviazgo con un estudiante de medicina al que le decían el mexicano y luego su casamiento, “el 17 de mayo de 1954”, con José Montes Blanco, alias Pepe). Y en lo que concierne a los episodios de la vida doméstica, íntima y familiar de Silvina Ocampo (1903-1993) y de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), los célebres escritores de los que fue fiel y abnegada servidora (por más de 50 años) y a quienes procuró y ayudó en sus períodos terminales y a bien morir (teniendo por respaldo moral y apoyo afectivo a su esposo Pepe), si bien refiere claroscuros, antagonismos y momentos y rasgos críticos y neurasténicos en ciertas conductas y rencillas y en peculiaridades de la personalidad de cada uno, lo que descuella es el gran aprecio por sus patrones y por su hija Marta Bioy Ocampo (1954-1994) y los tres hijos que ésta tuvo: Florencio (1973), Victoria (1975) y Lucila (1980), e incluso por Genca, Silvia Angélica García Victorica (1919-1986), la sobrina de Silvina que vivía en el cuarto piso de Posadas 1650, otrora amante de Adolfito, famoso por su donjuanismo, “defecto” y “debilidad”, que alguna vez, se lee en el capítulo “15”: “Bioy, el héroe de las mujeres”, se lo cifró así: “Me gustan tanto las mujeres, que si a un palo de escoba lo disfrazan de mujer, me iría detrás de ese palo de escoba.”
Adolfo Bioy Casares y Elena Garro
Uno de los legendarios amoríos de Bioy fue el que vivió con Elena Garro (1916-1998) cuando era esposa de Octavio Paz (1914-1998). Jovita cuenta algunas anécdotas sobre tal vínculo (signado por las cartas que él le escribía, ahora en posesión de la Universidad de Princeton); por ejemplo, la suerte y el borroso destino de los ocho gatos de Angora que Elena le envió a Buenos Aires desde Europa. Pero además de que Silvia Renée Arias olvidó datar Testimonios sobre Mariana (Grijalbo, 1981), novela de Elena Garro de la que enlaza pasajes, en la nota 44 se leen algunos elementales yerros en los datos de la controvertida narradora y dramaturga poblana. Por ejemplo, fecha su nacimiento en 1920, error que la propia Elena cimentó y propagó. Y de “Un hogar sólido”, libreto teatral incluido en su libro homónimo editado en Xalapa, en 1958, por la Universidad Veracruzana, dice que es un “cuento incluido en la Antología de la literatura fantástica preparada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en 1940”; pero si bien la primera edición de la Antología (editada por Sudamericana) data del 24 de diciembre de 1940, el texto de Elena no apareció en la primera sino hasta la segunda edición, impresa en 1965, además de que no es un cuento sino un libreto teatral en un acto, cuyo estreno se sucedió, junto con “Andarse por las ramas” y “Los pilares de doña Blanca”, “el 19 de julio de 1957” en el Teatro Moderno de la Ciudad de México, dentro del cuatro programa de Poesía en Voz Alta.
Elena Garro, Adolfo Bioy Casares, Octavio Paz y Helena Paz Garro
(Nueva York, 1956)
Los testimonios de Jovita Iglesias, los recuerdos de las vacaciones en Rincón Viejo o en Villa Silvina (en Mar del Plata), algunas de las fotos, los viajes a Europa, y la información compilada por Silvia Renée Arias y en las citadas Memorias de Adolfito, dejan entrever el orbe de bonanza, riqueza y privilegios de los que en su plenitud gozaron Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Alicia Martínez Pardies, en un texto publicado el 15 de diciembre de 1996 en el suplemento del diario Página/12, dice del ámbito que solía visitar Jorge Luis Borges (1899-1986): “El piso de los Bioy en la calle Posadas es uno de los lugares más sobrios y elegantes de Buenos Aires, acaso uno de los pocos que restan como símbolo de la aristocracia porteña. Bibliotecas con miles de volúmenes en el living, los corredores y hasta su dormitorio; arañas con caireles de cristal en cada ambiente; buenas pinturas; un piano de cola en la recepción...” Y Oscar Hermes Villordo, en Genio y figura de Adolfo Bioy Casares (EUDEBA, 1983), dice del íntimo reducto del narrador, donde leía y escribía, incluso con Borges: “La habitación donde está el escritorio tiene ventanas que le dan luz durante el día y muestran, desde ese quinto piso, el paisaje de la plaza próxima [la San Martín de Tours en la Recoleta]. Está cubierta de libros, como otras partes de la casa: estantes (donde su dueño coloca fotografías interrumpiendo la monótona sucesión de una suerte de informalidad que sigue el mismo movimiento de otros objetos y recuerdos colocados allí: adornos dispuestos más por el tiempo que por la voluntad), mesas y mesitas. El aparente desorden, sin embargo, deja sitio para todo: los sillones de estar, los otros muebles. Sobre la chimenea de uno de los extremos se ve un reloj [...] Hay mucha paz, tranquilidad [...]” 
Silvina Ocampo


