martes, 8 de enero de 2013

Kitchen



Como agua para soñar en el más allá

Según Tusquets Editores, el verdadero nombre de la escritora japonesa Banana Yoshimoto es Maoko, quien en 1988, con 26 años, publicó en su idioma su primer libro: Kitchen, cuya traducción del japonés al español (editada por primera vez en octubre de 1991 en Barcelona) incluye la novela homónima y el cuento “Moonlight Shadow”, el cual escribió para ilustrar su tesis de licenciatura. Se dice que en Japón el libro obtuvo de inmediato críticas favorables y dos premios muy cotizados: el Kaien y el Izumi Kyoka; y lo que es más sorprendente: “¡más de seis millones de lectores!” 
Banana Yoshimoto
Tal vez en japonés la novela y el relato sean algo extraordinario y Banana Yoshimoto un monstruo narrativo a la altura de la precocidad y el talento del legendario narrador y suicida Yukio Mishima (1925-1970). Sin embargo y pese al bombo y platillo con que se anuncia y dora la píldora: es “hija del crítico literario Ryumei Yoshimoto, auténtico gurú de la literatura nipona en los años 60”, la traducción del japonés al español que hicieron Junichi Matsuura y Lourdes Porta exhibe un libro simplote, de ínfima calidad. Esto inclina a suponer que Kitchen, en el Japón, fue un fenómeno de ventas, una efímera burbuja, un best seller inflado por la exacerbada publicidad.
(Tusquets, 1ra. reimpresión mexicana,  1991)
Kitchen es el relato que hace Mikage Sakurai, una jovencita que abandona sus estudios de fotografía para emplearse de ayudante de una famosa maestra de cocina (la Chepina Peralta del Japón, con programa televisivo y viajes por el país). Sus padres fallecieron. Creció con sus abuelos. El abuelo murió cuando ella iba en la secundaria y la abuela acaba de morir. Es por esta dolorosa y elegíaca acumulación de pérdidas que su condición de solitaria y huérfana se agudiza y traduce en un continuo lloriqueo y sentimentalismo. Como padece de reminiscencias uterinas y umbilicales, se consuela y refugia en la cocina, especie de vientre y seno materno, puesto que siente que la alimenta, protege, arrulla y cobija con el calor y el zumbido que emite el refrigerador. Sólo allí puede dormir. 
Inducida por su nostalgia y búsqueda inconsciente opta por convertirse en cocinera, primero amateur y luego profesional. 
El desarrollo de Kitchen es poco atractivo. Se pierde en excesos melodramáticos: la conmiseración que la protagonista siente por sí misma, su martirio de soledad, su desasosiego existencial, el sentimentalismo, todo enmarcado por descripciones paisajísticas y atmosféricas de tarjeta postal que no envidiaría National Geographic
Su melodrama es parecido al de Eriko y Yuichi, dos personajes que durante seis meses se la llevan a su departamento para que no esté tan solita y se rehabilite. Eriko es el padre de Yuichi; pero cuando su esposa murió de cáncer y ante el dolor que implicó la pérdida del ser amado, renunció a ser hombre, se operó para convertirse en mujer y estableció un bar gay que funciona en la noche. 
Eriko, pese a que regresa a casa en la madrugada y con aliento alcohólico, es una madre modelo, responsable, educada, guapa, femenina, limpia, ordenada y amorosa. Y Yuichi, su hijo, es también un modelo de rectitud y buenas costumbres, no tiene problemas edípicos ni de identidad y se distingue por su actitud noble y gentil. Y así como observa una relación sana y aséptica con su madre transexual, del mismo modo la establece con Mikage Sakurai: se respetan en todo momento, guardan distancia, se quieren como hermanitos consanguíneos y se comportan como si no tuvieran impulsos ni deseos sexuales. Poco después, en el bar, un enamorado infeliz mata de una cuchillada a Eriko; y entonces es Yuichi el que padece la muerte de su padre-madre.
       Kitchen denota que Banana Yoshimoto podría ser una excelente guionista de agringados melodramas televisivos clasificación “B”. Fuera de la singularidad de Eriko, la obra no es maldita ni tiene intriga ni nada de morbosa maledicencia ni de vertientes eróticas iconoclastas. Es una noveleta aséptica que Eriko no utilizó para confesar su intríngulis o lo que escondía tras la metamorfosis transexual, y en cambio Mikage Sakurai se dio vuelo con sobredosis de afectación y cursilería. 
Hay en ella dos momentos que pretendieron ser mágicos y poéticos: uno es el hecho de que Mikage y Yuichi se encuentran en un mismo sueño que tuvieron por separado, arquetípica confluencia onírica que Borges desarrolló y varió más de una vez, por ejemplo, en sus cuentos “El otro” e “Historia de los dos que soñaron”. El otro momento es cuando por pura intuición, Mikage adivina el cuarto del hotel donde Yuichi se halla.
Banana Yoshimoto
       “Moonlight Shadow”, por su parte, es el relato de Satsuki, otra muchachita de veinteañera que, sin haber leído La separación de los amantes de Igor Caruso, padece insomnio e incertidumbres existenciales tras la muerte de su novio, su ser querido. Al igual que Kitchen, “Moonlight Shadow” chorrea lágrimas y elegiaca sensiblería. Y tanto en una narración como en la otra los electrodomésticos y las alusiones a las costumbres, hábitos de consumo, poses y utensilios que publicitan e instituyen los mass media no son más que pinceladas sociológicas sobre la estandarización y masificación de la conciencia y de la cultura, ineludibles e híbridas, puesto que ocurren en el industrializado Japón actual del entonces. 
“Moonlight Shadow” es o quiere ser una neovariación de un antiguo mito chino que la voz narrativa llama “fenómeno de Tanabata”, y que los traductores en un pie de página ilustran y resumen así: “Kengyusei y Shokujosei, dos amantes condenados a vivir separados por la eternidad, uno a cada lado de la Vía Láctea (en japonés, literalmente: ‘río del cielo’), pueden encontrarse una vez al año, la noche del 7 de julio. Por ello, esa noche se celebra en Japón la fiesta de la adoración de las estrellas, o fiesta de Tanabata”. En este sentido, en “Moonlight Shadow”, Urara, una joven de unos 25 años que se aparece como fantasma, es una especie de pitonisa que guía a Satsuki a un puente, el mismo donde ésta se encontraba y se despedía de Hitoshi, su fallecido novio, y donde lo vio por última vez; allí, bajo las favorables circunstancias cósmicas que ocurren una vez cada cien años, acuden a una hora precisa revelada por Urara. Ocurre el milagro, y Satsuki y Urara, cada una en un ámbito distinto, pueden ver por unos instantes a sus respectivos ex novios, quienes agitando la manita les dicen bye, bye desde el otro lado del río, antes de retornar al ámbito del más allá. 
Al mismo tiempo, pero en otro punto topográfico y sin que él sepa de qué alquimia celeste se trata, Shu, el hermano menor de Hitoshi, puede ver a Yumiko, su novia tenista que perdió la vida en el mismo accidente donde murió Hitoshi. El espectro o ectoplasma de Yumiko entra en la recámara de Shu, abre el armario y se lleva el vestido de marinero que usaba cuando vivía y que Shu, para no olvidarla y como para conjurar su regreso, solía usar ante el asombro o la incomodidad de quienes lo veían vestido de mujer. Pero nuevamente, fuera de estos interesantes rasgos sobrenaturales, el relato es un melodrama ramplón donde una serie de adolescentes y jovenzuelos escenifican su aprendizaje sentimental.
       Los traductores de Kitchen optaron por el español ibérico e incluyeron una serie de pies de página que contribuyen a la comprensión de ciertos vocablos y expresiones del japonés; sin embargo, les faltó anotar el significado de un buen número de palabras, sobre todo las que se refieren a la singular comida japonesa.


