Mostrando entradas con la etiqueta Styron. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Styron. Mostrar todas las entradas

martes, 13 de febrero de 2024

El lector

Una actitud cómoda y egoísta

 

I de VII

En 1995, en Zúrich, a través de Diogenes Verlag, el escritor alemán Bernhard Schlink (Bielefeld, julio 6 de 1944) publicó en su idioma su novela más célebre: El lector, cuya traducción al español de Joan Parra Contreras fue editada por primera vez en 1997, en Barcelona, por Anagrama. Según pregona esta editorial en la segunda de forros de la Edición Limitada del año 2000, desde el inicio fue recibida “como un gran acontecimiento literario tanto en Alemania como en sus 30 traducciones y se convirtió en un extraordinario best seller internacional, un clásico moderno. Fue galardonada con diversos premios, como el Hans Fallada, el Welt de literatura, el Ehrengabe de la Sociedad Heinrich Heine, así como el Grinzane Cavour en Italia y el Laure Bataillon en Francia.” Rimbombantes reconocimientos a los que se suma The Reader (2008), la sugestiva y poderosa variante cinematográfica en inglés basada en la novela, con guion de David Hare y un estupendo elenco dirigido por Stephen Daldry.



II de VII

La novela El lector comprende tres partes, cada una dispuesta en una serie de numerados capítulos breves y ligeros. Se trata de las reflexivas memorias autobiográficas de Michael Berg en torno a la controvertida personalidad de Hanna Schmitz, una mujer a la que conoció de un modo imprevisto cuando él tenía 15 años y ella 36, y con la que vivió un tórrido anecdotario erótico y un traumático y trascendental romance que duró menos de medio año, súbitamente interrumpido en el verano de 1959. Tal lapso se precisa en la obra porque al inicio de la declaración de ella durante el juicio que la juzga por sus crímenes nazis y que la condena a cadena perpetua a fines de junio de 1966, ella declara tener 43 años y haber nacido “el 22 de octubre de 1922” en “Hermannstadt, actualmente Sibiu, Rumania,” y haber “trabajado en la empresa Siemens en Berlín” (un conglomerado industrial tácita e implícitamente al servicio del Tercer Reich) e “ingresado en las SS en 1943”, para las que sirvió y laboró como guardiana en dos campos de concentración: “hasta la primavera de 1944 en Auschwitz y hasta el invierno siguiente en un campo más pequeño, cerca de Cracovia”, donde había “una fábrica de munición”, y a donde “Cada mes llegaban de Auschwitz unas sesenta mujeres, y debían enviarse de vuelta otras tantas [directo a la cámara de gas y al crematorio], descontando las que hubieran muerto”. Y por ello Hanna Schmitz estaba entre las guardianas cuando los mandos nazis ordenaron desmantelar y abandonar el campo y marchar a pie hacia el oeste custodiando a las presas. Trote o marcha de la muerte en la que los militares y las guardianas conducían en fila india a un total de unas mil doscientas famélicas y harapientas judías endeblemente calzadas, de las que Al cabo de una semana habían muerto casi la mitad: por el hambre, por el cansancio, o por el frío de las bajas de temperaturas y de la nieve; y los varios centenares restantes murieron encerradas en la iglesia de un anónimo pueblo cuando se suscitó un incendio provocado por un bombardeo nocturno que atacó la aguja del campanario, cuyo fuego se propagó, al interior de la nave, al caer sobre la techumbre de tejas del recinto. Según los testimonios, los militares nazis se fugaron durante la noche (bajo la excusa de “llevar a los heridos a un hospital de campaña”) y las cinco guardianas enjuiciadas, ya solas, pudieron abrir las puertas y evitar que todas esas judías encerradas murieran bajo la acción destructiva de las llamas y del humo; pero no chistaron ni movieron un dedo.

Edición Limitada, Editorial Anagrama
Barcelona, 2000

            Según consigna Michael Berg, “Se suponía que ninguna de las prisioneras había sobrevivido al bombardeo nocturno. Pero en realidad había dos supervivientes, madre e hija”, quienes sobrevivieron ocultas en lo alto de la tribuna próxima a las vigas. “La tribuna era estrecha, tanto que las vigas incendiadas apenas la rozaron al caer. La madre y la hija se quedaron acurrucadas contra la pared, viendo y oyendo las llamas. Al día siguiente no se atrevieron a bajar ni a salir de la iglesia. Por la noche tampoco, pues temían perder pie al bajar por la escalera o extraviarse en la oscuridad. Al amanecer del día siguiente, cuando salieron de la iglesia, se encontraron con unos cuantos aldeanos que, pasmados y mudos de asombro, les dieron ropa y comida y las dejaron marchar.” Y esa “hija había escrito [en inglés] y publicado en Estados Unidos un libro sobre el campo de concentración y la marcha hacia el oeste.” Mismo que los participantes en el juicio leyeron en alemán (menos Hanna Schmitz), cuando tal traducción aún no había sido publicada en Alemania. En este sentido, “Los testigos más importantes eran la hija, que había venido a Alemania para el juicio, y la madre, que se había quedado en Israel.” Así que “Para tomar declaración a la madre, los miembros del tribunal, los fiscales y los defensores viajaron a Israel”. Allí estuvieron dos semanas de junio. “La toma de declaración les ocupó sólo unos pocos días, pero el juez y los fiscales quisieron unir lo judicial con lo turístico, y se dieron una vuelta por Jerusalén, Tel-Aviv, el Néguev y el Mar Rojo. Sin duda, no había nada que objetar desde el punto de vista legal, laboral y económico. Pero aun así me pareció fuera de lugar.” Acota Michael Berg; quien como estudiante de derecho y alumno del “seminario de Auschwitz”, asistió, de lunes a jueves, a todas las sesiones del juicio, con excepción de esa única parte. Paréntesis que él aprovechó para ver en persona un campo de concentración. Y puesto que para ingresar a Auschwitz había que conseguir un visado y esperar semanas, se fue de aventón a Alsacia, donde observó los museográficos vestigios del “Campo de concentración Struthof-Natzweiler”; en cuya ruta por carretera lo lleva un camionero bebedor de cerveza y luego un tipo que conducía un Mercedes con guantes blancos, quien, con su acento extranjero, le relata una espeluznante anécdota en torno a una foto de una matanza de judíos en una cantera en Rusia. (“Los judíos esperan en fila, desnudos; algunos están al borde de una fosa, y los soldados se les acercan por detrás y les disparan en la nuca con el fusil.”) Cuyas menudencias lo proyectan, al parecer, en el deshumanizado y rutinario oficio de verdugo e indiferente oficial que daba las órdenes, cumpliendo con su aburrida chamba —“sentado en un hueco de la pared, con las piernas colgando en el aire y fumándose un cigarrillo”—, antes de irse a casa a descansar sin remordimientos.   

           

Campo de concentración Natzweiler- Struthof

         A los 18 años de su condena en una cárcel modélica, Hanna Schmitz obtuvo el indulto. O sea: estuvo presa entre 1966 y 1984 (entre sus 43 y 60 años de edad). Y si bien se ahorcó al amanecer del día que saldría en libertad, Michael Berg evoca todo aquello, por escrito, diez años después. O sea: en 1994; de ahí el remanente y la perspectiva temporal con que en un pasaje sopesa y mira el pasado histórico en el contexto en que en un perpetuo continuum se revisa, revisita, divulga y explota hasta la saciedad (y con hartos dividendos) el tópico del Holocausto y del Tercer Reich inmerso en las pesadillas del homo sapiens y en el imaginario colectivo (de la recalentada) aldea global, pese a que su idiosincrasia y a que sus parámetros mentales son muy germanos y localistas:

           

Entrada a Auschwitz con la frase:
El trabajo hace libre

             “Hoy, cuando pienso en aquellos años, me doy cuenta de lo escasa que era la carga visual, de lo escasas que eran las imágenes que documentaban la vida y la muerte (o, mejor dicho, el asesinato) en los campos de exterminio. De Auschwitz conocíamos la puerta principal, con la famosa inscripción ‘El trabajo os hará libres’, las literas de madera, los montones de pelo, gafas y maletas; de Birkenau, el edificio de la entrada, con su torre, sus dependencias laterales y el hueco para que pasaran los trenes; y de Bergen-Belsen, las montañas de cadáveres que los aliados encontraron y fotografiaron cuando liberaron el campo. Conocíamos algunos relatos de prisioneros, pero muchos de ellos salieron a la luz poco después de acabada la guerra y no volvieron a ser publicados hasta los años ochenta, pues durante mucho tiempo no interesaron a las editoriales. Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto [1973] y películas como La decisión de Sophie [1982] y especialmente La lista de Schindler [1993], no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.”

Campo de concentración de Bergen-Belsen (abril de 1945)
Foto: George Rodger

III de VII

En 1959 —en una anónima ciudad del suroeste de Alemania Occidental (de cuyo nombre el memorioso no quiso acordarse)—, a sus 15 años (cumplidos en junio del año anterior) el chaval Michael Berg vivía en el departamento familiar (“el segundo piso de una espaciosa casa de finales del siglo pasado, en la Blumenstrasse”), donde confluían su hermano mayor, sus dos hermanas, su madre y su padre, catedrático de filosofía en la universidad, autor de un libro sobre Kant y otro sobre Hegel; quien durante el Tercer Reich perdió su “puesto de profesor universitario al anunciar un curso sobre Spinoza, por tratarse de un filósofo judío, y que durante la guerra se había mantenido a flote a sí mismo y a toda la familia trabajando en una editorial de mapas y guías para excursionistas”.  

    Un lunes de octubre del 58, de regreso del colegio, Michel Berg se puso a vomitar al pie del portón de una casona en la Bahnhofstrasse. La mujer que lo auxilió y luego lo acompañó a pie hasta su casa (“La Bahnhofstrasse está cerca de la Blumenstrasse”) resultó ser Frau Schmitz, quien vivía en un minúsculo y modesto apartamento en el tercer piso de esa vetusta casona que es un populoso vecindario, donde incluso hay una carpintería. Pero esto sólo lo supo hasta un día de finales de febrero del 59, luego de recuperarse de la hepatitis e ir a agradecerle su auxilio con un ramo de flores.

          

Fotograma de The Reader (2008)

              En la candente relación erótica, Hanna Schmitz, obsesionada con la limpieza y la disciplina, juega un papel mandón y dominante y lleva la batuta en todo: es ella la que impone la voz y las reglas (nunca debe abordarla durante su trabajo en el tranvía) y el orden de los encuentros lascivos, placenteros y clandestinos: baño, lectura, sexo, y holgazanear en la cama. Porque Michael Berg descubrió que a Hanna le entusiasma y embelesa que él le lea en voz alta y es algo que le antepone; del mismo modo que también le antepuso ponerse a estudiar para aprobar el sexto del bachillerato, a punto de perderlo por haber faltado durante su convalecencia. Y esto se lo dijo enfática y colérica: “Fuera —dijo retirando el edredón— Fuera de mi cama. Y no vuelvas hasta que te pongas a estudiar. ¿Dices que ir al colegio es para imbéciles? ¿Para imbéciles? ¡Pero qué sabrás tú! ¿Tú sabes lo que es pasarse el día vendiendo billetes de tranvía?” Y para que le quede claro la mediocridad del día a día de esa labor y lo que le espera si abandona los estudios, hace una pantomima:

 

The Reader (2008)

          “Se puso de pie, desnuda en medio de la cocina y empezó a hacer de revisora. Abrió con la mano izquierda la carterita en la que llevaba los talonarios de billetes, arrancó dos billetes con el dedo pulgar de la misma mano —enfundado en un dedal de goma—, balanceó la mano derecha para agarrar la perforadora que le colgaba de la muñeca y la pulsó dos veces.

   “—Dos a Rohrbach.

   “Soltó la perforadora, extendió la mano, cogió unas monedas, abrió el monedero que llevaba colgado sobre el vientre, metió las monedas dentro, cerró el monedero y devolvió el cambio sacándolo del distribuidor de monedas fijado al monedero.

    “—Billetes por favor.

 “Me miró.

   “—¿Para imbéciles? No tienes ni idea.”

      No obstante, mientras ese ardiente y tormentoso vínculo erótico y afectivo dura hasta finales de junio, Michael Berg no descubre que Hanna Schmitz es analfabeta. Y pese a que esa minusvalía intelectual y cognoscitiva dificulta la movilidad por las calles y las posibilidades de empleo y el ascenso laboral, puede trabajar de uniformada revisora del tranvía e incluso ir al cine, aunque nunca fueron juntos porque ella no quiso ir con él. Según reporta: “A veces hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine, parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase se películas, desde bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle vague, pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un sheriff que debe afrontar un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar; al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir, aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una noche?’ A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se burlaba de mí: ‘¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?’”

 


          Vale observar, entre paréntesis, que sin duda se trata de Warlock (1959), western titulado en español El hombre de las pistolas de oro, en el que actúan Richard Widmark (Johnny Gannon) y Dorothy Malone (Lily Dollar); no obstante, la anécdota fílmica no es exactamente así como la evoca Michael Berg.