Foto de la boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Testigos: Jorge Luis Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo
Las Flores, enero 15 de 1940
Silvina Ocampo en Posadas 1650
Foto: Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Sin embargo, lo infausto no dejó de entrometerse y minar la vida, como fue el paulatino deterioro mental de Silvina a partir de 1987 o cuando “el sábado 24 de octubre de 1992”, en su casa, Bioy sufrió una caída que hizo que el fémur se le metiera en la pelvis. “Su accidente fue muy grave en todos los sentidos [le dijo Vadly Kociancich a Silvia Renée Airas]. Fue como si se embarcara en una serie de infortunios. Para mí, hasta ahí, había tenido una vida verdaderamente feliz, con algunas preocupaciones pero sin problemas mayores. Pero a partir de ese momento comenzó a sufrir golpe tras golpe. En el hospital, lo vi tristísimo.” O la súbita e inesperada muerte por el atropellamiento de un auto que, el 4 de enero de 1994, truncó la existencia de Marta Bioy Ocampo cuando sólo tenía 39 años y cuando aún no se cumplía un mes del deceso de Silvina (había muerto el 14 de diciembre de 1993). 
"Bioy, su hija Marta y Rodolfo, hijo de Flora, cocinera de la casa de Posadas"
(Rincón Viejo, 1965)
Marta, el Dr. Adolfo Bioy y Adolfito
(Rincón Viejo, Pardo, c. 1961)
Marta Bioy Ocampo en el parque de Villa Silvina
(Mar del Plata, 1967)
En ese doloroso y dramático contexto desconciertan las ambiciones de Alberto Frank, el segundo marido de Marta Bioy Ocampo y padre de Lucila (Florencio y Victoria son hijos de Eduardo Basavilbaso), del que ya se había divorciado, quien emprendió un juicio contra Bioy reclamando cierta herencia, por lo que se entrevía la posibilidad de que Adolfito tuviera que vender el piso de Posadas y dejar de vivir allí. Al respecto, Silvia Renée Arias cita un artículo periodístico de María Esther Vázquez, publicado en La Nación “el 3 de marzo de 1996”, donde dio “a conocer la situación por la que atravesaba” el narrador:
Georgie y Adolfito
“A los 81 años, y luego de cuarenta y dos de vivir en su piso de la calle Posadas, Bioy Casares teme que lo obliguen a dejarlo. En esa casa escribió lo mejor de su obra, compartió miles de horas felices a lo largo de cuatro décadas con su mujer, Silvina Ocampo. Ente esas paredes, forradas de libros y de fotografías, floreció la bella amistad que lo unió a Borges, creció su hija Marta, nacieron sus tres nietos, murió su padre. Al amparo de esas paredes lloró las muertes de su mujer y de su hija hace apenas dos años. Ahora, el segundo marido de Marta le cuestiona cierta herencia que Bioy recibió de su madre, y para hacer frente a sus pretensiones —si la Justicia fallara en su contra—, Adolfito tendría que vender el piso. El hecho conmueve a sus amigos. Es deplorable que esta pena, esta angustia, hayan caído sobre una persona tan bondadosa, quebrada e indefensa como Bioy, quien, además, y nada menos, es uno de nuestros mejores escritores.”
Visto desde lejos e ignorando el meollo, parece poco probable que el ex yerno reclamara algo de la susodicha herencia, pues Marta Casares, la madre de Bioy, cuya familia era dueña de La Martona, una de las empresas lecheras más grande de Argentina, murió a los 62 años “el 26 de agosto de 1952” y por ende no conoció a su nieta Marta, nacida “el 8 de julio de 1954”. No obstante, parece que hubo un acuerdo o negocio, pues Bioy pudo concluir sus días en ese quinto piso de Posadas 1650.
Jovita evoca varias anécdotas en torno a Fabián, el hijo natural que Adolfito tuvo con Sara J. Demaría, con quien comenzó a verse en 1994, en París, y a quien gracias a esa postrera amistad le otorgó su flamante y raro apellido Bioy (para que no se extinguiera), él, que en sus Memorias dice ser “el último Bioy”. No obstante, el aciago destinó planteó una póstuma jugada, pues Fabián murió a los 40 años el sábado 11 de febrero de 2006.

