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miércoles, 29 de junio de 2022

Muerte lenta de Luciana B.

 

La extracción de la piedra de la locura

 

I de VII

Muerte lenta de Luciana B., novela del escritor argentino Guillermo Martínez (Bahía Blanca, 1962), se editó por primera vez en 2007 y, según pregona la mercadotecnia de Booket a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global, fue “elegida por El Cultural entre los diez libros de ese año”. Y aunque lo omite en la presente edición impresa en México en agosto de 2019, es la base de la película española Las siete muertes (2017), dirigida por Gerardo Herrero a partir del guion escrito entre Marisol Alonso y el propio Guillermo Martínez. Pero también es la base del filme argentino La ira de Dios (estrenado el 15 junio de 2022), dirigido por Sebastián Schindel, autor del guion junto con Pablo del Teso. (Dos exégesis repletas de omisiones, variantes y añadidos, muy por debajo de la calidad y de las menudencias argumentales y subyacentes de su fuente literaria; thrillers psicológicos de la churrería del recuerdo del inconsciente colectivo que imantan, guardando las proporciones, aquella frase lapidaria y epigramática de Milan Kundera, legendario profesor de la Escuela de Estudios Cinematográficos de Praga, antes de que el 21 de agosto de 1968 la Unión Soviética orquestara la invasión militar a Checoslovaquia: las versiones cinematográficas de las grandes novelas son versiones del Reader’s Digest.)

II de VII

Expuesta en doce capítulos y un “Epílogo”, lo neurálgico de la novela se ubica y desarrolla, durante unas semanas que concluyen a fines de agosto, en un hipotético Buenos Aires anterior al boom de los teléfonos móviles y de la ubicua plaga de las redes sociales, y muy rezagado de la tecnología informática inmersa en los archivos periodísticos y en la web. Y es narrada en primera persona por la memoriosa voz de un solitario y gris novelista que, solterón y cuarentón, se gana la vida dando clases de literatura en alguna universidad porteña. (En el decurso de la trama hace un paréntesis; es decir, realiza un vuelo y una estancia de quince días en la ciudad de Salinas, donde, invitado por un Departamento de Letras a impartir un seminario de postgrado en la Universidad del Oeste, recita su “curso sempiterno sobre Vanguardias Literarias”, cuyo raquítico y pálido quorum tuvo que ser nutrido por “varios estudiantes muy jóvenes, que asistían como oyentes”, entre ellos una jovencita con ojos de plato con la que vive un efímero affaire.)

         

(Booket, agosto de 2019)

          
Ese oscuro novelista del montón nunca apunta su nombre, ni nadie lo pronuncia al dirigirse a él; pero sí revela que, ante la impronta demoledora de un tal Kloster —un prolífico escritor condecorado con la Cruz de Honor de la Legión Francesa que para su generación de evanescentes suspirantes era “el escritor que había que matar”—, al unísono del vertiginoso y deslumbrante ascenso de éste durante la última década, él se convirtió en una gris nulidad, en un ser casi inexistente recluido en sí mismo (afantasmado, una sombra de la sombra que era antes). Es decir, hace diez años Kloster, ajeno a la alharaca mediática, era un novelista secreto y de culto, admirado por la generación de pelotudos del anónimo narrador, cuya imagen pública se limitaba a dos o tres difusos retratos que se repetían en los forros de sus libros. Pero, precisamente hace una década, Kloster salió del enigma con un título que se vendió como tóxicas y alucinantes rosquillas afrodisíacas y con celeridad se transmutó en una rutilante celebrity hacedora de múltiples best sellers traducidos a diversos idiomas; lo cual hizo que la generación del anónimo narrador pusiera en duda su calidad literaria y por ello el alharaquiento coro de boludos decidió cortar cartucho y liquidarlo ipso facto; es decir, agarrarlo por los pelos y arrastrarlo al paredón. Según consigna el anónimo pelotudo: “Los lectores rasos, por miles, se apoderaron de pronto de esas primeras ediciones que habían circulado como una contraseña entre conocedores. Esto sólo podía significar una cosa: que Kloster no podía ser tan bueno como habíamos creído. Que debíamos, rápidamente, rectificarnos y disparar contra él. Para mi vergüenza yo también había participado en el pelotón de fusilamiento, con un artículo en el que ensayaba todas las formas de la ironía contra el escritor que más admiraba [...] y si bien habían pasado casi diez años, y aunque el artículo había aparecido en una revista oscura que ya ni siquiera existía, yo conocía demasiado bien la red de redes de la intriga literaria: alguien, sin duda, se lo habría puesto en algún momento debajo de los ojos y si lo había leído —y era la mitad de vengativo de lo que Luciana creía—, nunca me lo habría perdonado.”

          

Guillermo Martínez

          
Vale decir que el solitario y anónimo pelotudo no oía la cantarina voz de Luciana desde hace un decenio (sólo la oyó durante un mes), quien por entonces era la chica, de unos 18 años, a quien Kloster, cuarentón y enigmático, le dictaba sus fulgurantes novelas. Y por ello el recuerdo de la Luciana de hace una década le resulta inextricable a la evocación del abrumador Kloster; de quien dice, previo al trazo de su asumida y actual marginalidad: “Kloster parecía demasiado distinto, separado por abismos de la galaxia argentina, como una estrella fría y lejana. Y en los años siguientes, cuando Kloster había consumado esa transformación espectacular y estaba frenéticamente en todos lados, yo había hecho mi propio viaje al fin de la noche, y a mi regreso, si alguna vez había regresado, había preferido apartarme de todo y de todos, para encerrarme casi como un fóbico entre las cuatro paredes de mi departamento. Nunca había vuelto al ruedo literario y apenas salía ahora para mis caminatas y mis clases.”

 III de VII

Quizá el anónimo y nulificado novelista nunca hubiera conocido a Kloster ni hablado con él. Pero la inesperada y sorpresiva llamada telefónica que un domingo de modorra le hace Luciana, lo catapulta a buscarlo y a propiciar un diálogo. Antes de que Luciana llegue al edificio, suba en el ascensor, entre a su departamento (que aún tiene la horrible alfombrita gris de hace diez años) y le revele las minucias de la angustia y la fobia que la aqueja, trasmina y corroe, el memorioso novelista recapitula los pormenores de ese indeleble mes de hace un decenio en que, debido al yeso en una mano accidentada y al diligente enlace que hizo Campari, su editor, pudo conocer a la chica del dictado y dictarle su inminente segunda novela durante cuatro horas por sesión. “La chica se llama Luciana”, le dijo Campari, “pero mucho cuidado; ya sabés que Kloster es nuestra vaca sagrada [de hecho, el único disco de oro que adorna la oficina del editor es un cuadro con la tapa de la primera novela de Kloster]: hay que devolverla a fin de mes, intacta.” Pues durante cuatro semanas estará en Italia enclaustrado “en una de esas residencias para artistas donde se recluye para corregir sus novelas antes de publicarlas”, y a su regreso seguirá teniendo en exclusiva las virtudes de esa “secretaria perfecta en todo sentido”.

          

En busca del espejo perdido

           
Hace una década Luciana, entonces una nínfula de dieciocho años, era una chica alta y atractiva, agradable de mirar con el ojo cuadrado y la baba caída, cuya nota discordante, observada por la idiosincrasia ineludiblemente masculina y machista del anónimo escritor, más que sus caderas excesivas, era la ausencia de magnéticas y prometedoras glándulas mamarias. Según apunta el pelotudo: “Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tabla rasa.”

           

Fotograma de La ira de Dios (2022)

          Según el pelotudo, Kloster, profético, esculpió: “La venganza más cruel contra una mujer [...] era dejar pasar diez años para volver a mirarla.” Y por lo que observa, describe y reporta con elocuentes detalles, el vaticinio de ese profeta de la pampa se cumplió al pie de la letrina (como si hubiese sido un infalible cuchillo sin hoja al que le falta el mango soplado por Lichtenberg): el deterioro físico de Luciana resulta patético, cruel y lastimoso; parece obra de una mezcla de sádico y misógino cirujano plástico y torturador de la dictadura militar:

    “Podría decir que había engordado, pero eso apenas era una parte. Quizá lo más espantoso era ver cómo intentaba aflorar por los ojos la antigua cara que había conocido, como si quisiera buscarme desde un pasado remoto, hundido en el sumidero de los años. Me sonrió con algo de desesperación, para poner a prueba si podía contar aunque más no fuera con una parte de la atracción que había tenido sobre mí. Pero esa sonrisa equívoca duró apenas una fracción de segundo, como si también ella fuera conciente [sic] de que en una serie de amputaciones implacables había perdido todos sus encantos. Los peores presagios que yo había imaginado para su cuerpo se habían cumplido. La línea del cuello, el cuello terso que había llegado a obsesionarme, se había engrosado, y debajo del mentón tenía un abultamiento irremediable. Los ojos que antes eran chispeantes, ahora estaban empequeñecidos y abotagados. La boca se curvaba hacia abajo en una línea de amargura, y parecía que en mucho tiempo nada la hubiera hecho sonreír. Pero lo más atroz había ocurrido en su pelo. Como si hubiera sufrido alguna enfermedad nerviosa, o se lo hubiera arrancado en accesos de desesperación, todo un sector había desaparecido de su frente y sobre la oreja, donde estaba más ralo, se dejaban ver, como horribles costurones, partes grisáceas del cráneo. Creo que mi mirada se detuvo un instante más de lo debido con incredulidad horrorizada en esos despojos lacios y ella se llevó una mano sobre la oreja para ocultarlos, pero la dejó caer a mitad de camino, como si el daño fuera demasiado grande para disimularlo.”

