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domingo, 11 de abril de 2021

Benito Cereno

Como si Dios hiciera moverse al negro

 

I de VII

Según el colofón, en Barcelona, “en abril de 2019” (y según la página legal en “mayo de 2019”) Alba Editorial editó en español Benito Cereno, la celebérrima novela corta, o cuento largo, del norteamericano Herman Melville (1819-1891). Se trata de una edición ilustrada y en cartoné que conmemora el bicentenario del nacimiento del escritor. La traducción del inglés, con algunas notas suyas, la hizo Miguel Temprano García. Y las viñetas y dibujos en color se deben al artista gráfico Edward McKnight Kauffer (1890-1954). En este sentido, se lee en la “Nota al texto”:

          

Alba Clásica número CXLVIII, Alba Editorial
Barcelon, mayo de 2019

           
Benito Cereno se publicó por primera vez en la revista Putnam’s Montly, entre octubre y diciembre de 1855. Pasó luego a formar parte de The Piazza Tales (Miller & Holman, Nueva York, 1856), una colección de relatos que Melville había querido en principio titular Benito Cereno and Other Stories. La presente traducción se basa en el texto incluido en esta colección.

           “Las ilustraciones de Edward McKnight Kauffer proceden de la edición de The Nonesuch Press publicada en Londres en 1926. Fue la primera vez que la nouvelle se publicaba por separado.”

           


          A esto se añade la escueta y anónima reseña de la obra que figura en la cuarta de forros, seguida por la resaltada declaración de Jorge Luis Borges sobre Benito Cereno: “Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

          

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges número 21
Hyspamérica Ediciones
Madrid, 1985

          
Tal enunciado concluye el “Prólogo” que Borges, con María Kodama de amanuense y aliento vital, pergeñó ex profeso para presidir a “Billy Budd”, a “Benito Cereno” y a “Bartleby, el escribiente”, editados de manera conjunta en 1985, en Madrid, con el número 21 de la colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges. En éste, la traducción de “Bartleby, el escribiente” es de Borges (es la misma traducción que en septiembre de 1984, con un “Prólogo” suyo, conformó el número 9 de La Biblioteca de Babel, serie de 33 números editada en Madrid por Ediciones Siruela con la idea y el diseño de Franco Maria Ricci); y las traducciones de “Billy Budd” y de “Benito Cereno” son de Julián del Río. Y el laudatorio y sofista párrafo final que cierra el “Prólogo” de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, reza al completo (a todas luces para incitar la intriga del novicio lector):

       

La Biblioteca de Babel número 9
Ediciones Siruela
Madrid, septiembre de 1984

         
Benito Cereno sigue suscitando polémicas. Hay quien lo juzga la obra maestra de Melville y una de las obras maestras de la literatura. Hay quien lo considera un error o a una serie de errores. Hay quien ha sugerido que Melville se propuso la escritura de un texto deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable.”

            Vale observar que las traducciones que Julián del Río hizo de “Billy Budd” y de “Benito Cereno” resultan amenas y envolventes. Y al igual que Miguel Temprano García, incluyó algunas notas al pie de página marcadas con asteriscos. Por ejemplo, en la página 14 de la versión de Julián del Río se lee: “Aquella luz solar, también semivelada por las mismas nubes bajas y reptantes, se mostraba como el siniestro ojo único de alguna intrigante de Lima observando a través de la Plaza por el agujero indio de su negra saya-y-manta.” Y sobre esas palabras en cursiva anotó al pie de página: “En castellano en el original.” Por su parte, Miguel Temprano García no indica esto y su versión dice en la página 14: “[...] igual que el sol, a estas horas un hemisferio en el borde del horizonte, que, en apariencia, se esforzaba por entrar a la vez que el barco desconocido y, que tocado con las mismas nubes bajas y progresivas, no era muy distinto del ojo siniestro de una intrigante de Lima asomado por la Plaza desde la aspillera de su oscura saya-y-manta.”

            Otro contrastante ejemplo es la divisa que de manera tosca y rupestre se lee en un pedestal ubicado en la proa del Santo Domingo, el barco español cuyo presunto capitán es Benito Cereno. En la página 17 de la versión de Julián del Río se lee así: Seguid a vuestro jefe y en el pie anota: “En castellano en el original.” Mientras que Miguel Temprano García, en su correspondiente página 17, la apunta de igual modo, pero en su pie reporta algo más: “En español en el original (textualmente: ‘Seguid vuestro jefe’).”

     

Letras Universales número 71, Ediciones Cátedra
Novena edición
Madrid, 2012

         
Cabe observar que, pese a las notas al pie de página, ninguna de las dos versiones son rigurosas y exhaustivas ediciones críticas y anotadas, como sí parece que lo es (pero no lo es del todo) la sesuda y conjunta traducción y edición que hizo Julia Lavid de Bartleby, el escribiente, Benito Cereno y Billy Budd, libro publicado en Madrid, en 1987, con el número 71 de la colección Letras Universales de Ediciones Cátedra, precedido por un erudito y documentado ensayo, una nota sobre la edición y la bibliografía. Más bien resulta que, dada su arbitrariedad, las motivó el capricho, el gusto, el antojo y la presunción de sapiencia. En este sentido, llama la atención, por ejemplo, que Miguel Temprano García, en la página 83, dé a entender en una nota que la frase: “tan muda como la del muro” es una alusión bíblica, dado que su correspondiente pie reza: “Daniel, 5, 30-31.” Pues en una Biblia editada en 1960 por las Sociedades Bíblicas en América Latina (idéntica a las miles de biblias que pululan hasta la saciedad por todos los subterráneos, recovecos y catacumbas de la aldea global) no se lee nada que concuerde. Es decir, si bien el capítulo 5 de Daniel se titula “La escritura en la pared”, en los versículos “30-31” no hay nada que diga o conjugue con “tan muda como la del muro”.

            La versión de Miguel Temprano García, pese a su amenidad, no es una traducción perfecta. Por ejemplo, como si en el idioma español no hubiera equivalentes, en dos líneas de la página 103 se oye cacofónico: “Por omitir los detalles y las medidas que tomaron después, baste con señalar que, después de dos reparaciones”. Ídem en un fragmento que se halla en la página 111, donde además el pronombre “él” se utiliza como si fuera el artículo “el”: “por un gesto azaroso de Raneds, el primer oficial, al declarante al entregarle un cuadrante, que despertó sus sospechas, aunque era inofensivo, lo mataron; aunque luego se arrepintieron, pues el oficial era él [sic] único a bordo, con la excepción del declarante, que sabía navegar la nave.” Sin embargo, el plus del plus de la versión de Miguel Temprano García se lee en su primera nota al pie de página, cuyo intríngulis, además de que hace suponer que Melville urdió una especie de palimpsesto al imaginar y escribir “Benito Cereno”, da notica al desocupado lector de un sustancial meollo que no figura en la legendaria edición de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, ni en innumerables ediciones de tal relato. En este sentido, Miguel Temprano García apunta sobre el origen de “Benito Cereno” y del capitán Amasa Delano:

            “Melville se inspiró en el capítulo XVIII de A Narrative of Voyages and Travels Comprising Three Voyages Round the World (1817), del capitán Amasa Delano (1763-1823), donde contaba su encuentro en 1805 (no en 1799) con el barco español Tryal y su cargamento de esclavos.”