Adolfo Bioy Casares en Posadas 1650

Jovita Iglesias y Silvia Renée Arias, Los Bioy. Iconografía en blanco y negro. Fábula (203), Tusquets Editores. Barcelona, 2003. 192 pp.






jueves, 7 de marzo de 2013

García Márquez: el viaje a la semilla





    Donde hay un sol caliente que huele
 a guayabas y a caimán dormido

Quizá el título y el grueso del libro urdido por el colombiano Dasso Saldívar (San Julián, Antioquia, 1951): García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía —la ladrillesca primera edición data de 1997 y fue impresa en Madrid por Alfaguara—, hagan suponer al lector que accederá a un largo y minucioso ensayo biográfico casi sobre el total de la vida, la leyenda, la obra y los milagros del legendario y mítico Gabriel García Márquez, nacido en Colombia, en el pueblo bananero de Aracataca, a las 8:30 de la mañana del domingo 6 de marzo de 1927. Sin embargo, pese a que Dasso Saldívar inextricablemente alude o bosqueja el contenido de buena parte de los libros de Gabriel García Márquez anteriores y posteriores a Cien años de soledad (1967), e incluso anécdotas y señalamientos que refieren aspectos de su vida ocurridos o adoptados muchos años después de la edición príncipe de tan angular novela, su biografía está orientada a narrar la génesis y un sinnúmero de intríngulis implícitos e inmersos en la creación y en el vertiginoso y multitudinario boom de Cien años de soledad en Buenos Aires, México, Latinoamérica, Europa y Estados Unidos, ponderándola, incluso, con los términos apoteósicos con que fue sopesada y deificada desde el inicio: “una obra maestra, una novela que, como en el caso del Quijote, partiría en dos la historia de la narrativa en lengua castellana”. 
(Alfaguara, Madrid, marzo de 1997)
(Folio, Barcelona, segunda edición revisada, 2007)


"Portada de la edición príncipe de Cien años de soledad, impresa
en Buenos Aires por Sudamericana el 30 de mayo de 1967."
"Portada de la segunda edición de Cien años de soledad, con diseño de Vicente
Rojo, impresa en Buenos Aires por Sudamericana en junio de 1967."
   De ahí que sobre la gabomanía de Dasso Saldívar se pueda decir casi lo mismo que él observa en Mario Vargas Llosa al bosquejar el diálogo sobre La novela en América Latina que el cataquero y el arequipeño sostuvieron en 1967, en Lima, Perú, “los días 5 y 7 de septiembre en el Auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería” (apenas tres meses después de la pública aparición, en junio y en Buenos Aires, de la primera edición de Cien años de soledad impresa en mayo, en la capital argentina, por Editorial Sudamericana): “Con su visión abarcadora de la novela y su obsesión analítica de la misma, Vargas Llosa fue el brillante conductor e interrogador, aunque a veces se intercambiaban los papeles. Y es que el peruano tenía otra obsesión más reciente: entender y explicar en su conjunto el proceso múltiple que había conducido a García Márquez hasta Cien años de soledad, empresa que acometería dos años después en su monumental Historia de un deicidio [Barral Editores/Monte Ávila Editores, 1971], un libro que, aunque telegráfico y poco afinado en la parte biográfica, sigue siendo insuperable en la captación y análisis del entresijo literario.”
(Barral Editores/Monte Ávila Editores, Caracas, 1971)