Banana Yoshimoto, Kitchen. Traducción del japonés al español de Junichi Matsuura y Lourdes Porta. Colección Andanzas (151), Tusquets Editores. 1ª reimpresión mexicana. México, noviembre de 1991. 208 pp.  






martes, 1 de enero de 2013

Si una noche de invierno un viajero



Entre los libros que hace mucho tienes programado leer

Silas Flannery, un novelista que figura entre los personajes de Si una noche de invierno un viajero (1979) —novela de Italo Calvino (1923-1985) traducida del italiano al español por Esther Benítez— anota lo siguiente en una página de su diario: “La fascinación novelesca que se da en estado puro en las primeras frases del primer capítulo de muchísimas novelas no tarda en perderse al continuar la narración: es la promesa de un tiempo de lectura que se extiende ante nosotros y que puede acoger todos los desarrollos posibles. Quisiera escribir un libro que fuera sólo un incipit, que mantuviese en toda su duración la potencialidad del inicio, la espera aún sin objeto. Pero ¿cómo podría estar construido semejante libro? ¿Se interrumpiría después del primer párrafo? ¿Prolongaría indefinidamente los preliminares? ¿Ensamblaría un comienzo de narración con otro, como las Mil y Una Noches?” 
Italo Calvino
Tales reflexiones y tales interrogantes no son más que un breve fragmento que conlleva ciertas coincidencias entre lo que pensaba Italo Calvino y lo que le atribuyó a su personaje novelista. Silas Flannery, a imagen y semejanza de su autor (el Deus ex machina), supone que “el libro no debería ser sino el equivalente del mundo no escrito traducido a escritura”; y cuando proyecta escribir una novela constituida por comienzos de novelas, su bosquejo resulta casi idéntico a la obra de Italo Calvino donde éste mismo se encuentra referido y escrito.
Si una noche de invierno un viajero es una novela dispuesta del siguiente modo: entre doce capítulos numerados con romanos se hallan intercalados diez capítulos con título, que son los comienzos de novelas interrumpidas y que pueden funcionar como relatos independientes entre sí.
(Siruela, 3ra. edición, Madrid, 2000)
       En los numerados con romanos el autor desglosa un alter ego: una voz narrativa a la que denomina “yo”, capaz de hablar del propio Italo Calvino en tercera persona, la cual vislumbra y acuña un arquetipo de lector al que denomina “Lector” y al que trata y conduce en segunda persona, y cuyas vicisitudes al perseguir la continuación de las novelas interrumpidas tienen como meollo no sólo satisfacer la curiosidad y el gusto o el vicio de la lectura, sino también la seducción de un arquetipo de lectora llamada Ludmilla.
El invocar la milenaria tradición de Las mil y una noches como modelo de un procedimiento narrativo inmerso en una obra contemporánea, actual, es una manera de hacer presente el pasado; en este sentido, y sobre el desarrollo y las fórmulas narrativas que alientan a Si una noche de invierno un viajero, Carlos Fuentes apuntó en un ensayo publicado en la revista Vuelta (número 109, diciembre de 1985): “Las grandes obras del pasado también son parte del mundo no escrito en el sentido de que siempre esperan ser leídas por primera vez por nuevos lectores y ser escritas de nuevo por nuevos escritores. Si una noche de invierno... es el ejemplo supremo de esta actualización del pasado. Cervantes se hace presente en Calvino mediante las historias interrumpidas o extrapoladas, el diálogo de géneros y la inestabilidad autoral de la novela. Sterne está aquí cuando Calvino eleva la digresión a principio de composición. Y Diderot adquiere plenitud presente mediante el repertorio de opciones ofrecidas por el autor al lector. El pasado, en Calvino, se vuelve novedad. Lo no escrito es también lo no leído: las novelas que esperan se leídas hoy porque, aunque fueron escritas en el pasado, fueron escritas para ser leídas hoy.”
Carlos Fuentes
(foto: Lola Álvarez Bravo)
En el mismo texto, Carlos Fuentes dice con exultación que “Italo Calvino escribió los libros que la mayor parte de los novelistas actuales hubiese querido escribir”; no sorprende, entonces, que con ímpetu celebratorio lo llame desde el título: il’ primo fabulatore
Si una noche de invierno un viajero es un hervidero de cuentos (de varios tipos y tamaños) y de narraciones potenciales; están allí los primeros trazos, las anécdotas propositivas para que otros narradores las desarrollen o las reescriban, incluidos los lectores (“toda lectura reescribe el texto”, Borges dixit). Pero también, siendo un fabulador humorista y paródico, expone varios ángulos reflexivos, lúdicos, morales y sociales, sobre las características implícitas en la condición existencial del lector, del novelista, del libro, de la industria editorial, de la lectura, del lenguaje, todo engarzado en un mundo contradictorio y convulso, donde lo abigarrado, las sectas absurdas, la incoherencia histórica, el espionaje y la pugna por el poder político, intelectual e imaginativo, la ausencia de escrúpulos y el pastiche literario son los matices que definen el hipotético síndrome finisecular. 
Italo Calvino y Jorge Luis Borges
Es inquietante, en consecuencia, que entre el romántico encuentro, rastreo y fascinación que se establece entre los modelos de lectores dispuestos a entregarse y abandonarse a la lectura por la lectura misma, confluyan los trasfondos que representan Silas Flannery y Ermes Marana. Ambos, a imagen y semejanza del “Lector”, han sido trastocados y seducidos por la misma lectora; pero a diferencia de éste, cada uno canaliza y corporifica el eco de un mundo ominoso que ya ha aleteado, más que nada, en la industria del best seller y en los regímenes totalitarios e intolerantes que deciden cuáles son los libros prohibidos y cuáles deben leerse. 
Ermes Marana es un traductor clandestino, subterráneo y escurridizo que fundó la Organización del Poder Apócrifo y de la cual se ha separado; la secta se halla dividida en dos tendencias: unos “están persuadidos de que en medio de los libros falsos que anegan el mundo han de encontrarse los pocos libros portadores de una verdad quizá extrahumana o extraterrestre”; los otros “consideran que sólo la falsificación, la mistificación, la mentira intencionada pueden representar en un libro el valor absoluto, una verdad no contaminada por las pseudoverdades imperantes”. 
Pero si el cometido de Ermes Marana es plagiar e invadir el orbe de libros apócrifos, lo que busca sobremanera es estar presente en la intimidad de los ojos de la obsesiva lectora (“Un libro no es menos íntimo que las manos y los ojos”, Borges dixit). Silas Flannery, al observar a través de un catalejo a una magnética fémina que lee tirada en una tumbona (ignora que es la misma Ludmilla), se ve conmocionado e impedido para continuar escribiendo las novelas que tiene pactadas con editoriales y empresas comerciales (en sus páginas tiene que mencionar sus productos); por lo consiguiente recibe la subrepticia visita de Ermes Marana, quien llega representando a la firma japonesa denominada Organización parar la Producción Electrónica de Obras Literarias Homogeneizadas y le ofrece concluir sus contratos novelísticos mediante un programa computarizado. 
¿Qué ocurriría, si tú, azaroso y desocupado lector de la presente e interrumpida reseña, tienes la novela de Italo Calvino entre “los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer,” o entre “los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos,” o entre “los Libros que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento,” o entre “los Libros que Quisieras Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso,” o entre “los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano,” o entre “los Libros que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería,” o entre “los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable,” o entre “los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieras A Leerlos De Veras...?, pues entonces.... tú sabes...


Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Traducción del italiano al español de Esther Benítez. Prólogo del autor. Cronología de César Palma. Ediciones Siruela. 3ª edición. Madrid, 2000. 380 pp.




jueves, 20 de diciembre de 2012

Las mil noches y una noche



Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más)
                                 
I de II
El jueves 3 de agosto de 2006, en el Teatro Romano de Mérida, dentro del Festival de Teatro Clásico de esa ciudad de Extremadura, España, Mario Vargas Llosa estrenó su libreto teatral Odiseo y Penélope, actuado por él y la actriz Aitana Sánchez-Gijón, dirigidos por Joan Ollé y con escenografía del pintor Frederic Amat, quien, curiosamente, ilustró los III tomos de Las mil y una noches, con acopio, traducción, edición, prefacios y notas del investigador y académico Juan Vernet (el más connotado arabista del idioma español, biógrafo de Mahoma y traductor del Corán), impresos en Barcelona por Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, empresa donde también se tiró y volatizó la susodicha obra escrita y actuada por el peruano. Por entonces el dramaturgo anunció, a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, que ya estaba en el caldero del brujo una versión suya de Las mil y una noches, minimalista y ex profesa para la dirección de Joan Ollé y su coactuación con Aitana Sánchez-Gijón. Cosa que se hizo y cuya “obra se estrenó en Madrid el 2 de julio de 2008, en los Jardines de Sabatini, dentro del festival Veranos de la Villa”. 
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
en los papeles de Odiseo y Penélope
Pero además, en “Contar cuentos” —su prólogo para Las mil noches y una noche (Alfaguara, México, 2009), firmado en “Madrid, julio de 2008”—, apunta: “Debo a mis queridos y admirados amigos Aitana Sánchez-Gijón y Joan Ollé, compañeros y maestros de aventura teatral, sugerencias e ideas que corrigieron muchas imperfecciones de mi texto. Durante los ensayos, en el Madrid sofocante de julio, al hacer pasar el texto de mi versión por la prueba decisiva de la representación hice ya muchos cambios, con los que la obra se dio, en los Jardines de Sabatini, durante los madrileños Veranos de la Villa, los días 2, 3 y 4 de julio. Pero todavía luego de exponerla al público hice nuevas correcciones, de modo que la versión que vieron de Las mil noches y una noche los espectadores de Sevilla, el 17 y el 18 de julio, y los de Tenerife, el 26 y 27 del mismo mes, fue algo distinta —y mejor, espero— de la del estreno madrileño. Éste es el texto que ahora se publica.”
Mario Vargas Llosa y Aitana Sánchez-Gijón
En su prefacio, Mario Vargas Llosa recomienda, para orientarse y navegar en torno a los incunables manuscritos originarios y sobre disquisiciones hermenéuticas y filológicas, la erudita edición de Juan Vernet. Y para escribir su libreto dice haber consultado varias ediciones de Las mil y una noches, sobre todo la que M. Dolors Cinca y Margarita Castells Criballés publicaron, en 1998, en Ediciones Destino. Y aunque no lo precisa, se observa que para titular su libreto no recurrió al sonoro y seminal título que el francés Antoine Galland (1649-1715) introdujo en el imaginario occidental (sueños, fantasía, mentalidad, tradición): Les mille et une nuits. Contes arabes (12 tomos editados en París entre 1704 y 1717, con 64 historias), sino al título que el valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) popularizó al traducir, del francés al español, la versión de Le livre des mille nuits et une nuit urdida del árabe (de diversos abrevaderos y editando, quitando y poniendo de su idiosincrasia) por el cairota Joseph Charles Mardrus (1868-1949), impresa en París, por la Revue Blanche, en 16 tomos, entre 1898 y 1904. Según dice Jorge Luis Borges en “Los traductores de las 1001 Noches” —Historia de la eternidad (Viau y Zona, Buenos Aires, 1936)— el título se debe a que “En 1839, el editor de la impresión de Calcuta, W.H. Macnaghten, tuvo el singular escrúpulo de traducir Quitab alif laila ua laila, por Libro de las mil noches y una noche. Esa renovación por deletreo no pasó inadvertida. John Payne, desde 1882, comenzó a publicar su Book of the Thousand Nights and One Night; el capitán Burton, desde 1885, su Book of the Thousand Nights and a Night; J.C. Mardrus, desde 1899, su Livre des mille nuits et une nuit.” Que a Borges no le gustó y por ende la cuestiona con rigor, pero acota: “me consta que la ‘traducción’ de Mardrus es la más legible de todas —después de la incomparable de Burton, que tampoco es veraz.”
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Estuche con dos tomos
La traducción del doctor J.C. Mardrus al castellano que hizo Vicente Blasco Ibáñez se publicó en Valencia, España, en 1912, con el sello de Prometeo. Fueron 23 tomos que se repitieron en 1916 y en 1921 se reagruparon en 12. Tal versión de Las mil noches y una noche de Mardrus proliferó en el orbe del castellano, en España y en América Latina, durante buena parte del siglo XX y no escasearon las antologías y las ediciones expurgadas y censuradas para adolescentes y niños (incluso piratas y sin acreditar la fuente), a las cuales les eliminaron referencias sexuales muy explícitas y párrafos de poemas y versos. 
Las mil y una noches (J. Pérez del Hoyo, Editor, Madrid, 1969)
Yo, desde la infancia, tengo una (regalo de mi tío materno Lázaro Morales Sáenz, junto con otros libros y barquitos para armar). Es un libro “Anónimo” de pastas duras y rojas titulado Las mil y una noches, impreso en Madrid, en 1969, por “J. Pérez del Hoyo, Editor”; con un prólogo de un tal “L. Pérez de los Reyes”, antologa, editadas y sin acreditarlo, 41 de las 244 historias que Vicente Blasco Ibáñez tradujo, casi literalmente, del acopio, traducción y tejemaneje del doctor Mardrus. Están profusamente ilustradas con laboriosos y magníficos grabados, cuyo autor tampoco se acredita. Este libro, atractivo en su piratesco género, lo volví a encontrar editado en España, en 1998, por Edimat Libros, con un formato mayor. Y en el estuche con IV tomos titulados Las mil y una noches, impresos en Barcelona, en 2003, por Edicomunicación, cuyo subtítulo alardea: “Según la versión alemana de Gustav Weil/Ilustraciones originales” (publicada “entre 1839 y 1842”, se dice), de nuevo hallé los susodichos grabados y otros más (quezque ¡“más de 1450”!). Pero si inician con un prefacio de un tal “Michel Gall”, en ningún sitio se acredita la identidad del ilustrador (o ilustradores) ni el nombre del traductor (o traductores) ni el idioma del que se tradujo (al parecer del alemán) ni de qué edición. 
Las mil y una noches (Edimat libros, Madrid, 1998)
Pero para fortuna del desocupado lector (“Alah es más sabio, más prudente, más poderoso y más benéfico”), en abril de 2007, en Madrid, Ediciones Cátreda, en su selectiva Bibliotheca Avrea, publicó la versión al español que Vicente Blasco Ibáñez hizo de la traducción y edición del doctor Joseph Charles Mardrus; con el título El libro de las mil noches y una noche son II sobrios pero preciosistas volúmenes, con pastas duras y estuche, muy bien editados y cuidados, con “Introducción, apéndices y notas” de Jesús Urceloy y Antonio Rómar. Tomos que sí circulan en México, pues los antedichos de Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores no se encuentran en ningún sitio.