 

II de VII

En el decurso anecdótico de Benito Cereno se distinguen dos tempos narrativos. El primero transcurre durante un solo día: el 18 de agosto de 1799. Inicia temprano en la mañana (“poco después del amanecer”) cuando el Bachelor’s Delight (“Deleite del Soltero”), un “gran barco dedicado a la caza de focas y al comercio en general”, para repostar agua y pesca, se halla detenido, hace más de 24 horas, “en el puerto de Santa María, una isla pequeña, desierta e inhabitada en el extremo sur de la larga costa de Chile”. A través de su catalejo, el capitán Amasa Delano, oriundo de Duxbury, Massachusetts, observa que un gran bajel, extrañamente sin bandera, parece ir sin gobierno, en la bahía, rumbo a unos arrecifes; indicativo, según interpreta, de que desconoce el lugar y está en aprietos. Puesto que el capitán Delano es un buenazo de buena entraña decide ir a proporcionar auxilio en la Rover, la ballenera del barco, no sin varias cestas repletas del pescado que sus marineros capturaron durante la noche. Al acercarse al Santo Domingo, aún en la ballenera, el capitán Delano se percata del “verdadero carácter del barco: un mercante español de primera clase, dedicado al transporte de esclavos negros, entre otras mercancías de valor de un puerto colonial a otro. Un barco muy grande, y, en su época, muy bueno, como los que se veían de vez en cuando en aquellos tiempos por la costa; antiguos barcos dedicados al transporte de tesoros de Acapulco, o fragatas jubiladas de la armada real española, que, como viejos palacios italianos, conservaban vestigios de su originario esplendor pese a la decadencia de sus dueños.” Pero antes de tal certeza, al aproximarse en la ballenera, tuvo algún dejo de espejismo y evanescente imagen poética: “Desde una posición más cercana, el barco, visible en la cresta de las olas de color plomizo, cubierto aquí y allá de jirones de niebla, parecía un monasterio enjalbegado después de una tormenta, colgado de algún pardo precipicio de los Pirineos. Pero no fue solo un parecido fantasioso lo que por un momento casi llevó al capitán Delano a pensar que tenía delante nada menos que un barco cargado de monjes. Atisbando por encima de la borda había algo que, en la brumosa distancia, recordaba en realidad a unas capuchas oscuras; mientras que, a través de los portillos abiertos, se veían de vez en cuando otras figuras oscuras, como frailes dominicos que deambulan por el claustro.”

           

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 23

       
A través del vocerío y del coro de quejas que en cubierta lo reciben, el capitán Delano atisba las carencias y el deterioro de los españoles blancos y de los africanos negros que pueblan, mezclados, el Santo Domingo; de modo que ordena a sus marineros retornar al Bachelor’s Delight y traer barriles de agua y más comestibles (calabazas secas, pan, azúcar y sidra embotellada). Así que sus hombres van y regresan con lo requerido. Pero luego de arriar esto, el capitán Delano se vuelve a quedar solo en el barco español, pues dispone que sus marineros retornen y vayan “a llenar más barriles de agua en el manantial”. Y además ordena “que adviertan a su primer oficial de que no se preocuparan si, pese lo previsto en ese momento, el barco no estaba en el fondeadero al atardecer; pues, como esa noche iba a haber luna llena, él mismo se quedaría a bordo para pilotarlo cuando soplara el viento.” Pero si bien llega a dirigir el pilotaje del Santo Domingo rumbo al fondeadero en la isla de Santa María, las cosas a bordo, salpimentadas de enigmas y de momentos inquietantes y aciagos en los que teme por su vida, no ocurren exactamente así.

          

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 81

           
Durante ese largo día a bordo del barco español, el capitán Amasa Delano observa que, a la par del abandono y menoscabo físico del buque y de quienes lo habitan, proliferan y abundan las anomalías. Su capitán, Benito Cereno, de 29 años de edad, padece alguna dolencia física: sufre desvanecimientos y ataques de tos que interrumpen los diálogos y apenas logra sostenerse en pie y dar unos cuantos pasos por sí mismo; pero, según ve, se mantiene a flote y más o menos cuerdo, gracias al auxilio y asistencia de Babo, su lacayo personal, quien es un esclavo negro y enano de 30 años. A lo que se añade algún inescrutable trastorno nervioso que agria y enturbia el buen trato que el español debería brindarle al norteamericano que lo socorre motu proprio: resulta adusto, cerrado, proclive a la fobia, a la amnesia, a la contradicción de sus dichos, y esquivo e indolente para acordar, con el capitán Delano, los costes de la reparación del Santo Domingo en el puerto de Concepción. Y lo no menos sorprendente e intrigante: carece de autoridad para gobernar el barco, no sólo en lo que se refiere al mantenimiento y pilotaje, sino ante la rara insubordinación que observa en la conducta de los esclavos negros (ancianos, hombres, mujeres, niños), que son mayoría y se mueven a sus anchas, pese a que conforman un cochambroso gueto concentrado en la proa y en la amplia concavidad de la inservible lancha (que mujeres y chiquillos toman por cueva), y a que entre ellos se distinguen cuatro viejos calafateadores, más seis negros ashanti (de aspecto salvaje) que pulen hachas sin cesar, y un negro gigantón y hercúleo que es el único que deambula encadenado desde el pescuezo. Por ejemplo, ve que un mozalbete negro, por algo que no le pareció, ataca con un cuchillo a un grumete blanco haciéndole en la cabeza “un chirlo del que manó sangre”. Frente al desconcierto del capitán Delano, don Benito, pálido, no vocifera ni reconviene ni castiga ni ordena ni mueve un dedo y se limita a responderle a su amable visita: “que eran cosas de muchachos”. Alarmante y oscura apatía y derrotismo que se repite cuando, frente a las narices de ambos capitanes, un par de esclavos negros empujan y tiran al suelo a un marinero blanco.  

     Por las preguntas del capitán Amasa, que quiere saber qué fue lo que ocurrió en el Santo Domingo para que carezca de oficiales encargados del orden y de la navegación, Benito Cereno le narra:

“Hace ahora ciento noventa días [...] que este barco, con una buena dotación de oficiales y una buena tripulación, así como varios pasajeros (unos cincuenta españoles en total), partió de Buenos Aires hacia Lima, con un cargamento general, quincallería, té del Paraguay y otras cosas por el estilo, además —señaló hacia la proa— de esos negros, que, como puede ver, ahora no serán más de ciento cincuenta, pero entonces eran más de trescientas almas. Cerca del cabo de Hornos tuvimos fuertes tormentas. En un instante, por la noche, perdimos a tres de mis mejores oficiales y a quince marineros, además de la verga mayor; la percha se rompió bajo sus pies por las bozas, mientras intentaban arriar con espeques la vela congelada. Para aligerar el casco arrojamos por la borda los sacos de mate más pesados y la mayoría de los barriles de agua que llevábamos estibados en la cubierta. Y esta última necesidad fue, unida a las prolongadas encalmas que sufrimos después, lo que se convirtió en la causa principal de nuestro sufrimiento.” Y luego de la sucesión de tormentas, según le narra, una calamitosa “fiebre maligna siguió al escorbuto”, lo cual mató a negros, y a más aún a blancos y tripulantes, “entre ellos [...] a todos los oficiales que quedaban a bordo.”