La biografía de Gabriel García Márquez escrita por Dasso Saldívar, cuyo prologó lo firmó en “Madrid, 13 de agosto de 1996”, está dividida en trece capítulos; el conjunto de “Notas” a que remiten los pies de tales capítulos; una breve y anotada sección iconográfica en blanco y negro que incluye un plano y la reconstrucción dibujística de la casa de Aracataca, la casa de los abuelos maternos donde nació y vivió el escritor hasta los 10 años (se dice aquí), y que, como se sabe, tiene que ver con episodios de su medular novela, con otros textos y con sus nostalgias y evocaciones más íntimas, según se lee al inicio de sus memorias: Vivir para contarla (Diana, 2002) y en el primer fragmento de “Los suyos”, capítulo de El olor de la guayaba (La Oveja Negra/Diana, 1982), el libro de crónicas y conversaciones con Gabo escrito y publicado por Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) meses antes de que el cataquero recibiera el Premio Nobel de Literatura 1982. Luego sigue un grupo de “Árboles genealógicos”; un “Índice onomástico” y otro “de obras”.
(Diana, México, octubre de 2002)
La obsesión garciamarquina de Dasso Saldívar tras su lectura de Cien años de soledad, se remite al inicio de los años 70 y por ende implica el principio de su ardua, fervorosa y prolongada investigación. Si sus páginas, casi siempre amenas y repletas de minucias, translucen una indiscutible devoción y asombro por la obra narrativa y periodística de Gabriel García Márquez, por su leyenda y aventuras de trotamundos, lo cual a veces lo induce a la idolatría y a la mitificación, también se advierte en ello un autoimpuesto y maniático rigor por no equivocarse, por fundamentar y remitir a los documentos y fuentes de cada una de las cosas que sostiene y relata; de ahí su tenacidad por precisar el tiempo en que ocurrieron las anécdotas y las fechas de todo tipo de sucesos y publicaciones; por discutir, corregir o colocar los puntos sobre las íes ante un buen número de testimonios y versiones erradas o contrapuestas, dichas o escritas por el propio Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza y otros. 
    En este sentido, El viaje a la semilla supone la pormenorización del mundo de la infancia de Gabriel García Márquez en Aracataca y del orbe que lo antecede (como es el origen y los actos de los abuelos y de los padres del escritor) y más aún: todo un imbricado catálogo de elementos genealógicos, vivenciales, históricos, literarios e imaginarios que empezaron a transponerse y a fermentar en La casa (el legendario “mamotreto”), la trunca y seminal novela que el escritor comenzó a escribir en 1948, que es el lejano y borroso embrión de Cien años de soledad, la novela que escribiría, afiebrado y endeudándose, durante 14 meses (entre mediados de julio de 1965 y mediados de 1966) en “La cueva de la mafia”, el cuarto de la casa que los García Márquez rentaban en San Ángel, en la Ciudad de México, y al que sólo tenían acceso Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932) —su esposa desde el 21 de marzo de 1958—, Álvaro Mutis, Carmen Miracle, Jomi García Ascot y María Luisa Elío, pero sólo a los dos últimos dedicaría Cien años de soledad, por el simple y singular hecho de que eran sus escuchas más entusiastas, sobre todo ella, a quien prometió dedicársela.
       Así, si durante más de 20 años el delirante biógrafo leyó, redactó borradores, viajó, hurgó en bibliotecas y hemerotecas, entrevistó, soñó, tuvo pesadillas e insomnios, y no obstante a que por antonomasia toda lectura implica una particular reescritura, se puede decir que a Dasso Saldívar sólo le faltó hacer lo que hizo “la mejor lectora de Cien años de soledad”, según le contó Gabo a Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba al responderle a la pregunta: “¿Quién ha sido el mejor lector del libro para ti?”: 
(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
“Una amiga soviética encontró una señora, muy mayor, copiando todo el libro a mano, cosa que por cierto hizo hasta el final. Mi amiga le preguntó por qué lo hacía, y la señora le contestó: ‘Porque quiero saber quién es en realidad el que está loco: si el autor o yo, y creo que la única manera de saberlo es volviendo a escribir el libro’. Me cuesta trabajo imaginar un lector mejor que esa señora.”
