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lunes, 11 de marzo de 2024

Pueblo de Dios y de Mandinga



Tiempo de irás y no volverás


Stephen Hawking  in memoriam

Slim vivía en París. Allí, sumergido en un estado catatónico, tuvo una experiencia mística: a través de su cuerpo astral y navegando en la quinta dimensión, vio la destrucción del globo terráqueo: “era como si la tierra fuera un gigantesco tanque séptico, donde hervían y burbujeaban gases nocivos, mientras minúsculas figuras humanas trataban desesperadamente de salvarse agarrándose a balsas de excrementos o arrastrándose por islas de fango maloliente”. 

   Sólo con choques eléctricos el psiquiatra pudo regresarlo; y Slim, lo primero que le espetó a quemarropa fue: “Déjeme en paz”, “¿no se da cuenta que no tengo intención de regresar a este maldito mundo?” 
   Slim es medio científico y bibliófago del sufismo. Sigue pensando que la catástrofe planetaria está cerca, quizá secuela de una guerra termonuclear. Por ello en la Bibliothèque Nationale de París consulta libros de cosmología y geografía. Y luego de ciertos cálculos supone que el nuevo Polo Norte estará en el territorio de lo que todavía es Los Ángeles, California; y que la latitud de la ínsula de Mallorca, en las Islas Baleares, el nuevo Ecuador, asegura la sobrevivencia. 
   Esa es la demencial e insólita razón por la que Slim y Marcia, hace más o menos diez años, llegaron a Deyá, en la isla de Mallorca, el principal escenario de Pueblo de Dios y de Mandinga, novela breve de la escritora nicaragüense Claribel Alegría (Estelí, mayo 12 de 1924-Managua, enero 25 de 2018), publicada en México, en 1985, por Ediciones Era.
 
Claribel Alegría
(1924-2018)
       
         Son los años 70 del siglo XX. El dictador Francisco Franco no tarda en fallecer (muere a los 82 años el 20 de noviembre de 1975). Y Deyá, un pueblito plagado de cerros, con pocos vecinos y ancianos centenarios, está signado por las misteriosas fuerzas que oscilan en una especie de triángulo maldito o sagrado, según se vea: Deyá, Sóller y Fornalutx. Allí los muertos se aparecen y deambulan, los vivos pueden corporificar sus propios fantasmas, el espíritu de un muerto antediluviano puede surgir en el sueño de alguien y hablar con éste; hay videntes, iluminados, encantamientos, maleficios, conjuros, exorcismos, yoguis, gurús, quienes saltan y viajan a través del tiempo, y los que buscan la piedra filosofal. 
En síntesis, ocurren y son posibles las cosas más extrañas y sorprendentes; y es por esto, se dice, que Deyá significa pueblo de Dios, pero también de Mandinga, es decir, del Diablo. 
     Tal novela de la narradora y poeta Claribel Alegría se desarrolla a través de fragmentos capitulares repletos de sucedidos extraordinarios: un cúmulo de fantásticos cuentos breves. Allí se dibujan los rasgos de una fauna numerosa en la que descuellan los personajes célebres: Raimundo Lulio y Robert Graves; pero los otros también tienen lo suyo.
        
Ediciones Era
(México, 1985)

          Claribel Alegría, con dotes de maga y alquimista, escribió Pueblo de Dios y de Mandinga como lo sugiere la asonancia de su nombre: con claridad y alegría. Sus páginas atrapan y parecen poseer las palabras precisas, siempre en simbiosis con su visión lúdica, fantástica, a veces caricaturesca e incluso erudita. Sin embargo, como se vio al inicio de la nota, esto también implica una visión trágica, desencantada y catastrofista del hombre y su destino, que es un síndrome engendrado por la masiva destrucción causada durante la Segunda Guerra Mundial, pero también por otras guerras que ponen en entredicho la ética y el progreso de la civilización no sólo de Occidente: la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil de España, e incluso la Guerra de Vietnam; y allí está la plaga de estrafalarios hippies para evidenciarlo con sus trillados slogans (tácitos en la obra) de “peace and love”, “haz el amor y no la guerra”, y con sus fantaseos comunales, escapismos y búsquedas misticoides por la India, iluminaciones en LSD y en otros alcaloides y yerbas. Es decir, tal síndrome implica las psicosis y las fobias individuales y colectivas que conjeturan la ineludible e inminente destrucción del mundo, lo que también es un eco deformado de antiguos milenarismos, predicciones apocalípticas y mitos del eterno retorno.

         Por el año 1274, Mahmet, un místico sufí, auxiliado por su discípulo Raimundo Lulio, entonces un humilde monje franciscano, hicieron una piedra filosofal, misma que se tragó a éste haciéndolo viajar por el tiempo. Antes de que Slim y Stephen localizaran la antiquísima piedra filosofal en el jardín de Robert Graves, Deyá es un pequeño, romántico e idílico paraíso terrenal: además de los nativos con genealogía muy antigua, quienes son los que preservan las viejas costumbres, los rituales, los mitos y supersticiones, reside allí una pequeña comunidad de advenedizos: intelectuales, filósofos, científicos, músicos, hippies atraídos por la onda de vibraciones, visionarios y otros bichos definidos por su trivialidad: el escritor de noveletas porno que organiza orgías y misas negras; o por su psicosis: la actriz jubilada y solitaria que todas las tardes se viste de largo para conversar con los amigos imaginarios de sus antiguas glorias hollywoodenses, y la veinteañera francesa que se dedica a curar las heridas del mundo colocando vendas sobre las grietas del asfalto. Todos conviven en santa paz, a imagen y semejanza de angelitos alados y mofletudos, pese a los crímenes, accidentes y maleficios que llegan a ocurrir. 
  Marcia fue una flower girl; ante su consubstancial misterio y femenina imantación, Robert Graves le revela su índole arcana y sobrenatural: ella es una hamadríade, es decir, una ninfa de los bosques, por lo que tiene su árbol y su inasible custodio: el espíritu de un arcaico shamán. Marcia, además, es un modelo de fiel compañera intelectual, que escribe su tesis y un montón de cuadernos que en conjunto son su diario: “cuaderno de pobladores autóctonos”, “cuaderno de antropología comparada”, “cuaderno de observaciones personales”, “cuaderno de leyendas locales”, “cuaderno de trabajo” y “cuaderno de residentes extranjeros”. 
   Slim, aparte de sus lecturas sufistas, dizque escribe la novela definitiva de Deyá, pese a que cabalísticamente durante siete años se haya empantanado en el capítulo tres. Como secuela de su pesadillesca experiencia mística en París, agudizada por el magnetismo de Deyá, vive atrapado en una onírica ventana abierta al fluir del tiempo; es decir, que sin que pueda controlarlo, vive y vuelve a vivir el futuro o el pasado como si fuera el presente. 
  Cuando le cuenta tal embrollo onírico y mental a Stephen, éste le confiesa que encontró un manuscrito: Conversaciones con Raimundo Lulio, donde Robert Graves relata que Raimundo Lulio se materializó, habló con él y le dijo que buscaba su monasterio y la piedra filosofal que en el pasado se lo tragó y que desde entonces busca para retornar a su tiempo. Robert Graves lo guió hasta el monasterio y Raimundo Lulio halló la piedra y, a imagen y semejanza de un agujero de gusano, se deslizó por ella. El manuscrito, además, tiene la arcana receta para elaborar la piedra filosofal, que resulta ser una especie de “puente de Einstein-Rosen” o agujero negro de bolsillo, invisible, un laberíntico túnel del tiempo que devora o desaparece cualquier cosa, así sean toneladas de rocas y que puede trasladar a un distraído a épocas lejanas. 
   Stephen es un metalúrgico nuclear y padece de bibliofilia astrofísica. Trabajó en los Estados Unidos en la construcción de la bomba atómica. Su nombre tal vez sea un guiño al físico británico Stephen Hawking, autor del celebérrimo best-seller Breve historia del tiempo (1988) y famoso indagador de los agujeros negros. Stephen, siguiendo la receta, trata de elaborar la piedra filosofal, pero no puede porque no es filósofo ni se halla en estado de gracia. 
   