 

III de VII

Vale puntualizar que, pese a la integridad ética y al buen corazón que caracterizan al capitán Amasa Delano, reproduce y representa el arquetipo de un hombre blanco de su tiempo; es decir, su raciocinio y su idiosincrasia son inextricables a los atavismos y prejuicios de la presunta supremacía de la raza blanca y de los imperios y países de la civilización occidental. De ahí que los esclavos negros, nativos de África, que se cazan, compran y venden por sucesivos propietarios, sean una mercancía más que se apila y transporta por barco, regularmente con grilletes y cadenas y hacinados en pestilentes mazmorras bajo cubierta. Aun así el capitán Amasa ve con aprecio a los seres de raza negra (libres o esclavos) y suele intercambiar impresiones con ellos; pero no lo hace “por filantropía, sino por simpatía, como les ocurre a otros hombres con los perros Terranova”. No obstante, entre los misterios, las preguntas, las divagaciones, la desconfianza, el temor y los desconciertos que vive en el Santo Domingo, prácticamente sólo cruza frases con Babo (quien sabe español, al igual que el norteamericano) y sólo oye la cantarina voz del despensero mulato, atractivo y con turbante —cuya imagen intachable es parecida a la traza de rajá que luce el despensero mulato del Higlander, según se lee en Redburn (1849), la cuarta novela de Herman Melville—. Resulta consecuente, entonces, que ante la conducta de un berrinchudo y desnudo bebé negro, junto a su madre esclava con los pechos desnudos, diga para sí: “He aquí la naturaleza en estado puro: todo ternura y amor.” Y según reporta la voz narrativa: “Este incidente le impulsó a fijarse con más detalle en las otras negras. Le gustó su aspecto: como la mayoría de las mujeres no civilizadas, parecían al mismo tiempo de corazón tierno y constitución robusta; dispuestas a luchar o morir por sus hijos. Tan poco sofisticadas como hembras de leopardo; tan cariñosas como palomas. ‘¡Ay! —pensó el capitán Delano—, tal vez algunas sean las mismas a quienes vio Mungo Park en África y de quienes habló con tanto respeto.”

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 57


IV de VII

Obsérvese, entre paréntesis, que esa alusión libresca que se lee en la página 55 no motivó al traductor a incluir una nota, al pie de página, sobre el histórico explorador escocés Mungo Park (1771-1806), de quien, por cierto, existe una edición en español (traducida por Susana Carral Martínez) de su seminal diario (publicado por primera vez en inglés, en Londres, en la “primavera de 1799”) y de sus póstumas cartas: Viajes a las regiones interiores de África, libro editado en La Coruña con el número 34 de la colección Viento Simún de Ediciones del Viento; lo cual ejemplifica el antojo o capricho con el que procedió, pues, por ejemplo, en la página 65 sí insertó una nota sobre el “conspirador católico” Guy Fawkes (1570-1606), quien, apunta, “intentó volar el Parlamento inglés con barriles de pólvora, leña y carbón colocados en los subterráneos del edificio”.

   

Viento Simún número 34, Ediciones del Viento
La Coruña, 2008

           
Vale añadir que en la página 54 de la citada versión de Julián del Río también figura “Mungo Park” sin ninguna nota: “‘¡Ah!’, pensó el capitán Delano, ‘quizá son algunas de las mismas mujeres a quienes vio Mungo Park en África, y de las que nos dio tan noble descripción.’” Y que en la página 155 de la versión de Julia Lavid figura otro apellido en el sitio de “Mungo Park” (según apunta, tradujo “del volumen Piazza Tales [1856]”, “edición de Hendricks House de 1962”): “Ah, pensó el capitán Delano, éstas quizás son algunas de las mismas mujeres que vio Ledyard en África, y de las que dio tan noble noticia.” Pero además de que Julia Lavid no insertó una nota sobre ese cambio (¿qué fue primero: el huevo o la gallina?), tampoco incluyó una nota sobre “Ledyard”, pese a que al parecer se trata de una sobrentendida alusión al legendario explorador norteamericano John Ledyard (1751-1789).

John Ledyard
(1751-1789)


 

V de VII

Precisamente por esa intrínseca supremacía racista es que al capitán Amasa Delano le sorprende que una y otra vez Babo —negro, esclavo y enano (quizá ejemplar de alguna etnia pigmea)— meta su cuchara y las narices entre los diálogos que él sostiene con su amo don Benito Cereno. Y le llega a resultar molesto e irritante el que siempre aparezca cuando él quiere negociar, a solas, con el capitán español. Por ende, ante la objeción del gringo, el español le refrenda que Babo es su “consejero privado”. Pero antes de esto, cuando el capitán Amasa Delano observa las diligencias del esclavo para servir y socorrer a su dueño en los instantes críticos de su salud y en el decoro de su vestimenta de figurín y presencia impoluta, llega a idealizarlo e incluso hasta dice querer comprarlo: “Dígame, don Benito —añadió con una sonrisa—, me gustaría quedarme con su criado: ¿cuánto quiere por él? ¿Cincuenta doblones le parecerían suficientes?” Lo cual, ante el mutismo y la descompostura de su dueño, el propio esclavo apostrofa: “El amo no se separaría de Babo ni por mil doblones”. En este sentido, un pasaje (con cursivas del reseñista) que ilustra sobre la supremacía y el criterio racial del buenazo del capitán Amasa Delano, es la apología de los ejemplares de raza negra que se lee en torno a la destreza con que el negro Babo rasura a Benito Cereno en su astrosa y desordenada cámara del Santo Domingo:

          

Pigmeos en la selva de Ituri, Congo
(Autor y fecha desconocidos)
Tarjeta postal incluida en
Viajes a las regiones interiores de África (Ediciones del Viento, 2008)

             
“En ese momento, el criado, toalla al brazo, hizo un gesto como solicitando la anuencia de su amo. Don Benito se mostró dispuesto y él lo sentó en el sillón de Malaca y, para comodidad del invitado, colocó enfrente uno de los bancos, hecho lo cual, el criado dio inicio a las operaciones y le desabrochó a su amo el cuello y le aflojó la corbata.