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II de II
Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón) y el rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa)
Foto: Ros Ribas
Dedicado “A Joan Ollé, por aquello del ménage à trois”, Las mil noches y una noche, el libreto de Mario Vargas Llosa, celebra el poder civilizador, y de seducción y encantamiento, que implica la milenaria tradición de contar historias en forma oral, escrita y escénica. Y esto es así porque su versión minimalista se centra en narrar, en primera instancia, cómo el poderoso, sanguinario y despótico monarca, el rey Sahrigar, quien resentido y desconfiado porque su asesinada esposa lo había traicionado con prolongadas orgías palaciegas, ya lleva un año matando doncellas —es decir, noche a noche copula una virgen y antes del alba ordena que el verdugo la decapite con un golpe de cimitarra—, pero tal terror y sangría se interrumpen al desposar y conocer a Sherezada, mujer sabia quien por sí misma se propuso para el casorio, pues con sus virtudes mnemónicas, orales y narrativas lo interesa en lo que le cuenta, lo civiliza y humaniza, y logra, con su inefable hermosura de hurí, coqueteo y sugestión, que noche a noche postergue su asesinato, que poco a poco se enamore de ella y que al final le perdone la vida por siempre jamás.
El libro de las mil noches y una noche (Bibliotheca Avrea, Cátedra, Madrid, 2007)
Tomo I
En la citada traducción de Joseph Charles Mardrus que hizo Vicente Blasco Ibáñez —El libro de las mil noches y una noche (Ediciones Cátedra, Madrid, 2007)—, se narra que Schahrazada, hija mayor del visir del rey Schahriar, se propuso para la efímera y peligrosa unión con el monarca, porque al salvar su vida, salvaría la vida de las hijas de los musulmanes que podrían morir. La astuta estrategia que Schahrazada prepara para doblegar al rey, con apoyo de su hermana menor Doniazada, la puede urdir porque es muy culta y virtuosa: allí se dice que “había leído los libros, los anales, las leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto oírla”. 
(Alfaguara, México, 2009)
En este sentido, en la versión minimalista del dramaturgo se da por entendido que durante mil ardientes noches y una noche Sherezada urde su tela de suculenta y noble hurí —y le esfuma al rey Sahrigar su pulsión y veneno homicida— al contarle tooooooooooodas las historias que implica la milenaria tradición (los tres tomos de Rafael Cansinos Assens, de 1955, compilan 482 historias, y los tres de Juan Vernet, de 1964, reúnen 220), pero además de suponer que es así, sólo se bocetan y varían tres relatos: la historia de amor de Sherezada y del rey Sahrigar, la historia de amor de la princesa Budur y el príncipe Camar Asamán —que en el tomo I de la traducción de Mardrus (con 244 historias) que hizo Vicente Blasco Ibáñez se titula “Historia de Kamaralzamán y la princesa Budur, la Luna más bella entre todas las Lunas” y narra numerosos entresijos lúbricos y fabulosos— y la historia de los príncipes Amgad y Asad, que no está en Mardrus, pero sí en la citada versión del alemán Gustav Weil —Las mil y una noches (Edicomunicación, Barcelona, 2003)—, en cuyo tomo II se titula “Historia de los príncipes Amgiad y Assad”. 
Las mil y una noches  (Edicomunicación, Barcelona, 2003)
Estuche con IV tomos
Las mil noches y una noche de Mario Vargas Llosa, pieza en un acto, comprende trece escenas numeradas con romanos y con títulos de cuentos fantásticos. En la primera escena el dramaturgo y la actriz aparecen en los papeles de Mario y Aitana, al parecer para asentar bien los pies en el escenario y para conjurar el pánico escénico que sobre todo lo atosiga a él, preludio que da paso a la metamorfosis escénica de dos personas de carne y hueso (un par de simples mortales salidos del vientre del pueblo y que pedalean a pata pelada) en rutilantes personajes de ficción y fábula. 
El dramaturgo Mario Vargas Llosa y la actriz Aitana Sánchez-Gijón en los papeles de Mario y Aitana, simples mortales salidos del vientre del pueblo, quienes en el escenario se transformaron en el rey Sahrigar y Sherezada, protagonistas de Las mil noches y una noche (foto: Ros Ribas)