Stephen Hawking
(1942-2018)
 
      
   Stephen, Slim y Marcia descubren que Robert Graves guarda la antigua piedra que crearon Mahmet y Raimundo Lulio. La tiene en una pequeña jaula, tal si fuera un cachivache inútil, un trebejo que sólo sirve para tragar lo que se le ponga enfrente. Cuando por un risible descuido se les escapa, Stephen calcula que el planeta Tierra se acabará en una semana. 

Los poetas nicaragüenses: Claribel Alegría y Ernesto Cardenal

   Se equivocó, es obvio, pues los humanoides siguen vivitos y coleando. Pero además se hace evidente que la antigua piedra filosofal, atrapada en la jaulita a imagen y semejanza de pajarraco invisible y oculta en el jardín de Robert Graves, era una especie de centro gravitacional. Con su extravío, al triángulo misterioso de la isla se le esfuma la magia y la poesía; la peste de la modernización lo destruye como si destruyera el mundo: extranjeros compran las antiguas casas, instalan fábricas, hoteles para turistas, autopistas, supermercados con letreros luminosos, bancos, discotecas, tiendas, boutiques, los nativos olvidan sus tradiciones y venden las reliquias, los intelectuales huyen, los hippies se pulverizan, los brujos y visionarios desaparecen, y Robert Graves, como en la antesala de la muerte, frente a la destrucción definitiva, se encierra en sí mismo (quizá preludio del Alzheimer que empezó a borrarlo del mapa).
   El agujero negro o piedra filosofal, por su parte, luego de propiciar el Gran Derrumbe de Deyá, queda vagando quién sabe por qué vericuetos y entretelones de la laberíntica red espacio-tiempo; lo que es una latente amenaza, dado que tarde o temprano, al parecer, caerá en el centro del globo terráqueo y lo desaparecerá, por lo menos del presente sistema solar. 
 La esperanza, no obstante, radica en que Marcia, que es hamadríade y posee la sabiduría y el milenario alfabeto de los árboles, en Centroamérica tiene su ceiba (tal vez un cumplido presagio del shamán que en Deyá custodiaba su árbol), pues quizá tal comunión metafísica, secreta, no sea tan incierta, si se piensa en las dimensiones que no se ven, pero que están allí, y en que “el planeta, la bola de tierra”, dice Slim, “es apenas un telón de fondo frente al cual vivimos una serie infinita de realidades”.


Claribel Alegría, Pueblo de Dios y de Mandinga. Ediciones Era. México, 1985. 88 pp.



lunes, 25 de diciembre de 2023

Gaspar, Melchor y Baltasar



        Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno


I de III
En 1980, Michel Tournier (París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016), en Éditions Gallimard, publicó, en francés y en Francia, su novela Gaspard, Melchior & Balthazar; y traducida al español por Carlos Pujol en 1996 apareció en España editada por Edhasa. Se trata, como lo indica el sonoro título, de una obra sobre los legendarios y míticos tres Reyes Magos, cuyo punto nodal es la noche de la Adoración, en un humilde pesebre de Belén, prosternados a los pies de José, de María y del recién nacido Niño Jesús, a quien le entregan, signados por una deslumbrante estrella en el cielo, el oro, el incienso y la mirra.

Narrativas Contemporáneas núm. 147, Edhasa
Barcelona, mayo de 1996
        Michel Tournier, desde luego, no hizo una novela de acérrima fe católica o cristiana, sino una obra fantástica, extraordinaria, libre, caprichosa, repleta de minucias y episodios lúdicos, poéticos y palimpsésticos, en cuyo trasfondo y tesitura circulan y laten una serie de mitos, leyendas, tradiciones, atavismos, supercherías, usos, costumbres, faunas, floras, geografías, arquitecturas, ruinas arqueológicas, historias, libros sagrados y no, Evangelios apócrifos, collages; en este sentido, en su postrero “Post-scriptum” alude cierta bibliografía que alimentó su imaginación y trascribe los versículos de “San Mateo, capítulo 2”, los únicos pasajes de la Biblia donde escuetamente se habla de los Magos de Oriente y su ofrenda.

Michel Tournier
Los tres primeros capítulos de la novela son: “Gaspar, rey de Meroe” (en el actual Sudán), “Baltasar, rey de Nippur” (en el actual Irak) y “Melchor, príncipe de Palmirena” (en la actual Siria). Cada uno traza los rasgos personales y las características biográficas e incidentales de cada majestad y las distintas e intrínsecas razones que los mueven y hacen viajar a Hebrón, donde coinciden —sin antes conocerse ni tener noticia uno de otro ni del Niño que pronto nacerá en un establo de Belén—. Y luego, ya juntos, se encaminan a Jerusalén, donde Herodes, rey de los judíos, los acoge en su palacio, opulento y espectacular lugar en el que impera una atmósfera de terror y sangrienta crueldad. 
Después de diez días de ser huéspedes en su gigantesco palacio, el viejo y enfermo Herodes por fin los recibe en una audiencia y con un fastuoso banquete, donde la voz narrativa y el propio monarca empiezan a esbozar las siniestras y macabras peculiaridades de su genocida, autoritario e intolerante poder (tiene 74 años de edad y 37 en el trono). Posee ojos y oídos por todas partes (incluso bajo las piedras y en los recodos de los caminos), por ende conoce la catadura y las secretas e íntimas pulsiones de los tres soberanos que lo visitan. Herodes ordena que “el narrador oriental Sangali”, con su laúd, les narre una historia sobre “un rey que ya es viejo y que se preocupa por su herencia”; pero ante todo lo amenaza con desorejarlo, si no lo hace reír o si delata “algún secreto de Estado”. Tal historia se titula “Barbadeoro o la sucesión”; es el cuarto capítulo de la novela y es un cuento maravilloso, urdido en la mejor tradición de las narraciones de origen oral compiladas en Las mil y una noches y por ende es sólo una gota de oro del excepcional talento narrativo de Michel Tournier. 
Prosigue el quinto capítulo de la novela: “Herodes el Grande”, que bosqueja el origen marginal y no judío del déspota, su cruento itinerario, su maligna entraña (“la ley del poder: ser el primero en matar a la menor duda”), la infeliz disgregación y eliminación de su consanguínea estirpe, y el hecho de que ya es un viejo achacoso y enfermo. Y dado que no confía en nadie de sus allegados y colaboradores, nombra, con su latente e implícita amenaza asesina, “plenipotenciarios del reino de Judea”, al negro Gaspar, al anciano y culto Baltasar y al joven y desposeído Melchor. Su misión: averiguar el secreto de su sucesión; pues Manahem, su nigromante, además de señalarle la aparición del “astro nuevo y caprichoso” (que desde sus respectivas e íntimas razones y vórtices geográficos siguen Gaspar y Baltasar, pero no Melchor), le habló de “una profecía de Miqueas que sitúa en Belén —pueblo natal de David— el nacimiento del salvador del pueblo judío.” 
“Id allí [les ordena], cercioraos de la identidad y del lugar exacto del nacimiento del Heredero. Prosternaos en mi nombre ante él. Y luego volved para contármelo todo. Sobre todo no dejéis de volver aquí [...] No se os ocurra traicionarme, ¿me oís? Creo haber hablado con mucha claridad esta noche, evocando para vosotros algunos episodios de mi vida. Sí, es cierto, tengo ya la costumbre de que me traicionen, siempre he sido traicionado. Pero ahora vosotros lo sabéis: cuando me engañan, me vengo, y aprisa, sin compasión. Os ordeno... no, os conjuro, os suplico: haced que en el umbral de mi muerte, una vez, una sola vez, no sea traicionado. Hacedme este último óbolo: un acto de fidelidad y de buena fe, gracias al cual no entraré en el más allá con un corazón totalmente desesperado.”
El sexto capítulo de Gaspar, Melchor y Baltasar se titula “El asno y el buey” y es una especie de fábula. Se trata de dos animales privilegiados por Dios, pues a tal buey y a tal borrico les toca, allí en el improvisado y humilde establo de Belén, ser testigos del nacimiento del Niño Jesús (mientras en el pueblo se sucede el censo de los judíos y por lo tanto proliferan los numerosos y efímeros fuereños). “El buey”, su breve preludio, es una especie de proemio donde la omnisciente y ubicua voz narrativa comienza diciendo no sin translúcida, agnóstica y lúdica acritud: “El asno es un poeta, un literato, un charlatán. El buey no dice nada. Es un rumiante, un meditativo, un taciturno. No dice nada, pero eso no quiere decir que no piense. Reflexiona y recuerda. Imágenes inmemoriales flotan en su cabeza, pesada y maciza como una roca. La más venerable viene del antiguo Egipto. Es la del Buey Apis. Nació de una ternera virgen a la que fecundó un trueno. Lleva una media luna en la frente y un buitre en el lomo. Bajo su lengua está oculto un escarabajo. Le alimentan en un templo. Después de eso, ¿verdad?, un pequeño dios nacido en un establo de una doncella y del Espíritu Santo no va a sorprender a un buey.”
Pero el meollo de tal capítulo se lee en lo que “El asno dice”, pues allí, el hablantín y reportero burro, llamado Kadi Chuya (“el sabio que no es nada”), narra ciertos pormenores de la Natividad, como son la aparición del cometa que en el misterio de la bóveda celeste señala e ilumina el sitio exacto del nacimiento (porque en la novela de Michel Tournier la luminosa estrella tiene cauda):
“Y bruscamente, en un momento, se produjo un acontecimiento formidable. Un estremecimiento de alegría irreprimible recorrió el cielo y la tierra. Un rumor de alas innombrables demostró que nubes de ángeles mensajeros se lanzaban en todas direcciones. La paja que nos cubría quedó iluminada por la deslumbrante luz de un cometa. Se oyó la risa cristalina de los arroyos y la majestuosa de los ríos. En el desierto de Judá un leve temblor de la arena cosquilleó los costados de las dunas. Una ovación que ascendía los bosques de terebintos se mezcló con los aplausos ahogados de los búhos. La naturaleza entera exultaba.