            “El negro tiene algo que de un modo muy peculiar lo predispone para esta vocación. La mayor parte de los negros son ayudas de cámara y barberos natos y manejan el peine y el cepillo con la misma soltura que las castañuelas y casi con idéntico placer. Tienen además mucho tacto y se comportan con una diligencia fluida, callada y graciosa, no carente de elegancia y muy placentera para quien la presencia y más aún si es el objeto de ella. Pero sobre todo destacan por su buen humor. No hablamos de sonrisas y carcajadas. Eso estaría fuera de lugar. Sino de cierta alegría armoniosa en cada gesto y cada mirada; como si Dios hiciera moverse al negro al son de una agradable melodía.

            “Si a eso se le añade la docilidad derivada del temperamento sin ambición de una inteligencia limitada y la propensión a un apego ciego inherente a veces a los seres indiscutiblemente inferiores, es fácil entender por qué hipocondríacos como [Samuel] Johnson y [lord] Byron, no tan distintos tal vez del hipocondríaco Benito Cereno, tenían tanto cariño, casi por delante de toda la raza blanca, a sus criados, los negros Barber y Fletcher.”

 

VI de VII

El segundo tempo narrativo que se observa en el decurso anecdótico de Benito Cereno revela, y narra, el lado oculto de la narración; es decir, tanto las causas del montaje escénico representado en el primer tempo (casi el primer acto de una improvisada farsa teatral), así como el trasfondo y las menudencias de lo que realmente ocurrió en el Santo Domingo desde que zarpó el 20 de mayo de 1799, no de Buenos Aires a Lima, sino de Valparaíso al Callao, hasta que el 18 de agosto de ese año, en las inmediaciones de la isla de Santa María, el barco español confluyó con el buque norteamericano.

         

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 95

           
Lo secreto y camuflado pudo desvelarse y registrarse en “documentos oficiales españoles” porque, alrededor de las seis de la tarde de ese 18 de agosto de 1799, cuando el capitán Delano acababa de descender a la ballenera de su navío (fondeado en altamar y paralelo al bajel español), Benito Cereno, inesperadamente, saltó a ésta, provocando una serie de gritos y agresivos equívocos, y una súbita pelea (unos segundos después Babo también saltó armado de un cuchillo y luego sacó otro para apuñalar a Benito, pero no pudo dañar a nadie, dada la belicosidad del capitán Amasa, sagaz lobo de mar en la lucha cuerpo a cuerpo). 

             

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 101

           
Y casi enseguida hubo una feroz y virulenta guerra entre los africanos negros que atacan y contraatacan pertrechados tras las amuradas (mientras las negras cantan en coro) y los norteamericanos blancos que acometen, desde la ballenera, para asaltar y sitiar el Santo Domingo; batalla que dio por resultado el triunfo de la supremacía, pues ningún blanco murió, pero sí hubo heridos, varios graves; mientras que entre los negros murieron unos veinte, más los heridos y mutilados. En síntesis, los blancos, ya a bordo del Santo Domingo, “Encadenaron a los negros supervivientes y remolcaron de vuelta el barco [español] que, a medianoche, volvía a estar anclado en el fondeadero.” Luego de un par de días de reparaciones en la isla de Santa María, “los barcos pusieron rumbo hacia Concepción, en Chile, y desde allí siguieron [su] viaje hasta Lima, en Perú, donde los tribunales del Virreinato investigaron lo sucedido desde el principio hasta el final.”

            En ese segundo tempo narrativo descuella un estilo arcaico, oficialesco y florido que parodia la redacción de una serie de fragmentos de fojas judiciales, cuya causa (“contra los negros del barco Santo Domingo”) fue iniciada y presidida, el 24 de septiembre de 1799, por “don José de Abos y Padilla, Notario de su Majestad y la Real Hacienda, Registrador de esta Provincia y Notario Público de la Cruzada de este Obispado, etcétera”. Allí, en esas documentales páginas, destacan los pasajes de la “Declaración del primer testigo, don Benito Cereno”.

            A través de todo ello se tiene noticia de que, a las tres de la madrugada del séptimo día del inicio del viaje del Santo Domingo, el enano Babo encabezó el motín de los esclavos negros, marcado por una primera matanza: “hirieron de gravedad al contramaestre y al carpintero, y dieron muerte a dieciocho hombres que dormían en cubierta, a unos con hachas y espeques y a otros arrojándolos vivos por la borda después de atarlos”. Esto sólo es un botón de muestra de la espeluznante calaña asesina, vengativa y sanguinaria que caracteriza al negro Babo (y a sus secuaces), cuya mano derecha era Atufal, ese negro gigantón y corpulento, al parecer ex jefe de una tribu en África, que posaba con grilletes y cadenas, mudo y sumiso; es decir, camuflado para vigilar los pasos de don Benito y del capitán Amasa, y para oír los parlamentos que se dijeran entre sí. Y además de deambular en silencio y sigilosamente por donde se mueve el gringo, cada determinada hora, cuando restalla el “tétrico tañido de cementerio, como si estuviera rajada, la campana de proa tañida por uno de los canosos recogedores de estopa”, el hercúleo titán de ébano tiene que presentarse ante don Benito dizque para rogarle el perdón por una afrenta. Y dizque por eso, como penitencia, “Llevaba un collar de hierro al cuello del que colgaba una cadena enrollada tres veces alrededor del cuerpo y con los eslabones del extremo enganchados a una ancha banda de hierro que llevaba al cinto.” Pero, según el planeado sketch, Atufal, siempre mudo y orgulloso ex rey, nunca se humilla ni se digna a solicitarle el perdón al amo, quien, como broche de oro escénico, lleva en el cuello, colgada de “un fino cordón de seda”, la llave que dizque puede abrir el candado y liberar del castigo al gigantón y manso negro.

    El objetivo del motín era que el Santo Domingo, pilotado por don Benito, los llevara a “un país de negros” cercano a esos mares y, si no lo había, tendría que trasladarlos “al Senegal o las islas vecinas de San Nicolás”. No obstante, pese a que esto transluce la ignorancia de Babo (y de los negros) en temas geográficos y de navegación y gobierno de un barco, cuando en las inmediaciones de la isla de Santa María vislumbra la proximidad del buque norteamericano y deduce y anticipa el inminente abordaje de los marineros de éste, se revela como la quintaescencia y el non plus ultra de la hez de la canalla: un astuto y macabro actor y director escénico, pese a que ya lo era (también los enanos empezaron desde pequeños), inextricable a su índole pirata, sádica y terrorista. Es decir, además de mantener aterrorizados y con los pelos de punta a los timoratos blancos sojuzgados por el cruento yugo negro, a don Alejando Arana, amigo de don Benito Cereno, y dueño de la mayor parte de los esclavos negros, después de que Babo ordenara su asesinato (quizá fue desollado vivo y su carne consumida por caníbales), ordenó que su despellejado y blanco esqueleto fuera exhibido en el significativo lugar del mascarón de proa (cubierto con una vieja jarcia durante la estancia del capitán Amasa, dando el gatazo de una supuesta reparación). Y fue el propio Babo el que rotuló la rupestre sentencia que signa la osamenta: “Seguid a vuestro jefe”; o sea, se trata de una críptica amenaza y declaración de principios dirigida, sobre todo, a don Benito.