Al término de la escena inaugural, indica el apunte del dramaturgo: “La orquesta toca la música que servirá de leitmotif cada vez que Sherezada comience una narración y que hará de música de fondo a ciertos episodios de la acción.” Y al final de la segunda escena se lee: “El trío de músicos irrumpe con una melodía estruendosa y de expresión de júbilo.” Y al final de la tercera: “El trío de músicos inicia el leitmotif musical que acompaña las narraciones de Sherezada.” Y así sucesivamente, con ligeras variantes, en el fin de las siguientes escenas, lo cual implica que la música creada ex profeso y exhibida en el escenario también es parte del espectáculo y de la creación y narración conjunta, tanto como las eróticas y arabescas danzas (¿la cadenciosa y candente danza de los siete velos?, ¿la ondulante y multirrítmica danza del vientre?, ¿la danza de las beduinas?, ¿la de las persas?, ¿la de las judías?, ¿la de las etíopes?, ¿la de las bereberes?, ¿la del pañuelo?, ¿la del consabido y fulgurante puñal?) que Aitana Sánchez-Gijón realizó en el escenario a imagen y semejanza de una almea de milenaria estirpe (bella y sibilina como una cobra bailando en un canasto de mimbre), según lo sugieren las fotos de Ros Ribas (casi de disparador y no de artista o profesional) que dizque aderezan y recaman la presente edición de Las mil noches y una noche impresa en México, en noviembre de 2009, por Alfaguara, editora adscrita a los ricachones mercaderes de la transnacional Santillana Ediciones Generales (“¡Gloria a Quien da sin cuento a los humildes de la tierra!”). 
El rey Sahrigar (Mario Vargas Llosa) y Sherezada (Aitana Sánchez-Gijón)
   Se trata de 16 fotografías en blanco y negro de lo más ilegibles (en una imagen apenas y se logra apreciar al director Joan Ollé dando indicaciones a Mario y a Aitana), pues no se cuidaron los tonos y están muy oscuras, “quemadas” se dice en el arcaico argot, y con varios encuadres deficientes. Más 11 a color (contando la que ilustra los forros), que sí se observan aceptables, sin embargo 4 de ellas (las distribuidas en 2 páginas) están fracturadas por la raya y hendidura que separa las hojas. ¡Lástima! Por si fuera poco, al respetable que compró su boleto entre los humeantes y polvorientos escombros de la bombardeada medina de Bagdad (por todas las tandas y lu-lu-lúes) no se le brinda ningún dato de Ros Ribas (ni de Joan Ollé ni de Aitana Sánchez-Gijón) ni del sitio y fecha donde realizó las tomas.


Mario Vargas Llosa, Las mil noches y una noche. Fotos en blanco y negro y a color de Ros Ribas. Alfaguara. México, noviembre de 2009. 160 pp.