Natividad mística (temple sobre lienzo, 1500)
Sandro Botticelli (1445-1510)

Galería Nacional de Londres
“¿Qué había pasado? Casi nada. Se había oído, saliendo de la cálida sombra de la paja un ligero grito, y desde luego aquel grito no era ni del hombre ni de la mujer. Era el dulce vagido de un niño pequeñísimo. Al mismo tiempo una columna de luz apareció en medio del establo, el arcángel Gabriel, el ángel de la guarda de Jesús, ya estaba allí, y en cierto modo tomaba la dirección de las operaciones. Además, la puerta no tardó en abrirse, y se vio entrar a una de las criadas de la posada vecina, que llevaba apoyado en la cadera un lebrillo de agua tibia. Sin vacilar, se arrodilló y bañó al niño. Luego lo frotó con sal, a fin de fortalecerle la piel, y una vez envuelto en pañales, lo tendió a José, quien se lo puso sobre las rodillas, señal de reconocimiento paternal.”
Y además de varias digresiones de sabiondo testigo y clarividente y de otras proverbiales y coloridas anécdotas relativas a la Natividad, el parlanchín borrico testimonia que fue el arcángel San Gabriel quien “convenció a los Reyes Magos para que no fueran a informar a Herodes, y además organizó la huida a Egipto de la pequeña familia”.


El azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado

                                  
II de II
“Taor, príncipe de Mangalore” es el séptimo y último capítulo de Gaspar, Melchor y Baltasar (Edhasa, Barcelona, 1996), novela de Michel Tournier, y se divide en dos partes. En la primera: “La edad del azúcar”, se narran las singularidades personales y biográficas de Taor, joven y caprichoso príncipe de veinte años, aficionado a los dulces y pasteles, cuya madre, la maharaní Taor Mamoré, procura mantenerlo frívolo y alejado del poder que ella ostenta y manipula. Siri Akbar, el esclavo y ambicioso consejero del príncipe Taor, le hace probar “un rahat-lukum de pistacho” (un laborioso cubito de azúcar con sabor a pistache), comprado en un cofrecillo a “unos navegantes árabes”. Tal dulcecillo encandila al joven e infantil Taor y quiere conocer la receta. Así que Siri, previsible, hizo que “dos hombre suyos” se embarcaran con los navegantes árabes en busca de la fórmula. Al cabo de varios meses de navegación y rastreo terrestre, los enviados regresan hasta la costa Malabar, al reino de Mangalore (en la actual India), sin la receta del rahat-lukum de pistacho, pero con dos cosas. Una es la noticia, oída entre los “anacoretas, estilistas y profetas solitarios” de “las tierras áridas de Judea y en los montes desolados de Neftalí”, de “la invención inminente de un manjar trascendente” que creará “el Divino Confitero”, a quien “Se le esperaba incesantemente en el pueblo de Judea, y algunos pensaban, apoyándose en ciertos textos sagrados, que nacería en Belén, un pueblo situado a dos días de camino al sur de la capital, donde había visto la luz el rey David.” La otra es un rústico tarro donde le trajeron al príncipe la golosina con que se alimentan tales ermitaños: “saltamontes confitados en miel silvestre”, que a Taor, tras catar y paladear, le hace decir y repetir en coro con sus rebuznantes súbditos: “El azúcar salado es más azucarado que el azúcar azucarado”. Es así que el joven Taor tiene la idea de una expedición (que aprueba su madre con tal de alejarlo del cetro y del trono) en busca de esas “maravillas que sólo se encuentran en el Occidente”, y de paso quizá hallen el “secreto del rahat-lukum” y algunos otros. Son cinco barcos, cada uno con un elefante, los que acometen esa travesía, esa miliunanochesca aventura que va del puerto de Mangalore al Mar Rojo y luego hasta el puerto idumeo de Elat, donde dejarán los navíos y en una caravana emprenderán la ruta a Belén. 
Son muchos los pormenores de esa aventura, no exenta de peligros y pérdidas (por ejemplo, un barco queda a la deriva con el paquidermo consumido por los quebrantahuesos; la elefanta albina se convierte en diosa de una tribu de baobalíes; otro elefante muere, en el camino a Belén, por el ataque de feroces avispas; y los dos últimos fallecen petrificados por las saladísimas aguas del Mar Muerto). Baste decir que en Etam, en torno a los estanques llamados pilones de Salomón, Taor se encuentra con Gaspar, Melchor y Baltasar, quienes le testimonian sobre quien aún supone “el Divino Confitero”: “Es un niño muy pequeño nacido sobre la paja de un establo, entre un buey y un asno”. Y además de que Melchor le dice que “el arcángel San Gabriel, que hacía de mayordomo del Pesebre”, les recomendó no regresar ni pasar por Jerusalén porque “Herodes albergaba intenciones criminales respecto al Niño”, cada uno le narra lo vivido ante el bebé, la entrega del correspondiente tributo (el oro, el incienso y la mirra) y la incidencia de su divino influjo en la secreta psique y código existencial de cada uno. De modo que tras oírlos, Taor colige que el Niño responde “con exactísima adivinación de nuestra íntima personalidad. Por eso lo que dice a uno en el secreto de su corazón es ininteligible para los demás.” 
Es así que el viejo, opulento y culto Baltasar, rey de Nippur, quien otorgó la mirra (un bloque guardado desde infancia que le regalara el entomólogo Maalek, especializado en mariposas) y quien en contra de la intolerante y violenta religión iconofóbica de su reino (ubicado en las inmediaciones del Éufrates, cerca de la actual Bagdad) por más de 50 años ha sido un coleccionista de arte al que sus fanáticos súbditos recién le destruyeron su museo (el Balthazareum), se propone reconstruirlo, pero no con “obras modernas”, sino con “las primeras obras maestras del arte cristiano”. Y “la primera pintura cristiana” será, le dice, “La Adoración de los Magos, tres personajes cargados de oro y de púrpura que vienen de un Oriente fabuloso para prosternarse en un miserable establo ante un niño recién nacido.” 