        

Ilustración de Edward McKnight Kauffer
Benito Cereno (Alba, 2019), p. 19

         
Antes de que se acercara la ballenera del barco norteamericano y de saber quién subiría a bordo del Santo Domingo, Babo, quien además de jefe del motín funge de capitán de los esclavos, organizó el libreto y el montaje escénico y decidió el papel teatral que debería de representar cada esclavo (y cada coaccionado y amedrentado blanco) ante las visitas (que serían efímeras, puesto que Babo planeaba asaltar el barco gringo, quizá durante la noche, y matar a sus tripulantes). En este sentido, en sitios estratégicos de vigilancia (incluida la masificada conducta de la prole negra) colocó a los cuatro ancianos calafateadores, quienes, durante la permanencia del capitán Amasa, con un ojo al gato y otro al garabato, “tenían trozos de jarcia vieja en las manos, y, con una especie de estoica contención se dedicaban a deshacer la jarcia en estopa que iban amontonando a su lado”. Y a modo de acechante, camuflada y parapetada guardia pretoriana; o sea: guerreros salvajes con cédula para matar, colocó, también en puntos estratégicos, a los seis negros ashanti pulidores de hachas, quienes, según el capitán Amasa, “a diferencia de los demás, tenían el aspecto tosco de los africanos sin civilizar”. Esos seis negros ashanti estaban “sentados a intervalos regulares con las piernas cruzadas; cada uno con un hacha oxidada en la mano, que se dedicaban a limpiar como marmitones con un trozo de ladrillo y un trapo; entre cada dos de ellos había una pequeña pila de hachas de abordaje, con el filo herrumbroso hacia delante en espera de idéntica operación. Aunque de vez en cuando los cuatro que recogían estopa se dirigían brevemente a alguna persona o personas de la multitud de abajo, los seis pulidores de hachas no hablaban con nadie ni cruzaban un solo susurro entre ellos, sino que estaban concentrados en su tarea, excepto en algunos momentos, cuando con esa peculiar afición de los negros a unir el trabajo con la diversión, dos de ellos entrechocaban las hachas como si fueran platillos, y producían un bárbaro estruendo.”

  Parte de la utilería de ese montaje teatral y escenográfico es, desde luego, la bandera española que Babo usa a modo de capa de peluquero al rasurar a don Benito, pues si bien éste “dijo ser nativo y residente en Chile”, el reino de España es el epicentro del virreinato, y el utilizar tal blasón de ese modo tan burlesco y falto de respeto, es una incisiva y flagrante afrenta, y un insulto y escupitajo a la sacrosanta madre patria; intríngulis del que Benito, aterrorizado ante el ninguneo de Babo con la navaja (y con los cuchillos que esconde), no dice nada (ni mu ni pío); mientras que el capitán Delano toma el detalle como una peculiar muestra de alegría y sentido del humor: “El castillo y el león —exclamó el capitán Delano—, caramba, don Benito, está utilizando usted la bandera de España. Menos mal que soy yo y no el rey quien lo está viendo —añadió con una sonrisa, luego se volvió hacia el negro y añadió—: aunque ¿qué más da con tal de que los colores sean alegres?”

   Pero la cereza del pastel de la utilería y del vestuario de esa singular y azarosa obra teatral de improvisados actos, son las vestimentas que portan el supuesto amo y supuesto capitán Benito Cereno y el supuesto y servil esclavo Babo: “Al ver al amo y al criado, el negro sosteniendo al blanco, el capitán Delano no pudo sino pensar en la belleza de esa relación que simbolizaba por un lado la lealtad y por el otro la confianza. La escena se veía realzada por el contraste en la forma de vestir que indicaba sus relativas posiciones. El español llevaba una amplia chaqueta chilena de terciopelo negro, calzas y medias blancas, con hebillas de plata en la rodilla y el tobillo; un sombrero de cáñamo fino y copa alta; una espada delgada con la empuñadura de plata, colgada de un nudo en el fajín, un complemento casi invariable, más por utilidad que por adorno, del atuendo de un caballero sudamericano de nuestros días [...] El criado llevaba solo unos pantalones anchos, en apariencia, y a juzgar por los remiendos y la tosquedad de la tela, hechos con alguna vieja gavia; estaban limpios y sujetos a la cintura por un trozo de cuerda deshilachada, lo que, unido a su serenidad y gesto de disculpa, le daba un aire como de fraile mendicante franciscano.”

 

VII de VII

Vale concluir la nota con la transcripción del párrafo que cierra esta extraordinaria e inmortal narración de Herman Melville, que da noticia, después del juicio y ya dictada la sentencia, del dramático fin del negro Babo, del enfermo y patético don Benito, y de los resguardados restos mortales del otrora negrero don Alejandro Arana:

 

Herman Melville en 1861

         
“Unos meses después, arrastrado hasta el patíbulo detrás de una mula, el negro encontró su silencioso final. Quemaron el cadáver; pero la cabeza, esa colmena de sutilezas, estuvo muchos días en la plaza, clavada en una pica, sosteniendo impasible la mirada de los blancos; y mirando, al otro lado de la plaza, a la iglesia de San Bartolomé, en cuya cripta descansaban, entonces y ahora, los huesos recuperados de Aranda; y, al otro lado del puente sobre el Rímac, al monasterio del monte de la Agonía, donde, tres meses después de ser dispensado por el tribunal, Benito Cereno, dentro de un ataúd, siguió, en efecto, a su jefe.”

 

Herman Melville, Benito Cereno. Notas y traducción del inglés al español de Miguel Temprano García. Viñetas e ilustraciones en color de Edward McKnight Kauffer. Colección Alba Clásica número CXLVIII, Alba Editorial. Barcelona, mayo de 2019. 125 pp.

domingo, 1 de noviembre de 2020

Un hogar sólido

La raíz de todas las hierbas

En 1957 el narrador xalapeño Sergio Galindo, al frente de un grupo de jóvenes intelectuales, fundó en Xalapa y en el seno de la Universidad Veracruzana, la revista La Palabra y el Hombre. Y “el 25 de marzo de 1958” al autopublicarse su novela Polvos de arroz inició, con el número 1, la no menos legendaria y emblemática colección Ficción, auspiciada por la misma casa de estudios. En este sentido, “el 29 de noviembre de 1958” editó, con el número 5 de la colección Ficción, Un hogar sólido, el primer libro de la dramaturga y narradora poblana Elena Garro (1916-1998), donde ella reunió seis libretos teatrales, cada uno en un acto; de ahí el título completo que se lee en interior, normalmente omitido u olvidado: Un hogar sólido y otras piezas en un acto.  
       