     

Cartel de La ira de Dios (2022)

         No obstante, Luciana culpa de esa visible somatización a Kloster. Pero lo más demencial del intríngulis es que lo culpa de la muerte de Ramiro, su novio, ocurrida hace una década, cuando era salvavidas en una playa y se ahogó nadando en el océano; de envenenar con hongos a sus padres un año después; y de encausar la muerte de Bruno, su hermano mayor, asesinado hace cuatro años por un preso de la Penitenciaría de Buenos Aires que salía a robar con la complicidad de los custodios (y quizá de las autoridades policíacas). Pues según le cuenta, Kloster —una figura paterna para ella—, intentó besarla sin su consentimiento. Y ella, ofendida e incitada por su madre y por una belicosa y androfóbica abogada laboral, lo demandó por acoso. Y el término de las etapas de ese sañudo y colérico pleito judicial (Kloster paga la correspondiente indemnización) lo propició la súbita muerte de Pauli, su pequeña hija, quien era el ser que más quería; de cuyo deceso, dice, la culpa a ella y sólo a ella; lo cual es, dice, el epicentro de su venganza maniática y asesina, que culminará con su muerte y con la muerte del par de familiares que le quedan: su abuela Margarita, que hace una década ya estaba internada en un geriátrico; y su hermana Valentina, quien ahora tiene 17 años, y con la que cohabita en el último piso de un edificio con ascensor.

 

Cartel de Las siete muertes (2017)

          Según le cuenta Luciana al pelotudo, el anuncio (o declaración de guerra) de esa obsesiva vendetta está cifrada en la Biblia que Kloster le devolvió en el juzgado el día de la firma de la susodicha indemnización, pues el cordoncito rojo estaba colocado en el lugar del Antiguo Testamento donde Dios, con su estentórea voz de trueno, amenaza a los asesinos de Caín: “cualquiera que matare a Caín, recibirá un castigo siete veces mayor”. Y para ella esto significa: siete por uno. Y más aún: cree que algo terrible y asesino está por ocurrir, pues recién vio rondar y fisgonear a Kloster frente al geriátrico donde su abuela consume a fuego lento la última etapa; a lo que se añade el hecho de que su hermana menor, que se volvió fan de los libros de Kloster, está por entrevistarlo para la revista de la secundaria. Y más todavía (y para cerrar el neurótico y claustrofóbico cuadro SOS con agudos e histéricos decibeles): a lágrima pelada, con angustia, desesperación y temblorina en las manos, le dice que no quiere morir, que quiere saber por qué (no obstante le expuso que lo sabe en extremo). Y le pide que hable con Kloster y le pregunte. Y en el tácito e implícito trasfondo: que pare su manía persecutoria, vengativa y exterminadora.

            Pese a que el anónimo novelista en esa charla no tarda en inferir que Luciana “había sufrido alguna clase de trastorno mental por una sucesión de muertes desgraciadas” (y de hecho parece paranoica con delirio de persecución o esquizoide de atar con camisa de fuerza) y a que, según dice, “hasta cierto punto le había creído, tal como puede creerse en la revolución mientras se lee el Manifiesto comunista o Los diez días que conmovieron al mundo”, el pelotudo asume la heroica y detectivesca tarea de hablar con Kloster.

 IV de VII

Dándole vueltas a la biznaga: cómo acercarse a Kloster y jalarle la lengua (y quizá ponerle una zancadilla y atarle las manos), el anónimo novelista opta por llamarlo por teléfono, decirle que está por escribir, o está escribiendo, una novela donde Kloster es el personaje principal; que trata “De una sucesión de muertes inexplicables, alrededor de una persona”: Luciana, su fuente informativa; y que Kloster es la persona detrás de estas muertes y que quiere contrastar su versión. A esto Kloster le responde: “La versión mía... es curioso que lo diga. Yo también estoy escribiendo desde hace años una historia, digamos, con los mismos personajes. Claro que seguramente será muy distinta de la de usted.” En este sentido, el anónimo novelista le dice en su afán de persuasión: “Yo le mostraría estos papeles que escribí a partir de lo que me contó ella. Pero si usted me explica por qué no debería creerle, desistiría de toda idea. No querría, por supuesto, publicar algo que pudiera dañarlo de manera gratuita.”

            En resumidas cuentas, Kloster acepta el encuentro diciéndole que también quiere preguntarle por un detalle que incluirá en su novela en ciernes, pero no sin advertirle con cierta irritación: “Yo no tengo que convencerlo a usted de nada, yo no tengo que darle a nadie explicaciones. Si usted le da crédito a una loca, comprenderá que el problema no es mío. Será suyo.” Y el pelotudo, para apaciguar la ira in crescendo y lograr su objetivo y no regar el tepache fuera de la bacinilla, añade: “Por favor, no soy enviado de ella, no tengo ninguna relación con ella, me vino a ver después de diez años y como le dije antes, también a mí me pareció que estaba un poco trastornada.”

           

Fotograma de Las siete muertes (2017)

          Así que el pelotudo, para asistir al encuentro “mañana a las seis de la tarde” en casa de Kloster, se pasa la noche sin dormir y tomando café, mientras aporrea las teclas de la mastodóntica computadora con casi toda la historia que le contó Luciana durante esa charla dominguera que terminó en el departamento de ella, donde le mostró, como “prueba” dizque irrefutable contra Kloster, la Biblia donde en el Antiguo Testamento está cifrada y señalada la supuesta venganza; preciosista volumen anotado, heredado de su padre (jerarca de una secta religiosa), que ella manipula con unos guantes de látex, dizque para no borrar las huellas del presunto asesino, y que ella guarda desde su lejana época de alumna de biología. (No obstante, sus conocimientos micológicos los obtuvo primero a través de la praxis de su madre, quien solía recolectarlos en un bosquecillo del entorno de la casa de verano en Villa Gesell, ex profeso para la ritual tarta de aniversario de su matrimonio.)

            La casona de Kloster es una lujosa y onírica mansión de buen bourgeois con una biblioteca imponente. Y al ojearla, mientras Kloster va por el café, el anónimo novelista reporta: “En el hueco de un estante, entre dos enciclopedias, ni escondida ni ostentosa, reposaba con su cinta tricolor la Cruz de Honor de la Legión Francesa. Fui hasta otra biblioteca de cedro en medio de los ventanales, más angosta y con puertas vidriadas. Kloster había reunido allí las ediciones de sus propios libros, multiplicados en traducciones a docenas de lenguas, en toda clase de formatos, desde ediciones económicas de bolsillo a grandes tomos lujosos de tapa dura. Sentí otra vez, más agudo, el aguijón que me avergonzaba, el mismo sentimiento que, lo sabía, más allá de Luciana, me había espoleado contra Kloster en aquel artículo indigno y que podía resumirse en la queja silenciosa: ¿por qué él y yo no? Sólo puedo decir en mi defensa que era difícil, frente a esa biblioteca, no sentirse un Enoch Soames desposeído y borroso.”  

 V de VII

Max Beerbohm
(Retrato: William Nicholson)

El pelotudo no dice más de ese patético e infortunado poeta del cuento homónimo del escritor inglés Max Beerbohm —colocado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo al inicio de la canónica Antología de la literatura fantástica, cuya edición príncipe de Editorial Sudamericana está datada en Buenos Aires el 24 de diciembre de 1940—. Ínfimo poeta a quien el pintor y retratista Will Rothenstein se niega a dibujar para la portada de un libro sin título por el visceral prejuicio de que es un hombre que no existe. Lo cual conlleva o implica el signo definitorio y póstumo de la breve obra de Enoch Soames, pues el memorioso personaje (homónimo del autor) que narra y lleva la voz cantante del relato, casi rotula su epitafio en el íncipit: “Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura de la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice, en busca del nombre SOAMES ENOCH. Temía no encontrarlo. En efecto, no lo encontré. Todos los otros nombres estaban ahí. Muchos escritores, así como sus libros ya olvidados, o que sólo recordaba vagamente, renacieron para mí en las páginas del señor Holbrook Jackson. Era un obra exhaustiva, brillantemente escrita. Aquella omisión confirmaba el fracaso total del pobre Soames.” Cuya diluida imagen el personaje Max Beerbohm describe cuando lo ve, impreciso, acercarse a la mesa del londinense Café Royal (dizque “centro de inteligencia y osadía”) que comparte con el joven Rothenstein: “Era una persona encorvada, vacilante, más bien alta, muy pálida, de pelo algo largo y negro [...] Usaba chambergo de corte clerical pero de intención bohemia, y una impermeable capa gris, que, tal vez por ser impermeable, no conseguía ser romántica.” Y dado que, vaporoso y trasparente epígono, vagabundeó entre los decadentistas de París y era aficionado a las frases en francés y al ajenjo, en el idioma de Mallarmé llama glauca hechicería a tal bebedizo. Y aunque era “cinco o seis años” mayor que Max Beerbohm, se hicieron conocidos y por ello brinda testimonio del pacto con el Diablo que Enoch Soames —un satanista católico por obra y gracia de Milton— hizo para viajar en un tris al futuro, precisamente a un siglo más tarde: al “3 de junio de 1997”, donde, en la biblioteca del salón de lectura del Museo Británico, al hojear el libro de un tal T. K. Nupton: “Literatura Britaniqa 1890-1900” (dizque “el mejor libro moderno sobre la literatura de fines del siglo XIX”), en la página 274 localiza una breve nota que transcribe y trae de regreso al presente, cinco horas más tarde, en un papel arrugado; exactamente a la mesa del minúsculo y “modesto Restaurant du Vingti
ème Siècle” de donde partió esfumándose en un pestañeo: “La silla de Soames estaba vacía. El cigarrillo flotaba en el vaso de vino. No quedaba otro rastro de Soames.” Sitio donde Max Beerbohm luego lo lee y comenta con Enoch Soames —quien incluso confirma rasgos de la uniformidad y masificación social que impera en ese futuro que en algo coincide en lo que luego se ve en la visionaria película silente Metrópolis (1927) de Fritz Lang y en la distópica novela Un mundo feliz (1935) de Aldous Huxley—, unos fugaces momentos antes de que retorne el Diablo y se le lo lleve para siempre a los infaustos horrores del Infierno.