La Adoración de los Reyes Magos (óleo sobre tabla, 1504)
Alberto Durero (1471-1528)

Galería de los Oficios de Florencia
      El príncipe Melchor, veinteañero, despojado, desterrado y fugitivo, que depositó “a los pies del Niño la moneda de oro acuñada con la efigie” de su padre, el rey Teodemo (recién envenenado por su tío Atmar, príncipe de Hama), que además, le dice, “Era mi único tesoro, el único documento que atestiguaba mi calidad de heredero de Palmira” (en la actual Siria), le narra que renuncia a tal reino para ir en pos del reino que le “prometió el Salvador. Me retiraré al desierto con mi fiel Baktiar [su tutor y único acompañante a pie]. Fundaremos una comunidad con todos los que quieran unirse a nosotros. Será la primera ciudad de Dios, toda ella recogida en la espera del Advenimiento. Una comunidad de hombres libres cuya única ley común será la ley del amor...”
Por su parte, Gaspar, rey de Meroe (en el actual Sudán), que es de raza negra, muy rico, sujeto de epifanías y observador de secretas visiones fantásticas, quien emprendió el viaje desde su palacio-fortaleza con una caravana de camellos, le testimonia: 
“Al acercarme al Pesebre, deposité en primer lugar el cofrecillo de incienso a los pies del Niño, único ser en verdad que merece ese homenaje sagrado [‘El incienso armoniza con la corona, como el viento con el sol’]. Me arrodillé. Toqué con mis labios mis dedos, e hice ademán de enviar ese beso al Niño. Sonrió. Me tendió los brazos. Entonces supe lo que era el encuentro total del amante y del amado, esa veneración temblorosa, ese himno de júbilo, esa fascinación maravillada.
“Y había algo más que para mí, Gaspar de Meroe, sobrepasaba a todo en belleza, una sorpresa milagrosa que la Sagrada Familia evidentemente había preparado pensando tan sólo en mi llegada.”
Y esto es que Gaspar, nativo de la desértica África negra en las inmediaciones del Nilo, ve un “Jesús negro”, un bebé africano de nariz chata, hijo de María y José, que son blancos. Pero el efecto es que inducido por esa “primera lección de amor cristiano”, decide brindarles la libertad a una pareja de rubios y blancos fenicios, esclavos suyos, prisioneros en su fortaleza (donde en su harén tiene 17 mujeres negras), tras descubrir que no eran hermanos y que ella, Biltina, lo engañaba y traicionaba con él. Doloroso y ferviente amor no correspondido (Biltina, además, vomita de asco tras la primera cópula), que fue el leitmotiv que le hizo emprender, como una especie de terapia, la expedición en pos del cometa, el astro cabelludo, con “melena dorada”, del que le habló y señaló Barka Mai, su astrólogo de cabecera, quien oyó el anuncio de un viajero llegado “de las fuentes del Nilo”.  
Al día siguiente, Taor, que dice entender poco de los propósitos de cada monarca (“El arte, la política y el amor”), toma el camino a Belén con su caravana, porque supone que el Niño tiene una respuesta sólo para él (“El Niño me espera con su respuesta ya preparada para el príncipe de lo azucarado, que acude a él desde la costa de Malabar”). Y ya en Belén, con su séquito (quedan dos elefantes que asombran a la alharaquienta prole de chiquillos callejeros), el posadero que dio cobijo a José y a María en un improvisado y aledaño establo le informa que, tras el “censo oficial”, la pareja, con el bebé, debió tomar el camino “a Nazaret, de donde habían venido”. Pero “la moza de la posada”, que asistió el parto, le dice que los oyó decir “que iban a descender hacia el sur, en dirección a Egipto, para escapar a un gran peligro del que alguien les había avisado”. Taor se acuerda de la amenaza de Herodes y Siri Akbar, a quien le urge el regreso, le recomienda tomar “a la vez la dirección de Elat y la de la huida de la Sagrada Familia”. 
Pero ya a esas alturas del viaje, Taor ha madurado lo suficiente para deducir que “El Salvador no es como nosotros suponíamos”, que no se trata del Divino Confitero al que iban a ofrendar con las golosinas que llevan consigo. Así que antes de partir, decide deshacerse de toda esa carga organizando un gran banquete para los niños de Belén mayores de dos años. “En el bosque de cedros que domina la ciudad”, levantan un campamento y sus pasteleros y confiteros preparan esa merienda nocturna, cuyo meollo de las delicias es el pastel gigante que transportan cuatro hombres en una camilla, “obra maestra de la arquitectura repostera”, pues “estaba formado por almendrado, mazapán, caramelo y fruta escarchada, una fiel reproducción en miniatura del palacio de Mangalore, con estanques de jarabe, estatuas de membrillo y árboles de angélica. Ni siquiera habían olvidado a los cinco elefantes del viaje, modelados en pasta almendrada con colmillos de azúcar cande.”
Cuando el festín está en su apogeo y los chiquillos se dan la gran vida, oyen “el eco lejano de un gran clamor doloroso que venía de la invisible aldea” de Belén. Y es el esclavo Siri Akbar, “irreconocible, manchado de ceniza y de sangre, con las vestiduras desgarradas”, el que llega y le informa: “Hace una hora que los solados de Herodes han invadido la aldea, y matan, matan, matan sin compasión”. “Parecen tener órdenes de no dar muerte más que a los niños varones de menos de dos años.” 


La matanza de los inocentes
, según un códice del siglo X
     Y con tal convite y sangrienta matanza concluye para Taor, príncipe de Mangalore, “el fin de una edad, la del azúcar”.



Era agua dulce, la primera gota no salada que bebía

                                  
III de III
La última y segunda parte del séptimo y último capítulo de Gaspar, Melchor y Baltasar (Edhasa, Barcelona, 1996), novela de Michel Tournier, se titula: “El infierno de la sal” y es un descenso al fondo del laberíntico, subterráneo, espeluznante, salino y oscuro infierno. “En Belén —dijo sombríamente Siri— franqueamos las puertas del Infierno. Desde entonces no dejamos de adentrarnos en el Imperio de Satán.”