martes, 18 de diciembre de 2012

El hombre que sería rey



Cómo ser periodistas y dioses y no morir en el intento

Al hablar del Premio Nobel de Literatura de 1907: Rudyard Kipling (1865-1936), angloindio nacido en Bombay, de piel morena y educado en Inglaterra (en una casa de crianza y en un internado), es ineludible no acordarse de las dos partes de El libro de la selva (1894 y 1895) y de su proclividad por el imperialismo británico. “Predicaba que el Imperio es el deber y el fardo del hombre blanco”, reza Jorge Luis Borges en su prólogo a Relatos (Hyspamérica, Madrid, 1985), libro de Rudyard Kipling seleccionado en su Biblioteca Personal. Aún así, hay páginas de la obra de Kipling que son una crítica al colonialismo que celebró, el que desde el siglo XVII sentó sus reales en la India a través de la Compañía de las Indias. “Ésta hubo de ceder sus derechos a la Corona, y, en 1877, la reina Victoria fue proclamada emperatriz de las Indias.” 
Rudyard Kipling
   Una de tales páginas es El hombre que sería rey, un cuento fantástico que es una parodia, una caricatura del aventurero inglés perdido en las tierras del Decán y del Himalaya, del que se lanza a la azarosa tarea de construir un reino empleando todo tipo de inmorales procedimientos. 
(Alianza, CONACULTA, México, 1994)
   Kipling, dice Borges, “supo el hindi antes de saber el inglés”. Fue un joven periodista que pese a sus loas victorianas, no ignoró los albañales del territorio hindú (1882-1889). En El hombre que sería rey hay un periodista inglés sin un penique (imaginario alter ego) que viaja rumbo al desierto índico. El vagón es de la peor clase: “A menudo sucede que en verano sacan muertos a los pasajeros de intermedia, y, haga calor o frío, el mundo entero les tiene poca consideración.” Allí se encuentra con un vagabundo inglés. Éste, que le habla de igual a igual, le dice que se ha hecho pasar por corresponsal del Cazador; el fin: chantajear, por ejemplo, a los pequeños estados de la India central o del Rayputana meridional, “amenazando con hacer revelaciones infamantes”, pese a que dichos estados se distingan por su crueldad y episodios negros, tal como si vivieran, dice, “en los tiempos de Harum-al-Raschid”. Pero también lo persuade para que dentro de diez días, al regresar del desierto índico, en el empalme de Marwar, aborde el tren correo que va de Delhi a Bombay y en el vagón de segunda busque a un hombre de barba roja, otro inglés, y le diga la siguiente clave: “Ha ido al Sur por una semana.” Pero luego el periodista, dándose un baño de pureza, reflexiona que los truhanes “no podían hacer nada bueno presentándose como corresponsales de periódicos”. Así, los delata ante las autoridades y a los dos los detienen en la frontera de Degumber.
      Corre el tiempo sin que nadie lo detenga. El periodista se ha incorporado a la jefatura de redacción de un diario de tipos móviles y coloridas anécdotas. Cierta madrugada de un caluroso verano en que esperan que un telegrama propicie el movimiento de la maquinaria, dos hombres de blanco se dirigen a él. Son los estafadores que delató: Daniel Dravot y Peachy Carnehan, se presentan. Han sido soldados, marineros, cajistas, fotógrafos, correctores de pruebas, predicadores, corresponsales del Cazador, caldereros, maquinistas, contratistas en pequeña escala y, en fin, han ido y venido a pie por toda la India. La delación se la cobran de un modo absurdo y risible. Dado que ambos han firmado un contrato (“una grasienta hoja de papel”) donde a sí mismos se prometen que serán reyes de Kafiristán, le piden que les muestre mapas y libros que les sirvan para ubicar y estudiar su futuro reino. El jefe de redacción lo hace, no sin decirles que se trata de una aventura idiota, que los harán pedazos al cruzar la frontera, precisamente en Afganistán, esa intrincada masa de montañas, picos y ventisqueros donde ningún inglés ha pasado. 
   Los granujas citan al jefe de redacción al día siguiente en el bazar. Allí, un sacerdote y su criado pregonan su partida a Kabul: le venderán juguetes al emir. “Son amuletos cuyo encanto no cesa. Con ellos los hijos no se enferman, los camellos no se fatigan, las mujeres son fieles al marido ausente.” Nadie descubre a los disfrazados y todos creen loco al sacerdote, emisario de la buenaventura. Sin embargo, al periodista le revelan el oscuro y secreto meollo de sus disfraces: debajo de los juguetes llevan armas y municiones.
Rudyard Kipling
       Muchos años después, una madrugada semejante a la otra, el jefe de redacción ve llegar el deplorable resto de un naufragio: un jorobado, de cabellera blanca y trabajoso andar. No lo reconoce, pero el vejete le dice: “Yo soy Peachy”. “Fui rey de Kafiristán, también Dravot. ¡Fuimos coronados reyes!” Así, Peachy Carnehan evoca esa aventura hecha a base del poder de las armas (viejas y defectuosas, mientras los nativos sólo tenían arcos y flechas), de la manipulación de su ingenuo y fanático pensamiento mágico-religioso, y de las mil y una triquiñuelas que desde un ángulo ético y racionalista son reprobables, pero no imposibles. Daniel Dravot, el peor, es quien llega a ser rey de ese enjambre de tribus, antes peleadas entre sí, pero que él logra coordinar a su favor, gracias a su olfato y a la fidelidad de Carnehan, quien pese a su corona de oro sólo llega, entre otras encomiendas, a desempeñarse como comandante general de todas las fuerzas militares, entrenadas y organizadas por ambos.
       Dravot y Carnehan, engendros de la civilización occidental inglesa, pero imposibilitados para civilizar al mundo y propagar la luz del progreso y del imperio británico, son prototipos de aventureros ingleses que sueñan con un reino para hacer y deshacer a su antojo; unos pillos sin escrúpulos que no dudan en robar, asesinar o mentir con tal de salirse con su juego sucio e imponer su autoridad. Se conciben superiores a los mahometanos y cobrizos de toda laya. Así y dado que los primitivos e idólatras nativos de sus dominios (no menos bárbaros y salvajes que ellos) son de piel blanca y a veces más blanca que la suya, no dudan en catalogarlos de ingleses, de hijos de Alejandro Magno (el legendario conquistador macedonio que en el año 362 a.C. invadió el Punjab), sin advertir que quizá sean descendientes de los arcaicos arios extraviados en lo que ahora es Irán y el Valle del Indo. 
    Si la Gran Logia de Londres, fundada en 1717, fue un instrumento de poder político, aquí hay un significativo parangón: resulta que las tribus, como por ósmosis, conocen las palabras secretas y parte de los rituales de la masonería, es decir, hasta el segundo grado, pero ignoran el rito del tercero (y subsiguientes). Así, Dravot, proclama que él y Carnehan, auténticos dioses, hijos de Alejandro Magno, son también grandes maestros de la masonería, por lo que aún sabiendo que violan los preceptos de la verdadera Logia, inventan el procedimiento para otorgar la gracia del tercer grado. Y como si Dios iluminara sus actos, ocurre que habían tomado al azar una gran piedra del templo de Imbra para que sirviera de silla del gran maestro de la Logia, pero al ver el signo que grabaron, improvisado en el mandil de éste, un viejo sacerdote induce a otros diez a que volteen la piedra: limpian y raspan la parte inferior, y el signo que aparece es idéntico al del mandil de Dravot: “signo perdido, cuyo significado nadie recuerda”; y esto certifica, ante los ojos de las tribus, su naturaleza de dioses.
      Tal vez el reino se hubiera fortalecido y durado más, pero Daniel Dravot empezó a soñar con convertirse en emperador de todas las tribus: encargará al virrey de la India el envío de veinte ingleses de los mejores (en realidad tan embusteros como él), que le servirán, distribuidos en las regiones, para fortalecer su dominio. Así, no sólo llegará el momento de arrodillarse ante la reina Victoria, y entonces su majestad dirá: “Levantaos, Sir Daniel Dravot”, elevándolo así a la par de ella. Pero sucede, que además de los veinte virreyes para su imperio, Dravot decide que necesita hembra, y que ésta, para perpetuar la dinastía, tiene que ser noble. Esto, finalmente, es la gota que derrama el vaso. 
  Daniel Dravot, ciego y sordo ante quienes le señalan su error, ordena que ante sacerdotes y príncipes le entreguen la mujer designada para él. La elegida le muerde el cuello; y los nativos, al ver correr la sangre de Dravot, descubren que no son dioses ni demonios, sino simples mortales. Se lanzan contra ellos. Y en la huída, para no hacer más oprobiosa su muerte, Dravot decide perderse en un abismo: grita que corten las cuerdas del puente y “cayó dando volteretas, veinte mil kilómetros, porque tardó media hora en llegar al agua”. 
  Ahora, el viejecillo Peachy Carnehan, casi perdiendo la razón, saca el reluciente e inolvidable regalo que los nativos le dieron para que no volviera nunca por aquellos lares: la momificada cabeza de Dravot, a la que añade su corona de oro repleta de turquesas. 
  Poco después, el vejete Carnehan, convertido en mendigo en la solitaria plaza, canturrea las andanzas de su compinche y él. Se deja morir de insolación, sin que nadie sepa dónde carajos quedó la rutilante y valiosa prueba de su inopinado viaje al más allá.