   

Fotograma de The Reader (2008)

          Y más aún: no lo detecta en abril, cuando una semana después de Pascua, a partir del Domingo de Resurrección, hacen un recorrido de cuatro días en bicicleta por “Wimpfen, Amorbach y Miltenberg”, tres pueblos circunvecinos de la llanura del Rin y de la Selva del Oden, haciéndose pasar por madre e hijo. Según evoca Michael Berg: “Hanna no sólo dejaba en mis manos la tarea de elegir la dirección y la carretera; también me encargaba yo de buscar alojamiento para pasar la noche, de registrarnos como madre e hijo en los formularios, que ella se limitaba a firmar, y de escoger en el menú la comida no sólo para mí, sino también para ella.” ¿Y cómo? Si no sabía ni leer ni escribir.

IV de VII

Cuando Michael Berg egresó de la carrera de derecho tenía nulas o grises opciones profesionales para él, que empezaron a encaminarse cuando “el catedrático de historia del Derecho” le “ofreció una plaza de interino en su departamento”. Y de ahí saltó a un centro de investigación en el que pudo dedicarse a la historia del Derecho, donde, dice, “Una de mis áreas de investigación era el Derecho en la época del Tercer Reich”. No obstante, cuando era un jovencillo eligió esa carrera por no saber qué otra cosa escoger. Y se matriculó en el “seminario de Auschwitz” por pura curiosidad, sin saber que Hanna Schmitz estaba entre las cinco guardianas nazis enjuiciadas (en una ciudad vecina a su ciudad) hasta que oyó su nombre en una audiencia. Según narra: “No la reconocí hasta que la llamaron, se puso de pie y dio un paso adelante. Por supuesto reconocí el nombre de inmediato: Hanna Schmitz. Luego reconocí la figura, la cabeza, que me resultaba extraña con el pelo recogido en un moño, la nunca, las anchas espaldas y los brazos robustos. Estaba muy erguida. Se mantenía firme sobre las dos piernas. Los brazos le colgaban relajados. Llevaba un vestido gris de manga corta. La reconocí, pero no sentí nada. No sentí nada.”

           

Guardianas nazis enjuiciadas

          No obstante, sí sintió algo mucho más que la sorpresa y el desconcierto, el hielo en las venas, y el autoinculpatorio devaneo moral y leguleyo, cuyo meollo se agudiza cuando a través de las declaraciones infiere que Hanna Schmitz era y es analfabeta. Es decir, que por esa vergüenza, para ella sumamente vergonzosa, intrínseca e intolerable, súbitamente renunció a su puesto de revisora de tranvías (quince días antes el responsable del departamento de personal de la compañía tranviaria le había ofrecido hacer un cursillo para ascender a conductora; y por ello también renunció, deduce, al “ascenso en Siemens y se convirtió en guardiana de campo de concentración”), cerró el contrato de renta del minúsculo departamento amueblado donde vivía, y se largó sin decirle a él nada: ni mu ni pío, ni good bye, baby. Quien por entonces se culpaba de haberla traicionado por no revelarla y mostrarla ante sus amigos y amigas de la adolescencia y de la piscina veraniega; más aún porque el último día que la vio él estaba en la alberca con el grupo y sólo la miró y se puso de pie sin atreverse tan siquiera a saludarla. Según evoca, Hanna “Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura, y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos vieran juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse de pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.

            “Hanna con pantalones cortos y blusa anudada a la cintura, mirándome con una cara que no consigo interpretar: otra imagen que me ha quedado de ella.”

            Pero el intríngulis, para él, más íntimo y trascendente de la oculta condición de analfabeta de Hanna Schmitz se le desvela en el juicio, cuando, confabuladas contra ella las otras guardianas y sus abogados defensores (belicosos ex nazis) la acusan de tener favoritas entre las presas, de apapacharlas por un tiempo, y luego destinarlas con frialdad entre las 60 mujeres que regresarían a morir en Auschwitz. Acusación que incita a que la hija sobreviviente, ya instalada entre el público, se ponga de pie y desde allí amplíe su declaración:

 

Guardianas nazis

          “—Sí, tenía favoritas, siempre alguna de las más jóvenes, alguna chica débil y delicada. Las ponía bajo su protección y se encargaba de que no tuvieran que trabajar [en ese campo las mujeres no eran obreras en la fábrica de munición, sino que se dedicaban a la reconstrucción de la nave], las alojaba en sitios más cómodos y las alimentaba y las mimaba, y por la noche se las llevaba a su habitación. Les tenía prohibido contar lo que hacían con ella por la noche, y todas pensábamos que... Estábamos convencidas de que se divertía con ellas y luego cuando se cansaba, las metía en el siguiente envío. Pero no era así; un día una de las chicas habló, y nos enteramos de que sólo las obligaba a leerle libros, noche tras noche. No era tan malo como nos lo habíamos imaginado... Y también eran mejor que tenerlas en la obra trabajando hasta reventar, debí de pensar que era mejor, si no no se me habría olvidado tan fácilmente. Pero ahora me pregunto si de verdad era mejor.

       “Y se sentó.

            “Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada. Se mostraba, eso era todo. Me di cuenta de lo tensa y agotada que estaba. Tenía ojeras, y las mejillas cruzadas de arriba abajo por una arruga que yo no conocía, que aún no era honda, pero ya la marcaba como una cicatriz. Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”

     Pero entre lo que Michael Berg cavila y sopesa sobre esa escena,  aletea lo que supone debió preguntarle a Hanna Schmitz su abogado defensor y que transluce el probable, subyacente y minúsculo grumo humanitario de la servil, disciplinada, limpísima y obediente guardiana, quien para oír y acatar la sentencia final portó un impecable atavío (quizá de revisora de tranvía) que recuerda o semeja el uniforme de una fiel, gruñona y severa celadora nazi:

   

Guardianas nazis luego de su arresto (abril de 1945)

         “Pregúntele si escogía a las chicas más débiles y delicadas porque sabía que no resistirían el trabajo en la obra y de todos modos iban a volver a Auschwitz en el siguiente envío, y ella quería hacerles más grato el último mes de su vida. Díselo, Hanna. Diles que por eso escogías precisamente a las más delicadas y débiles. Que no había otro motivo ni podría haberlo.

            “Pero el abogado no preguntó nada, y Hanna también calló.”

            Y no dijo una sola palabra porque el obtuso e inveterado prejuicio existencial de Hanna Schmitz es ocultar su analfabetismo a toda costa y al precio que sea, ya sea como sádica operadora en el sanguinario genocidio sistémico, supremacista, xenofóbico, paramilitar y militar del Tercer Reich, o confinada en una cárcel por el resto de sus días. Tal es así que cuando en el rifirrafe y en la virulencia del juicio es señalada y acusada de ser la guardiana que decidía, la que mandaba, la que tenía la sartén por el mango, y la única que escribía los reportes y, por ello, de ser la única que redactó el informe sobre lo sucedido en la matanza de las judías durante el incendio en la iglesia, para eludir que el análisis de un grafólogo revele su analfabetismo y por ende la exhiban y pongan en ridículo en ese canibalesco círculo concéntrico (solitario punto central del círculo solitario), ella asume la responsabilidad y la culpa de todo: “No hace falta que llamen a ningún experto. Confieso que el informe lo escribí yo.” Dando por resultado que las otras guardianas fueran condenadas a penas menores y ella a perpetuidad.

 V de VII

Evoca Michael Berg que “Cuando estaba trabajando en la tesina, murió el catedrático que había organizado el seminario de Auschwitz.” Y fue al sepelio, pese a que no le gustan los entierros y a que, dice, “aquel profesor y yo nunca nos habíamos entendido muy bien”. Y se casó con Gertrude, una condiscípula de la carrera de derecho de su generación, porque ella se quedó embarazada cuando ambos estaban haciendo las prácticas. Y se divorciaron, dice, “sin amarguras”, cuando su hija Julia cumplió cinco años. Y según revela: “Nunca conseguí dejar de comparar lo que sentía cuando estaba con Gertrude con lo que sentía con Hanna, y una y otra vez, cuando andábamos cogidos del brazo, me asaltaba la sensación de que algo fallaba, concretamente en ella: no tenía el tacto ni las vibraciones adecuadas, ni el olor ni el sabor adecuado. Pensaba que con el tiempo se me pasaría. Sinceramente, lo esperaba. Quería librarme de Hanna. Pero esa sensación de que algo fallaba no desparecía.”

   

Fotograma de The Reader (2008)

         Y no despareció ni logró librarse de Hanna Schmitz. Nunca. Cuando recién se fue y la buscaba por todas partes, elegía y abría un libro preguntándose “si sería una buena lectura para Hanna”. Y luego, según dice: “Acabé reconociendo que, para poder sentirme a gusto al lado de una mujer, necesitaba que tuviera un tacto y unas vibraciones un poco como los de Hanna, que su olor y su sabor se parecieran a los de Hanna. Y empecé a hablarles de ella a otras mujeres.” E incluso les habló de sí mismo hasta que se le agotó el regusto de ser escuchado y comprendido.

   

Fotograma de The Reader (2008)

       En este sentido, Hanna Schmitz siguió estando en él entre ceja y ceja, en sueños, pesadillas y divagaciones. Resulta consecuente entonces, para él, que averiguara la dirección de la cárcel donde Hanna Schmitz cumplía su condena, con el objetivo de enviarle un aparato reproductor de casetes para que ella oyera su voz leyéndole una serie de libros. (No narra si sólo leía y grababa con ciertas inflexiones o hacía lecturas dramatizadas impostando voces.) Tarea que hizo durante diez años: entre 1974 y 1984. O sea: a partir del octavo año de su condena, hasta el decimoctavo, que fue cuando obtuvo el indulto. Pero ella se ahorcó.

 

Fotograma de The Reader (2008)

            Según reporta, en una libreta llevó un registro de los libros que le leía en voz alta y le enviaba grabados: “En conjunto, los títulos en la libreta encajan en el sólido candor de los gustos de la burguesía culta. Tampoco recuerdo haberme planteado nunca ir más allá de Kafka, Max Frisch, Uwe Johnson, Ingebor Bachmann y Siegfried Lenz; nunca grabé literatura experimental, esa literatura en la que no soy capaz de identificar una historia y no me gusta ninguno de los personajes. Para mí estaba claro que con lo que experimenta la literatura experimental es con el lector, y eso era algo que Hanna y yo podíamos prescindir perfectamente.”

     Pero además, dice que también le envió grabaciones de textos escritos por él; con lo cual narra que, además de investigador de “la historia del Derecho”, se hizo escritor. Y más aún: que en el epicentro del proceso creativo y del punto final, listo para enviar el manuscrito a la editorial, siempre estaba Hanna Schmitz:

   

Bernhard Schlink

         “Cuando empecé a escribir yo, le leía también cosas mías. Esperaba hasta haber dictado el manuscrito y revisado la versión escrita a máquina, hasta que tenía la sensación de que aquello ya estaba acabado. Al leer en voz alta sabía si conseguía el efecto deseado. Si no lo conseguía, podía revisarlo todo y volver a grabar encima de lo que ya estaba grabado. Pero no me gustaba hacerlo. Quería cerrar el círculo de la grabación. Hanna se convertía en la entidad para la que ponía en juego todas mis fuerzas, toda mi creatividad, toda mi fantasía crítica. Luego podía enviar el manuscrito a la editorial.”

     No obstante, Michael Berg no se propuso establecer con Hanna Schmitz un vínculo recíproco, más personal, afectivo e íntimo. Pues además de que nunca la visitó motu proprio, nunca le escribió ni le leyó grabada una sola carta escrita por él. Según dice sobre su particular y antepuesta ley del hielo: “No hacía ningún comentario personal en las cintas; ni le preguntaba a Hanna cómo le iban las cosas, ni le contaba cómo me iban a mí. Leía el título, el nombre del autor y el texto. Cuando se acababa el texto, esperaba un momento, cerraba el libro y pulsaba la tecla de parada.” Es decir, asumió una actitud cómoda y egoísta, cuyo egocentrismo él mismo puntualiza: “Le había reservado a Hanna un rincón, un rincón que para mí era importante, que me aportaba algo y por el que estaba dispuesto a hacer algo, pero no a concederle un lugar en mi vida.”

     Incluso no quebrantó su ley del hielo cuando al cuarto año de enviarle los audiolibros con su voz, Hanna Schmitz le remitió un mensaje redactado por ella misma, indicio de que ya ha aprendido a escribir, y donde lo llama con el cariñoso apelativo con que se dirigía a él cuando tenía 15 años y vivieron su tórrido romance: “La última historia me ha gustado mucho, chiquillo. Gracias. Hanna.”

     Michael Berg atesoró cada uno de los mensajes que Hanna Schmitz le escribió y envió durante seis años y fue observando la evolución de su escritura: “Tengo guardados todos sus saludos por escrito. La escritura va cambiando. Empieza forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar la altura y anchura correctas. Una vez conseguido eso, se hace más ligera y más segura. Nunca suelta. Pero adquiere algo de la severa belleza propia de la letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.” Y entre las líneas que comenta de Hanna, antologa algunos elogios literarios y ciertas pullas (cuchillos sin hoja a los que les falta el mango, diría Lichtenberg): “Sus observaciones sobre literatura eran a menudo asombrosamente acertadas. ‘Schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas’, o ‘Keller lo que necesita es una mujer’, o ‘Las poesías de Goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oro’, o ‘Estoy segura que Lenz escribe a máquina’.”