Uno hogar sólido y otros piezas en un acto
Colección Ficción núm. 5, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1958
       Por iniciativa (o apoyo) del poeta y traductor Jaime García Terrés, entonces director de Difusión Cultural de la UNAM, en 1956 se proyectó el programa Poesía en voz alta, el cual comprendería dos vertientes: poesía española, con “selección de Juan José Arreola” y “escenografía de Juan Soriano”; y poesía surrealista, con “selección de Octavio Paz” y “escenografía de Leonora Carrington”. 

            Según se dice en una nota anónima que figura en La hija de Rappaccini, libreto teatral de Octavio Paz, coeditado en 2008 por Ediciones Era y El Colegio Nacional:   
     
(Ediciones Era/El Colegio Nacional, 2008)
      “En la primera reunión Octavio Paz y Leonora Carrington propusieron que, en lugar de recitar poemas, se montasen obras teatrales, de preferencia en un acto, ya que se contaba con un notable grupo de actores.

       “La idea se aceptó y así se transformó Poesía en voz alta en una compañía teatral. Los principales animadores fueron Juan Soriano, Octavio Paz, Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez. La hija de Rappaccini fue escrita para el segundo programa (que incluía también una corta pieza de Ionesco), y fue representada por primera vez el 30 de julio de 1956, en el Teatro del Caballito, en la Ciudad de México. Director de escena: Héctor Mendoza; escenografía y vestuario: Leonora Carrington; música incidental: Joaquín Gutiérrez Heras.”
      Con sus previsibles altibajos, la compañía teatral Poesía en voz alta estuvo activa durante siete años, entre 1956 y 1963. Y en ella Elena Garro, esposa de Octavio Paz desde el 25 de mayo de 1937, debutó como dramaturga, pues “el 19 de julio de 1957, en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta”, montado en el Teatro Moderno de la capital del país, ya prácticamente sin el apoyo pecuniario de la UNAM, estrenó, bajo la dirección de Héctor Mendoza, tres obras en un acto: “Andarse por las ramas”, “Los pilares de doña Blanca” y “Un hogar sólido”.  
       Esas tres obras, junto con otras tres: “El Rey Mago”, “Ventura Allende” y “El Encanto, Tendajón Mixto”, conformaron el citado libro Un hogar sólido y otras piezas en un acto, editado en 1958 por la UV, en Xalapa, con el número 5 de la susodicha Colección Ficción; donde, en abril de 1962, con el número 34 de la serie, el colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura 1982, dio a conocer su libro de cuentos Los funerales de la Mamá Grande, que fue (y es) su primer libro editado en México, país donde concibió y escribió su novela central: Cien años de soledad (Buenos Aires, Sudamericana, 1967).
        
Elena Garro y Gabriel García Márquez bailando twist
(México, 1964)
      Sólo hasta el “3 de enero de 1983” la Universidad Veracruzana, en la Colección Ficción, llevó a la imprenta la segunda edición de Un hogar sólido —ya sin número de serie y retitulado en el interior: Un hogar sólido y otras piezas—, ilustrada con viñetas y dibujos del pintor y escultor Juan Soriano, entre ellas las ilustraciones de la edición príncipe. A las seis obras iniciales se añadieron otras seis: “Los perros”, “El árbol”, “La Dama Boba”, “El rastro”, “Benito Fernández” y “La mudanza”.

      
Un hogar sólido y otras piezas
Col. Ficción, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1983
      “La mudanza” había sido publicada en el número 10 de La Palabra y el Hombre, correspondiente al trimestre abril-junio de 1959; y “La señora en su balcón” en el número 11 de tal revista, correspondiente al trimestre julio-septiembre de 1959.

     
     Vale añadir que en Tramoya, cuaderno de teatro —revista editada por la UV, fundada y dirigida por el dramaturgo Emilio Carballido—, precisamente en el número 21-22 (conmemorativo de su quinto aniversario), correspondiente a septiembre-diciembre de 1981, Elena Garro publicó su libreto “El rastro”. Y que en el número 84 de Tramoya (“nueva época”), correspondiente a julio-septiembre de 2005, de manera póstuma se publicó su libreto “Parada de San Ángel”, compilado entre los dieciséis libretos teatrales que integran el volumen Obras reunidas II. Teatro, editado en 2009 por el FCE, con una “Introducción de Patricia Rosas Lopátegui”; los cuales conforman el libro Teatro completo, editado en 2016 por el FCE con una “Nota de la autora” (“Escrita originalmente para presentar la segunda versión teatral de El árbol”), más una “Nota editorial” de Álvaro Álvarez Delgado y un prefacio de Jesús Garro Velázquez y Guillermo Schmidhuber de la Mora: “Elena Garro, dramaturga. Ensayo celebratorio del centenario 1916-2016”.
   
(FCE, 2016)
        Impreso en “noviembre de 1963” por Joaquín Mortiz, el segundo libro publicado en México por Elena Garro fue su primera novela: Los recuerdos del porvenir (al parecer escrita en Berna, Suiza, en 1953, y luego guardada en un baúl), que mereció el Premio Xavier Villaurrutia de 1963. Y luego, el “15 de octubre de 1964”, editado por Sergio Galindo en la UV, apareció en Xalapa su tercer libro con el número 58 de la colección Ficción: La semana de colores, su primer libro de cuentos, todavía en la época de oro de esa trascendente labor editorial patrocinada por Universidad Veracruzana (su mejor época, sin duda).  
     
La semana de colores
Col. Ficción nún. 58, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1964
        Si bien el libreto teatral “Un hogar sólido” se publicó el 3 de agosto de 1957 en la revista mexicana Mañana y en el número 251 de Sur —la prestigiosa revista argentina dirigida en Buenos Aires por Victoria Ocampo—, correspondiente a marzo-abril de 1958, entre su notable y trascendente destino descuella el haber sido seleccionado en la celebérrima Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. 

     
Antología de la literatura fantástica
Col. Piragua núm. 100, Sudamericana
Buenos Aires, 1965
         La primera edición de la Antología de la literatura fantástica, impresa en Buenos Aires por Editorial Sudamericana con el número 1 de la Colección Laberinto, data de 1940 (se terminó de imprimir el 24 de diciembre, se lee en el colofón), el año en que Borges fue uno de los testigos de la boda de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (se casaron “el 15 de enero en Las Flores, un pequeño poblado situado a unos 200 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires”), y el del surgimiento de La invención de Morel, novela de Bioy, editada por Losada en noviembre de 1940, con un laudatorio y canónico prefacio de Borges. Sólo hasta 1965 apareció la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica, editada en Buenos Aires por Sudamericana con el número 100 de la Colección Piragua, que es la sucesivamente reeditada, por diversas editoriales, hasta lo que va del siglo XXI. Al “Prólogo” con que la signó Bioy en 1940, además de ciertos cambios y correcciones, se añadió su cuento “El calamar opta por su tinta” y una “Posdata” firmada por él, más un conjunto de textos de varios autores, entre ellos: Ryunosuke Agutagawa, Léon Bloy, Martin Buber, Richard Francis Burton, Jean Cocteau, José Bianco, Julio Cortázar, Elena Garro, Silvina Ocampo, Edwin Morgan, Carlos Peralta, H. A. Murena, Barry Perowne, Juan Rodolfo Wilcock y Gerald Willoughby-Mead.