       

Página 61 del Libro del Cielo y del Infierno (Emecé, 1999)
Antología de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares

        Pero tras leer la breve nota, al unísono de lo que parece y resulta en el presente una torpe, hilarante y rudimentaria redacción de un troglodita del futuro, lo que inquieta a Max, además de la coincidencia en los nombres —y pudo discutirlo con Enoch—, es que él no es cuentista, sino “un ensayista, un observador, un espectador”. Sin embargo, esa nota, datada y comentada en el futuro en ese libro de consulta del tal Nupton, sí fue escrita por el personaje Max Beerbohm unos años después de la desaparición de Enoch Soames, precisamente 78 años antes de 1997; o sea: en 1919, que es el año de la publicación del cuento en Seven men, libro del Max Beerbohm de carne y hueso. Ese extraño documento, traído del futuro sin la máquina del tiempo de H.G. Wells, que el personaje Max Beerbohm transcribe y dice tener a la vista (y que parece tecleado por un whatsappero del siglo XXI), reza al pie de la letra, tácitamente ratificando el shakesperiano y consabido apotegma: La vida no es más que una sombra que pasa [...] un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido:  

     

Páginas 40-41 de la Antología de la literatura fantástica
Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940

           “De la p. 274 de Literatura Britaniqa 1890-1900 x T.K. Nupton, publicado x el Estado, 1992: x ehemplo, 1 sqritor de la epoqa, Max Beerbohm, qe bibió asta’öl siglo 20, sqribió 1 quento do ai 1 typo fiqtisio llamado Enoch Soames — 1 pueta de tersera qategoría qe se qreía 1 henio e iso 1 paqto con el Diablo para saber qé pensaría dél la posteridá. Es una satyra un poqo forsada pero no sin balor x qe muestra qen serio se tomaban los ombres hóbenes desa déqada. Aora qe la profesión literaria a sido organisada como 1 seqtor del serbisio públiqo, los sqritores an enqontrado su nibel y an aprendido a aser su obligasión sin pensar en el maniana. El hornalero stá a l’altura del hornal; i eso es todo. Felismente no qedan Enoch Soames en esta epoqa.”

 VI de VII

Tras la silenciosa lectura de las cuartillas aporreadas por el anónimo novelista, Kloster lo elogia, pero le reprocha: “¿Qué me parece? Un relato clínico asombroso. Como los que transcribe Oliver Sacks de sus pacientes. La extracción de la piedra de la locura. Supongo que tengo que agradecerle que yo no figure con mi verdadero nombre. Aunque el que eligió —y lo repitió despectivamente—, ¿a quién se le ocurriría?” Ante esto, el boludo apunta su humildona respuesta y comenta: “Sólo busqué un nombre que evocara por el sonido algo cerrado, como un convento. Nunca se me hubiera ocurrido que entre todas las acusaciones que acababa de leer pudiera molestarle aquello.”

           

La extracción de la piedra de la locura (c. 1475-1480)
Óleo sobre tabla de El Bosco
Museo del Prado, Madrid

         Vale observar que Kloster parece muy seguro de sí mismo y que, como si estuviera muy relajado y tendido panzarriba en el íntimo y claroscuro diván del terapeuta, no se muerde la viperina para soltarse el chongo, desgreñarse y sincerarse en un sin número de pormenores de su pensamiento irónico, mordaz y crítico, y de su vida interior, secreta y personal. Verborreico torrente que abunda aún más en un segundo diálogo en el club nocturno donde suele practicar la natación. (Fue un atlético nadador con medallas en el pecho y mucho le queda de esa fortaleza). Es decir, como si fueran entrañables amiguetes de parrandas y tragos, y casi sin respirar ni dar pie a que hable su interlocutor, hace un largo y pormenorizado strip-tease, una lega confesión de lo más oculto, cáustico y controvertido. De modo que parece que suelta la sopa y toda la recontra sopa de letras y de alusiones y condimentos literarios; es decir, le revela muchísimo más de las minucias que subyacen del otro lado de los episodios y versiones que al pelotudo le contó Luciana. (Por ejemplo, el empecinado rencor y la psicosis de la otrora bellísima actriz que entonces era su esposa, y luego ex esposa, y que propició, dice, el ahogo en la bañera de su hija Pauli con el único objetivo de dañarlo a él.)

 

Oliver Sacks

          Pero entre el caudaloso torrente verbal destaca, como piedra angular, la referencia a la consubstancial seducción y coquetería de Luciana al oscilar el cuello y hacer tronar las vértebras del cogote; singular hábito que al pelotudo convertía en una especie de ansioso y babeante perro de Pavlov con las orejas erectas en espera de oír clic para lanzarse al ataque. “El truco del cuello. A mí también me lo hacía.” Apostrofa el anónimo machín cuando Kloster toca el tema, (no sin haber aludido la ausencia de pechos grandes cuando recién la contrató porque “Era la única entre todas las postulantes que no tenía faltas de ortografía”: “No era la clase de chica por la que yo fuera a sentir atracción sexual. Para decirlo crudamente: no tenía tetas.”): “Entonces, otro día, ella empezó una pequeña actuación con el cuello. Movía la cabeza de un lado a otro para hacer crujir las vértebras y echaba cada tanto la nuca hacia atrás como si tuviera un pinzamiento doloroso.” Vale contrastar, entonces, que con ese seductor preámbulo que sugería e invitaba al relax con un erótico masajito de siete leches, el pelotudo logró un postrero beso consensuado, pese al novio de ella. Pero como no irían ni fueron a más, dedujo, dizque muy docto y dolido, que aún estaba “en esa edad, a la salida de la adolescencia, en que las mujeres quieren ensayar su atractivo hombre por hombre”. Mientras que Kloster, hace una década, recién desempacado de esa estancia de un mes en Italia, e ilusionado como un adolescente onanista con volcanes de acné en erupción e inducido por el pavloviano clic del truco del cuello, se dio de topes contra el agreste rechazo y contra la estrepitosa, inmediata e iracunda ruptura. Y luego contra las etapas y trasfondos de la pecuniaria demanda de acoso que preludió el psicótico desasosiego de ella.

          

Fotograma de Las siete muertes (2017)

          Pero además de las observaciones y cuestionamientos que Kloster le hace al anónimo novelista y de que en un tenso momento le argumenta la probabilidad de que sea la misma Luciana, quien, dada su demencia (que también supuso el comisario Ramoneda), buscando inculparlo, haya urdido, de manera sutil y encubierta, el ahogo de su novio, la muerte de sus padres con setas venenosas, y el asesinato de su hermano mayor (quien era médico y la canalizó con una siquiatra que la internó durante quince días en una clínica siquiátrica después de la mortal intoxicación de sus padres), lo más trascendente, retorcido y oscuro de las revelaciones que le hace se hunden y empantanan en las movedizas aguas negras de lo quimérico, mítico y supersticioso (y quizá psicótico, embustero o diabólico), pues le confiesa en torno a la novela de la secta de asesinos cainitas que le estaba dictando a Luciana cuando se suscitó la ruptura:

 

Grabado en Los demonios de la lengua (La Orquesta, 1987)
Ensayo de Alberto Ruy Sánchez

         “Mientras yo le dictaba a Luciana, alguien me dictaba a mí. Era un susurro imperioso que vencía todo escrúpulo, toda vacilación. La escena que tenía por delante, la escena en la que me había detenido, tenía que ser particularmente horrorosa. Sangrienta sí, pero también metódica: la ejecución de una venganza cainita. Nunca antes había tenido que escribir algo así, en general yo siempre preferí crímenes más civilizados [sic], menos estentóreos. Pensé que no estaba en mi naturaleza, que nunca podría hacerlo. Y de pronto, lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchar ese susurro sibilino y feroz que hacía comparecer con realidad perfecta el cuchillo y la garganta. Seguir esa voz, esa ilación milagrosa que no retrocedía ante nada, que mataba y volvía a matar [...] sentía aquello por primera vez. Pero no podría decir que esa voz me llevara benévola en brazos. Era más bien como si me arrastrara y me dominara, con una maldad primitiva y superior que no me permitía desobedecer. Una voz a la que yo en todo caso seguía a duras penas, que se había apoderado de todo, que parecía blandir por sí misma el cuchillo con una alegría salvaje, como si quisiera decirme: es fácil, es simple, se hace así y así y así. Cuando terminé de dictar esa escena estaba sorprendido de no tener manchas de sangre en las manos. Pero me había quedado algo de la euforia casi sexual que dan los raptos de inspiración. Un resto de ese impulso omnipotente. Creo que fue esa mala mezcla lo que me empujó sobre Luciana. Recién volví del todo a la realidad cuando percibí que ella se resistía.”  