La matanza de los inocentes
        Después de la sádica y horrenda matanza en Belén de los niños menores de dos años “ejecutada por la legión cimeria de Herodes, un cuerpo de mercenarios de roja pelambrera”, el esclavo Siri Akbar, ansioso por regresar al puerto de Elat (donde se hallan los restantes cuatro navíos de la expedición que partió de la costa de Malabar, precisamente del puerto de Mangalore), le sugiere al príncipe Taor, que para eludir “las guarniciones militares de Hebrón y de Beersheba”, tomen el camino hacia la “aridez del desierto de Judá y de las estepas del Mar Muerto”. 
Y es allí, en los saladares del Mar Muerto (“que el profeta llamó ‘el gran lago de la cólera de Dios’), donde erigen un efímero campamento y mueren, tras bañarse en las mortíferas y saladas aguas, los dos últimos paquidermos (“dos enormes hongos de sal en forma de elefante se habían añadido a las demás concreciones salinas que llenaban la playa”). 
Luego de varios días de caminar en tal ámbito solitario y deletéreo, llegan a un paraje de “acantilados gigantescos perforados por grutas, algunas de las cuales [tiempo ha] habían debido de estar habitadas.”
Y más adelante, donde las “orillas del lago [el Mar Muerto] se iban acercando”, arriban a una magnífica ciudad desierta que parece haber sido “fulminada en un instante”. “Ni un ruido, ni un movimiento despertaban a esa inmensa necrópolis”, que Siri califica como el “último círculo del infierno”. En el resto de un altar de piedra de un derruido templo, Taor ordena y proclama la libertad de su séquito: “Esclavos, os doy la libertad”. Y durante la noche, mientras duermen en los escombros de una quinta, Taor ve, entre el sueño y la vigilia, a un hombre alto, con ropas negras seguido por un hombre desnudo, despellejado y teñido de rojo sangre y con un “pesado bastón en la mano”. El hombre de negro los hojea con una linterna y les da la socarrona bienvenida. “¡Nobles extranjeros —dijo—, sed bienvenidos en Sodoma!” 
Tras el amanecer y haber percibido y oído una ferviente y apresurada actividad nocturna en las calles de Sodoma, Taor advierte que sus hombres, ahora libertos, se han marchado a hurtadillas y que sólo resta uno: Draoma, que también se hubiera ido, pero por ser el “tesorero-contable de la expedición”, tuvo que quedarse porque está obligado a rendir cuentas a la maharaní Taor Mamoré, madre del príncipe. 
Ya en camino y por “el sur de la ciudad” los atrae un rumor en una explanada donde, en una caravana de camellos que transportan sal, un hombre, a instancias a otro que lleva “anudado a la cintura el rosario de calcular de los mercaderes”, es detenido y llevado “ante el juez de los miércoles”, pues por sus deudas, será juzgado y condenado a las minas de sal. Taor y Draoma se introducen entre la multitud que mira el subterráneo y perentorio juicio. El príncipe observa que el acusado tiene mujer y cuatro hijos pequeños. Levanta la mano y solicita pagar la deuda. El juez y el mercader convienen en que 33 talentos la saldan. Taor ordena a Draoma que pague, pero el dinero resulta mínimo. La gente se ríe de él. Taor vuelve a pedir la palabra; y dado que es joven (tiene 20 años) y fuerte y no tiene familia, se ofrece para cumplir la condena. El juez acepta. El acusado celebra la libertad con sus seres queridos y los verdugos empiezan a colocar grilletes en los pies de Taor, quien se despide de Draoma y le indica que se lleve el resto del dinero y que allá, en el reino de Mangalore (en la actual India), no diga nada de lo ocurrido. Cuando éste ya se ha marchado, Taor, cándido e ignorante, le pregunta al juez, quien “ya estaba estudiando el legajo de otro asunto”, por el tiempo que necesita un preso salinero para pagar 33 talentos. La respuesta literalmente lo derrumba y deja inconsciente: “¡Pues nada más sencillo de calcular, treinta y tres años!”
A partir de ese momento los días y las condiciones físicas de Taor se hacen auténticamente infernales. Michel Tournier, con su extraordinario poder imaginativo y narrativo (magnético, muy visual, y repleto de múltiples menudencias y detalles), cuenta las mil y una peripecias de ese avérnico y doloroso drama, salpimentado por las descripciones de las subterráneas galerías y de las orillas del Mar Muerto (en cuyas mortíferas aguas se realiza una letal pesca) y por los relatos de los atavismos, las costumbres y la vida social de los sodomitas (“la sodomía gozaba de particular favor entre las mujeres”). Primero porque ese subterráneo laberinto de minas salineras (97 minas, cuya carga transportan “las dos caravanas que cada semana salían de Sodoma”) se halla precisamente bajo las calles y construcciones de esa “ciudad maldita”, donde todos son sodomitas, “habitantes secretos”, ignorados por sus vecinos (en “virtud de una convención tácita”), “supervivientes de una población exterminada por el fuego del cielo mil años atrás”, quienes rinden culto a una fémina: “la esposa de Lot”, “aquel sodomita, que había renegado de su ciudad y elegido el bando de Yahvé, y que luego había sido embriagado y violado por sus propias hijas”.
Taor, porque así es la regla carcelaria, es recluido en una celda individual para evitar “la gran crisis inicial de la desesperación”. Encierro que puede durar “de seis días a seis meses”; al preso, además, “Si era necesario, le alimentaban a la fuerza por medio de una cánula”. Y más aún, “el salinero no debía volver a ver la luz del sol antes de cinco años” y la dieta de siempre se limita a dos invariables cosas: “salazón de pescado y agua salobre”. Y es ahí donde “Taor, —el príncipe del azúcar— fue donde tuvo que hacer la reforma más penosa de sus gustos y costumbres. Desde el primer día tuvo la garganta inflamada por una sed ardiente, pero aún no era más que una sed de garganta, localizada y superficial. Poco a poco desapareció, pero para ser sustituida por otra sed, menos dolorosa quizá, pero más profunda, esencial. Ya no eran su boca y su garganta las que reclamaban agua dulce, era todo su organismo, cada una de sus células que sufrían una deshidratación fundamental y se reunían en un clamor silencioso y unánime. Sabía bien que esa sed, cuando la oía surgir en su interior, iba a necesitar todo el resto de su vida para saciarse, si le ponían en libertad antes de su muerte.”
“La mina”, dice la omnisciente y ubicua voz narrativa, “no deja fácilmente a los que la sirven. El fuerte sol, al cual aquellos hombres ya no estaban acostumbrados, les quemaba la piel y los ojos, y tenían que volver a la penumbra subterránea con lesiones cutáneas o una oftalmia incurables. El colmo de la degeneración era adaptarse a la degeneración hasta el punto de que cualquier mejora resultaba imposible. Bajo la acción permanente de la humedad saturada de sodio, algunos mineros veían cómo su piel de desgastaba, se hacía más delgada, hasta convertirse completamente diáfana —como la que recubre una herida recién cicatrizada—, y eso les hacía parecer despellejados. Les llamaban los hombres rojos, y uno de ellos era el que había visto Taor la noche en que llegó a Sodoma. Generalmente iban desnudos —porque no soportaban ninguna ropa, y menos aún las de la mina, que debido a la sal eran muy ásperas—, y si se aventuraban a salir al exterior era en plena noche, por horror al sol. Sin duda debido a sus orígenes indios, Taor no conoció esa excoriación general, pero sus labios se apergaminaron, la boca se le resecó, los ojos se le llenaron de purulencias que no dejaban de supurar a los largo de las mejillas. Al mismo tiempo veía desaparecer su vientre, y el cuerpo se le convirtió en el de un viejo encorvado y encogido.”
Pasan los años y durante una breve semana, Taor tiene por compañero de celda a un tal Cleofante, “oriundo de Antioquía de Pisidia, ciudad de la Frigia gálica”, quien se dice “confitero de oficio” y “especialista en dulces orientales”. Una noche, Taor le pregunta por el rahat-lukum; y Cleofante, que es hablantín y detallista, les explica el proceso de elaboración de esa delicia, incluida la variedad del “rahat-lukum con pistacho”, que otrora incitó al príncipe de Mangalore a emprender su lejana expedición en busca del Confitero Divino.
Pero el encuentro trascendental en las infernales minas de Sodoma le ocurre a Taor cuando ya ronda los 33 años de su pena carcelaria. Dema, un pescador “oriundo de Merom, a orillas del pequeño lago Huleh que atraviesa el Jordán”, quien sólo estuvo allí un breve tiempo, “hizo una alusión incidental a cierto predicador al que había oído a orillas del lago de Tiberíades y en los alrededores de la ciudad de Cafarnaúm, y al que las gentes solían llamar el Nazareno”. Tras oírlo, Taor “comprendió que se trataba del mismo a quien no había podido encontrar en Belén, y por quien se había negado a regresar con sus compañeros”.
A través de las anécdotas que recita Dema con “las palabras del Nazareno”, Taor se entera de los milagros que ha hecho y oye los proverbios que ha esparcido y siente “que sin duda alguna era el mismo Jesús quien se dirigía a él por medio del pescador de Merom”. 
“Dijo: ‘Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra’.
“—¿Qué más dijo? —preguntó Taor en voz baja.
“—Dijo: ‘Bienaventurados quienes tienen sed de justicia porque ellos serán saciados’.
“Ninguna frase podía dirigirse más personalmente a Taor, el hombre que sufría sed desde hacía tanto tiempo para que se hiciera justicia. Suplicó a Dema que repitiera una y otra vez aquellas mismas palabras en las que se contenía toda su vida. Luego dejó que su cabeza reposara hacia atrás, apoyándola en la pared lisa y malva de su nicho, y entonces se produjo un milagro. ¡Oh, un milagro discreto, ínfimo, del que sólo podía ser testigo Taor!: de sus ojos corroídos, de sus párpados purulentos cayó una lágrima, que rodó por su mejilla y luego cayó en sus labios. Y probó el sabor de aquella lágrima: era dulce, la primera gota de agua no salada que bebía hacía más de treinta años.”
Poco después muere Dema y Taor es liberado. Pobre, disminuido y maltrecho se dirige a pie en pos de Jesús. Al duodécimo día llega a Betania preguntando por él. Y aún le toma otro tiempo para llegar a Jerusalén de “noche cerrada”. Pero como era la noche en que los judíos celebran la Pascua, le abrieron las puertas donde tocó y preguntó por “la casa de José de Arimatea”, donde Jesús, con sus amigos, se había reunido. Pero Taor llegó tarde: “La sala estaba vacía”: “Sobre la mesa quedaban también pedazos de aquel pan si levadura que los judíos comen en esa noche en recuerdo de la salida de Egipto de sus padres.”
“Taor sintió vértigo: ¡pan y vino! Alargó una mano hacia una copa y la alzó hasta sus labios. Luego cogió un trozo de pan ácimo y lo comió. Entonces se precipitó hacia adelante, pero sin llegar a caer. Los dos ángeles que velaban por él desde su liberación lo sostuvieron con sus grandes alas, mientras el cielo nocturno se cubría de inmensos fulgores, se llevaron a aquél que después de haber sido el último, el que siempre llegaba con retraso, acababa de ser el primero en recibir la eucaristía.”