       La inclusión de Elena Garro en la Antología de 1965 ineludiblemente recuerda la legendaria relación amorosa, más o menos furtiva, que ésta sostuvo con Adolfo Bioy Casares entre 1949 y 1969 (según lo indica la leyenda y la correspondencia de Bioy a Elena Garro, vendida por ésta en 1997, junto con otros documentos, a la Universidad de Princeton, institución norteamericana que la abrió al público y a los investigadores), pues al inicio ambos estaban casados y él tenía fama de galán y donjuán. (Bioy, además, nunca se divorció de Silvina Ocampo; mientras que Elena Garro y Octavio Paz formalizaron su divorcio “el 15 de julio de 1959”.) 
       
Elena Garro y Adolfo Bioy Casares
Octavio Paz y su hija Helena Paz Garro
(Nueva York , 1956)
       Sobre tal vínculo amoroso, en una carta más o menos autobiográfica fechada en “Madrid, 29 de marzo de 1980”, que se lee en el libro Protagonistas de la literatura mexicana (México, Ermitaño/SEP, 1986), Elena Garro le dijo al crítico y entrevistador Emmanuel Carballo: 

      “Guardé la novela [Los recuerdos del porvenir] en un baúl, junto con algunos poemas que le escribía a Adolfo Bioy Casares, el amor loco de mi vida y por el cual casi muero, aunque ahora reconozco que todo fue un mal sueño que duró muchos años.” 
      Vínculo amoroso y pasional hecho trizas y sonoro polvo alrededor de una serie de malos entendidos que suscitaron cuatro gatos que Elena Garro le envió a Bioy de México a la Argentina, pues él era y fue aficionado a los perros y no a los felinos. En una entrevista que le hizo José Alberto Castro, publicada el 9 de noviembre de 1997 en el número 1097 de la revista Proceso, Elena Garro lo recordó así:
       
Elena Garro en 1964
(Foto: Kati Horna)
         “Lo conocí a fines de los cuarenta en París, en el hotel George V, el más elegante de París, con su esposa Silvina Ocampo. Él llegó atribulado con la fama de ser un hombre rico, amable, risueño y encantador. Mantuvimos una amistad que se prolongó durante 20 años, pero de repente se acabó. Fue un gran amor y creo que yo fui el amor de su vida. Cuando me fui de México después de 1968 tenía cuatro gatos y no los quería dejar aquí. Me vino a la mente recurrir a Bioy, entonces le mandé mis bichitos en una caja por avión a Buenos Aires, porque sabía que era muy rico y tenía casas grandes donde acogerlos. Aceptó y dijo ‘los recojo a todos’. Los tuvo un tiempo en su casa. Sin embargo, Pepe Bianco me escribió que luego se los había llevado a una casa de campo, a una Quinta, y los había dejado ahí. Me dio coraje. El adujo que lo hizo para darles más libertad. Yo, en cambio, me dije: pobrecitos de mis gatos. El amor que sentía por él se secó. Haga de cuenta que nunca estuve enamorada.”

       Sin embargo, si el nexo afectivo y amoroso con Adolfo Bioy Casares incidió en su elección para la Antología de 1965 (y quizá también para su citada publicación en la revista Sur), también es verdad que el libreto “Un hogar sólido” posee su propio valor literario, fantástico y estético: un inextricable y lírico tejido de drama, ópera bufa, divertimento, farsa y poesía metafísico-religiosa.
        No hay diferencias esenciales entre las dos ediciones de la obra “Un hogar sólido” publicadas por la UV (1958 y 1983); que es la misma versión que figura en la compilaciones editadas por el FCE (2005 y 2016). Pero en la versión que se lee en la Antología de 1965 se dice que “el traje blanco antiguo” que viste la niña Catita es “de los usados hacia 1865”. Y a un parlamento de Mamá Jesusita (anciana de 80 años) se le añadió la frase: “¡Éramos pocos y parió la abuela!”, consabida expresión lúdica y popular de anónimo origen que también vocifera Horacio Oliveira, protagonista de Rayuela (Buenos Aires, Sudamericana, 1963), la novela central de Julio Cortázar. Y si en las ediciones de la UV (y del FCE) se dice que Mamá Jesusita está acostada en su litera de piedra: “en camisón y en cofia de dormir de encajes”, en la Antología se dice que está “en camisón de encajes y en cofia de dormir de encajes”.
     
Antología de la literatura fantástica
(Editorial Sudamericana, 16a edición especial, 1999)
         En “Un hogar sólido” palpita y subyace una heterodoxa y fantástica imagen de la muerte, y de la eternidad, que evoca y remite a los sueños y anhelos de trascendencia más antiguos e íntimos del imaginario e inconsciente colectivo e individual, cuyos fantaseos y visión mítica implica el idealismo religioso que en México suele manipular la vox populi de la tradición cristiana, particularmente de la católica.

        
(UV, 1958)
       Siete personajes, decimonónicos y de las primeras décadas del siglo XX, se hallan muertos en una subterránea cripta familiar de un panteón mexicano. Cada uno lleva la vetusta ropa con que fue enterrado (“Los trajes lujosos de todos están polvorientos y los rostros pálidos”) y conserva la edad con que murió. El más antiguo de los siete muertos es Catita, la juguetona e ingenua chiquilla de 5 años. Vicente Mejía, el segundo en descender a la tumba, tiene 23 años y viste “traje de oficial juarista”.  

       Mientras la última en llegar, Lidia, de 32, desciende a la cripta (y por ende ya son ocho los muertos) se oye (en off) al orador que parlotea en su entierro: “don Gregorio de la Huerta y Ramírez Puente, presidente de la Asociación de Ciegos”, “de la Banca, de los Caballeros de Colón, de la Bandera y del Día de la Madre”; un pudiente y doliente de rancio y estereotipado conservadurismo, se transluce, quien en su discurso de circunstancias le dice a la fallecida que ha dejado “un hogar cristiano y sólido en la orfandad más atroz”.
       Allí, en la oscura y subterránea tumba, los muertos esperan la lejana hora del Juicio Final. Mientras tanto, cifran su nostalgia de un Paraíso Terrenal: un hogar sólido, edénico, ideal y hogareño, repleto de armonía, amor, bienestar y eterna felicidad de angelitos alados y mofletudos. 
      Muni, de 28 años, un melancólico incurable en pijama y con el “rostro azul” porque se suicidó con cianuro para huir de su vida marginal y de apaleado perro callejero, lo expresa así dirigiéndose a su prima Lidia: 
     
Viñeta de Juan Soriano
(UV, 1958)
         “¿No has visto a los perros callejeros caminar y caminar banquetas, buscando huesos en las carnicerías llenas de moscas, y el carnicero, con los dedos remojados en sangre a la fuerza de destazar? Pues yo ya no quería caminar banquetas atroces buscando entre la sangre un hueso. Ni ver las esquinas, apoyo de borrachos, meadero de perros. Yo quería una ciudad alegre, llena de soles y de lunas. Una ciudad sólida, como la casa que tuvimos de niños: con un sol en cada puerta, una luna para cada ventana y estrellas errantes en los cuartos. ¿Te acuerdas de ella, Lilí? Tenía un laberinto de risas. Su cocina era cruce de caminos; su jardín, cauce de todos los ríos; y ella toda, el nacimiento de los pueblos”.