 VI de VII

Esa rutina, cómoda y egoísta, de sólo enviarle los audiolibros con su voz tiene visos de interrumpirse cuando la directora de la prisión le escribe una carta donde le anuncia que Hanna Schmitz, el año próximo, saldrá en libertad “después de una estancia de dieciocho años en nuestra institución”. Y en resumidas cuentas le solicita que apoye y guíe a Hanna al salir de la cárcel, no sólo en lo que concierne a una vivienda, a un trabajo y al ocio. Pero además le dice: “ahora es imprescindible que venga usted a verla antes de que recupere la libertad. Le ruego que en tal caso no deje de pasar por mi despacho.” Sin embargo, si bien Michael Berg le buscó y amuebló una casita, le encontró trabajo con un sastre griego, y planeó para ella algunas actividades recreativas y culturales, pasó el año y no visitó la prisión. Y sólo fue hasta que la directora le habló por teléfono y le dijo que “Hanna iba a salir en una semana.”

            Así que el domingo siguiente, Michael Berg fue a la cárcel. Y ya en el interior, la vio sentada, a la sombra de un castaño, en uno de los bancos del jardín con árboles y césped, bastante concurrido:

     “¿Hanna? ¿La mujer del banco era Hanna? Pelo blanco, hondos surcos verticales en la frente, en las mejillas, alrededor de la boca, y un cuerpo pesado. Llevaba un vestido azul celeste que le venía pequeño y le marcaba el pecho, el vientre y los muslos. Tenía las manos en el regazo, sosteniendo un libro. No lo leía. Miraba por encima de la montura de sus gafas de lectura a una mujer que echaba migajas de pan a los gorriones. Luego se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí.

            “Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.

            “—Te has hecho mayor, chiquillo.

            “Me senté a su lado y ella me cogió la mano.”

            Y luego de evocar (en un intercalado pasaje) las menudencias eróticas y lascivas del olor y los efluvios odoríficos que de ella le fascinaban cuando él era el chaval quinceañero en ebullición, dice del aroma a viejecita que percibe: “Ahora, sentado junto a Hanna, olí a una anciana. No sé de dónde sale ese olor que conozco de las abuelas y las tías entradas en años, y que flota como una maldición en las habitaciones y los pasillos de los asilos. Hanna era demasiado joven para aquel olor.” Quizá, pero el próximo 21 de octubre de 1984 hubiera cumplido 61 años.

            Ese breve y melancólico encuentro y parco diálogo concluye con el acuerdo de ir por ella “la semana que viene”, “sin hacer ruido”. Y según dice él: “La abracé, pero fue como abrazar algo inanimado.” Así que un día antes de pasar por Hanna, Michael Berg le habla por teléfono para saber qué le apetece hacer mañana: “¿Quieres que te lleve a casa directamente o prefieres ir a dar un paseo por el bosque o por la orilla del río?” Ella le responde con su voz aún juvenil: “Me lo pensaré.” Pero nada grato ocurrió. “A la mañana siguiente, Hanna estaba muerta. Se había ahorcado al amanecer.”

 VII de VII

El mazazo de su muerte fue lo que recibió a Michael Berg al ir a recogerla a la cárcel. Entre el conjunto de recriminaciones, testimonios y preguntas que le formula la directora del penal, le echa en cara, como un balde de agua hirviendo, que nunca le escribió una carta: “Tenía ganas de que usted le escribiera... Sólo recibía correspondencia de usted, y cuando repartían el correo preguntaba: ‘¿No hay carta para mí?’, y le aseguro que no se refería al habitual paquete de cintas. ¿Por qué no le escribió nunca?”

            Michael Berg, sin contestarle, aguantándose el llanto y haciendo de tripas corazón, le pide ver el cadáver y la directora se lo muestra en la enfermería. Pero también le resume el declive anímico y físico de Hanna y su tiempo en esa cárcel, donde vivió una especie de mediodía de aprecio entre las presas: “Con las otras mujeres era amable pero distante, y ellas le tenían mucho respeto. Es más, tenía autoridad, le pedían consejo cuando había problemas, y cuando había alguna disputa ella intervenía y todas decían amén. Hasta que hace unos años empezó a abandonarse.” También le dice que trabajaba en la sala de costura y que “hizo una vez una huelga de brazos caídos hasta que se retiró el proyecto de reducir el presupuesto de la biblioteca”. Y que “solía prestarle cintas al servicio de ayuda a los internos invidentes”. Y esto se lo dice cuando lo ha llevado a observar las minucias personales de la celda donde Hanna dormía, oía los casetes, tomaba café o té, y donde aprendió a leer y a escribir auxiliándose con las cintas que él le enviaba, cuyo método de autoaprendizaje le resume; bastante rápido e inverosímil, por cierto, —pero es una novela—. Proceso en el que la directora la apoyó con la reparación del reproductor de casetes, cuando se averiaba, y con un libro de caligrafía. Y al mirar los recortes de frases e imágenes con que Hanna decoró su estrecho hábitat, Michael Berg dice: “En una foto recortada de un periódico aparecían un hombre mayor y otro más joven, vestidos de oscuro, dándose la mano, y en el joven, que hacía una reverencia ante el mayor, me reconocí a mí mismo. Acababa de terminar el bachillerato, y la foto era de la ceremonia correspondiente, en la que el director me entregó un premio. Fue bastante después de que Hanna se marchara de la ciudad. ¿Podía ser que ella, la analfabeta, estuviera suscrita al periódico local en el que había aparecido la foto? En cualquier caso, algún esfuerzo debía haber hecho para averiguar que la foto existía. ¿Y la tenía durante el juicio? ¿La llevaba encima, quizá?”

            Allí en la celda, Michael Berg descubre y entrevé que Hanna Schmitz, como lectora, pensaba, examinaba, estudiaba y conjeturaba sin él y tenía sus propias expectativas intelectuales, éticas e ideológicas, pues según reporta: 

         

La Trilogía de Auschwitz de Primo Levi

         “Me acerqué a la estantería. Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén [1963] y varios libros sobre los campos de exterminio.” Bagaje que lo induce a preguntarle a la directora: “¿Hanna leía estas cosas?” Y ella le responde: “Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas. Escribí al Instituto de Historia Contemporánea y me enviaron una bibliografía especial sobre el tema. Lo primero que se puso a leer Frau Schmitz cuando aprendió fueron libros sobre los campos de exterminio.”

           

Hannah Arendt

            Pero también la directora, allí en la celda, luego de tomar en sus manos un bote de té de hojalata, le lee el breve fragmento de una carta testamentaria que Hanna le dejó a ella y que le concierne a él:

            “En el bote de té de color lila hay más dinero. Déselo a Michael Berg para que él se lo entregue, junto con los siete mil marcos de mi libreta de ahorro, a la hija superviviente del incendio. Que haga con el dinero lo que quiera. Y a él dele recuerdos de mi parte.”

            Así que Michael Berg luego cumple su misión en Nueva York, donde vive la hija “en una calle pequeña cerca de Central Park”. La hija le hace preguntas sobre él y su vínculo con Hanna Schmitz, la guardiana nazi de las SS. Pero, por ser una dolida víctima del Holocausto, no acepta el dinero, porque, le dice: “me parece como una especie de absolución, y yo no puedo ni quiero darla”. No obstante, sí se queda con la lata de té porque se parece a una que le robaron en el campo de concentración y que contenía, le dice, “lo típico: un mechón de mi perro, entradas de la ópera a las que me había llevado mi padre, un anillo ganado no sé dónde o que reglaban con algún producto... No me lo robaron por el contenido. En el campo un bote era un objeto de valor por sí mismo y por lo que se podía hacer con él.”

            Así que por iniciativa de Michael Berg, y con la anuencia de la hija, acuerdan donar el dinero, a nombre de Hanna Schmitz, a una sociedad o fundación benéfica judía que apoye a los “analfabetos que quieren aprender a leer y escribir”, pese al miope y ampuloso prejuicio que expresa ella: “Aunque, eso sí, el analfabetismo no es precisamente un problema que afecte a los judíos.” En este sentido, Michael Berg reporta en el fragmento que cierra su memoria:

            “En cuanto volví de Nueva York, envié el dinero de Hanna, a su nombre, a la Jewish League Against Illiteracy. Recuerdo una breve carta escrita con ordenador, en la que la Jewish League agradecía a Mrs. Hanna Schmitz su donativo. Con la carta en el bolsillo me fui al cementerio, a la tumba de Hanna. Fue la primera y la única vez que estuve ante su tumba.”

 

Bernhard Schlink, El lector. Traducción del alemán al español de Joan Parra Contreras. Edición Limitada, Editorial Anagrama. Barcelona, 2000. 204 pp.

*********

Trailer oficial de The Reader (2008), película dirigida por Stephen Daldry, basada en la novela homónima de Bernhard Schlink.


lunes, 27 de enero de 2020

La decisión de Sophie

Me importan un pepino Dios y su Universo

I de II 
La primera edición en inglés de La decisión de Sophie (Sophie’s Choice) —extraordinaria, documentada y minuciosa novela del norteamericano William Styron (1925-2006)— apareció en Nueva York, en 1979, editada por Random House, Inc. Y por ella, el 17 de noviembre de 1980 recibió, en los Estados Unidos, el Premio Nacional de Libro (National Book Award) en el área de Ficción. La traducción al español de Antoni Pigrau editada en Barcelona por Navona Editorial en la serie Los ineludibles, está precedida por un par de epígrafes (de Rainer Maria Rilke y de André Malraux) y por una breve “Introducción” del novelista, ex profesa “para la edición española de la Biblioteca Franklin”; y casi la cierra un “Epílogo” de Javier García Sánchez.
Los ineludibles, Navona Editorial
Barcelona, 2016
        De tapas duras, gruesa como un ladrillo y con un listón dorado de separador, La decisión de Sophie comprende dieciséis capítulos numerados con arábicos. No obstante la polifonía y el oscilar en el tiempo y en el espacio (entre Estados Unidos y Europa), los sucesos que articula la extensa y caudalosa trama (con múltiples entresijos, digresiones, suspense y flashbacks) están narrados y evocados —tres décadas después de 1947— por un tal Stingo (especie de alter ego del novelista), avezado, desinhibido, erotómano, culto, erudito, reflexivo, lúdico, melómano, cinéfilo, quien entonces era un modesto joven sureño de 22 años recién llegado a Nueva York (ya con estudios en la Universidad Duke, en Durham, Carolina del Norte), con aspiraciones y sueños de convertirse en un gran novelista; e incluso piensa escribir un libro sobre Nat Turner, el legendario e histórico esclavo negro que en 1831, en el condado de Southampton, en “la infeliz Virginia defensora de la esclavitud”, encabezó una efímera rebelión y matanza de blancos, truncada con su captura, encarcelamiento, juicio y condena a muerte; previsto libro que ineludiblemente remite a Las confesiones de Nat Turner (The confessions of Nat Turner, 1967), novela de William Styron, por la que en 1968 obtuvo el Premio Pulitzer.  

   
Palabra en el tiempo núm. 39, Editorial Lumen
Barcelona, 1968
          A estas alturas del siglo XXI y de la celebridad de la novela, quizá es improbable que un lector se sumerja en las páginas del libro sin haber visto el homónimo filme basado en él. Dirigido por Alan J. Pakula y estrenado en 1982, el largometraje —que con sus variantes y síntesis apenas es un esbozo de todos los detalles y minucias que se narran en la novela— está protagonizado por Peter MacNicol (Stingo), Meryl Streep (Sophie Zawistowska) y Kevin Kline (Nathan Landau). Así que no extrañaría que el lector que por primera vez lee la novela de William Styron no ignore, de antemano, que el dramático final es el suicido de la pareja, matizado con los versos de Emily Dickinson que Stingo, en la película, les lee al pie de la cama donde murieron (en la novela lo hace al pie de su inhumación en el cementerio de Nassan County). Breve poema sin título, espléndidamente traducido por Antoni Pigrau:

         Haz amplia esta cama.
                Haz esta cama con temor;
espera en ella el postrer juicio,
sereno y excelente.

Sea recto su colchón,
redonda sea su almohada;
que ningún rayo dorado del sol
llegue a perturbar esta tierra. 
     Pero si durante la lectura del libro quizá es inevitable no imaginarse a la atractiva y seductora Sophie (rubia y de pómulos eslavos) semejante a la caracterización de Meryl Streep y al histriónico y locuaz judío Nathan Landau con las peculiaridades de Kevin Kline, el caso de Stingo es otra cosa. En la película, el jovenzuelo Stingo, con agudos gallos en el gaznate cuando grita o alza la voz, es de baja estatura y cojea; mientras que en la novela no es ningún rengo y desde los 17 años (cuando se alistó “en la infantería de Marina” atiborrándose de plátanos para obtener el peso reglamentario) mide “un metro ochenta de altura” (y algo “más”).   
   