Michel Tournier
(París, diciembre 19 de 1924-Choisel, enero 18 de 2016)


Michel Tournier, Gaspar, Melchor y Baltasar. Traducción del francés al español de Carlos Pujol. Serie Narrativas Contemporáneas núm. 147, Edhasa. Barcelona, mayo de 1996. 272 pp.


miércoles, 6 de diciembre de 2023

Smoke & Blue in the face

El acto de leer y contar, el punto zen y lo único

 

I de III

El día de la Nochebuena de 1990, en San Francisco, California, Wayne Wang, director de cine de origen chino, leyó en el New York Times el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, escrito por el norteamericano Paul Auster, a quien no conocía ni como lector ni en persona. Pero el texto lo emocionó y le gustó tanto, que se propuso leer sus libros y sobre todo hacer una película basada en tal relato. En mayo de 1991, Wayne Wang visitó a Paul Auster en su estudio de Park Slope, el barrio neoyorquino en Brooklyn, donde entonces residía el novelista desde hacía más de quince años. Tal visita incluyó un tour repleto de relatos y leyendas que le contaba Paul Auster sobre la urbe, el barrio y su gente. Un almuerzo en el Jack’s, el restaurante donde Auggie Wren le narra el Cuento de Navidad al Paul del relato que publicó Paul Auster en el New York Times; y entre otros ejemplos de futuras localizaciones extraídas del cuento, una visita al verdadero estanco ubicado en el centro de Brooklyn que inspiró al verdadero Paul, sitio donde el escritor suele adquirir sus latas de Schimmelpennincks, los puritos holandeses que le place fumar. 

     


        Pero lo más importante es que a partir de tal encuentro empezaron a concebir el proyecto que, no sin vicisitudes, derivaría en lo que es la película Smoke (1995), guionizada por Paul Auster y dirigida por Wayne Wang filme que en la Berlinale de ese año obtuvo el Premio Especial del Jurado y al año siguiente el Premio Independent Spirit al Mejor primer guion— y que suscitó el rodaje de Blue in the face (1995), codirigido por Wayne Wang y Paul Auster, en base a ciertas “Notas para los actores” escritas por éste, las cuales sirvieron de arranque para las libres interpretaciones y espontáneas improvisaciones hechas por el reparto notable por los sucesivos e instantáneos cameos, lo que suscitó que Peter Newman, uno de los productores, la calificara de “un proyecto en el que los internos asumen la dirección del manicomio”.  

 

Wayne Wang, Harvey Keitel y Paul Auster

Smoke & Blue in the face, p. 208


          Entre el reparto de Blue in the face figura Harvey Keitel, quien en Smoke también caracterizó a Auggie Wren, el dependiente de la tabaquería; Mel Gorham, repitiendo a Violet, que ya no es la ligue latina de Auggie, sino la mujer con quien sale; Victor Argo, de nuevo en el papel de Vinnie, el dueño del estanco donde despacha Auggie; y entre los que no estuvieron en Smoke: el guitarrista, compositor y cantante Lou Reed, monologando (en el sitio que le corresponde a Auggie tras el mostrador) una serie de hilarantes razones y sinrazones de índole existencialoide y pseudofilosóficas; Madonna, en un fugaz aleteo de cantarina-mensajera; y el cineasta Jim Jarmusch, notorio en su papel de Bob, el fotógrafo que asiste al estanco para fumarse con Auggie su último cigarrillo; pero sobre todo por ser el director de Extraños en el Paraíso (1984), Bajo el peso de la ley (1986), Hombre muerto (1995), Coffee and Cigarettes (2003), entre otros filmes.

 

Harvey Keitel y Jim Jarmusch

Smoke & Blue in the face, p.245


         Y si una detallada enumeración de los participantes implica citar a Harvey Wang, fotógrafo que filmó una serie de secuencias documentales en video súper 8, de cuyas imágenes varios fragmentos fueron insertados entre el total de fragmentarias secuencias que conforman la película, tampoco es posible ignorar a Christopher Ivanov, el montador, a quien Paul Auster reivindica diciendo: “Wayne y yo pasamos incontables horas en la sala de montaje con Chris, probando docenas de ideas diferentes en una conversación triangular continuada, y su energía y paciencia fueron inagotables. En todos los sentidos de la palabra, él es coautor de la película.”

       

Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama, 3ª ed.,
Barcelona, noviembre de 1996

         
En este sentido, el libro Smoke & Blue in the face, profusamente ilustrado con anónimas fotos y fotogramas en blanco y negro
—cuya primera edición de Anagrama data de noviembre de 1995 (el mismo año que en Nueva York apareció en inglés coeditado por Hyperion y Miramax)— inicia con un prólogo en el que Wayne Wang alude su descubrimiento de Paul Auster, el inicio de la amistad, y su consecuente y mutua colaboración en ambos filmes. Y enseguida el libro se divide en los dos principales apartados: Smoke y Blue in the face.  

 

Lou Reed

Smoke & Blue in the face, p. 221

        La sección de Smoke comprende tres partes: “Cómo se hizo Smoke”, una entrevista a Paul Auster realizada por Annette Insdorf, “Catedrática del Departamento de Cine de la Escuela de las Artes de la Universidad de Columbia y autora de François Truffaut”; Smoke, el guion escrito por Paul Auster, precedido por los créditos de la película, pese a que el filme y el texto difieren; y el “Cuento de Navidad de Auggie Wren”, que el narrador escribió en 1990 para el New York Times.

     

Cintillo

           
La sección de Blue in the face también comprende tres partes: “Esto es Brooklyn. No seguimos el reglamento”, un prefacio de Paul Auster en el que bosqueja ciertos incidentes y anécdotas que dieron origen a este divertimento fílmico que, sin ser continuación de Smoke, está intrínsecamente emparentado, tanto por el hecho de que el estanco
el sitio donde despacha Auggie Wren es la locación principal (el interior o la esquina que da a la calle) y por ende donde se desarrollan la mayoría de las azarosas, fragmentarias, delirantes y risibles secuencias que la constituyen, como por la circunstancia (ya mencionada) de que varios de los actores que estuvieron en el anterior reparto, repiten la caracterización que les correspondió. En este sentido, si Blue in the face es “un buñuelo relleno de aire, una hora y media de canciones, bailes y disparates”, “un himno a la gran República Popular de Brooklyn” según la define Paul Auster, la tabaquería donde despacha Auggie, ubicada en la víscera cardiaca de tal sector neoyorkino, es una bufa y distendida idealización de la vida cotidiana en Brooklyn y de los destinos cruzados que se dan cita en el estanco; es decir, sin la crudeza, la violencia y la marginación que se fermenta y empantana por allí.

     

Smoke & Blue in the face, p. 303

         La segunda parte correspondiente a la sección Blue in the face, son las “Notas para los actores” escritas por Paul Auster, divididas en dos segmentos: “Julio” y “Octubre”; lo cual alude el hecho de que las escenas fueron rodadas durante tres días de cada mes. Cada una de las “Notas para los actores”, ya sea que haya sido suprimida en el filme o no, está acompañada, al pie, por una serie de anecdóticos comentarios del mismo Auster, escritos después de realizada la película. Y por último, con los créditos por delante, figura la transcripción del filme Blue in the face; es decir, de lo pergeñado entre el guionista (que aquí, pese a él, se revela como un creador de gags), los directores, actores, fotógrafos, montador, etcétera.