(Debate, Colombia, 2009)
Cabe observar que el británico Gerald Martin (Londres, 1944), autor de Gabriel García Márquez. Una vida (Debate, 2009), si bien bosqueja y biografía episodios personales, familiares, literarios, cinéfilos y periodísticos de Gabo, de su activismo ideológico y político de izquierdas (descollando su proclividad hacia el gobierno prosoviético y totalitario de la Revolución Cubana y en el epicentro de ello hacia el dictador Fidel Castro, no obstante ser un burgués cada vez más rico) y de sus actos públicos hasta 2007, en lo que concierne a sus ancestros y al lapso que parte de su niñez hasta la génesis y el boom de Cien años de soledad (“un cuento de hadas”, Jorge Ruffinelli dixit) —la mayor parte del volumen—, varias veces coincide o diverge, o cita y aprueba o cuestiona las aseveraciones de Dasso Saldívar o las abunda, como es, por ejemplo, todo lo que se desconocía de la relación amorosa (un amour fou) que el biografiado vivió en París, en 1956, con la española Tachia Quintana (País Vasco, 1929), mientras en la miseria urdía su novela El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, 1961). O el caso del legendario enfrentamiento, en Barrancas, del coronel Nicolás Márquez Mejía (el abuelo materno del escritor) con el joven Medardo Pacheco; para ambos biógrafos ocurrió el 19 de octubre de 1908; según Dasso fue un novelesco duelo de honor y según Gerald fue un asesinato artero, pues Medardo iba desarmado. O la fecha del trascendental viaje (para su obra) que el escritor hizo con su madre, de Barranquilla a Aracataca, para vender la casa de los abuelos donde Gabito vivió su primera infancia y a la cual no iba desde 1937 o 1938; para Gerald esto empezó el sábado 18 de febrero de 1950 y con tal fecha coincide con el propio García Márquez, quien narra la anécdota al inicio de Vivir para contarla; para Dasso, en cambio, tal seminal viaje ocurrió en 1952 cuando “la canícula de marzo estaba en su apogeo...”
(Diana, México, 2003)
En torno a tal fecha, en el tomo de Gabriel García Márquez: Textos costeños. Obra periodística I. 1948-1952 (con recopilación y prólogo de Jacques Gilard, editado en 1981 e impreso por Diana en 2003) hay una carta escrita en “Barranquilla, marzo de 1952” (publicada el 15 de tal mes en el “Magazín Dominical de El Espectador”, periódico de Bogotá), dirigida a Gonzalo González (Gog) y en la que Gabo le platica de su cuento “La mujer que llegaba a las seis”, listo para la rotativa; del rechazo que Editorial Losada hizo de La hojarasca (según Gerald esto sucedió a principios de febrero de 1952); de su cuento en ciernes “El ahogado que nos traía caracoles”; y en cuyos penúltimos fragmentos le habla de un reciente viaje a Aracataca y de la escritura de La casa:
“Acabo de regresar de Aracataca. Sigue siendo una aldea polvorienta, llena de silencio y de muertos. Desapacible; quizás en demasía, con sus viejos coroneles muriéndose en el traspatio, bajo la última mata de banano, y una impresionante cantidad de vírgenes de sesenta años, oxidadas, sudando los últimos vestigios del sexo bajo el sopor de las dos de la tarde. En esta ocasión me aventuré a ir, pero creo que no vuelva solo, muchos menos después de que haya salido La hojarasca [Ediciones S. L. B., 1955] y a los viejos coroneles se les dé por desenfundar sus chopos para hacerme una guerra civil personal y exclusiva.
“También estuve en la provincia de Valledupar. Allí la cosa cambia. Sigo perfectamente convencido de que esa gente se quedó anclada en la edad de los romances antiguos. Hay unas peloteras tremendas relatadas en los paseos, que todo el mundo canta. Definitivamente, Dios debe de estar medito en alguna de las tinajas de La Paz o Manaure. Había pensado escribir la crónica de este viaje, pero ahora dispuse reservar el material para La casa, el novelón de setecientas páginas que pienso terminar antes de dos años.”
Gabriel García Márquez con el ejemplar número uno de la Edición Conmemorativa
de Cien años de soledad (¡un millón de ejemplares!), editada en 2007 por la
Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española.