Stingo (Peter MacNicol), Sophie (Meryl Strepp) y Nathan (Kevin Kline)

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         Hay dos grandes vertientes narrativas que —entreveradas entre los diversos episodios y digresiones— serpentean en las páginas de la novela La decisión de Sophie. Una se desarrolla en Nueva York, principalmente entre junio y octubre de 1947, que es el indeleble período que Stingo vivió en torno a las entrañables, delirantes y magnéticas personalidades de Sophie y Nathan, que eran pareja y protagonistas de los vaivenes de un singular y desenfrenado amour fou. Y la otra son las confesiones de Sophie Zawistowska, nacida en Cracovia, víctima y sobreviviente del Holocausto, mismas que a lo largo de la novela le revela a Stingo.  
   
El Palacio Rosado

Fotograma de La decisión de Sophie  (1982)
         Previo a su arribo (en junio de 1947) a la rosada casona de huéspedes que en Flatbush (el barrio judío en Brooklyn) regenta Yetta Zimmerman, su obesa, sesentona y viuda propietaria, Stingo trabajó cinco meses en el “acristalado cuchitril del vigésimo piso” de la editorial McGraw-Hill & Company, y subsistía en el cuartucho de una hacinada y pobretona pensión de paradójico y rimbombante nombre: University Residence Club. Tras su despido de la editorial (hay que leer sus incisivos, jocosos e hilarantes dictámenes) y con casi 500 dólares en el bolsillo que le envió su padre desde Tidewater, Virginia (ámbito donde nació) —producto de la repartición de una herencia decimonónica de índole esclavista—, Stingo, en su habitación en la planta baja de la casona de Yetta, desde donde observa los árboles del parque Parade Ground (contiguo al Prospect Park Lake), se dispone a continuar la escritura a mano (y no a máquina) de lo que será su primera novela. Pero no tarda en oír el fragor y el ímpetu sexual de una pareja que fornica en la recámara de arriba, precisamente sobre el techo de su habitación. Y por Morris Fink, uno de los siete inquilinos de la casa, que además funge de portero, de encargado cuando Yetta no está y chismocito del vecindario, le aclara que se trata de Sophie y Nathan. Apasionados amantes que sin embargo la primera vez que los ve, en el momento de llegar de la calle, ya de noche, los encuentra peleándose a gritos frente a la puerta de su cuarto (con sonoras e hirientes metáforas) y por ende presencia la neurosis, la virulencia, la rispidez, la misoginia y el florido vocabulario de Nathan, y hasta lo tunde con insultos (pese a que aún no han sido presentados), tildándolo de “paleto sureño” que practica “deportes sureños”, “Como el linchamiento de negros”. Nathan se larga. Y en el diálogo inicial que Sophie y Stingo cruzan, éste ve, por primera vez, además de su belleza, de su tentador cuerpo de pecado y el espléndido nalgatorio que posee, el número que tiene tatuado en el antebrazo. Y de su voz, “sibilante en polaco”, oye el nombre del sitio donde estuvo: Oświęcim, el poblado al sur de Polonia (a unos 60 km al oeste de Cracovia) donde los nazis construyeron el abominable, espeluznante y terrorífico campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.  
Auschwitz-Birkenau
       El final de ese áspero episodio sucede a la mañana siguiente, tras el regreso de Nathan murmurando, dando portazos y fuertes pisadas. Stingo aún dormía. Y Morris Fink, testigo ocular y auditivo, luego le platica la escena, que ocurrió en el cuarto de Nathan, donde Sophie yacía en el suelo con el camisón arremangado; hubo insultos, amenazas, vejaciones y bofetadas en el rostro. Es decir, es un cuadro con evidentes visos sadomasoquistas, que, por lo que le comenta Morris, se viene sucediendo desde que son inquilinos en “el Palacio de la Libertad de Yetta” (más o menos desde hace un año), cada uno con su correspondiente habitación, para dizque eludir las habladurías de que allí vive una pareja en unión libre. Tal es la azarosa y agresiva conducta de Nathan que Morris lo ve como “Una especie de golem”. Y como Stingo ignora “qué diablos es un golem”, Morris se lo explica: “Verás... no sé explicarlo con exactitud. Es un... eso es judío. ¿Cómo se llama...? No es exactamente de tipo religioso; es más bien un monstruo. Es una invención, como Frankenstein, ¿sabes?, solo que lo inventó un rabino. Está hecho de barro o de alguna mierda por el estilo, aunque parece un ser humano. Pero lo que pasa es que tú no puedes programarlo y que, pese a comportarse como un ser humano normal, en el fondo es un jodido monstruo desbocado. Y a veces lo demuestra. Es lo que quiero decir de Nathan. Actúa como un maldito golem.”

     
Cartel de The Golem (Der Golem, wie er in die Welt kam, 1920)
       Mucho más delante, y aún sin desvelar el intríngulis, Sophie le comenta casi justificando ese repetitivo síndrome o trastorno bipolar (que trastoca y erosiona la estabilidad psíquica y emocional de ella): “No fue nunca culpa suya. Siempre llevó dentro aquel demonio, un demonio que aparecía cuando se hallaba en una de sus crisis, en una de sus tempêtes... Un demonio que lo dominaba en ciertas ocasiones, Stingo.”  
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         La segunda vez que Stingo presencia otro capítulo de esa violencia sadomasoquista, pero aún más aguda, con más recovecos y con más saña, sucede un mes después (a fines de julio de 1947), cuando ha avanzado la amistad y la complicidad del triángulo. Esa vez la patética iracundia se escenifica en torno a la mesa que suelen ocupar en el bar Maple Court, cercano a la casona de Yetta. Desde el domingo de junio que fueron de paseo a Coney Island, que fue el día siguiente a la bochornosa escena inicial y cuando empezó la amistad entre los tres, Nathan, con obvia solvencia económica, presume ser “graduado en ciencias por Harvard, en la especialidad de biología celular y del crecimiento”, y de ser un investigador en la Pfizer, “una firma con sede en Brooklyn considerada como una de las mayores empresas farmacéuticas del país”. Así que esa tarde en el bar, a donde Nathan llegará alrededor de las siete, Stingo y Sophie esperan con entusiasmo que les revele, por fin, el anunciado secreto de su ardua investigación en el laboratorio; trascendental descubrimiento por el que, dice, recibirá el Premio Nobel. Pero no sucede nada de esto. Nathan, visiblemente alterado, y con sus cualidades imitativas y paródicas, carga contra Sophie acusándola de infidelidad con un tal Katz (se trata del quiropráctico Seymour Katz, colega del doctor Hyman Blackstock, judío y polaco en cuyo consultorio Sophie trabaja de recepcionista desde que llegó de Suecia a “Norteamérica bajo los auspicios de una organización de socorro internacional”). Y también ataca a Stingo y ridiculiza su libro en ciernes, mismo que había elogiado tras leer los manuscritos. Pero aunado a la birria, a la malaleche y a sus endiablados insultos misóginos, descuella la embestida a Sophie por ser sobreviviente de Auschwitz: “Dime pues, oh, bella Zawistowska, cómo es posible que tú sigas habitando en el mundo de los vivos. ¿Acaso gracias a los estupendos truquitos y estratagemas de esa monada de cabecita que tienes conseguiste respirar el claro aire polaco mientras las multitudes, en Auschwitz, se ahogaban lentamente en el gas?” [...] “Veamos, ¿de qué raro subterfugio de valiste —insistió— para salvar tu piel mientras los demás se transformaban en humo? ¿Engañaste? ¿Traicionaste? ¿Hiciste la vista gorda? ¿Ofreciste tu bello culito?” Stingo, en vez de defenderla y tundir a Nathan con un sopapo preliminar en la bocota, timorato y cobarde, escurre el bulto al inodoro, donde, matando el tiempo, lee elocuentes grafitis de maricas que anuncian el sexoservicio. 
      Cuando Stingo regresa a la mesa, Nathan y Sophie ya no están. Desde el bar, llama por teléfono al hotel McAlpin, lugar donde se hospedará su padre (viene en tren desde Tidewater a visitarlo y Stingo tendría que recibirlo en la estación de Pensilvania). Cuando regresa a la casona de Yetta, encuentra destrozos en los cuartos de Sophie y Nathan. Y es Morris Fink quien lo pone al tanto de los pormenores de la ruptura y de la partida de ambos. Nathan le dio cincuenta dólares a Sophie; la subió a un taxi y la envió a un lugar de Manhattan, al parecer un hotel. A Morris le dio un dólar por bajarle el equipaje y por cuidarle el tocadiscos (cuyo cambio automático recién fue arreglado en el cuarto de ella por el doctor Katz), pues dijo que regresará por él y por algunas cajas; se subió a otro taxi con sus cosas y tiliches “y se fue en dirección contraria, hacia la avenida Flatbush”, al parecer rumbo a la “casa de su hermano en Queens”.
   
Hotel McAlpin
              Desalentado por esa agria e inesperada ruptura, Stingo va reunirse con su padre en el “hotel McAlpin, de Brooklyn, en la calle Treinta y cuatro”. Pasean por Nueva York y convive con su progenitor durante tres días. Lapso que Stingo aprovecha para contar, además de los episodios de esa estancia y convivencia con su padre, anécdotas y detalles sobre sus progenitores y sobre él mismo. Por ejemplo, dice que su madre murió de cáncer en 1938; y que el año anterior a su muerte, cuando él “tenía doce años” y el cáncer “comenzó a apoderarse de sus huesos”, él la recuerda (dado que era lectora) con el “brillo de sus gafas sobre You can’t go home again [Ya no puedes volver a casa], de Wolfe”. No obstante, vale observarlo, en la vida real esa novela póstuma de Tom Wolfe no se publicó en 1937, sino en 1940. Pero ante la frustración y el desasosiego que implica la ruptura de Nathan y Sophie y su ausencia en la casa de Yetta Zimmerman, decide regresar con su padre a Virginia e instalarse en la granja cacahuatera en Southampton County (recién heredada por su padre de su contemporáneo y antípoda Frank Hobbs), que además “está a un paso, a un salto, del terreno en que Nat Turner inició su terrible y sangrienta misión”. Pero curiosamente, en vez de preparar con su padre los bártulos para el regreso a Virginia (hubiera sido lo lógico luego de tres días de convivencia), Stingo, que ha dormido con su progenitor en el hotel McAlpin y quien además antes de visitarlo le dijo: “Nunca he estado en Brooklyn”, le pide que compre otro boleto de tren y que lo espere en la estación de Pensilvania, y él en solitario va a recoger su equipaje y utensilios a la casa de Yetta Zimmerman. Pero como encuentra a Sophie en su cuarto, “sola en medio del desorden de la habitación”, que él “creía abandonada para siempre”, llama por teléfono a su padre y le dice que ha decidido quedarse en Nueva York. 
     Esa mañana de un viernes de principios de agosto de 1947, Stingo persuade a Sophie de que retrase su partida. Y descubre su afición al whisky cuando la ve beber “tres whiskis con agua” y cuando le dice: “no puedo marcharme así, tan de golpe. Demasiados recuerdos. Hazme un favor. Te lo ruego. Ve a la Church Avenue y cómprame una botella de whisky. Necesito emborracharme.” El caso es que Sophie reanuda y abunda sus confidencias y confesiones sobre su dramática vida. Y “corriendo bajo un explosivo aguacero de agosto”, se van al bar Maple Court, donde Sophie sigue bebiendo whisky y hablando un “largo soliloquio”. Y ya de madrugada (ella coherente, pero contoneándose por la embriaguez) toman un taxi para llevarla a la casa de Yetta, pese que “distaba cosa de un kilómetro y medio del Maple Court”. Sophie le prometió no “trasladarse a su nuevo lugar en Fort Greene Park, hasta después de aquel fin de semana”. Y acepto ir con él, el sábado, a la playa de Jones Beach. Donde Stingo oye de ella más sombrías revelaciones; donde la rescata del mar tras un intento de suicidio no muy decidido; donde él ve, por primera vez, una mujer completamente desnuda, y donde una eyaculación precoz le impide disfrutar las delicias del sexo oral. Vivencia que no conoce, dada su fallida y efímera experiencia con Leslie Lapidus, atractiva, turgente y seductora dríada judía de clase alta (con “una tesis sobre Hart Crane”), signada por sus represiones psíquicas, pese a su deslenguada voluptuosidad verbal. Leslie le dice, por ejemplo, algo que parece una fogosa declaración de principios: “Antes de empezar el psicoanálisis era completamente frígida, ¿os lo podéis imaginar? Ahora no pienso en otra cosa que en joder. Wilhelm Reich me ha convertido en una ninfómana.” 
     