       

Paul Auster y Wayne Wang

Smoke & Blue in the face (Anagrama, 1996)
p. 217

          
Es evidente que a través de la entrevista a Paul Auster
—Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006—, de los prólogos, los guiones, las notas y los comentarios, se desvelan y comprenden algunos intríngulis que oscilan alrededor y detrás de los procesos de rodaje y montaje y del resultado final de ambos filmes, como es, en Smoke, la relevante particularidad del Cuento de Navidad que en el Jack’s le narra Auggie Wren al escritor Paul Benjamin (el alter ego de Auster que también tiene su estudio en Park Slope y que fue caracterizado por William Hurt) para que éste lo publique en el New York Times, cuyas retrospectivas imágenes en blanco y negro y la voz en off de Auggie, serían, según el guion, intercaladas entre el diálogo que tête à tête sostienen en el Jack’s. (Vale observar, entre paréntesis, que Benjamin es el segundo nombre de Paul Auster y el pseudónimo con que en 1976 publicó su primera novela: Juego de presión.) Pero luego las dificultades para sincronizar el alterno montaje de los fragmentos de ambas secuencias paralelas, hizo que primero se montara la secuencia de la charla en el restaurante y después sin la voz en off de Auggie, pero con una rolita de Tom Waits de fondo: Innocent when you dream (78), la retrospectiva secuencia en blanco y negro de las escenas del Cuento de Navidad que a Paul Benjamin le relata Auggie Wren.

II de III

Tanto Wayne Wang, como Paul Auster, narran que desde el primer día que se vieron y deambularon por Brooklyn tuvieron la certeza de que iban a ser grandes amigos. Quizá esto fue una especie de elemento premonitorio y de buen augurio que signó el hecho de que en la trama de Smoke, pero también en la de Blue in the face, la calidez humana y el valor de la amistad tienen gran trascendencia. Si no hubiera sido así, el papel de Auster en Smoke hubiera concluido con su guion; es decir, en contra de la costumbre siguió de cerca el rodaje y el montaje, tanto, que el hecho de estar ahí y de meter su cuchara una y otra vez, es una de las razones por las que él y Wang empezaron a pergeñar el plan y las notas de lo que luego sería Blue in the face. La atmósfera amistosa, según Auster, se hizo extensiva entre el equipo de producción y el reparto. (Daniel Auster, el hijo que el escritor y guionista tuvo con la escritora Lydia Davis, su primera esposa, hizo un fugaz cameo como ladrón de libros.) Así, cabe decir que la cálida complicidad de Siri Hustvedt, la segunda esposa de Auster desde 1981, también está presente en las ideas que dieron origen al primer guion de Smoke que escribió el novelista, y detrás del cuestionario de Blue in the face ubicado en la secuencia denominada “Fundación Bosco”, concebida en un momento en que Paul Auster sentía que el cansancio lo había dejado sin una gota de creatividad.

     

Smoke & Blue in the face, p. 49

            En principio Smoke es una celebración del acto de fumar, marcada por la circunstancia de que los personajes (no todos fumadores empedernidos) se dan cita en ese minúsculo recodo de Brooklyn: el estanco donde despacha Auggie Wren. Esto es así, pese a que no falta algún sesgo moralista en contra de tal placentero y pernicioso hábito, como es, por ejemplo, el que encarna Vinnie, el dueño de la tabaquería, que ya lleva dos infartos, pero que sin embargo no puede dejar sus adorados puros. “Estos cabrones me matarán cualquier día”, dice, llevándose una buena dosis. O el que corporifica el propio Auggie en una escena que se lee en el guion (eliminada en la película), donde al disponerse a proseguir su lectura de Crimen y castigo, en obvia connotación con el título, sufre un ataque de “tos de fumador profunda y prolongada. Se golpea el pecho. No le sirve. Se pone de pie, aporreando la mesa mientras el ataque de tos continúa. Empieza a tambalearse por la cocina. Maldiciendo entre jadeos. Movido por la rabia, tira todo lo que hay sobre la mesa: vaso, botella, libro, restos de la cena. La tos se calma, luego vuelve a empezar. Él se agarra al fregadero y escupe dentro.”

       

Mira Sorvino

Smoke & Blue in the face, p. 20
4

          En cuanto a que la calidez humana y el valor de la amistad es un ingrediente cualitativo que se desliza y trasmina a lo largo de Smoke, esto se puede observar en las siguientes particularidades: Auggie Wren no es un tipo del todo ejemplar: hace alrededor de diecinueve años robó una alhaja para Ruby MacNutt, su único verdadero amor; fechoría que lo obligó a renunciar a la universidad, abandonándose, a través de la marina, durante cuatro años en el azar de la guerra, con tal de no ir a la cárcel. Y otro de sus latrocinios, según dice, data de 1976, cuando se hizo de su primera y única cámara fotográfica; y en 1990
el presente hace lo posible por vender al margen de la ley (o sea: de contrabando) varias cajas de puros cubanos. No obstante es, con todo y su humor negro y su cáustica lengua bífida y aceitada, un buenazo, un tipo de buen corazón y sin grandes aspiraciones. Sin necesitarlo, tiene empleado a Jimmy Rose, un disminuido mental que aporta ciertos cómicos matices. Por hacerle un gratuito favor al escritor Paul Benjamin emplea, también sin necesitarlo, a Rashid, un negro de diecisiete años. Ruby MacNutt, la citada ex mujer de Auggie que otrora lo traicionara con otro, le llega, después de dieciocho años y medio de no verla, con el cuento de que él es el padre de Felicity, una joven de dieciocho años que subsiste en un mísero agujero no muy lejos de allí enfrascada con un inepto y lo peor: con un embarazo de cuatro meses y sujeta al infierno del crack. No obstante, Auggie, después de varios estiras y aflojas, de ciertos giros inesperados y de intuir que Felicity no es su hija, no duda en donarle a Ruby MacNutt cinco mil dólares en efectivo, quizá para la efímera recuperación de la chica en una clínica de desintoxicación; cantidad que representa la única fortuna que poseía, un ahorro de tres años, con la que tal vez hubiera podido reactivar o potenciar su contrabando de puros cubanos.

         

Smoke & Blue in the face, p. 82

           
En este sentido, sólo por pasar un buen rato y por celebrar y ayudar a un amigo que no halla el tema y la resolución de un relato, Auggie Wren le narra a Paul Benjamin el Cuento de Navidad que éste necesita escribir para su inminente publicación en el New York Times. Y sea el relato verdad o mentira, o una mezcla de ambas cosas, en éste, Auggie, donde también es protagonista, por igual es un buenazo que no se raja con la policía cuando un negro mozalbete se roba del estanco unas revistas de mujeres desnudas; esto sólo por el hecho de conmoverse y deducir, a través de ciertas fotos infantiles y de la licencia de manejo que halla en la cartera que el ladronzuelo dejó caer en su apresurada huida, que se trata de “Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte”. 

         

Smoke & Blue in the face, p. 157

         Y cuando el mero día de Navidad por fin decide devolverle la cartera, guiándose por la dirección de la licencia, y quien le responde desde el interior y le abre la puerta es la abuela Ethel
una anciana ciega, se deja llevar en un juego de mutua complicidad y mutuos aparentes engaños, cuyo trasfondo implica hacer lo posible aportando víveres, calidez, ternura y muchos cuentos para que la abuela Ethel pase una buena tarde y una agradable cena de Navidad, pese a que Auggie, al ver en el baño un grupo de seis o siete cámaras fotográficas de 35 milímetros (robadas, sin duda), no puede eludir la tentación de robarse una.