Dasso Saldívar, García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía. Iconografía en blanco y negro. Ediciones Folio. 2ª edición revisada. Barcelona, 2007. 546 pp.







sábado, 23 de febrero de 2013

Todos los nombres




Todos somos el burócrata desconocido

De 1997 data la primera edición en portugués de Todos los nombres, novela del lusitano José Saramago [nacido en Azinhaga, Santarém, Portugal, el 16 de noviembre de 1922; muerto en Tías, isla de Lanzarote, España, el 18 de junio de 2010]. Y de 1998 data la primera edición en castellano, traducida por la española Pilar del Río, esposa del escritor. 
José Saramago y Pilar del Río
En medio del protagonismo y del trabajo autopublicitario que una y otra vez despliega en México, José Saramago parece ser un hombre sencillo y con una gran simpatía y solidaridad hacia la beligerancia otrora armada y ahora política del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional). Es por ello que para cientos de lectores no es difícil admirarlo o simpatizar con él desde los sótanos y las catacumbas de la masa anónima y que casi parezca un sacrilegio que una novela suya, nada menos que del rimbombante Premio Nobel de Literatura 1998, no le guste a este ínfimo reseñista (más xalapeño que el chile jalapeño).
El reseñista confiesa que hasta ahora [mayo 17 de 2001] sólo ha leído y reseñado un puñado de libros de la abundante bibliografía de José Saramago: Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), El Evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1995), El cuento de la isla desconocida (1998) y ahora Todos los nombres, que le resulta el más soporífero y el menos afortunado de tal conjunto, pese a que según ha dicho el autor y la sonora publicidad, es la segunda parte de la trilogía integrada por Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y La caverna (2000), con la que según la nota anónima de Alfaguara, José Saramago “deja escrita su visión del mundo actual, de la sociedad humana tal como la vivimos.” Y quezque “En definitiva: no cambiaremos de vida si no cambiamos la vida.”
(Punto de lectura, España, 2000)
Todos los nombres es una novela lineal, gris, plagada de palabrería, circunloquios, digresiones y ripios, no obstante que el autor parece muy autocomplacido e inspirado rellenando páginas y páginas. El protagonista, un burócrata microscópico e intrascendente, es el único personaje del que la voz narrativa dice su nombre: don José, con 50 años de edad, 25 de ellos trabajando de simple escribiente en la Conservaduría General del Registro Civil de una incierta y antigua ciudad de un pequeño país, cuyos borrosos modelos quizá sean Lisboa y Portugal. Don José, con escasa cultura, repleto de fobias y prejuicios, solitario y pobretón, subsiste en una astrosa covacha que colinda con el edificio de la Conservaduría, separado tan sólo por una delgada puerta condenada por donde podría entrar (y retornar) al sitio de su empleo. Aparte de su chamba y de sobrevivir sin mayor pena ni gloria, en su reducido y fétido cuchitril cultiva un único hobby (su subliminal fetichismo) con el que lastimosamente mata las horas libres de cada día: colecciona recortes de periódicos y revistas con noticias de personajes famosos de su país elegidos por su limitado criterio. Un día decide darle mayor fundamento, según él, a los datos de los héroes de su colección, añadiendo a cada expediente la copia del acta de nacimiento de cada uno y otros informes particulares (como el bautizo, el casamiento y el divorcio), por lo que se permite usar la llave que abre y cierra la puerta condenada que comunica su casucha con el interior de la Conservaduría General del Registro Civil. 
En esas inocuas tareas subrepticias (de ratón de archivo) aún se halla, cuando sin buscarlo ni quererlo se trae a su casucha, entre otros papeles de la Conservaduría, la ficha de una mujer desconocida de 36 años, cuyos datos copia y se torna su onírica, insomne y delirante obsesión, pues emprende la pálida odisea de localizarla para que de viva voz le cuente los pormenores su vida de mujer desconocida. Búsqueda que implica el inconsciente y recóndito anhelo de encontrar su media naranja: el amor de la mujer ideal que nunca ha vivido en su trayecto de eterno solitario y burócrata de escasos recursos. 
José Saramago y Pilar del Río