      Eva, la rubia y extranjera madre de Muni, suicida de 20 años, refrenda algo parecido en el trasfondo de sus palabras: 
      “También yo, Muni, hijo mío, quería un hogar sólido. Una casa que el mar golpeara todas las noches, ¡bum! ¡bum!, y ella se riera con la risa de mi padre llena de peses y de redes.”
       Y lo mismo expresa Lidia, la recién llegada a la catacumba, mientras relata sus avatares de la vida: 
      
Viñeta de Juan Soriano
(UV, 1958)
       “¡Un hogar sólido, Muni! Eso mismo quería yo... y ya sabes, me llevaron a una casa extraña. Y en ella no hallé sino relojes y unos ojos sin párpados, que me miraron durante años... Yo pulía los pisos, para no ver las miles de palabras muertas que las criadas barrían por las mañanas. Lustraba los espejos, para ahuyentar nuestras miradas hostiles. Esperaba que una mañana surgiera de su azogue la imagen amorosa. Abría libros, para abrir avenidas en aquel infierno circular. Bordaba servilletas, con iniciales enlazadas, para hallar el hilo mágico, irrompible, que hace de dos hombres uno [...] Pero todo fue inútil. Los ojos furiosos no dejaron de mirarme nunca. Si pudiera encontrar la araña que vivió en mi casa —me decía a mí misma— con su hilo invisible que une la flor a la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre, cosería amorosos párpados a estos ojos que me miran, y esta casa entraría en el orden solar. Cada balcón sería una patria diferente; sus muebles florecerían; de sus copas brotarían surtidores; de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño; de las manos de mis niños, castillos, banderas y batallas... pero no encontré el hilo, Muni...”

        Ante esto, es don Clemente, el padre de Lidia, viejecillo de 60 años que ya chochea, quien juega cierto papel de inequívoco oráculo y Profeta del Nopal del más allá: 
   “Hallarás el hilo y hallarás la araña”, le dice. “Ahora tu casa es el centro del sol, el corazón de cada estrella, la raíz de todas las hierbas, el punto más sólido de cada piedra.” […] “Después de haber aprendido a ser todas las cosas, aparecerá la lanza de San Miguel, centro del Universo. Y a su luz surgirán las huestes divinas de los ángeles y entraremos en el orden celestial.”
         
Elena Garro de actuando con Carlos Fuentes y Rita Macedo
(México, 1964)
         Así, mientras en la bóveda celeste aún gire el globo terráqueo y aún no se oiga la estentórea trompeta del Juicio Final y luego empiece la vida eterna (en el Paraíso o en el Infierno) y por lo siglos de los siglos, amén, el aprendizaje de “ser todas las cosas” implica que tienen la virtud y la facultad de ser todo tipo de pequeñeces microscópicas y fenómenos naturales (o no), cuyas alusiones evocan las efímeras minucias que al unísono ve (como si lo hiciera a través de la esfera mágica de Alejando de Macedonia) el personaje Borges (el eterno e infructuoso pretendiente de la inasible Beatriz Viterbo) al acceder en la oscuridad a la visiones del minúsculo y esférico aleph, ubicado en la parte inferior del decimonoveno escalón de la escalera del sótano de la casona en la calle Garay (a punto de ser derruida) del poeta Carlos Argentino Daneri (“un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”, “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”): 

       “¡Yo quiero ser el pliegue de la túnica de un ángel!”, dice Muni, el suicida (de “cara azul”) de 28 años. 
      “¡Yo quiero ser el dedo índice de Dios Padre!”, dice Catita, la traviesa y juguetona chiquilla de 5. 
      “¡Y yo una ola salpicada de sal, convertida en nube!”, dice Eva, la nostálgica extranjera, ahogada a los 20. 
       “¡Y yo los dedos costureros de la Virgen, bordando... bordando...!”, dice Lidia, de 32. 
       “Y yo la música del arpa de Santa Cecilia”, dice doña Gertrudis, de 40.
   
Arturo Ripstein y Elena Garro bailando rocanrol
(México, 1964)
      “Y yo el furor de la espada de San Gabriel”, dice Vicente Mejía, de 23, listo para el virulento combate con su “traje de oficial juarista”.
      “Y yo una partícula de la piedra de San Pedro”, dice don Clemente, el Profeta del Nopal del más allá. 
      “¡Y yo la ventana que mira al mundo!”, dice Catita.
       Así, en el interior de la oscura cripta familiar (que es el escenario) cada uno empieza a desaparecer en un mágico y fugaz destello, puesto que se supone que en un tris se transforma en lo que declara: 
   “Me voy. Soy el viento. El viento que abre todas las puertas que no abrí, que sube en remolino las escaleras que nunca subí, que corre por las calles nuevas para mi uniforme de oficial y levanta las faldas de las hermosas desconocidas... ¡Ah, frescura!”. Dice Vicente Mejía. 
    “¡Ah, la lluvia sobre el agua!”. Dice don Clemente. 
   “¡Leño en llamas!”. Dice doña Gertrudis. 
   “¿Oyen? Aúlla un perro. ¡Ah, melancolía!”. Dice Muni, el triste suicida de “cara azul”. 
  “¡La mesa donde comen nueve niños! ¡Soy el juego!” Dice Catita, la escuincla de “botitas negras y un collar de corales en el cuello”.
  “¡El cogollito fresco de una lechuga!”. Dice Mamá Jesusita, la anciana de 80 confinada en su litera de piedra, siempre en camisón de dormir y “con la cofia de encajes”.
  “¡Centella que se hunde en el mar negro!” Dice Eva, la extranjera ahogada en las violentas aguas del mar, añorando siempre su indestructible casa en lo alto de las rocas (su hogar sólido) frente al eterno movimiento del agreste y salvaje océano.
 “¡Un hogar sólido! ¡Eso soy yo! ¡Las losas de mi tumba!” Dice Lidia, la recién llegada.  

Octavio Paz, Elena Garro y su hija Helena Paz Garro
(París, 1949)



Elena Garro, “Un hogar sólido”, en Un hogar sólido y otras piezas en un acto, p. 9-34; primera edición editada en Xalapa por la Universidad Veracruzana con el número 5 de la Colección Ficción, impresa en los “Talleres Gráficos de la Nación el 29 de noviembre de 1958” con 152 páginas.


Colofón de Uno hogar sólido y otros piezas en un acto
Colección Ficción núm. 5, Universidad Veracruzana
Xalapa, 1958