   


           Vale recapitular que, por lo que apunta el pelotudo casi al inicio de la obra, Kloster, cuando aún era el escritor secreto y de culto de una minoría, ya era un legendario y mefistofélico hacedor de novelas malditas, de historias donde pululaba la muerte, el mal y la maldad; es decir, como si Kloster fuera ya el esotérico Gran Heresiarca adorado por su fanática cohorte de aspirantes a demiurgos menores y cada una de sus novelas: una temporada en el Infierno, un descenso al tétrico y negro corazón de las tinieblas. Según sopesa y pondera apologético: “En la contraportada de su primer libro se decía con cortesía que había algo ‘impiadoso’ en sus observaciones, pero quedaba claro, a poco que se leyera, que Kloster no era impiadoso: era despiadado. Sus novelas, desde los primeros párrafos, encandilaban, como los faros de un auto en la ruta, y demasiado tarde uno se daba cuenta que se había convertido en una liebre aterrada, quieta y palpitante, incapaz de hacer otra cosa que seguir, hipnóticamente, pasando las páginas. Había algo casi físico, y cruel, en la forma en que sus historias penetraban capas y removían miedos enterrados, como si Kloster tuviera un tenebroso poder de trepanador y a la vez las pinzas más sutiles para sujetarte. No eran tampoco exactamente —tranquilizadoramente— policiales (cómo hubiéramos querido poder descartarlo como un mero autor de meros policiales). Lo que había era, en su estado más puro, maldad. Y si la palabra no estuviera ya lavada e inutilizada por los teleteatros, ésa hubiera sido quizá la mejor definición para sus novelas: eran malvadas.”

     


        Y ahora, por lo que le revela al pelotudo, Kloster, con la novela que escribe, con interrupciones, desde hace un decenio —y que empezó a imaginar como una especie de expiación y venganza contra Luciana (por la pérdida de su hija que encausó la demanda de acoso que le impuso y que al unísono implicó la pérdida de la vida que llevaba) y que inició (para conjurar el vacío existencial y la página en blanco) haciendo primero una invocación a esa especie demonio tal si estuviera rezando en un subterráneo y oculto rito negro, y luego siguiendo la voz y el dictado frenético y delirante de esa variante de ángel exterminador que le sopla al oído, le agarra la mano y le mueve la pluma (algo como la sangre late y circula en ella)—, ha arribado a una latitud de suprema decantación y apoteosis estética (dice que es su mejor novela), y que funciona (aún antes de saber que ya era y es así) como si se tratase de una especie de rústica muñeca vudú a la que, por venganza, se le clava alfileres para causar daño (y aún más) en alguien focalizado en la vida real. Es decir, con el trazo y desarrollo de unos personajes equivalentes a él, a Luciana, a su novio, a sus padres, a su hermano mayor, y a su abuela, ocurre luego o enseguida la muerte de éstos. Pero ojo: Kloster no se atribuye la maquinación y ejecución de tales crímenes en la supuesta vida real donde vive y colea Luciana, sino que se los atribuye al otro, al ente maldito y asesino que lo habita y domina, como un poseso, a la hora de escribir esa obra en colaboración (y que por ende lo reduce a ser un mero ejecutante de la inspiración diabólica). Supuesto ser invisible que él llama: “mi Sredni Vashtar”, el críptico apelativo con que, en el homónimo cuento de Saki (H.H. Munro) —también seleccionado en 1940 en la Antología de la literatura fantástica—, el señorito inglés Conradín —un solitario, huérfano e hipocondríaco niño de diez años—, bautiza al hurón de los pantanos que, en el secreto altar del cobertizo de las herramientas del jardín —adora, ora y ruega—, como si fuese el dios pagano de su íntima religión (un dios que favorecía el impaciente lado feroz de las cosas) y que mata por él en el cobertizo —luego de gritar y cantar, a modo de ruego y maleficio, los versos de su particular peán de victoria y devastación—, a la persona que más odia y le hace imposible el día a día: la señora Ropp, su prima y tutora, que él apoda con desprecio “La Mujer”, quien lo oprimía y recluía en la casona (quizá ubicada en la Birmania Británica) atendida por la servidumbre y que, incluso, para dañarlo, vendió su querida “gallina del Houdán”. Y por ello ve por la ventana del comedor, antes paladear las tostadas que él mismo se prepara a la hora del té (según “La Mujer” las tostadas “eran malas para Conradín”), que esa idolatrada deidad sale del cobertizo casi como un intangible, evanescente y horrorosísimo espectro que se traslada al más allá: “Con una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Por la puerta salió una larga bestia amarilla y parda, baja, con ojos deslumbrados por la luz del atardecer y oscuras manchas mojadas en la piel de las mandíbulas y el cuello. Conradín cayó de rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió a una de las acequias del jardín, bebió, atravesó un puente de tablas y se perdió entre los arbustos. Ése fue el tránsito de Sredni Vashtar.”      

   

Páginas 238-239 de la Antología de la literatura fantástica
Colección Laberinto número 1, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, diciembre 24 de 1940

         En este sentido, cuando el anónimo novelista regresa de sus quince días en Salinas (donde lo más memorable y sustancioso fue la aventura de Humbert Humbert con la jovencita alumna) y en Buenos Aires han ocurrido una serie de simultáneos incendios en varias mueblerías (semejantes a los incendios simultáneos ocurridos cuando hace dos semanas voló hacia allá), y la abuela de Luciana figura entre los primeros catorce cadáveres del geriátrico que se hallaba encima de una de las mueblerías consumidas por el fuego, ella culpa a Kloster de ser el causante, y por ello habla por teléfono con el anónimo narrador. Y, neurótica y aterrorizada, lo incita a que se haga cargo del féretro de su abuela, y a que busque a Kloster de inmediato y hable con él para que no mate a su hermana, pues además de que Valentina hizo migas con Kloster durante la citada entrevista que le hizo para la revista escolar, no le cree ni una pizca de la demencial historia de los supuestos asesinatos iniciados hace una década. “No se da cuenta de que ella es la próxima”, le dice.

   

Fotograma de Las siete muertes (2017)

         El anónimo novelista localiza a Kloster en el club nocturno donde hace su diaria rutina de natación y donde juega solitario en una mesa de pool. Y pese a que Kloster le argumenta con rispidez su inocencia y el asombroso paralelismo entre lo que acaba de escribir en su novela en ciernes y al unísono acaba de ocurrir en la realidad (la muerte de la abuela entre los 14 fallecidos en el geriátrico y quizá más), acepta la petición de ir a hablar con Luciana para calmarla y persuadirla de que él no tiene nada que ver en ese deceso; pues, según le afirma al pelotudo, dejó de guardarle rencor después de la muerte de sus progenitores; lo cual ocurrió, hace nueve años, el día después de que Kloster escribiera la muerte de los padres de la personaje que equivale a Luciana: los de ésta fallecieron al envenenarse con unas setas que parecían comestibles y que su madre recolectó (con Valentina) ex profeso para la tradicional tarta de aniversario de su matrimonio; los de su novela murieron envenenados por las deletéreas emanaciones de una estufa.  

   Mientras durante esa noche fatal y dantesca Buenos Aires está convulsionada y atrofiada por los simultáneos incendios en varias mueblerías, Kloster y el anónimo novelista van en un taxi hacia el departamento de Luciana. Y al llegar y oprimir el timbre, la que baja en el ascensor y abre la puerta del edificio es Valentina, quien, para sorpresa del pelotudo (y del desocupado lector, lectora o lectore) es idéntica a la Luciana de hace diez años. Y cuando los tres recién han subido al último piso, oyen que Luciana se lanza por la ventana y muere. Y entre la onomatopeya de la caída, el triangular shock, el nerviosismo y el desconcierto, el pelotudo rescata “un papel que Luciana había clavado en el picaporte”. Y antes de guardárselo, lee que, con “letras grandes y apresuradas”, reitera post mortem la petición que unos minutos antes le hizo por teléfono sobre Valentina: Que al menos se salve ella.

 VII de VII

En el desolado entierro de Luciana a fines de agosto sólo estuvieron presentes Kloster y Valentina, quienes colocaron un solitario ramo de flores. Y el anónimo novelista fue a meter las narices, no tanto para expresar sus sentidas condolencias, sino para constatar lo que entrevió (y le cala hasta los huesos) desde el momento en que los tres subían en el ascensor rumbo al departamento de las hermanas B (¿podrían ser Borges, Bioy o Biorges?): una complicidad e íntima cercanía entre Kloster y Valentina. Meollo que en el cementerio se hace patente y deja entrever las posibilidades eróticas y afectivas entre ese variante de Humbert Humbert y esa seductora nínfula que aún no cumple los 18; quien además fue corregida y aumenta por el dedo flamígero de la naturaleza, pues físicamente se diferencia de su hermana en los turgentes y prometedores senos que sí tiene.