Los episodios y giros de la torpe, timorata, fóbica y prejuiciosa pesquisa que don José realiza (falsificación de credenciales, impostura de personalidad, engaño a varios informantes, asalto nocturno a un colegio y robo de boletas de calificaciones, intromisión en el departamento de la mujer desconocida, entre otros que puede descubrir el lector por su cuenta) son de lo más infelices y simplones, tan infelices y simplones, como los devaneos interiores de su oscura, subterránea, torpe, timorata, fóbica y prejuiciosa subsistencia de burócrata desconocido perdido en los oscuros meandros de la masa anónima de los burócratas desconocidos habidos y por haber. 
Según la contraportada, “Todos los nombres es a todas luces una novela psicológica, en la que el autor traza un perfecto retrato del funcionario don José y a la vez una crítica irónica de la burocracia.” Pero si bien la novela traza un retrato del burócrata don José, no es una novela psicológica; no se sabe nada, por ejemplo, de los rasgos de su rostro y de su cuerpo, nada de su niñez, de su adolescencia, de su juventud, de su formación, de los traumas de su vida familiar, de su vida sexual y desarrollo psicosexual, como para elaborar indicios o el rompecabezas de un cuadro psicopatológico o psicoanalítico, además de que no hay introspección en su mundo interior, ni reveladores monólogos interiores, pese al relato de algunas de sus pesadillas y sueños y a sus solitarias divagaciones en las que a veces la voz narrativa le inventa un artificial e inverosímil alter ego con el que dialoga y debate consigo mismo, como es el caso del sabihondo y dicharachero techo de su cuchitril, quien le llega a decir: “los techos de las casas son el ojo múltiple de Dios”, o sea: omnisciente y ubicuo. 
José Saramago
Y en cuanto a la supuesta “crítica irónica de la burocracia”, hay que decir que esto es relativo, pues además de que en la Conservaduría General del Registro Civil sólo trabajan unos cuantos empleados (ocho escribientes, cuatro oficiales, dos subdirectores y el jefe), su rígida, ritual, cabizbaja y minusválida conducta de autómatas incapaces de pensar y de tomar decisiones por sí mismos y por las condiciones laborales que imperan, más bien parecen el minúsculo y retorcido reflejo de un país totalitario, pues los grises burócratas, además de egoístas, gandallas y delatores entre sí, pueden ser humillados por el jefe, castigados o despedidos por él a la menor provocación y por la más minúscula burrada. O sea que el jefe se comporta y pavonea a imagen y semejanza de un despótico y arbitrario dictadorzuelo de baja estofa que hace y deshace a su antojo, apoyado por las añejas costumbres y por el reglamento disciplinario con malolientes visos militaroides; a lo que se añade el hecho de que una de sus ocupaciones primordiales es espiar, a imagen y semejanza de un pernicioso policía, los hábitos personales y los movimientos íntimos de sus subalternos. 
Esta perspectiva, desde luego, es de las licencias imaginarias de José Saramago, como la circunstancia de que en la Conservaduría General del Registro Civil de Todos los Nombres, pese a poder modernizarse y a que constantemente aumenta el volumen de los archivos de los vivos y de los muertos, aún trabajan a la antigüita, sólo por preservar la rancia tradición; es decir, los armarios y los estantes son de madera, no hay máquinas de escribir y mucho menos computadoras e Internet, y los burócratas todavía usan plumas que introducen en tinteros y que empuñan sobre papel secante. O el caso del descomunal y ciego muro posterior que es derrumbado para levantar otro, cada vez que a la Conservaduría le falta espacio para más anaqueles, que son altísimos, y por ende los escribientes tienen que subir a lo alto con una escalera y atados a una cuerda y con una lámpara de mano; además de que existe otra lámpara más poderosa y otra cuerda mucho más larga llamada hilo de Ariadna (epítome inverosímil entre incultos burócratas) que utilizan atada al tobillo para no extraviarse en la laberíntica y densa oscuridad del archivo de los muertos, pues podrían morir perdidos como niños abandonados en el nocturno bosque plagado de sombras, alimañas y fieras salvajes, o apachurrados por montones de papeles como cucarachas kafkianas. Hay que destacar, además, que en el archivo de los muertos predomina el caos y el descuido de ciertos burócratas, lo cual conforma una contradicción y una paradoja ante el orden del archivo de los vivos y frente a lo imperioso del reglamento disciplinario y de las exigencias del jefe, siempre rigurosamente bien vestido y rasurado y sin un minúsculo cabello fuera de su lugar.