Leslie Lapidus (Greta Turken) en Coney Island

Fotograma de La decisión de Sophie 1982)
        En lo que concierne a las revelaciones sobre su psicótico vínculo con Nathan, descuellan los diseminados vericuetos y minucias en torno al episodio sucedido en octubre 1946, apenas “unos meses después de que se conocieran en la biblioteca del Brooklyn College” e iban a casarse. Obnubilado por la supuesta infidelidad de ella y por la reiterativa suspicacia de “por qué sobrevivió en Auschwitz mientras ‘los demás’ (tal como él lo dijo) morían”, Nathan, con múltiples agresiones verbales, la llevó a Connecticut manejando a gran velocidad (y temerario) el descapotable de su hermano Larry Landau, donde en la habitación de una “vieja posada” ubicada “en cierto lugar de la arbórea y sinuosa carretera que se extiende de norte a sur a lo largo de la orilla del río entre New Milford y Canaan”, con un par de cápsulas de cianuro sódico preparadas ex profeso por él en los laboratorios de la Pfizer, planeaba cumplir un supuesto “pacto de suicidio”; es decir, matarla y suicidarse. En el trayecto, le dio de patadas en las costillas e “intentó orinar en su boca”. Y entre las mil léperas e incendiarias invectivas la llamaba “Irma Griese” (“réplica tan perfecta de Irma Griese”; “Irma, mi puerca Irma”; o “puerca fascista, Irma Griese, furcia achicharradora de judíos”), en alusión a Irma Grese, sádica y perversa supervisora de prisioneros en los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau, Bergen-Belsen y Ravensbrück, ejecutada en la horca, a los 22 años, “en la prisión de Hamelín (Alemania) el 13 de diciembre de 1945”. 
   
Irma Grese
       Así que en ese vociferante tenor, como si Nathan fuera la gran pirinola químicamente puritanoide y éticamente irreprochable, la fustiga con su aceitada y procaz verborrea: “está claro que la hermosa Irma Griese se ganó la horca por haber dado muerte personalmente a varios miles de judíos en Auschwitz, pero la lógica no explica por qué muchas como ella se salvaron. Quiero decir: ¿qué sucedió con esa monada polaca que me tiene sorbido el seso? Puede que sea polaca al cien por cien, pero también tiene el aspecto de una verdadera nórdica, como una estrella cinematográfica alemana interpretando a la asesina Condesa de Cracovia. ¡También podría añadir que el impecable alemán que hablas surge de tus labios con una precisión solo propia de una muchacha renana! ¡Polaca! ¡Ay de mí! Das machst du andern weismachen! ¿Qué te hace decir tantos embustes? ¿Por qué no lo admites, Irma? ¡Flirteaste con los de las SS! Colaboraste con ellos, ¿no? ¿No fue así como lograste salir de Auschwitz, Irma? ¡Confiésalo!”
   
Irma Grese y Josef Kramer detenidos en el
Campo de concentración de Bergen-Belsen
       En el contexto de esas dramáticas y patéticas confesiones, Sophie le revela a Stingo algo que él ignoraba: que “Nathan siempre tomó drogas”. Y oye “por primera vez”, dice, “la palabra anfetamina”. “Tomaba algo llamado Benzedrine —dijo Sophie—, y también cocaína. En grandes dosis. A veces cantidades suficientes como para enloquecer. Le era muy fácil hacerse con ellas en Pfizer, el laboratorio donde trabajaba. Claro que todo eso era ilegal.” Así que Nathan no sólo iba flipado durante el viaje a Connecticut (y consumiendo más), sino que ya lo estaba, durante la noche y la madruga, desde la fiesta en casa de su amigo judío Morty Haber, donde olía a marihuana por todos los rincones, y donde se polemizó sobre el destino de los judíos y de los nazis después de la derrota del Tercer Reich, y donde en la radio oyeron, en medio de un silencio ritual, a un “reportero de la CBS” que “hablaba de los ahorcamientos de Núremberg”. Allí, en esa fiesta donde se fumaba marihuana, Morty le dijo a Sophie: “ya estaba enviciado mucho antes de que lo conocieras. ¿Es algo que pueda controlarse? Sí. No. Quizá. ¡No lo sé, Sophie! ¡Ojalá lo supiera! Nadie sabe mucho acerca de las anfetaminas. Hasta cierto punto, son inofensivas. Pero es evidente que pueden ser peligrosas, que pueden crear hábito, especialmente cuando se mezclan con algo más, como la cocaína. A Nathan le gusta esnifar cocaína, cuando está flipado por las anfetas, cosa que considero muy peligrosa. En esas condiciones puede perder el control de sí mismo y caer en, no sé, algún estado psicótico que le impida una relación normal con los demás. He considerado eso y, sí es peligroso, muy peligroso. Bueno, dejémoslo, Sophie, no quiero hablar más de este asunto, pero si ves que pierde la chaveta, ponte en contacto enseguida conmigo o con Larry...”
    El caso es que tras el citado regreso (en la madrugada) del bar Maple Court, Sophie planea trasladar sus cosas, durante la mañana del domingo, a su “nueva casa y llegar puntual al trabajo” (al consultorio del doctor Blackstock). Pero de las sombras surge Nathan; y él y Sophie escenifican una pose de perdón y reconciliación. Los tres compinches reinician la amistad y Nathan le deja a Stingo un cheque por 200 dolarotes; una módica compensación por los “¡Más de trescientos dólares!” que alguien robó de su botiquín (nunca se aclara quién fue el ladrón), junto con una retórica “nota escrita a mano: ‘Para mayor gloria de la literatura del Sur’”. Todo parece ir de nuevo sobre rieles y en Nathan dominar el doctor Jekyll sobre “su lado demoníaco —aquel míster Hyde que lo poseía y le devoraba las entrañas de vez en cuando”. 
  En septiembre, Sophie y Nathan le anuncian que se casarán en octubre, que Stingo será su padrino y harán con él un viaje al Sur en el convertible de Larry Landau, el hermano de Nathan, que es “cirujano urólogo con una amplia y creciente clientela en Forest Hills”, quien, pese a que nunca lo ha visto, “la última semana de septiembre” lo llama por teléfono a la casa de Yetta Zimmerman. Larry recibe a Stingo en su casa en Forest Hills y casi a quemarropa le revela el meollo de la cita: “Nathan no es biólogo, ni investigador. No puede llamarse científico; jamás ha sido graduado en nada. Todo lo que dice al respecto es simple invención.” Sí, trabaja en la Pfizer, “pero en la biblioteca de la compañía; disfruta de una sinecura [un favor obtenido por los contactos de su enriquecido padre] que poco le exige y que le permite leer cuanto quiere sin que nadie se preocupe por ello. Ocasionalmente, hace alguna pequeña investigación, una búsqueda de datos, para alguno de los verdaderos biólogos de la compañía. Su farsa no perjudica a nadie, al menos por ahora. Nadie tiene conocimiento de ella y menos que nadie esa dulce amiguita suya, Sophie...”
    Según puntualiza Larry Landau, Nathan “está completamente loco”; es “Paranoico esquizofrénico”, diagnóstico que no lo convence del todo. Nathan tiene todo un historial de clínicas psiquiátricas. Y, obviamente, las drogas han agravado su estado. El caso es que Larry le pide que lo mantenga al tanto de los desajustes de su hermano. 
   Por esos días, Stingo recibe una invitación de su amigo Jack Brown, que tiene “una pacífica y rústica casa en Rockland County”, donde Stingo pasa “menos de diez días”, y donde conoce a Mary Alice Grimball, con quien ansía lograr la “consumación sexual” (cosa que no ocurrió con Leslie Lapidus ni con Sophie). Pero fuera del maníaco y repetitivo onanismo manual (sólo de ella hacia él) no ocurre nada pleno ni satisfactorio. Ese episodio se interrumpe, ya en octubre, con una llamada telefónica que le hace Morris Fink: Nathan volvió a pegarle a Sophie y de nuevo amenazó con matarla. Stingo telefonea a Larry, pero está en Toronto. Stingo, ansioso y preocupado, regresa a la casona rosada de Yetta Zimmerman. Sophie ha ido al hospital a hacerse una radiografía en el brazo (Nathan le dio allí una patada). Stingo va a esperarla al consultorio del doctor Blackstock. Sophie, luego de llegar, le dice que Nathan le dio de puntapiés y que lleva una pistola. Así que Stingo la persuade para que huya con él rumbo al Sur. En los preparativos del equipaje en la casa de Yetta, Nathan llama por teléfono a Stingo. Éste trata de calmarlo y el otro suelta su elocuente y aceitada viperina de venenosa mazacuata prieta; y concluye, amenazante, diciendo que va por ellos, que está a la vuelta de la esquina, y truena un disparo.
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        El destino en ferrocarril, primero rumbo a Washington, D.C., es la granja cacahuatera en Southampton County, según planea, idealiza y sueña Stingo, donde él y Sophie se instalarán, y tendrán que casarse, y procrearán un feliz y dulce hogar con hijos, pues los prejuicios del entorno satanizarían a una pareja viviendo en unión libre. Pero, previsiblemente, Sophie, que no deja de beber whisky, se opone al matrimonio. 

   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         En Washington, Stingo, por el aspecto del recepcionista, se registra en el hotel Congress como el reverendo Wilbur Entwistle y esposa. Inesperadamente, en la madrugada, Sophie, que ya le ha revelado su secreto mejor guardado y más doloroso (el modo en que en Auschwitz perdió a su hija Eva María), se desnuda y le regala una noche de amor. Una indeleble noche de iniciación y consumación que Stingo narra con todos sus pormenores, deleites y menudencias eróticas. Stingo se duerme y Sophie, antes de irse para siempre, le deja una nota redactada a mano con su imperfecto inglés:
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        “Queridísimo Stingo:
     “Tan hermoso amante lamento abandonar y perdóname por no decirte adiós, pero he de volver con Nathan. Créeme encontrarás alguna maravillosa Demoiselle que te hará feliz en la Granja. Te aprecio tanto... No creas que con esto soy cruel. Pero cuando desperté me sentí tan mal y tan desesperada por Nathan... Quiero decir tan llena de Culpa y pensamientos de Muerte que era como Hielo en mi sangre. Así que tengo que estar con Nathan de nuevo signifique esto lo que sea. Puede que no vuelva a verte pero créeme lo mucho que conocerte ha significado para mí. Eres un gran Amante, Stingo. Estoy angustiada... Pero tengo que irme ahora mismo. Perdona mi pobre inglés. Amo a Nathan pero odio la Vida y a Dios. Me importan un pepino Dios y su Universo. Y también la vida. E incluso el Amor que pueda quedar en el mundo.”
    Casi sobra decir que la próxima vez que los vuelve a ver, en la casona rosada de Yetta Zimmerman, están ya muertos sobre la cama del cuarto de ella. Nathan Landau tenía casi treinta años y Sophie Zawistowska ya rebasaba la treintena. Según apunta Stingo:
   
Fotograma de La decisión de Sophie  (1982)
             “Parpadeé sin poder distinguir nada a la suave luz coralina que iluminaba débilmente la estancia. Poco a poco, fui viendo a Sophie y a Nathan echados en la cama sobre el cobertor de color albaricoque. Estaban vestidos como el lejano domingo en que salimos juntos por primera vez (ella, con sus ropas deportivas de otros tiempos; él, con el anacrónico y canallesco traje de franela a rayas que otrora le había dado el aspecto de un próspero jugador de ventaja). Ataviados de aquel modo y entrelazados sus brazos, desde donde yo me hallaba parecían tan apacibles como dos amantes que se hubieran vestido alegremente para dar un paseo, pero que hubiesen decidido quedarse en el último instante para echarse a dormir un poco, besarse y hacerse el amor o simplemente susurrarse cosas agradables, y se hubieran quedado petrificados de aquella manera para siempre.”



William Styron
(1925-2006)


II de II
El lector de La decisión de Sophie, la gran novela de William Styron, puede preguntarse qué tanto hay de verdad, y de mentira, en la inextricable mixtura de confidencias y confesiones que Sophie Zawistowska le hizo a Stingo sobre su pasado en Polonia, antes y después de la ocupación nazi y de la existencia de los campos de concentración y extermino erigidos durante la expansión territorial del Tercer Reich. Quizá sí haya un poco (o un mucho) de engaño si se piensa en el arraigado antisemitismo idiosincrásico, consubstancial, metabólico, orgánico y vertebral, tanto de su padre —que la educó desde niña y con quien ejercía de secretaria, aún casada y con hijos—, como en la atávica y masiva vertiente de polacos antisemitas que bullía no sólo en el entorno de los guetos de Cracovia y Varsovia, aún antes de que los alemanes invadieran y ocuparan Polonia durante la Segunda Guerra Mundial. 
Sophie Zawistowska (Meryl Streep)

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
          Al parecer, y por lo que evoca y reitera Sophie, su padre, Zbigniew Biegański, profesor de derecho y especialista en patentes, y su marido, Casimir Zawistowski (alias Kazik), profesor de matemáticas, murieron ejecutados el primero de enero de 1940 en el campo de concentración de Sachsenhausen (ubicado en Oranienburg, Bradenburgo, Alemania). La invasión nazi en Polonia fue muy rápida: se sucedió entre el 1 y el 6 de septiembre de 1939. En la zona de Cracovia los alemanes impusieron un nuevo gobernador: el nazi Hans Frank. Y el padre y el esposo de Sophie eran catedráticos en la Universidad de Cracovia. Parecía que los nazis respetarían a los profesores polacos. Pero una mañana de noviembre de 1939 cercaron la Universidad, detuvieron a los profesores polacos (al parecer “ciento ochenta en total”), los subieron en camiones y se los llevaron. La mayoría no regresó. Y Sophie nunca volvió a ver a su padre ni a su marido.