 

Fotograma de Las siete muertes (2017)

         Allí en el panteón, Kloster discretamente le pide al pelotudo hacerse a un lado para cuchichear y le pregunta por lo que decía la nota que dejó Luciana antes de suicidarse. El boludo le recita la frase y le dice que entregó el papel a la policía y que habrá investigación. Cosa improbable, pues Kloster le hace ver que parece otro signo de locura. Y entre las asperezas que el pelotudo le espeta a quemarropa, destaca el hecho de que lo acusa de saber previamente lo que iba ocurrir. Kloster debate la imputación y vuelve a aludir al otro, al ser invisible que le dicta la escritura in progress, y lo que paralelamente o al unísono hace en la realidad sin consultarlo ni concordarlo con él: “Me daba cuenta de que no era yo el que escribía los hechos, sino alguien delante de mí.” Lo cual incita aún más la contenida rabia del boludo, quien, como si también echando chispas empezara a perder las tuercas y los tornillos, le echa en cara, alzando la voz y apuntando y blandiendo el dedo, ser el causante de todas las muertes: “¡Basta ya con eso! No lo creí ni la primera vez. Fue usted. Usted. Cada vez fue usted.” A lo que Kloster responde: “Muchacho: debería cuidarse”; “Está empezando a sonar como Luciana. Se lo voy a decir por última vez [...] lo único que hice, en todos estos años, fue escribir palabras sobre papel.”

            Y en ese rudo rifirrafe de compadritos de conventillo gruñendo y pelando los dientes en una taberna prostibularia en la esquina rosada del mítico y arrabalero barrio Sur de Palermo, el boludo lo amenaza para que se ponga a temblar y le agarren retortijones e insomnio de por vida: “Aunque no haya investigación”, “me voy a ocupar de escribirlo todo. Cada una de las muertes. Todo lo que Luciana me contó. Alguien tiene que saberlo.” Y Kloster, como si fuera un sonriente y ágil Cassius Clay porteño, le revira a ese aspirante a Monzón haciendo burlescos y sardónicos círculos en el ring:

           

Cassius Clay

        “Me parece muy bien que los novelistas escriban novelas [...] Casi le diría que me interesa ver cómo el campeón de lo aleatorio se las arregla para convertirme en el Gran Demiurgo. El que hunde bañeros sin tocarlos y sopla esporas en los bosques y saca asesinos de las cárceles y prende fuego a las ciudades. ¡Y tiene incluso poderes telepáticos para ordenar suicidios! Hará de mí un superhombre antes que un asesino. Vamos: usted lo sabe. No puede escribir todo eso sin caer en el ridículo.” Pero como el dogo argentino aprieta y no suelta la mandíbula, Kloster remata en el hígado buscando el nocaut:

           

Dogo argentino

         “Supongo que no puedo impedir que escriba lo que quiera. Pero quizás entonces yo también me decida a terminar mi manuscrito. Mi propia versión. Sólo lamento que todos creerán que está inspirada en los hechos. Que primero ocurrieron los hechos. Causa y efecto. Sólo usted y yo sabremos que están invertidos [...] Será una novela diferente de todas las que escribí hasta ahora. No sé la suya [...], pero la mía tendrá un final feliz.”

 

Guillermo Martínez, Muerte lenta de Luciana B. Novela Crimen y Misterio, Booket. México, agosto de 2019. 232 pp.

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Trailer de La ira de Dios (2022)

Trailer de Las 7 muertes (2017)

Las siete muertes (2017), película dirigida por Gerardo Herrero, basada en Muerte lenta de Luciana B. (2007), novela de Guillermo Martínez.

domingo, 21 de junio de 2020

Los primeros hombres en la Luna

Náufrago en aquel inmenso mar de agitada entomología

De 1901 data la primera edición en inglés de Los primeros hombres en la Luna (The first men in the Moon), celebérrima y fantástica novela de aventuras y ciencia ficción del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946) —varias veces recordada por Jorge Luis Borges—, donde hay una mínima y elíptica alusión a las no menos célebres novelas del escritor francés Julio Verne (1828-1905): De la Tierra a la Luna (De la Terre à la Lune, 1865) y Viaje alrededor de la Luna (Autour de la Lune, 1870). Lo cual evoca el influjo que esos libros ejercieron en la lúdica imaginación del cineasta Georges Méliès (1861-1938) para crear su ultracelebérrima y caricaturesca película Viaje a la Luna (Le voyage dans la lune, 1902). Baste recordar en el filme, sobre lo que concierne a Verne, la nave que transporta a los estrafalarios y locuaces astrónomos: una especie de rudimentaria, enorme y hueca bala metálica (construida por operarios que golpean y laboran sobre un yunque y sobre el metal de la estructura) que es disparada por un descomunal cañón tras encender la mecha con un largo mechero; y en lo que corresponde a Wells: las cavernas de la Luna, la exuberante vegetación lunar en la que descuellan los enormes hongos, y las características físicas de la tribu de selenitas (en particular sus manazas semejantes a pinzas y sus ojos parecidos a los ojos de las aves) y sus rupestres lanzas, quienes incluso llevan prisioneros a los terrícolas, con las manos atadas por detrás, frente a su monarca: una especie de Gran Lunar apoltronado en su trono, rodeado por la guardia real (armada con lanzas) y por edecanes (quizá concubinas) de apariencia terrestre. 
Fotograma de Le voyage dans la lune (1902)
        Traducida al español por Jaime Elías y publicada en Barcelona, en 1971, por Plaza & Janés en la extinta colección de libros de bolsillo: Rotativa, Los primeros hombres en la Luna —la novela de H.G. Wells que incidió (con el conjunto de su obra) en que la Unión Astronómica Internacional le otorgara su nombre a un cráter de la Luna—, se divide en veintiséis capítulos con títulos y números romanos (impresos con liliputiense tipografía y salpimentados con algunas erratas, sin duda implantes de algún chocarrero duende lunar con rostro de hormiga alienígena). La novela es un supuesto relato testimonial escrito y contado por un tal Bedford; y en el decurso narrativo se distinguen dos momentos. En el primero, el tal Bedford, que es británico, se halla en Italia, en Amalfi, donde rememora y relata cómo recién llegado a Lympne —pueblo del condado de Kent, en Inglaterra— conoció a un tal Cavor (un peculiar científico e inventor), y cómo con él realizó un inesperado y sorprendente viaje a la Luna (poco después de que el 14 de junio de 1899 quedara descubierta la fórmula exacta para elaborar la cavorita) y cómo regresó solo a la Tierra, cayendo la esfera (el vehículo en que se transportaron a la Luna) en las aguas del Canal de la Mancha, cuya marea la lleva flotando a la playa de Littlestone, en el condado de Kent, donde, con el aspecto de un desaseado y hediondo salvaje en harapos, se hospeda en el balneario; y, para que un acreedor no lo localice y así no pagarle nada, con el apellido Blake  —neurótico, imperativo y gritón— contrata el depósito, en el Banco de New Romney, de las pesadas barras de oro y las cadenas del mismo metal que trajo de la Luna. Luego, tras perder la esfera que ideara y construyera Cavor (un chiquillo travieso la activó y se fue en ella), se traslada a Amalfi, donde escribe el relato (homónimo de la novela de H.G. Wells), el cual publica por entregas en el Strand Magazine. De Amalfi se va a Argel. Y después de seis meses de estar allí, Julius Wendigee, un lejano y borroso ingeniero electricista holandés que al parecer leyó la historia escrita por Bedford, se pone en contacto con él porque “estaba recibiendo, día tras día, un mensaje fragmentario en inglés, que sin duda procedía de Cavor, desde la Luna”.

(Plaza & Janés, Barcelona, 1971)
       Esto es así porque Julius Wendigee posee un pequeño observatorio en San Gotardo, en Suiza, “en la falda del Monte Rosa”, donde “estaba haciendo experimentos con ciertos aparatos semejantes a los que Tesla utiliza en Norteamérica en sus intentos de descubrir algún método de comunicación con Marte”. Según reporta Bedford: “Mr. Wendigee recibió el primer mensaje cuando se hallaba ocupado en una investigación completamente distinta. El lector recordará, sin duda, el estado de excitación en que se sumió el mundo a principios de siglo, cuando Nikola Tesla, el célebre electricista americano [de origen serbio], anunció que había recibido un mensaje de Marte. Esta declaración atrajo de nuevo la atención pública a un hecho que, desde tiempo atrás, había sido familiar a los hombres de ciencia, es decir, al descubrimiento de que desde algún punto desconocido del espacio llegan continuamente a la Tierra ondas electromagnéticas, totalmente semejantes a las utilizadas por Marconi para su telegrafía sin hilos. Además de Tesla, otros muchos investigadores han estado perfeccionando aparatos para recibir y registrar vibraciones, aunque muy pocos se atreven a afirmar que son mensajes procedentes de algún lugar extraterrestre. Pero entre esos pocos debemos contar a Mr. Wendigee, que desde el año 1898 se había consagrado casi enteramente a este asunto, y que, por ser hombre de abundantes medios pecuniarios, ha erigido un observatorio en la falda del Monte Rosa, en una situación perfectamente adecuada para tales observaciones.”