Pero la vertiente imaginaria se torna aún más exagerada y enloquecida en el complicado laberinto que es el Cementerio General, cuyos extensos brazos de monstruoso pulpo se enredan en espacios de la urbe otrora destinados a los vivos, por lo que éstos, para no perderse al enterrar o al visitar a los suyos, tienen que valerse de un mapa.  
El insípido y desconocido don José llega a ir al Cementerio debido a que en su búsqueda de la mujer desconocida se topa con su recién e incomprensible suicidio. En la sección de los suicidas del Cementerio, don José cree encontrar la sepultura de la inasible y evanescente fémina, incluso pasa la noche allí hecho un ovillo en el tronco de un olivo; pero a la mañana siguiente un pastor con su rebaño que pasa por donde se halla le revela la imposibilidad de localizar la tumba de la mujer desconocida, pues todos los nombres que se leen en las lápidas de mármol no corresponden a los restos enterrados, debido a que el mismo pastor cambia a su antojo los números de las sepulturas antes de que los enterradores del Cementerio coloquen las piedras con los nombres grabados. Antes de irse de allí, ya solo, don José cambia de nuevo el número que tenía el falso túmulo de la mujer desconocida, con la esperanza de que la casualidad haga que el pastor, cuando de nuevo meta la mano para modificar los números, regrese a su sitio la cifra que le corresponde a la mujer de sus desvelos y sueños. 
Pilar del Río
Cabe añadir que cuando don José engaña a los padres de la suicida y logra entrar en el departamento donde ella vivió, se exacerba su fetichismo y el lúbrico apetito que inconscientemente le daba impulso en su búsqueda de la mujer desconocida y demás fantaseos, pues cuando ya está allí “piensa que si abre el armario no resistirá al deseo de recorrer con los dedos los vestidos colgados, así, como si estuviese acariciando las teclas de un piano mudo, piensa que levantará la falda de uno para aspirarle el aroma, el perfume, el simple olor”. Cosa que ejecuta con deleite (música para el tacto y el olfato) cuando ya se encuentra en el borde de la cama y una y otra vez desliza “la mano despacio por el embozo bordado de la sábana”. Y tras abrir el armario, mete el rostro entre los vestidos y aspira la fragancia. Y luego, al suponer que pasará la noche en el lecho donde dormía ella, no elude pensar en un sueño erótico y en una satisfacción onanista. 
Cuando don José deja el departamento de la suicida y retorna a su cuchitril, pese a que es domingo, el jefe de la Conservaduría se ha metido a su covacha y lo espera allí, sentado a la mesa, con las inculpatorias pruebas del inofensivo crimen: las falsas credenciales, las fichas escolares de la mujer desconocida robadas en el colegio, el cuaderno de apuntes donde don José puntualmente ha registrado sus culpables actos y sus íntimas pulsiones, y algunos documentos oficiales extraídos de la Conservaduría General del Registro Civil. Pero, oh paradoja, el despótico jefe, el auténtico y despiadado policía que no le perdonaría la vida ni a su propia mamita ni a su propia abuelita, no lo despide en un tris de su mugrienta chamba ni acepta la renuncia del diminuto subalterno, sino que se vuelve cómplice de sus fraudulentos y pecaminosos actos de burócrata solitario y desconocido, e incluso le enmienda la página, pues le sugiere “hacer para esta mujer una ficha nueva, igual que la antigua, con todos los datos exactos, pero sin la fecha del fallecimiento”, y que luego la coloque “en el fichero de los vivos como si ella no hubiese muerto”; por lo que prácticamente le ordena a don José que busque y halle la extraviada acta de defunción de la mujer desconocida y que la destruya. Atrevida y valiente misión que don José, una vez que el conservador se ha marchado, ni tardo ni perezoso se dispone a realizar yendo de su pocilga a la Conservaduría, donde en la mesa del jefe abre el cajón y toma la potente linterna y el hilo de Ariadna; luego se ata al tobillo la punta del hilo y avanza heroico hacia la terrorífica y laberíntica oscuridad. Suerte, pues podría no encontrar el acta de defunción o morir despanzurrado. 
José Saramago y Pilar del Río

José Saramago, Todos los nombres. Traducción del portugués al español de Pilar del Río. Punto de lectura. España, 2000. 352 pp.