   
Hans Frank, gobernador nazi de la
Polonia ocupada
        Además de que durante un buen tiempo le escamotea a Stingo la existencia y la desaparición de sus hijos en Auschwitz (sobre todo el dramático modo en que los nazis le quitaron a su hija Eva María), al inicio de sus íntimas revelaciones le pinta un cuadro familiar ideal, onírico, entrañable, confortable, signado por el amor, la cultura, los libros, la música clásica y el abnegado catolicismo. Y le miente diciéndole que su padre, profesor de derecho, era protector y defensor de los judíos: “Papá nació en Lublin cuando esta ciudad pertenecía a los rusos [o sea: cuando era parte del Zarato de Polonia, protectorado ruso entre 1815 y 1915] y había en ella muchos, muchos judíos que sufrían los terribles pogromos, es decir, ataques, saqueos y matanzas. Una vez, mi madre me dijo (porque mi padre nunca hablaba de estas cosas) que, cuando papá era joven, él y su hermano sacerdote arriesgaron la vida escondiendo a tres familias judías para protegerlas del pogromo de los cosacos”.
 
Gueto de Cracovia
        Pero lo que luego cobra relevancia, y trasciende en la trágica y desoladora vida de Sophie, es el intrínseco y significativo rasgo de que su padre no era ningún humanitario, pacífico y heroico defensor de judíos, sino todo lo contrario. El profesor Biegański, partidario del pangermanismo y del nacionalsocialismo —en cuyo hogar Sophie aprendió el alemán antes que el polaco—, previo a la expansión territorial del Tercer Reich (el primer golpe, tras la recuperación de Sarre el 17 de enero de 1935, fue la anexión de Austria ocurrida el 12 de marzo de 1938) y de la megalomanía racista de la supuesta raza aria, no sólo arengaba contra los judíos, sino que “se puso a filosofar metódicamente sobre la necesidad de expulsar a los judíos de todos los caminos de la vida, empezando por el mundo docente”. De modo que “Se convirtió en uno de los principales activistas del movimiento segregacionista y en uno de los padres de la idea de separar a los estudiantes judíos en ‘bancos gueto’”. “Formó parte de una misión gubernamental enviada a Madagascar para estudiar la posibilidad de establecer allí colonias de judíos.” Y más aún: casi a fines de diciembre de 1938 concibió su apoteósica obra (que lo vindicaría ante el Führer y frente al todopoderoso y milenario Tercer Reich): el “panfleto El problema judío de Polonia: ¿tiene el nacionalsocialismo la respuesta?”, cuyo dictado en alemán Sophie, “la Navidad de 1938”, escribió taquigráficamente, y luego transcribió a máquina en dos versiones: alemán y polaco; folleto de “doce páginas y cuatro mil palabras”, que se imprimió y distribuyó a mano en la Universidad de Cracovia (incluso en otros “lugares de Polonia, Alemania y Austria”), donde el profesor Biegański proponía el exterminio, ídem la eufemística e histórica “solución final”; o sea: el exterminio total de los judíos. De ahí que Stingo diga sobre el paradójico y oscuro destino del profesor Biegański: “absorbido como un mero gusano por el enorme tumulto funerario del campo de Sachsenhausen”, fue “el excéntrico filósofo eslavo que vislumbró la ‘solución final’ antes que [Adolf] Eichmann y sus secuaces (quizá incluso antes que el propio Adolf Hitler, soñador y planeador de todo ello)”. 
   
Adolf Eichmann en 1942
         En cuanto al profesor de matemáticas Casimir Zawistowski, esposo de Sophie y padre de sus dos pequeños hijos: Jan y Eva María, no le cuenta mucho, pero sí que era discípulo del autoritario, falocrático y dominante profesor Biegański, su obediente colaborador y cómplice (por ende compartía sus prejuicios, sus atavismos y su ideología). Por ejemplo, en la apresurada revisión de las hojas mecanografiadas del panfleto pronazi y proexterminador de judíos, realizada “en el café de la plaza del Mercado”, en Cracovia. Su padre revisó las escritas en alemán y Kazik las escritas en polaco. Sophie, obnubilada por su nerviosismo y prisa, cada vez que aparecía el apellido “Chamberlain” (“en el texto, en las notas al pie de página, en la bibliografía”), le antecedió el nombre “Neville”, pues por entonces “se mencionaba mucho a Neville Chamberlain en las noticias por lo del Pacto de Múnich [firmado la noche del 30 de septiembre de 1938], en vez de escribir Houston Chamberlain, que era el nombre del Chamberlain que odiaba a los judíos”, y al que hacía referencia el profesor Biegański, precisamente por Los fundamentos del siglo XIX (1899); según Sophie, ese libro “está lleno de amor por Alemania y de odio hacia los judíos. Dice que contaminan la cultura europea y cosas por el estilo. Y cómo admiraba mi padre a ese Chamberlain...” Por ese repetido yerro mecanográfico, su padre la fustiga con desprecio y misoginia: “Tu inteligencia es puro serrín, como la de tu madre. No sé de quién heredaste ese cuerpo, pero lo que es el cerebro estoy seguro de que no se parece en nada al mío.” Ante esto, según cuenta Sophie, el impresor del panfleto, presente en la revisión, allí “en el café de la plaza del Mercado”, ahogó una risotada; y “Kazik: me observaba con su sonrisita habitual, y no me sorprendió que la expresión de su rostro confirmase el desprecio demostrado por mi padre.” Signo definitorio, que se ahonda y matiza con otra confidencia que transluce la muerte del deseo, del amor, del respeto, de la confianza y de la amistad en esa pareja que, por las anécdotas que le narró a Stingo al principio, se suponía amorosa, entrañable e ideal (irían a Viena después de la guerra, como otrora lo hicieron los padres de ella; Sophie a estudiar música: piano con Frau Theimann, que ya era una anciana, pues era la misma maestra que enseñó a su madre; y Kazik “su grado supérieur de matemáticas en la Academia austríaca”). Según Sophie, su marido le dijo lapidario: “Debes meterte lo que voy a decirte en esa cabeza tan dura que tienes, quizá más dura de lo que dice tu padre. No puedo seguir haciendo ‘eso’ contigo, no por falta de virilidad, ¿comprendes?, sino porque todo en ti, especialmente tu cuerpo, me deja totalmente insensible... Ni siquiera puedo soportar el olor de tu cama.”
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        Una de las primeras cosas que Sophie le desmiente a Stingo de sus primeras anécdotas es que no tiene un pelo de católica y que tampoco cree en Dios, pese a que al parecer sí era creyente y sí fue “criada como una dulce muchacha católica”. Y lo hace con acritud cuando, en el bar Maple Court, ella y Stingo esperan a que Nathan llegue a revelarles la índole del descubrimiento científico por el que dizque le darán el Premio Nobel. Un par de feísimas monjas, al parecer italianas que mascullan el inglés con torpeza, andan entre las mesas del bar pidiendo limosna “en nombre de las Hermanas de San José”. Al verlas, Sophie se torna iracunda e intolerante. Y entre lo que vocifera, dice: “Dos monjas: mala suerte” [...] “¡Las odio! ¿Has visto qué aspecto más horrible?” [...] “¡Tontas y estúpidas vírgenes! ¡Y con ese horrible aspecto!” [...] “¡Horrorosas! ¡Cómo aborrezco esa religión!” [...] “esas monjas me huelen tanto a pourri... a podrido... Tengo la sensación de que huelen mal. Esas monjas tan rateras...” [...] “Sí, rastreas, que se arrastran ante un Dios que tiene que ser un monstruo, Stingo, si es que existe. ¡Un monstruo!” [...] “No quiero hablar de religión. La odio. Es para los analphabètes, ¿sabes?, para los imbéciles.” Espontánea pus de una pútrida llaga y visceral diatriba, casi un incontinente vómito de miasma, cuyo intríngulis se infiere, y poco a poco ella va desvelando con sus patéticas y trágicas confidencias y confesiones. 
    Según Sophie, ella y su madre, tras el asesinato de su padre y de su marido a principios de 1940, emigraron de Cracovia a Varsovia (luego le revelará que también iban sus niños: Jan y Eva María), donde con muchas carencias (y mucho frío) sobrevivieron tres años en el quinto piso de un astroso edificio semidestruido por las bombas. Según Sophie, era obrera en una “fábrica de papel alquitranado”. Y en otro apartamento vivían dos jóvenes medio hermanos: Wanda (de la misma edad que Sophie) y Jozef (de menor edad). Ambos eran miembros de la clandestina Resistencia polaca. Wanda, culta, era líder y Jozef, anarquista, tenía por misión estrangular, sigilosamente con una cuerda, “a los polacos que traicionaban a los judíos, que denunciaban el lugar donde se escondían”. Y por ese oficio de escurridizo verdugo, unos ucranianos al servicio de los nazis lo degollaron en el edificio. Según dice Sophie: “Vinieron una tarde mientras yo estaba fuera y le hicieron un terrible corte en el cuello. Cuando llegó Wanda, ya había muerto. Se había desangrado en la escalera hasta morir...”
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        Jozef fue amante de Sophie, le revela e ilustra a Stingo con detalles y anécdotas, pese que al inicio le dijo aludiendo al receloso Nathan: “Es el único hombre con el que he hecho el amor en mi vida..., aparte de mi marido.” “Jozef nunca me maltrató como Nathan”, puntualiza. Y le confiesa, ese sábado de agosto de 1947 en la playa de Jones Beach cuando, ambos desnudos, Stingo no pudo disfrutar la primera fellatio de su vida por una intempestiva y traicionera eyaculación precoz: “cuando Jozef y yo intentamos hacer el amor por primera vez, le sucedió lo mismo. Él también era virgen.” Pero lo que cobra relevancia en ese diálogo es el neurótico y súbito deshago (mezclado con el whisky) con que culpa a Wanda de su caída en Auschwitz y de que Jozef muriera desangrándose: “¡Maldita bruja, esa Wanda! Fue la culpable de todo. ¡De todo! ¡De que Jozef muriera y de que yo fuese a parar a Auschwitz!” Pues luego resulta que, según sus postreras y largas rectificaciones, Wanda no fue culpable. Wanda, sagaz líder de la Resistencia polaca (empecinada en ayudar a los judíos del gueto, y fuera del gueto, incluso con armas incautadas a los nazis), le brindó un buen trato, tanto en el astroso edificio donde malvivían en Varsovia, en la cárcel de la Gestapo en Varsovia, durante el viaje en el ferrocarril que las condujo al campo de concentración (en cuyo vagón iban miembros de la Resistencia polaca y polacos detenidos al azar), como en Auschwitz, pues de ella recibió las últimas recomendaciones y noticias que tuvo sobre su hijo Jan, de diez años, destinado al Campo Infantil el primero de abril de 1943; trágico e inolvidable día que arribaron a Auschwitz y se sucedió, en el andén, la siniestra selección entre los prisioneros polacos no judíos, mientras una mal afinada orquesta tocaba “el tango argentino La cumparsita”: quienes serían esclavizados (con trabajos forzados) y apiñados en los malolientes barracones, y quienes irían directamente a las cámaras de gas y a los crematorios de Birkenau, entre ellos su hija, que iba con su osito y su flauta, la pequeña “Eva María Zawistowska, que al cabo de poco más de una semana hubiera cumplido ocho años”; mientras “mil ochocientos judíos procedentes de Malkinia” (aldea del condado polaco de Ostrów Mazowiecka), que venían amontonados en otros vagones del mismo tren, expeditamente “fueron cargados sin pérdida de tiempo en camiones y llevados a Birkenau” (o sea: a las cámaras de gas y a los crematorios), “operación que duró dos horas a partir del mediodía”.
 