Nikola Tesla
(1856-1943)
Según apunta Bedford, apenas han transcurrido dos años desde que Cavor se quedó en la Luna (con los secretos para elaborar la cavorita y la esfera). Y él y Julius Wendigee, antes de una última interrupción y silencio final de Cavor (se disponía a transmitir la fórmula de la cavorita), sólo recibieron “dieciocho largas descripciones lunares” (marconigramas en código Morse, se infiere, dado que utilizó “la clave usual en telegrafía”), que son fragmentarias e interrumpidas, de las que ambos, “el próximo mes de enero”, publicarán “una edición completa y con anotaciones”, “junto con una detallada descripción de los instrumentos empleados”, que será un “informe completo y científico”, del cual Bedford, para los atónitos, boquiabiertos, estrábicos y sedientos lectores, hace “un resumen”. En este sentido, el segundo gran momento de la novela lo conforman las fragmentarias, pero minuciosas descripciones y observaciones que en primera persona hace Cavor sobre el maravilloso e increíble orbe multitudinario descubierto en el laberíntico y cavernoso interior de la Luna; reportes apostrofados con los comentarios, abreviaciones, síntesis, discrepancias e ironías de Bedford.

Guillermo Marconi
(1875-1956)
  Pese a que Bedford declara sobre su relato: “he adulterado muy poco la verdad y no he suprimido nada”, desde el inicio de la historia no tiene escrúpulos ni rubor en aludir y exhibir su naturaleza pícara y oportunista, incluso inmoral (quizá porque Wells quiso esbozar un estereotipo de esas características), propia de alguien que busca el monopolio de la riqueza y del poder en un santiamén (haiga sido como haiga sido). “Mágico metal que da a su poseedor el dominio sobre los demás hombres”, dice exultante del oro descubierto en la Luna (donde abunda), del que se hubiera traído todo lo posible y luego regresado por más y más; y quizá desencadenado entre la caterva de insaciables y codiciosos terrícolas una belicosa fiebre del oro lunar, y tal vez una quimérica traslación del mito del Dorado. 

     
Cartel alemán de La mujer en la Luna (1929
       Por otra parte, valga la digresión, la existencia de ese oro lunar imaginado por H.G. Wells quizá influyó en el leitmotiv del argumento de La mujer en la Luna (Frau im Mond, 1929), largometraje silente, del expresionismo alemán, con cierta comicidad, intriga y melodrama amoroso, dirigido por Fritz Lang (1890-1976), con guion de él y Thea von Harbou (1888-1954), donde un anciano y empobrecido astrónomo dio, hace 30 años, el jueves 17 de agosto de 1896, una conferencia ante el Congreso Astronómico Internacional en la que expuso su Hipótesis sobre el contenido aurífero en las montañas de la Luna, la cual suscitó burlas y risotadas. Para el caso, hay que destacar que el cohete para el viaje a la Luna se logra construir no sin la intromisión y coacción delincuencial de un consorcio mafioso que pretende el monopolio del mercado del oro lunar, por ende entromete en el proyecto a un agente suyo hábil para los disfraces (viaja con facha de militar nazi y pelo parecido al de Hitler), quien hace el aventurado viaje con el grupo de cosmonautas: el anciano astrónomo (que lleva en una jaula a su adorada ratoncita), el ingeniero que diseñó la nave espacial, el ingeniero amigo de éste (jefe de los Astilleros Aéreos Helius) y su bella prometida (que es astrónoma), y un chiquillo polizón con fantasías de astronauta. 

     
Fotograma de La mujer en la Luna (1929)
         Para el caso, vale destacar que entre las historietas que lleva el niño hay una donde se lucha contra vacas lunares. Que en las profundidades de la Luna 
“el astrónomo W.H. Pickering, director del Observatorio Astronómico de Mandeville, en Jamaica, cree haber observado enjambres de insectos”. Y que Helius, el apellido del constructor de la nave espacial (y propietario de los Astilleros Aéreos Helius), tiene una notable y reveladora asonancia con la palabra “helio”, que es el elemento clave para la elaboración de la cavorita, que, según la lega y postrera información que reporta Bedford, se lo enviaron al científico desde Londres en tarros de porcelana herméticamente cerrados”. Según comenta Bedford: Ha habido dudas sobre este punto, pero yo estoy casi seguro de que era helio lo que le enviaban desde Londres en tarros de porcelana. Se trataba, ciertamente, de algo gaseoso y tenue. Si yo hubiera pensado en tomar apuntes...
Bedford, sin conocimientos científicos ni formación científica, llegó a Lympne huyendo de sus malos negocios y de un acreedor y rentó, por tres años, “un hotelito” (en realidad una casa) donde se dispone a escribir un libreto teatral que le dé dinero. En ese neurótico quebradero de cabeza se halla cuando a través de la ventana observa la singular figura de Cavor, que le resulta molesta e irritante (“¡Maldito sea!”, piensa, “¡Cualquiera diría que está ensayado para convertirse en marioneta!”) y a quien se le acerca para ahuyentarlo de ahí (como si fuera una fastidiosa y golosa mosca) y después para incluirlo como “personaje cómico-sentimental” de su obra. Según Bedford, “Era un individuo de baja estatura, grueso de cuerpo y flaco de piernas, que se movía con ademanes espasmódicos. A su extraordinaria imaginación le había parecido conveniente adoptar como indumentaria una gorra de cricket, chaqueta, pantalón corto y calcetines de ciclista [atavío del día a día con que luego viaja a explorar la Luna; no obstante, en un reporte dice que los calcetines eran ‘de jugar golf’]. Era una fortuita concurrencia de prendas, cuya causa nunca me fue conocida. Gesticulaba con brazos y manos, sacudía la cabeza de un lado a otro y zumbaba. Zumbaba como si fuera un instrumento eléctrico. Nunca he oído un zumbido semejante. Y de vez en cuando se aclaraba la garganta haciendo todo el ruido posible.”
(George Newnes & Co., London, 1901)
        El caso es que de visita en la casona del científico (quien quiere comprarle el “hotelito” al recién llegado para que lo deje a sus anchas en sus cotidianos paseos y meditaciones por el rumbo), el aspirante a dramaturgo descubre que Cavor, pese a “su aspecto de loco”, tiene su vivienda convertida en taller y laboratorio (casi de alquimista y ciencias ocultas), donde trabaja con el auxilio manual de tres ayudantes adiestrados y dirigidos por él; y que su objetivo inmediato es fabricar una “sustancia opaca a la gravitación valiéndose de una complicada aleación de metales y de algo nuevo”. Oyendo al científico (quien parlotea hasta la saciedad para pensar y oírse a sí mismo y por carecer de alguien que comprenda sus conocimientos y pesquisas), Bedford entrevé las múltiples posibilidades para aplicar y capitalizar la sustancia que luego llaman cavorita. Según dice, “Después de mi primera visita a aquella casa, no recuerdo haber dedicado a mi drama una hora completa de trabajo. Parecía que no existían límites para los alcances de tal sustancia; cualquiera que fuese el objeto al que imaginara aplicarla, me hacía pensar en milagros y revoluciones. Por ejemplo, si uno deseaba alzar un peso, por enorme que fuese, con sólo poner debajo de él una lámina de aquella sustancia, podría levantarlo como una paja. Mi primer impulso natural fue aplicar este principio a cañones y acorazados y a todos los materiales y métodos de guerra; de aquí pasé a la navegación mercante, a la locomoción, a la construcción y a todas las formas concebibles de la industria humana. La casualidad que me había conducido a la misma cuna de los nuevos tiempos —porque el descubrimiento marcaría una época— era una de esas casualidades que se presentan una vez cada mil años. El asunto se desarrollaba, se extendía, se concretaba. Entre otras cosas vi en ello mi retorno a los negocios. Vi ya creada una compañía principal y compañías secundarias, patentes a la derecha, patentes a la izquierda, sindicatos, privilegios y concesiones que brotaban y se esparcían hasta que una vasta y magnífica compañía Cavorita manejaba y gobernaba al mundo. ¡Y yo estaba mezclado en ello!” 

H.G. Wells (c. 19005)
        Bedford —ambicioso y megalómano y frotándose las manos— empieza a hablarle al científico dando por hecho que él ya es parte angular e imprescindible del proyecto. Abandona la escritura de su drama y se propone ayudarlo en la fabricación y capitalización del negocio, pues según dice, Cavor “pensaba como un niño”; sólo pensaba que “Si llegaba a fabricar la materia, pasaría a la posteridad con el nombre de Cavorina o Cavorita”; que se le otorgaría un título de “Miembro de la Real Sociedad de Ciencias” y que “su retrato aparecería en La Nature”. Según supone Bedford, “su invento hubiera sido desdeñado o sólo apreciado a medias, como otros descubrimientos de no pequeña importancia que los hombres de ciencia han regalado al universo”. (Para el caso, el modelo de ese lugar común podría ser el Nikola Tesla de la vida real.) De modo que, apunta, “Me puse en pie de un salto y comencé a recorrer la habitación de un lado para otro gesticulando como si [el científico] tuviera veinte años. Intenté hacerle comprender sus deberes y responsabilidades. Le aseguré que podríamos adquirir suficientes riquezas para poner en práctica cualquier clase de revolución social, que podríamos ser poderosos y dar órdenes en el mundo entero. Le hablé de compañías, patentes y garantías para mantener el secreto de nuestras fórmulas. Todo esto le resultaba tan incomprensible como sus matemáticas lo habían sido para mí. En su rubicunda cara se retrató la perplejidad. Balbuceó algo sobre su indiferencia hacia las riquezas, pero refuté sus palabras. Tenía que hacerse rico, y de nada servirían sus titubeos.”