Rudyard Kipling, El hombre que sería rey. Traducción del inglés al español de Fernando Solana Olivares. Colección Alianza Cien, Alianza Editorial/CONACULTA. México, septiembre de 1994. 64 pp.





lunes, 17 de diciembre de 2012

Viejas historias de Castilla la Vieja



Todo estaba tal y como lo dejé

En 2010 La Fábrica Editorial, con sede en Madrid, publicó el título Viejas historias de Castilla la Vieja (22.05 x 21.06 cm), que reúne y alterna un conjunto de relatos de Miguel Delibes (Valladolid, octubre 17 de 1920-Valladolid, marzo 12 de 2010) y un ensayo fotográfico (en blanco y negro) de Ramón Masats (Barcelona, 1931). Pese a que carece del útil índice, se trata de un libro hecho con cierto mimo: cintillo, sobrecubierta, pastas duras con tela y los rótulos repujados y buenos papeles, ubicado en una colección que reedita y tributa los legendarios libros editados en los años 60 del siglo XX por Esther y Oscar Tusquets en la serie Palabra e Imagen de Editorial Lumen, entonces una pequeña empresa. Es decir, la primera edición de Viejas historias de Castilla la Vieja data de 1964 y tal fecha no resulta gratuita en el contexto temporal de los memoriosos relatos urdidos por Miguel Delibes.
Foto de Ramón Masats que ilustra la portada del libro de Miguel Delibes
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, Madrid, 2010)