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         Según reporta Stingo, “Sophie fue detenida hacia mediados de marzo de 1943, pocos días después de que Jozef muriera en manos de los esbirros ucranianos.” Dijo que había ido en tren a un pueblo cercano a Varsovia a comprar (de contrabando) “carne de cerdo” para su madre, enferma de tuberculosis. Ya de regreso a Varsovia, cerca de la ciudad, media docena de agentes de la Gestapo detuvieron el tren y ordenaron bajar a los pasajeros. El consumo de carne era exclusivo para los nazis; así que Sophie fue a parar a la cárcel de la Gestapo, pues, simulando un embarazo, llevaba escondido el jamón bajo sus ropas. Vale observar que Sophie dice que su madre murió de esa enfermedad poco después de que ella fuera detenida; pero, además de que casi no evoca ni relata nada sobre ella, no revela dónde quedó su madre ni cómo murió, pues no iba en el tren con Sophie y sus hijos rumbo a Auschwitz.  
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
    “Estuve veinte meses en Auschwitz”, Sophie le dice (y le reitera) a Stingo. Fue liberada cuando (el 25 de enero de 1945) el ejército soviético tomó el control del campo. Luego estuvo en Suecia, en un campo de desplazados de la Cruz Roja; período de recuperación física y mental en el que intentó suicidarse en una iglesia rasgándose, con un vidrio, las venas de las muñecas. Allí, ante ese infructuoso intento de suicidio, la reconfortó “una judía de Ámsterdam”, también sobreviviente del Holocausto, que sin embargo no había perdido la fe en Dios. Esa judía empezó a darle clases de inglés, previendo Sophie su ida a los Estados Unidos. Llegó a Nueva York a principios de 1946. A través de una agencia, encontró trabajo de “recepcionista a tiempo parcial en un apartado rincón de Flatbush, el consultorio del doctor Hyman Blackstock (nacido en Bialystock)”, judío que habla el yiddish, fiel a la sinagoga y a su mujer, ricachón y bonachón. En Flatbush (el barrio judío de Brooklyn) rentó un “cuarto en la casa de Yetta Zimmerman”, pomposamente llamada por ésta: “el Palacio de la Libertad de Yetta”; y que a Stingo, la primera vez que vio ese “Palacio Rosado”, le “recordó al instante la fachada de uno de aquellos castillos que aparecían en el último plano de la versión cinematográfica de la Metro-Goldwyn-Mayer de El mago de Oz”. Así que en “aquel turbulento verano de 1947”, cuando “un hermoso día de junio” Stingo conoció a Sophie y se enamoró de ella, ésta tenía “entonces algo menos de un año y medio que se hallaba en Norteamérica”.
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
        Según apunta Stingo sobre Sophie, “El hecho de trabajar solo tres días por semana le resultaba tan provechoso para el cuerpo como para el alma, por así decirlo, pues empleaba sus días libres para perfeccionar su inglés en una clase gratuita del Brooklyn College y, en general, para integrarse en la vida de aquel barrio tan activo, vasto y bullicioso.” Para asistir a esa clase de inglés iba en metro, pese a que el viaje en metro la agobia (angustiosamente se hunde “en las profundidades del subsuelo de Brooklyn”). Para el colmo, cierta vez, en un oscuro apretujón, alguien le introdujo un dedo en la vagina; violento, súbito e inesperado ultraje que la hizo caer en una depresión en la cama que le duró varios días. Y en otro recorrido, rumbo al consultorio del doctor Blackstock, vio, en una página de la revista Look, una foto del ex comandante de Auschwitz, el nazi Rudolf Franz Höss, a punto de ser ejecutado en la horca (lo cual ocurrió precisamente en Auschwitz, a sus 46 años, el 16 de abril de 1947). 

     
Rudolf Franz Höss a punto de ser ejecutado en la horca
Auschwitz, abril 16 de 1947
        Según cuenta el omnisciente Stingo, “Mirando más allá de la vil figura, que tenía la cara pasmada e inexpresiva como la de un actor que interpretara a un zombi en el centro del escenario, los ojos de Sophie buscaron, encontraron y luego identificaron el borroso pero indeciblemente familiar telón de fondo: la achaparrada mole del primitivo crematorio de Auschwitz. Dejó caer la revista y bajó del tren en la siguiente estación, tan trastornada por aquella terrible intrusión en su memoria que anduvo vagando por los paseos cercanos al museo y al jardín botánico durante varias horas antes de aparecer por el consultorio del doctor Blackstock, quien dijo, al ver su cara enajenada: 
     “—No habrá visto usted un fantasma...., supongo”
   
Sophie en su clase de inglés en el Brooklyn College

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
          Así que unos meses después de su llegada a Nueva York, un día que fue en metro a su clase de inglés en el Brooklyn College, el profesor Youngstein lee a los alumnos unos reveladores versos sobre la muerte (de Emily Dickinson) que le fascinan por su sentido y eufonía:

Por no poder esperar la muerte,
       ella, bondadosa, me esperó a mí;
       nadie más cabía en el carruaje,
       solo nosotros dos, y la inmortalidad.

   Al preguntar en la biblioteca del Brooklyn College por “las obras del poeta norteamericano del siglo XIX Emil Dickens”, el bibliotecario Sholom Weiss, en vez de despejar su confusión y guiarla (obviamente se trata de una extranjera europea que no domina el inglés ni la literatura en lengua inglesa), la maltrata con tal indiferencia y brusquedad que suscita una discusión y un desmayo (dada la debilidad física que aún la aqueja). 
 
Sophie frente al bibliotecario

Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         Es en esa peliculesca escena cuando aparece al rescate el galán, valentón y locuaz Nathan Landou (a quien Sophie no conoce y nunca había visto), que desagravia el entuerto zarandeando al bibliotecario con su filosa y puntiaguda labia: “Casi no lo conozco, Weiss, pero acabo de percatarme de que su educación es pésima. ¡He oído todas y cada una de las palabras que usted ha pronunciado porque me encontraba aquí mismo! —gritó—. Y he oído todas y cada una de las cosas intolerablemente rudas y ofensivas que usted ha dicho a esta muchacha. ¿No ha visto que es extranjera, desgraciado? ¡Si será estúpido! —Se había formado ante ellos un pequeño grupo de improvisados espectadores que, lo mismo que Sophie, podían ver temblar al bibliotecario como si lo azotaran fríos y huracanados vientos—. Es usted un mal judío, Weiss, uno de esos lameculos que fustigan a los demás judíos. Esta muchacha, esta bella y encantadora muchacha, solo con pequeñas vacilaciones en su lenguaje, le ha hecho a usted una pregunta perfectamente lógica y aceptable, y usted la ha tratado como a cualquier porquería a la que se puede pisotear. ¡Debería romperle esa maldita cabezota! ¡Habla usted de libros como podría hacerlo un fontanero! —De pronto, con todo el asombro que le permitía su aturdimiento, Sophie vio cómo el hombre daba un tirón a la visera de Weiss y se la dejaba colgando alrededor del cuello—. ¡Si será asqueroso! ¡Su sola presencia basta para hacer vomitar a cualquiera!”
    Sophie vuelve a desmayarse. Al recuperar el conocimiento se vomita en los dedos de Nathan, quien la asiste y la lleva en un taxi a la casona de Yetta Zimmerman. Lo primero que hace Nathan, además de los arrumacos, de desnudarla, de acostarla en la cama, de prepararle una nutritiva cena (degustada con un buen vino) y de enamorarse ipso facto, es procurar el paulatino restablecimiento de su salud con el apoyo de su hermano el doctor Larry Landau. Incluso solventa la inmaculada y rutilante prótesis dental (de diosa del cine) que luce en el verano de 1947, sustituto de la rústica dentadura que le proveyeron en el campo de desplazados de la Cruz Roja en Suecia.
   
Fotograma de La decisión de Sophie (1982)
         De esos atroces veinte meses de prisión en Auschwitz, a partir de su llegada el primero de abril de 1943 —indeleble y doloroso día que vio cómo su pequeña hija Eva María era arrancada de sus brazos y conducida a los crematorios de Birkenau (a donde indefectiblemente, después de ser gaseados, los nazis trasladaban los cadáveres una vez que les hubieran extraído el oro de los dientes)—, Sophie concentra sus desinhibidas y detalladas evocaciones en torno a lo ocurrido durante un día axial para ella: 3 de octubre de 1943. En Auschwitz, Sophie pudo ser transferida del barracón donde hacinaron a las prisioneras polacas que llegaron con ella en el tren, gracias a su perfecto dominio del alemán y del polaco, aunado al dominio de la taquigrafía y de la mecanografía en máquinas con alfabeto alemán como polaco. Oficios que su padre, el profesor Biegański, le obligó a aprender cuando ella, dice, “tenía solo dieciséis años”. Por ello “Sophie ayudó a su padre durante varios años, en no pocos fines de semana, mecanografiando buena parte de su correspondencia bilingüe relacionada con las patentes (usando algunas veces el dictáfono de fabricación inglesa que le era antipático por el siniestro y fantasmal sonido, con ecos de hojalata, que daba a la voz de su padre)”. Dizque “nunca trabajó en nada que tuviese que ver con sus muchos ensayos hasta la Navidad de 1938”, cuando su padre dispuso que taquigrafiara su dictado en alemán, y luego mecanografiara las dos versiones de ese texto (en alemán y polaco) —nada menos que el susodicho panfleto pronazi y proexterminador de judíos—, pues “hasta entonces” sus ensayos, según dijo, “solo habían sido tocados por sus ayudantes de la universidad”.   
     
Prisioneras de Auschwitz
        Ya prisionera en el campo, un intento de violación por parte de una guardiana, sucedido “poco después de su llegada” a Auschwitz, provocó la injerencia de “la jefa del bloque”, una nazi de Dortmund, que al oír su dominio del alemán y al enterarse de sus oficios secretariales, la puso en contacto con “el Hauptscharführer Gunther de la oficina administrativa del campo”, y por ende Sophie fue trasladada a la “sección taquigráfica”, lo cual incluía subsistir en otro barracón, el “Bloque Dos”, “junto con varias docenas de mujeres también privilegiadas por trabajar en las oficinas del campo de concentración”. En la “sección taquigráfica” estuvo laborando hasta diez días antes del 3 de octubre de 1943, cuando le dijeron que la necesitaban para “un trabajo especial”; es decir, para que fuera secretaria del “Obersturmbannführer Rudolf Franz Höss, teniente coronel de las SS y comandante de Auschwitz”; cuyo inmaculado, pulcro y rutilante chalé de tres pisos y buhardilla: Haus Höss, repleto de muebles, cuadros y valiosos objetos robados a los judíos en varios lugares de Europa, estaba cercado dentro del perímetro del campo, donde también vivían Hedwig Höss, su esposa, y sus tres hijas y dos hijos. De ahí que Frau Höss, con tal de que ningún miembro de su honorable, aséptico y dulce hogar se contamine, contagie y enferme, impone la extrema limpieza y pulcritud, y el cotidiano uso de germinicidas, incluso entre la servidumbre de presos.  
   
Rudolf Franz Höss y su familia
        En el compartimiento masculino del sótano de Haus Höss “se alojaban siete u ocho prisioneros”; y en el femenino, Sophie coexistía con otras presas “privilegiadas”. Dos hermanas eran modistas judías oriundas de Lieja. Y Lotte, asmática y testigo de Jehová, era “el aya de los dos hijos más jóvenes de Höss”. No obstante, pese a que las modistas eran “las favoritas de Frau Höss”, la presa más “privilegiada” del chalé es “Whihelmine, el ama de llaves”; “una alemana que cumplía una condena por falsificación”, que “Vivía arriba, en dos habitaciones”. Entre los presos en Haus Höss descuella Bronek, un polaco “exgranjero procedente de los alrededores de Miastko”, que, casi un perro faldero, va y viene olfateando por todos los rincones y recovecos, camuflado en su apariencia de idiota e inofensivo tontorrón, y por ende roba alimentos y las sobras de la comida, para los presos del sótano, y espía e informa para la Resistencia polaca del campo. Por Bronek, Sophie se entera que Höss dejará Auschwitz y será transferido a “la oficina central en Berlín”. Es por ello que ese aciago 3 de octubre de 1943, mientras en los crematorios de Birkenau ardieron dos mil cien judíos procedentes de Grecia (gaseados ese día de su arribo en la mañana), y Harlekin, el “semental blanco árabe” de Höss, galopaba frente al chalé (visible desde un ventanuco de la buhardilla), ella, además de que tiene por secreta misión robar (para la Resistencia) la radio portátil del cuarto de Emmi (la hija de doce años), Sophie, en la monacal buhardilla donde funge de secretaria, se propone insinuarse, seducir y manejar a Höss a toda costa, con el objetivo de persuadirlo para que ella y su hijo Jan sean liberados. De tal manera que, seducido y tras escuchar su historia personal, quizá no necesitará utilizar el panfleto pronazi de su padre, que ha llevado “escondido en una de sus botas desde el día que dejó Varsovia”.
   
Hijos de Rudolf Franz Höss
        Sobre esas insólitas botas y ese discurso pronazi donde el profesor Biegański exponía el exterminio de los judíos, apunta Stingo: “El hecho de que los prisioneros fueran invariablemente desnudados y registrados tan pronto como llegaban a Auschwitz, raras veces les permitía conservar alguna de sus pertenencias anteriores. Sin embargo, debido a las caóticas y a menudo descuidadas condiciones en que la operación se llevaba a cabo, a veces un recién llegado tenía la suerte de poder quedarse con algún pequeño tesoro personal o alguna prenda de las que llevaba puestas. Por ejemplo, Sophie, gracias a una combinación de su ingenuidad y del descuido de uno de los guardianes de las SS, consiguió conservar un par de botas de cuero bastante usadas, pero todavía útiles, adquiridas durante sus últimos días en Cracovia. En la parte interior de una de ellas, el forro formaba un pequeño compartimiento en forma de bolsillo, y en él Sophie llevaba, el día [3 de octubre de 1943] que estuvo esperando junto a la ventana de la buhardilla el regreso del comandante [Höss], un folleto —sobado, sucio, muy arrugado, pero legible— de doce páginas y cuatro mil palabras en cuya portada podía leerse el título: Die polnische Judenfrage: Hat der Nationalsozialismus die Antwort? (es decir, El problema judío en Polonia: ¿tiene el nacionalsocialismo la respuesta?).
      Si bien es obvio que Höss, el comandante de Auschwitz, se siente atraído por la belleza de Sophie, ésta no logra su cometido, pese a que ante él se declara intrínsecamente pronazi: “Soy originaria de Cracovia, perteneciente a una familia apasionadamente partidaria de los alemanes, a la vanguardia, desde hace muchos años, de los incontables admiradores del Tercer Reich. Mi padre era, desde lo más profundo de su alma, un Judenfeindlich [antisemítico]...” Y el documento proexterminador de judíos escrito por su padre, del que le habla y le muestra, y le dice haber colaborado en su redacción, no le sirve de nada. A Höss, ante todo y sobre todo, le interesa él y su carrera burocrática en el poder de la supremacía nazi; y por ende, aunque la toca y la acaricia, no se permite ceder ante un efímero desliz allí en la solitaria buhardilla, ni mucho menos comprometerse ayudando y protegiendo a una atractiva prisionera polaca (una “enemiga del Reich” por ser polaca) por muy aria que parezca. Höss le promete a Sophie que verá a su hijo, allí en la buhardilla, al día siguiente. Pero esto no ocurre. Y el día acordado (4 de octubre de 1943), en lugar de permitir que vea a su hijo, le anuncia que dejará Haus Höss: “Te envío de nuevo al Bloque Dos, al sitio de donde viniste. Te marcharás mañana.”
   