Casi como si se tratase de una receta mágica y se hubiera cocinado a fuego lento en el oculto caldero del brujo (con gorro de cucurucho y larga túnica estampada con estrellas, cometas y mediaslunas), la fórmula exacta de la cavorita queda descubierta al producirse, por accidente, una especie de gran explosión que hace despegar por los aires buena parte de la casona del científico (e incendia el resto), cuyo estruendo y onda expansiva provoca destrozos de árboles, fauna y casas del entorno (seguramente habitadas); incluso Cavor, que caminaba rumbo a la casa de Bedford, sale volando y dando piruetas por el espacio, y antes de caer con maromas e indemne en un bosquecillo sigue pensando “en resolver ciertos interesantes problemas relativos a una máquina de volar”. Esto implica y transluce un lado oscuro y antiético en el ideario del científico, pues para proseguir con sus indagaciones y planes sin pagar un solo clavo ni asumir la mínima responsabilidad por nada, Cavor escurre el bulto ante los daños causados (“por valor de miles de libras”, amén de las tácitas vidas) y le propone a Bedford, callar el meollo y atribuir los destrozos y las pérdidas a un supuesto ciclón. A esta indiferencia y frialdad se añade el menosprecio que hace de sus operarios (dizque “tres mártires de la ciencia”): “Mis tres ayudantes pueden o no haber perecido. De suyo, no tiene importancia. Si han muerto, la pérdida no es muy grande porque eran más trabajadores que inteligentes, y este prematuro acontecimiento es debido, seguramente, a su descuido del horno. Si no han parecido, dudo que tengan la inteligencia suficiente para explicar el asunto. También ellos aceptarán la historia del ciclón.”
Cavor, entonces, se instala en la casa de Bedford, donde reconstruyen el laboratorio y prosigue con su inventiva labor de Ciro Peraloca (la fabricación de la cavorita y la construcción de la esfera para viajar a la Luna) y a él se le añaden los tres operarios, quienes no murieron ni se perdieron más allá de la atmósfera terrestre (ídem la celebérrima y legendaria perra Laika) por haber ido a la taberna a discutir sus responsabilidades en los menesteres del horno.
La perra Laika en una estampilla rumana de 1959
La leyenda dice: Laika, primera viajera al Cosmos
          Desde su óptica, Bedford narra los incidentes y los pormenores del despegue de la esfera, del viaje a la Luna y del alunizaje en el fondo de un cráter: “Nos hallábamos en un enorme anfiteatro, una extensa planicie circular que constituía el fondo del gigantesco cráter. Sus muros rocosos nos rodeaban por todas partes.” (De ahí las mil y una razones por las que un cráter de impacto situado en la cara oculta de la Luna haya sido bautizado con el nombre de H.G. Wells —justo al sureste de éste se localiza un cráter de impacto de menor tamaño denominado Tesla, por Nikola Tesla—; bautizo que, curiosamente, contrasta con la idea de Bedford: “Algún día mandaré poner una inscripción en este lugar”.) 

     
Cráter lunar H.G. Wells
     
Cráteres lunares H.G. Wells y Tesla
         Al salir de la esfera, luego de que su respiración se adecúa al oxígeno y a la atmósfera de la Luna, entre lo que descubren descuella el hecho de que al dar un paso, con un solo impulso avanzan “siete u ocho metros” o “cosa de unos diez” (lo cual evoca las célebres “botas de siete leguas” que calzan Pulgarcito y Maese Gato), por ende vuelan con cada tranco y por instantes se quedan suspendidos en el aire y pueden observar lo que hay en derredor. A esto se añade la inestabilidad de la vegetación: crece con rapidez y sin cesar; fenómeno que sólo ocurre durante el caluroso día lunar y desaparece, con la totalidad de la flora, durante la helada y larga noche lunar. Intríngulis que incide en que pierdan la esfera y se esmeren por encontrarla. Y lo más sorprendente: observan una manada de carneros lunares y a un pastor selenita. Según dice Bedford del primer ejemplar de ese tipo de res: “El diámetro de su cuerpo sería de unos veinticuatro metros, y su longitud de unos sesenta. Sus flancos se elevaban y caían bajo el impulso de su fatigosa respiración. Observé que su gigantesco cuerpo se hallaba pegado al suelo y que su piel era de un color blanco que se hacía más oscuro en el lomo. No pudimos verle las patas.” “Por contraste con los carneros”, dice, “el selenita parecía un ser insignificante, una simple hormiga de un metro y medio de altura”. Y según él: “Nuestra primera impresión fue que aquélla era una criatura compacta y erizada, con muchas de las características de un complicado insecto: tentáculos en forma de látigos y un brazo que surgía de su reluciente y cilíndrico cuerpo. La forma de la cabeza quedaba oculta por un enorme yelmo provisto de innumerables puntas (más tarde descubrimos que utilizaban aquellas puntas para dominar a las reses indómitas). Un par de gafas de cristal oscuro, daban una apariencia de pájaro al artefacto metálico que le cubría la cabeza. Sus brazos no se proyectaban más allá del cuerpo, y andaba sobre unas piernas muy cortas, que aunque cubiertas con gruesas telas, a nuestros ojos terrestres nos parecieron extraordinariamente delgadas. Los muslos eran muy cortos, las tibias larguísimas y los pies pequeños.”

En la búsqueda de la esfera, llegan a una “zona circular que no era otra cosa que una gigantesca tapa que en aquel momento se deslizaba encima de la enorme abertura que cubría, y se introducía en una ranura preparada para ello.” Se trata, efectivamente, de un profundo pozo que conduce a un ámbito subterráneo donde se sucede y se oye una incesante actividad que apenas logran entrever y que a Cavor le hace pensar en “¡Fábricas...! Deben vivir en esas cavernas durante la noche y salir durante el día.” Lo que de inmediato recuerda la trágica división que, en La máquina del tiempo (1895), el viajero halla en el futuro del planeta Tierra (en el otrora ámbito londinense): dos razas y dos orbes contrapuestos: el Mundo Superior (donde son mantenidos y criados, como en granjas de lechones Pata Negra, los infantiles, angelicales, bellos, desmemoriados, fóbicos y tontorrones Eloi) y el Mundo Subterráneo, donde se pertrechan y agrupan los feos, malditos, sádicos, nocturnos, supersticiosos y carnívoros Morlocks, que algo saben de mecánica y procedimientos fabriles y por ende en sus oscuros linderos zumba maquinaria. Pero el caso es que en la Luna, si bien hay una serie de profundos pozos artificiales que conducen a un orbe subterráneo, cavernoso y laberíntico —carozo de la mazorca que intuye y deduce Cavor, y luego, sobre todo, descubre y reporta él en solitario— no hay en ella una sangrienta y feroz guerra de dos mundos antagónicos (pese a las armas que poseen), ni la guerra de un mundo que acosa y expolia a otro mundo más débil y vulnerable (tal y como hacen los Morlocks con los Eloi), sino algo distinto: un complejo y único orden social monárquico y entomológico (con visos absolutistas y totalitarios) evolucionado, multiplicado, macerado, cultivado y meticulosamente diseñado (con la incubación, el invernadero y el laboratorio) a través de la infinita e insondable noche de los tiempos, y una intrínseca y utilitaria idiosincrasia que rechaza la guerra y por ende la belicosidad del género humano les resulta peligrosa y adversa para su organismo. 
 
Le voyage dans la lune (1902)
Georges Méliès 
         En la infructuosa búsqueda de la esfera el hambre los agobia y, pese a ciertos reparos de Cavor, ambos ingieren una variedad de hongos anaranjados o amarillos que les causa una especie de embriaguez. En su tóxico delirio, Bedford no deja de fantasear con el leitmotiv de su ambición y megalomanía (y nunca lo hace ni lo hará): “Tenemos que anexionarnos esta Luna” “y dejarnos de tonterías. Esto es una parte de los dominios del hombre blanco. Cavor... nosotros somos... ¡hip...! unos sátra... unos sátrapas. Un imperio como el que Cesar nunca soñó. Lo pu... lo publicarán todos los periódicos. Cavorecia. Bebfordecia, Bebfordecia... ¡hip...! Sociedad limita. ¡Quiero decir...ilimitada...!” Pero ese hilarante y turbio episodio culmina cuando seis selenitas los descubren y encierran en una oscura y subterránea celda donde recuperan el sentido tras la inconsciencia de la borrachera. Les han quitado los zapatos; tienen las “chaquetas desabrochadas” y están encadenados “de pies y manos, extenuados y sucios, con una barba de tres centímetros y la cara ensangrentada y llena de arañazos”. Allí, de pronto, con una previa luz azul que ilumina la mazmorra, ven que un selenita ha ido a observarlos por unos momentos. Según dice Bedford, “Permanecimos en silencio, de espaldas a aquella extraña luz azul, mirando a un monstruo que parecía un engendro de Durero.” Ese espeluznante selenita es el primero que ven de cerca. En su breve estancia en la Luna, Bedford, con el científico, verá otros ejemplares de selenitas; pero sólo Cavor observará, en el asombroso y laberíntico interior de la Luna, toda una gama de múltiples formas y tamaños de selenitas (incluso minúsculos), cuya morfología y taxonomía de cada espécimen y serie de prototipos (ya originados través del proceso evolutivo y de adaptación biológica, o de una manera eugenésica, inducida y cultivada desde la incubación y el infantil criadero, o en el paréntesis del impasse y latencia del invernáculo, e incluso intervenida y diseñada con cirugía y en el laboratorio) corresponde a su función y trabajo en el complejo ecosistema y organigrama sociológico, industrial y arquitectónico de ese orbe orgánico, subterráneo y laberíntico que le hace pensar en la complejidad de una colmena y de un hormiguero, donde el epicentro de la vida, del pensamiento, de la filosofía y del poder es el monarca.
 