       

Smoke & Blue in the face, p. 42


        
Rashid, el negro adolescente que casi sin pensarlo hurtó el botín (¡cinco mil ochocientos catorce dólares!) de un par de verdaderos y peligrosos delincuentes, sin que se lo pidan, salva al distraído de Paul Benjamin de morir atropellado o de convertirse en un tullido o en un imbécil vegetal. Paul Benjamin, para corresponderle, le invita unas limonadas y le da cobijo en su departamento de Park Slope, pese a que después de tres noches ya esté harto de que la presencia del negro trastoque su intimidad y su tiempo de escritor. Sin embargo, más adelante no elude la posibilidad de ayudarlo a resolver sus problemas personales y familiares, y ante los rateros que de pronto, al buscar a Rashid para recuperar el botín, le propinan una golpiza marca diablo; es decir, Paul Benjamin resiste el embate y no delata al negro.

 

Smoke & Blue in the face, p. 305

          Pero es ante el infortunio de Auggie Wren donde se hace todavía más patente el valor de la amistad. Auggie, sin necesitarlo y por apoyar a ambos, le dio empleo a Rashid en el estanco. El negro, absorto en la contemplación de una revista porno, provoca que Auggie pierda, por un derrame de agua, sus cajas de Montecristos, los puros cubanos con los que pretendía doblar su inversión de cinco mil dólares, su única fortuna ahorrada en tres años. Paul Benjamin, al enterarse y pese a que Rashid alega que el botín confiscado a los vándalos constituye todo su futuro, lo induce a entregarle a Auggie cinco mil dólares, de ese botín, para saldar la pérdida de las cajas de puros. “Mejor conservar a los amigos que preocuparse por los enemigos”, le dice. “Ahora tienes amigos, ¿recuerdas? Pórtate bien y todo saldrá bien.”

III de III

Pero también Smoke es una celebración del acto de leer y contar en forma hablada y escrita. Auggie Wren, pese a ser un simple empleado de un estanco de barrio, siempre está leyendo un buen libro; el de Dostoievski, por ejemplo. Pero además, como pícaro y maestro del improvisado y evanescente cuento oral, inventa eróticos prodigios sobre los puros a un ingenuo e inminente papá (escena suprimida en la versión fílmica). “Una mujer es sólo una mujer, pero un cigarro puro es fumar”, le recita al despedirlo asegurándole que son “inmortales palabras de Ruyard Kipling”. “¿Qué quiere decir eso?”, le pregunta el joven papá. “Ni puta idea. Pero suena bien, ¿no?” Es la respuesta.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 36

       Pero lo más notable es el
Cuento de Navidad que Auggie Wren le narra y le regala a Paul Benjamin en el Jack’s, cuyo origen e intríngulis, ya lo apuntó el reseñista de marras, resulta ambiguo: entre la posible mentira y la probable verdad. Ante tal equívoco, Paul Benjamin le canta: “La mentira es un verdadero talento, Auggie. Para inventar una buena historia, una persona tiene que saber apretar todos los botones adecuados. (Pausa) Yo diría que tú estás en lo más alto, entre los maestros.” Calificación superlativa que no tarda en ganarse el negro Rashid, pues todo el tiempo se la pasa cambiándose de nombre y contando mil y una mentiras que son viles y vulgares cuentos de nunca acabar; pero además, como lector, se devora Las misteriosas barricadas, de Paul Benjamin. Y dado que es un dibujante nato, el día que cumple sus 17 añotes escoge de regalo varios libros con imágenes de Rembrandt y Edward Hopper, y las cartas de Van Gogh. Cyrus Cole, por su parte, le narra a Rashid la historia de la pérdida de su brazo izquierdo como si fuera una parábola religiosa y moralista. Paul Benjamin, lector y escritor que había dejado de escribir desde la trágica muerte de su esposa, recupera su voz: vuelve a entregarse a la escritura, además de darle forma escrita al Cuento de Navidad que le narra Auggie. Pero también, en medio de ciertas charlas, cuenta de manera oral algunas historias, como la de Sir Walter Raleigh y la fórmula con que resuelve el modo de medir el peso del humo. La del joven que al esquiar en los Alpes, por una inescrutable coincidencia, halla bajo el hielo el cuerpo intacto de su progenitor extraviado hace veinte años y por ende ahora su padre es más joven que él. La de Bajtín atrapado en Leningrado en 1942, con mucho tabaco y sin papel para forjarlo; así, quizá en la antesala de la muerte, poco a poco se fuma su libro: las hojas del manuscrito en el que había invertido diez años de trabajo.

     

Smoke & Blue in the face, p. 155

            Difícil es concebir de carne y hueso a un empleado de una minúscula tabaquería de Brooklyn que lee atentamente Las investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein, mientras a su alrededor berrean y dicen burradas los vagos y castradores de Cronos de la OTB (Oficina de apuestas). Y también resulta dudoso que Auggie o Vinnie
el dueño del estanco, que es un vulgar comerciante, haya (o hayan) colocado entre la estantería (como si tuvieran el ojo clínico de un decorador o escenógrafo de un set cinematográfico) varios retratos de iconos fumando que rinden tributo al cine y al tabaco: “Groucho Marx, George Burns, Clint Eastwood, Edward G. Robinson, Orson Welles, Charles Laughton, el monstruo de Frankenstein, Leslie Caron, Ernie Kovacs.” En este sentido, quizá hubiera sido mucho más coherente que los retratos fueran de los legendarios peloteros de los Brooklyn Dodgers (tal vez en pose de fumadores) que habitaron en el barrio.  

   

Smoke & Blue in the face, p. 209

       


          Pero lo que sí persuade y descuella es el singular rasgo de Auggie Wren: su curiosa afición fotográfica. No hace la foto de cualquier cosa, ni es un disparador locuaz, compulsivo e incontinente. Todos los días coloca el trípode y su cámara fotográfica frente a “la esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida”, el sitio su sitio donde se ubica el estanco. Enfoca; espera que den las ocho de la mañana y hace una única toma. Corre el año 1990 y tal afición la empezó en 1977. Tiene ya catorce álbumes. En cada página coloca seis fotos, cada una con la fecha en una etiqueta colocada en la parte superior derecha. Esto lo hace día a día: llueva, nieve o truene. “Es mi proyecto”, dice, “la obra de mi vida”. “Por eso no puedo cogerme vacaciones nunca. Tengo que estar en mi sitio todas las mañanas. Todas las mañanas en el mismo sitio a la misma hora.” 

 


      Aparentemente se trata, siempre, de la misma imagen: “más de cuatro mil fotos del mismo sitio”. Pero en realidad plantea y desarrolla, desde un mismo encuadre directo y minimalista, un sutil y obsesivo registro de los casi imperceptibles cambios del tiempo natural y del tiempo humano, e incluso de sí mismo y de las conjunciones del azar en un punto fijo, que lo hace parecer un poeta lírico (por lo que dice del sentido de su trabajo), pero también una especie de mutación infraterrenal de un maestro zen inclinado al panteísmo (por aquello de la arcana e inescrutable metempsicosis): le basta estar concentrado en un mismo punto, el mismo y distinto, para estar en todos lados y en ninguno. 

   


         
Smoke & Blue in the face, p. 54

              Y son lo suficientemente distintas y únicas esas imágenes que parecen un absurdo, incomprensible y abrumador delirio de la repetición, que al ir hojeando despacio las fotos de 1987, Paul Benjamin se encuentra, de pronto, con una imagen de Ellen con paraguas cruzando por allí: su dulce, entrañable y querida amada, muerta trágicamente en una balacera 
(dolorosa pérdida que lo dejara con un vacío existencial, con un hueco en el estómago y en el corazón, más solo que la hez de la canalla, y sin su voz de escritor), cuya fotogénica presencia lo conmueve hasta las lágrimas (Ellen iba embarazada) y le hace comprender el sentido de lo único y de la imagen única e irrepetible.

 

Smoke & Blue in the face, p. 57

 

Paul Auster, Smoke & Blue in the face. Prólogo de Wayne Wang. Traducción del inglés al español de Maribel de Juan. Iconografía anónima en blanco y negro. Panorama de narrativas núm. 339, Editorial Anagrama. 3ª edición. Barcelona, noviembre de 1996. 312 pp.

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Trailer de Smoke (1995), película dirigida por Wayne Wang con guion de Paul Auster.

“Cuento de Navidad de Auggie Wren”, pasaje de Smoke (1995) doblado al español.