Niños en Auschwitz 
      Ese nefasto 4 de octubre de 1943 que no pudo ver ni abrazar a su hijo Jan, en medio del desgarro dramático y melodramático, Sophie, siguiendo los consejos de Wanda, le ruega a Höss que destine a su hijo al programa Lebensborn: “Podría sacar a mi hijo del Campo Infantil para incluirlo en el programa del Lebensborn que tienen las SS y que usted sin duda conoce. Podría hacerlo enviar al Reich, donde se convertiría en un buen alemán. Es rubio, parece alemán y habla su idioma también como yo. No hay muchos niños polacos como él. ¿Verdad que mi hijo será muy adecuado para el Lebensborn?”.
   
Prisionera de Auschwitz
        Pese a que Sophie, con lloriqueos, logra arrancarle a Höss la promesa de integrar a Jan al programa Lebensborn, en realidad, aunque luego supo por Wanda que aún seguía en el Campo Infantil y que después desapareció de allí, en realidad nunca supo cuál fue su destino, y a todas luces parece que Höss no cumplió su palabra.
     La decisión de Sophie, claro está, no es una novela histórica. Pero en su inextricable y caudalosa urdimbre realista (a veces con un dejo de palimpsesto) se observa que William Styron hizo un amplio acopio de documentación bibliográfica e histórica (de ahí toda la abundante gama de nombres propios, de episodios, tácitas fechas y hechos extirpados de la historia, tanto de Europa, como de Estados Unidos). Léase, por ejemplo, un pasaje del esbozo biográfico de Höss, donde figura como el notable descubridor de la eficacia del Zyklon B para masivamente exterminar la plaga de judíos:
     
Rudolf Franz Höss
         “Höss llegó a establecer lo que podría llamarse unas fructíferas —o por lo menos simbióticas— relaciones con el hombre que sería su permanente superior: Adolf Eichmann. Eichmann estimulaba las dotes naturales de Höss, lo que condujo a algunos de los más notables adelantos en die Todentechnologie, la tecnología de la muerte. En 1941, por ejemplo, Eichmann comenzó a darse cuenta de que el problema judío era fuente de intolerables molestias, no solo por la obvia inmensidad de la tarea que se acercaba, sino sobre todo por las simples dificultades prácticas que implicaba la ‘solución final’. El exterminio masivo, llevado a cabo hasta entonces por las SS en unas proporciones relativamente modestas, se efectuaba disparando a las víctimas con armas de fuego —lo que presentaba problemas derivados del simple derramamiento de sangre, la ineficiencia y la poca habilidad de los ejecutores—, o bien mediante la introducción de monóxido de carbono en un espacio herméticamente cerrado, método que era también ineficiente y prohibitivo por el gasto de tiempo que requería. Fue Höss quien, tras observar la eficacia de un compuesto hidrocianúrico llamado Zyklon B cuando se usaba en forma de vapor contra las ratas y los insectos que infestaban Auschwitz, sugirió estos medios de liquidación a Eichmann, quien, según el propio Höss, aceptó la idea en el acto, si bien más tarde lo negó. (No se comprende cómo estos experimentos estaban tan atrasados. Los gases de cianuro ya se usaban en ciertas cámaras de ejecución norteamericanas desde hacía más de quince años.) Höss tomó a novecientos rusos como conejos de Indias y comprobó que aquel gas era adecuadísimo para despachar seres humanos, por lo que a partir de entonces se empleó para eliminar incontables prisioneros de Auschwitz y a recién llegados de cualquier origen, aunque después de primeros de abril de 1943 solo se utilizó contra los judíos y gitanos. Höss fue también un innovador en el uso de técnicas como campos de minas en miniatura con el fin de que estallaran al ser pisadas por los prisioneros que se fugaban o los que rebasaban determinados límites prohibidos, vallas conectadas a corriente de alto voltaje para electrocutarlos y —un capricho del que estaba orgulloso— una jauría de feroces perros alsacianos y dóbermans conocidos por Hundestaffel —algo así como ‘escuadrilla perruna’— que dieron a Höss una mezcla de alegrías y sinsabores (fuente de constante preocupación a lo largo de sus memorias) [‘un volumen llamado El campo de concentración de Auschwitz visto por las SS —publicado por el museo del estado polaco existente hoy en día en el campo de concentración’—], pues los perros, pese a haber sido entrenados en la más feroz persecución de los prisiones, incluyendo el matarlos a mordeduras, se volvían a veces torpes e ingobernables, además de poseer un rara habilidad para encontrar escondidos rincones donde echarse a dormir. En gran parte, sin embargo, sus originales ideas y la fertilidad de su inventiva tuvieron suficiente éxito como para que pueda decirse que Höss —en una perfecta parodia del modo como Koch, Ehrlich, Roentgen y otros alteraron el aspecto de la ciencia médica durante la gran floración científica alemana de la segunda mitad del siglo pasado— llevó a cabo en el concepto global de la muerte masiva una duradera metamorfosis.”  
     Aunado al indisoluble sustrato histórico que trasmina las páginas de La decisión de Sophie, hay pasajes que adquieren visos de novela-ensayo, como cuando Stingo fragmentariamente discute, comenta y disiente sobre lo expuesto por George Steiner, en torno a “los campos de concentración nazis”, en su libro de ensayos Lenguaje y silencio (Language and Silence, 1967). O cuando, al unísono didáctico y narrativo, argumenta sobre el programa Lebensborn:
     
Hitler con niños de raza aria
        “Una de las operaciones más siniestras y menos conocidas de los planes nazis fue el programa Lebensborn [creado en 1935]. Producto del delirio filogenético de los nazis, el Lebensborn (literalmente fuente de vida) fue proyectado para aumentar las filas del Orden Nuevo, al principio mediante la sistematización de un programa educativo y, después, gracias al rapto organizado, en las zonas ocupadas, de niños racialmente ‘idóneos’ que eran enviados al interior de su tierra natal para que residieran en hogares fieles al Führer, con lo que se esperaba que se criasen en una atmósfera asépticamente nacionalsocialista. Teóricamente, esas criaturas tenían que constituir la más pura progenie alemana. Pero el hecho de que muchas de esas jóvenes víctimas fueran polacas es otra medida demostrativa del cínico pragmatismo de los nazis en cuestiones raciales, pues aun cuando los polacos eran considerados infrahumanos y, junto con otros pueblos eslavos, dignos sucesores de los judíos en el plan de exterminio, satisfacían en muchos casos ciertos requisitos de tipo físico: unos rasgos faciales que podían hacerlos pasar por seres de sangre nórdica y, con frecuencia, una piel clara y un pelo rubio que eran el ideal estético de los nazis.
   
Maternidad del Lebensborn
         “El Lebensborn nunca logró el amplio alcance que sus creadores esperaban, pero sí algunos éxitos parciales. Las criaturas arrebatas a sus padres ascendieron solo en Varsovia a las decenas de miles, y la gran mayoría de ellas —rebautizadas con nombres como Karl o Liesel, Heinrich o Trudi y absorbidos por el abrazo del Reich— nunca volvieron a ver a sus familias. Al mismo tiempo, incontables niños y niñas que pasaron con éxito por las pruebas iniciales, pero luego no reunieron las características raciales exigidas por un examen posterior más riguroso, fueron exterminados; algunos, en Auschwitz. El programa, por supuesto, debía ser secreto, como la mayor parte de los abominables planes de Hitler, pero aquella iniquidad no pudo ocultarse por completo. A fines de 1941, en Varsovia, un hermoso niño rubio de cinco años, hijo de una amiga de Sophie que vivía en un piso de la misma casa medio destruida por los bombardeos donde ella se alojaba, desapareció para no volver a ser visto jamás. Aunque los nazis echaron una cortina de humo alrededor del crimen, todo el mundo tuvo clara evidencia, incluso Sophie, de quiénes eran los culpables. Pero aquel hecho, que tanto horrorizó a Sophie en Varsovia —y que le hizo temer que sucediera lo mismo con su hijo Jan hasta el punto de esconderlo en un armario cada vez que oía pisadas sospechosas en la escalera de la casa—, se convirtió en Auschwitz, con todo lo que suponía el Lebensborn, en algo febrilmente deseado por ella. Se lo sugirió una amiga y compañera de cautiverio y, a partir de entonces, lo consideró el único medio del salvar la vida de Jan.”
   
Gueto de Varsovia
       No obstante, vale añadir, que esa “amiga y compañera de cautiverio”, que es Wanda —líder de la Resistencia polaca en Varsovia y en los barracones del campo de concentración de Auschwitz, que moriría allí, torturada y estrangulada—, una noche en su helado departamento, mientras los hijos de Sophie dormían arropados por el intenso frío, y ellas dialogaron en la semioscuridad con un par de judíos de la Resistencia del gueto que, furtivamente y jugándose el pellejo, fueron allí a recoger unas armas decomisadas a los nazis, Wanda —que “conseguía mucha información sobre lo que sucedía en todas partes, lo que permitía saber, ya entonces, que miles de judíos eran transportados a Treblinka y a Auschwitz”—, les mostró unas “fotografías sacadas clandestinamente de Treblinka”. Según le dijo Sophie a Stingo: “Fui de las primeras personas que las vieron y, como todos los demás, al principio no creí que fueran auténticas. Pero ahora lo creo.” 
 
Judíos de la Resistencia
        “Todos nos inclinamos para ver las fotografías”, evoca Sophie. “Al principio no pude distinguir lo que era aquello. ¿Un revoltijo de leños? Sí, parecía una gran masa de pequeños troncos o ramas de árbol. Pero pronto vi de qué se trataba. Era algo increíble: un vagón de carga lleno de cadáveres de niños; una gran cantidad, quizá cien, todos con una rigidez que solo podía ser de la muerte. En todas las fotografías se veía lo mismo: vagones llenos de criaturas muertas, todas rígidas, como congeladas.
“‘Estos niños no son judíos’, explicó Wanda, ‘son criaturas polacas; ninguna de ellas tiene más de doce años. Son algunos de los ratones que no consiguieron sobrevivir en el gran edificio en llamas. Estas fotografías fueron tomadas por unos miembros del Ejército Nacional [de Polonia] que irrumpieron en un apartadero ferroviario entre Zamość y Lublin. En estas imágenes hay centenares de cadáveres, y pertenecen a un solo tren. Había otros trenes en las vías contiguas, todos abarrotados de niños que se estaban muriendo de hambre, de frío o de ambas cosas a la vez. Esto es solo una  muestra. Los que murieron antes que ellos se cuentan por miles’.
 
Niños en Auschwitz
       “Nadie habló. Se podía oír la profunda respiración de todos nosotros, pero nadie decía nada. Por fin Wanda comenzó a hablar, y observé que por primera vez su voz era ronca y vacilante; se notaba en ella el agotamiento y el dolor que sufría la muchacha: ‘Aún no sabemos exactamente el origen de esas criaturas, pero creemos saber quiénes son. Se tiene casi la seguridad de que son niños rechazados del programa de germanización, del Lebensborn ese. Sospechamos que procedían de la región de Zamość. Me han dicho que formaban parte de los miles de criaturas que fueron sustraídas a sus padres para germanizarlos, pero no se juzgaron racialmente apropiadas y quedaron disponibles (es decir, destinadas al exterminio) en Majdanek o en Auschwitz. Pero ni siquiera llegaron allí. En un momento determinado, ese tren, como muchos otros, fue desviado a un apartadero donde se dejó morir a los pequeños en condiciones que pueden ver aquí. Otros, que también murieron de hambre, sufrieron además el tormento de la sofocación en vagones herméticamente cerrados. Solo en la región de Zamość, han desparecido treinta mil criaturas. Miles y miles de ellos han muerto. Eso, Feldshon [uno del par de judíos del gueto], también son asesinatos en masa’. Se pasó la mano por los ojos y luego prosiguió: ‘También quería hablarles de los adultos, de los miles de hombres y mujeres inocentes asesinados solo en Zamość. Pero estoy muy cansada, y siento un principio de mareo. Basta con lo de los niños.’” 



Campo de concentración de Auschwitz-Birkenau





William Styron, La dedición de Sophie. Traducción del inglés al español de Antoni Pigrau. Prefacio de William Styron. Epílogo de Javier García Sánchez. Los ineludibles, Navona Editorial. Barcelona, marzo de 2016. 748 pp. 

*********