Un tal Isidoro, un hombre común y corriente, es la voz cantante de los diecisiete relatos breves que conforman las Viejas historias de Castilla la Vieja y tal personaje es una especie de alter ego de Miguel Delibes; una voz, un vocabulario, una manera de narrar y trazar los diálogos, los refranes, las consejas; una sabiduría del terruño y una memoria que evoca y traza una serie de cuadros de ancestrales tradiciones, atavismos, supersticiones y costumbres circunscritas a la geografía, cosmovisión, flora y fauna de un puñado de pequeños pueblos campesinos ubicados en el entorno de las provincias de Valladolid y Ávila, de hecho, hay un relato que se titula “Las murallas de Ávila”, que si bien no se sucede en tal lugar, sí alude el histórico casco medieval de Ávila, “declarado Patrimonio de la Humanidad en 1985”. 
Miguel Delibes
El desglose de los diecisiete relatos trazan un círculo concéntrico, un íntimo eterno retorno, cuyo meollo es el protagonista, su memoria y su inextricable idiosincrasia; es decir, el íncipit del primero: “El pueblo en la cara”, reza a la letra: “Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo de Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino del Pozal de la Culebra.” Y en el último de los diecisiete: “El regreso”, Isidoro, que retorna al pueblo después de haberse ido hace 48 años, como si nada hubiera cambiado y todo siguiera igual, no sólo se encuentra casi en la entrada al mismo Aniano, el Cosario, y cruzan un breve diálogo que parafrasea el breve diálogo que entablaron hace 48 años, sino que luego de entrever y de algún modo constatar con la mirada y a vuelo de pájaro que “lo esencial permanecía” y que “Todo estaba tal y como lo dejé, con el polvillo de la última trilla agarrado aún a los muros de adobe de las casas y a las bardas de los corrales”, en el interior de la vivienda familiar, las Mellizas, sus hermanas, que eran chiquillas cuando se fue, duermen en el mismo camastro y las besa de un modo semejante a como las besó al despedirse, en particular a Clara, que, como otrora, duerme con un ojo abierto: 
Miguel Delibes
“Y ya, en casa, las Mellizas dormían juntas en la vieja cama de hierro, y ambas tenían ya el cabello blanco, pero la Clara, que sólo dormía con un ojo, seguía mirándome con el otro, inexpresivo, patéticamente azul. Y al besarlas en la frente se le despertó a la Clara el otro ojo y se cubrió instintivamente el escote con el embozo y me dijo: ‘¿Quién es usted?’. Y yo le sonreí y le dije: ‘¿Es que no me conoces? El Isidoro’. Ella me midió de arriba abajo y, al final, me dijo: ‘Estás más viejo’. Y yo le dije: ‘Tú estás más crecida’. Y como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, los dos rompimos a reír.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
Esa línea cronológica que preludia el íncipit de la primera narración, se data en “Los nublados de Virgen a Virgen”, el décimo relato, pues Isidoro dice allí rememorando dos históricos sucesos que enmarcaron su partida: “El año de la Gran Guerra, cuando yo partí, se contaron en mi pueblo, de Virgen a Virgen, hasta veintiséis tormentas.” O sea, se fue en 1914; y como estuvo fuera 48 años, entonces regresó en 1962. No obstante, bien lo decía Borges: “la memoria es una forma del olvido”, pues, por ejemplo, en el sexto relato: “El teso macho de Fuentetoba”, Isidoro evoca que en “el año once la tía Marcelina cumplió noventa y dos años” y que a las pocas semanas murió; y esto fue un suceso relevante, pues además del fallecimiento de la tía (con quien compartieron entrañables vivencias y pintorescas anécdotas que se narran en varios cuentos), su padre, escenificó y vociferó una caricaturesca rabieta al enterarse que la tía Marcelina no le heredó nada y que dejó “todos sus bienes a las monjas del Pino”. Sin embargo, en el citado relato “Los nublados de Virgen a Virgen”, cuyas 26 históricas tormentas subyacen en el rótulo y que fue el año de su partida del pueblo (“El año de la Gran Guerra”), la tía Marcelina Yáñez, que se supone murió en 1911, aún está vivita y coleando en 1914 y es protagonista de un acto de videncia parcial y errada, pues durante una de esas horrororísimas 26 tormentas (y allí el Isidoro y las Mellizas son unos chiquillos que siguen al pie de la letra las rogativas y encomiendas de la ferviente fe católica de la tía), con el estruendo de un espeluznante rayo (“al Coqui, el perro, se le erizaban los pelos del espinazo”), se cae y apaga “la vela del Monumento” que la tía le había encendido a Santa Bárbara y anuncia la muerte del homónimo padre de Isidoro: “Al Isidoro le ha matado el rayo en el alcor; acabo de verlo”: 
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
“Madre se puso loca, y como en esos casos, según es sabido, lo mejor son los golpes, entre las Mellizas y yo empezamos a propinarle sopapos sin duelo. De repente, en medio del barullo, se presentó Padre, el pelo chamuscado, los ojos atónitos, el collarón de la mula en una mano y el saco de pernalas en la otra. Las piernas le temblaban como ramas verdes y sólo dijo: ‘Ni sé si estoy muerto o vivo’, y se sentó pesadamente sobre el banco del zaguán.
“Una vez que la nube pasó y sobre los tesos de poniente se tendió el arcoiris, me llegué con los mozos del pueblo a los chopos que dicen los Enamorados y allí, al pie, estaba muerta la mula, con el pelo renegrido y mate, como mojado. Y Olimpio, que todo lo sabía, dijo: ‘La silla le ha salvado’. Pero la tía Marcelina porfió que no era la silla sino la vela, y aunque era un cabo muy pequeño, donde apenas se leía ya en las letras de pimentón ‘elina Yáñez’, la colocó como una reliquia sobre la cómoda, entre el abejaruco disecado y la culebra de muelles.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
En el inicio de “El teso macho de Fuentetoba”, Isidoro (la voz narrativa) dice: “La tía Marcelina no es de mi pueblo, sino de Fuentetoba, una aldea a cuatro leguas. Tanto da, creo yo, porque Fuentetoba se asemeja a mi pueblo como un huevo a otro huevo. Fuentetoba tiene cereales, alcores, cardos, avena loca, cuervos, chopos y arroyo cangrejero como cualquier pueblo que se precie.” Mientras que en el íncipit del treceavo relato: “Un chusco para cada castellano”, reporta del cariz del huevo: “Conforme lo dicho, las tierras de mi pueblo quedan circunscritas por las de Pozal de la Culebra, Navalejos, Villalube del Pan, Fuentetoba, Malpartida y Molacegos del Trigo. Pozal de la Culebra es la cabeza y allí están el Juzgado, el Registro, la notaría y la farmacia. Pero sus tierras no por ello son mejores que las nuestras, y el trigo y la cebada hay que sudarlos igual que aquí. Los tesos, sin embargo, nada tienen que ver con la división administrativa, porque los tesos, como los forúnculos, brotan donde les place y no queda otro remedio que aceptarlos donde están y como son.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
En el octavo relato: “La Sisinia, mártir de la pureza”, Isidoro le pone nombre al lugar (de cuyo nombre parecía no querer acordarse) cuando dice de Sisinia, apuñalada y doncella a los 22 años: “En el pueblo se consideraba un don especial esto de contar en lo alto con una intercesora natural de Rolliza del Arroyo, hija del Telesforo y de la Herculana”, (tal es así que Isidoro narra pintorescos episodios de sus “milagros” y el empeño de don Justo del Espíritu Santo, el cura párroco, en lograr su beatificación). Y en el segundo relato: “Aniano, el Cosario”, cuando aún va a pie yéndose del villorrio, antes de proseguir rumbo al coche encaminado por el Cosario, se vuelve y traza una mirada de tarjeta postal (que guarda, tal infalible memoria de “Funes el memorioso”, durante 48 años, junto con todas sus historias implícitas): 
“Y así que llegamos al atajo de la Viuda, me volví y vi el llano y el camino polvoriento zigzagueando por él y, a la izquierda, los tres almendros del Ponciano y, a la derecha, los tres almendros del Olimpio y, detrás, de los rastrojos amarillos, el pueblo, con la chata torre de la iglesia en medio y las casitas de adobe, como polluelos, en derredor. Eran cuatro casas mal contadas pero era un pueblo, y a mano derecha, según se mira, aún divisaba el chopo de Elicio y el palomar de la tía Zenona y el bando de palomas, muy nutrido, sobrevolando la última curva del camino. Tras el pueblo se iniciaban los tesos como moles de ceniza, y al pie de Cerro Fortuna, como protegiéndole del matacabras, se alzaba el soto de los Encapuchados donde por San Vito, cuando era niño y Madre vivía, merendábamos los cangrejos que Padre sacaba del arroyo y una tortilla de escabeche. Recuerdo que Padre en aquellas meriendas empinaba la bota más de la cuenta y Madre decía: ‘Deja la bota, Isidoro; te puede hacer mal’. Y él se enfadaba. Padre siempre se enfadaba con Madre, menos el día que murió y la vio tendida en el suelo entre cuatro hachones. Aquel día se arrancó a llorar y decía: ‘No hubo mujer más buena que ella’. Luego abrazó a las Mellizas y les dijo: ‘Sólo pido al Señor que os parezcáis a la difunta’. Y las Mellizas, que eran muy niñas, se reían por lo bajo como dos tontas y se decían: ‘Fíjate cuánta gente viene hoy por casa’.
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
Vale puntualizar que, a la postre, lo trascendente de ese episodio de la partida del pueblo, es que Isidoro, dentro de sí mismo, “empieza a comprender que ser de pueblo en Castilla era una cosa importante”. En este sentido, las anécdotas y las menudencias que se comprimen en los diecisiete relatos y en la obviedad del retorno, corroboran el intríngulis de tal aserto. Sin embargo, antes de discernir tal postura, vivió, como una maldición, como una peste, el hecho de “ser de pueblo”. El título del primer relato: “El pueblo en la cara”, implica que en sus rasgos, en la vestimenta, en sus modales y en el habla se le nota. Y esto, “en el año cinco”, o sea: en 1905, cuando fue “a la ciudad” a cursar “lo del bachillerato” se tornó una especie de estigma, vergüenza y tormento, porque, según cuenta, entre los alumnos padeció burla,  marginación, y menosprecio, rubricado por “el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría”, ante quien no pudo “demostrar que los ángulos de un triángulo valieran por dos rectos” y por ende lo mandó a su lugar ungiéndolo, como a una res, con la lacerante marca de fuego en la frente: “Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara”. Y en el cuarto relato: “La Pimpollada del páramo”, un domingo su padre lo ha llevado de paseo a la ciudad y se encuentran con el Topo, quien a la pregunta de “¿Qué?” que le hace su progenitor, el maestro repite y sentencia: “Malo. De ahí no sacaremos nada; lleva el pueblo escrito en la cara”. 
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)
No extraña, entonces, que ante su incompetencia escolar y en la siembra (pese a que ésta le gusta y él conoce su alquimia y la conducta de animales y aves), su padre, con mano dura, haya intentado que sentara cabeza: “Y al cumplir los catorce, Padre me subió al páramo y me dijo: ‘Aquí no hay testigos. Reflexiona: ¿quieres estudiar?’. Yo le dije: ‘No’. Me dijo: ‘¿Te gusta el campo?’. Yo le dije: ‘Sí’. El dijo: ‘¿Y trabajar en el campo?’. Yo le dije: ‘No’. Él entonces me sacudió el polvo en forma y, ya en casa, soltó al Coqui y me tuvo cuarenta y ocho horas amarrado a la cadena del perro sin comer ni beber.”
Foto de Ramón Masats incluida en
Viejas historias de Castilla la Vieja (La Fábrica, 2010)


Miguel Delibes, Viejas historias de Castilla la Vieja. Fotos en blanco y negro de Ramón Masats. Colección Palabra e Imagen, La Fábrica Editorial. Madrid, 2010. 120 pp.