Selenitas (1902)
Dibujo de 
Georges Méliès 
        Según Bedford, ese primer selenita tenía el “cuerpo flaco y enjuto” y “la cabeza hundida entre los hombros. No llevaba puesto el casco ni las vestiduras que usaban en el exterior.” [...] “Saltaba como un pájaro, y al hacerlo sus pies caían uno delante del otro.” [...] “Aquello no parecía una cara, sino una máscara, un horror, una deformidad que de un momento a otro sería borrada o transformada en algo más normal. No tenía nariz, pero sí dos grandes ojos saltones situados uno a cada lado de la cabeza. Al ver su contorno recortado contra la luz, había imaginado que aquello serían las orejas. No tenía orejas... He intentado dibujar una de aquellas cabezas, pero no me ha sido posible conseguirlo. Tenía la boca curvada hacia abajo, como una boca humana en una cara que nos mirara con ferocidad.” [...] “El cuello sobre el que la cabeza descansaba tenía articulaciones semejantes a las que poseen los cangrejos en las patas. No pudimos ver las articulaciones de los demás miembros porque los llevaba envueltos en una especie de vendas que constituían su única vestimenta.” “¡Y aquello nos miraba fijamente!”
     En ese oscuro calabozo, Cavor infiere que los selenitas “son criaturas razonables”. Y puesto que allí “El aire es más denso”, supone que deben “estar a una profundidad de casi una milla de la superficie de la Luna.” Pero lo más sorprendente y relevante es que Cavor colige que “La Luna debe ser enormemente cavernosa y debe tener una atmósfera interior y un mar en el centro de la caverna”. (No se equivoca, vale adelantarlo; pero el lector sólo descubre lo extraño y las maravillosas minucias de ese mundo subterráneo al leer la transcripción y el resumen de sus postreros e interrumpidos reportes.) Y añade: “Sabíamos que la Luna tenía una gravitación específica menor que la de la Tierra, sabíamos que en su superficie exterior había poco aire y poca agua; sabíamos también que era un planeta semejante a la Tierra y que era inadmisible la idea de que su composición fuera diferente a la de nuestro planeta. La deducción de que está hueca hubiera debido resultarnos tan clara como la luz; no obstante, nunca se nos ocurrió pensar en ello. Kepler, naturalmente...” [...] “Kepler tenía razón con sus ‘subvolvani’” (sic).
   
Le voyage dans la lune (1902)
Georges Méliès 
         En la oscuridad de esa celda, Bedford y el científico discuten con rispidez, pero son interrumpidos por varios selenitas que les llevan de comer en unos recipientes metálicos. Ambos devoran la “materia blanquecina” que tal vez haya sido una especie soma o magma de carnero y hongos. Pero lo curioso es que los brazos que les sirven el alimento y les aflojan las cadenas para que coman, no terminan “en manos, sino en una especie de pinza carnosa, parecida al extremo de la trompa de un elefante”. Saciada esa imprescindible necesidad biológica, les vuelven a encadenar las manos, les aflojan la cadena de los tobillos y les sueltan la cadena que rodea su cintura. Y uno de los selenitas, el “más bajo y mucho más grueso que los demás”, para comunicarse con ellos, no hace uso de alguna línea o figura geométrica, como Cavor había pensado hacer recurriendo a las “proposiciones de Euclides”, sino de la más llana y elemental mímica. De modo que forman un cortejo (con visos policíacos o militares) para conducirlos, presos, a algún sitio. Según dice Bedford, “Vimos que cuatro de los selenitas que se hallaban inmóviles junto a la puerta, eran más altos que los demás y estaban vestidos del mismo modo que los que habíamos visto en el cráter, es decir, con yelmos redondos y puntiagudos, y con forros o cajas cilíndricas alrededor del tronco. Vimos también que cada uno de ellos llevaba una especie de lanza cuya punta era del mismo metal que las cazuelas. Los cuatro se nos acercaron, colocándose a ambos lados de nosotros mientras salíamos de la cámara en la que nos encontrábamos para entrar a la caverna de donde procedía la luz.”
   
Le voyage dans la lune (1902)
Georges Méliès 
       En ese trayecto, maniatados con cadenas y con grilletes en los tobillos y sin zapatos, observan una “vasta maquinaria en movimiento” que los impresiona, donde laboran maquinales selenitas que parecen enanos compenetrados en el mecanismo. Por lo que apunta Bedford, el lector infiere que con esa clase de ciclópea maquinaria (cuya función él no comprende) se produce la sustancia fosforescente y azul que corre por conductos e ilumina todos los vericuetos, pozos, túneles y cavernas del interior de la Luna; una sustancia que puede untarse en los pantalones del terrícola y delatar su presencia o hacer luminosos a los selenitas. Por lo que con posteridad observa y reporta Cavor en solitario —además de las “plantas fungoideas” (sic) que emiten luz brillante, “algunas muy parecidas a nuestros hongos terrestres, pero tanto o más altas que un hombre”—, en las inmediaciones del agitado y subterráneo “Mar Lunar” —que es “una región de fosforescencia” iluminada por arroyos y cascadas de agua azul que “corrían cada vez con más abundancia hacía el mar central”—, esas aguas azules “sin duda contenían algún organismo fosforescente”. Por ende puede deducirse que esa especie de organismos fosforescentes (microscópicos al parecer) son utilizados por los selenitas en la gigantesca maquinaria que observan por primera vez los patidifusos terrícolas. Según dice Bedford, “Por entre todas aquellas piezas [de la maquinaria] se movían diminutas figuras que nos parecieron algo distintas de los seres que nos rodeaban. Cada vez que los tres brazos de la máquina se hundían, se oía un gran estruendo, y por encima del cilindro vertical se desbordaba una sustancia incandescente que iluminaba el local y corría como corre la leche que hierve en una vasija. Aquella materia se derramaba después sobre un depósito luminoso situado debajo. Era una luz fría y azul, una especie de fulgor fosforescente pero infinitamente más intensa que la fosforescencia terrestre, y desde los depósitos en que caía corría por conductos a través de la caverna.” [...] “Tuf, tuf, tuf, hacían los grandes vasos del complicado aparato mientras la sustancia luminosa silbaba y se desbordaba. Al principio me pareció que la maquinaria tenía un tamaño razonable, pero al ver lo pequeños que parecían los selenitas que trabajaban en ella, comprendí la inmensidad de la caverna y del aparato.”
     Pese al interés intelectual que el científico expresa con ademanes  frente a la maquinaria y hablando a la Tarzán (trata de demostrar que son seres inteligentes y no animales), los selenitas hacen caso omiso, y a empellones y pinchazos de los lanceros los conducen hasta el límite de lo que parece un delgadísimo puente o “cuerda floja” sobre un abismo que deben cruzar a pata pelada, pese al vértigo que les suscita. (Posteriormente el científico deduce que los conducían al interior de un globo.) Mientras Cavor trata de conservar la cabeza fría, puesto que infiere que sus anfitriones son razonables y por ende de recíproco interés científico, Bedford, que logra liberar sus manos mientras avanzan, reacciona con voces agresivas ante los empujones y pinchazos; de modo que ante un segundo pinchazo, en lugar de obedecer y cruzar el puente, según dice, “Dirigí un potente puñetazo al rostro del selenita de la lanza. Al hacerlo tenía la cadena enrollada en la mano.” Entonces, para sorpresa suya y para la sorpresa de los boquiabiertos lectores, descubren la vulnerabilidad física de los selenitas y su nula habilidad para el combate cuerpo a cuerpo: “Mi puño pareció atravesarle. Su cara se aplastó como un merengue duro por fuera y líquido por dentro. Era como si hubiera golpeado a un enorme sapo. Su cuerpo salió disparado unos doce metros por el aire y cayó produciendo un ruido sordo. Quedé estupefacto, sin poder creer que un ser viviente ofreciera tan poca resistencia. Por un instante me pareció que todo aquello era un sueño.” 
   
Le voyage dans la lune (1902)
Georges Méliès 
         Tal asesinato suscita expectación en el corro y es el inicio de un episodio de violencia y acción: un lancero ataca a Bedford; éste lo confronta y termina aplastándolo con un pie, mientras los otros dos lanceros salen huyendo. Bedford libera de las cadenas a Cavor e inician el escape hacia la superficie de la Luna. En ese subterráneo trayecto, no exento de sorpresas y peligros, para el regocijo y la onírica ambición de Bedford, advierten que las cadenas que llevan son de oro. Cavor, por su parte, prosigue con sus casi certeras deducciones de raciocinador empedernido; según colige: “Su mundo central, su mundo civilizado, debe estar más abajo, en la profundas cavernas que rodean su océano. La región de la corteza, en la que nos encontramos, no es más que un distrito remoto, una zona rural. Estoy convencido de ello. Los selenitas que hemos visto, equivalen, en cierto modo, a los cowboys o a los obreros que trabajan en fábricas aisladas de los núcleos urbanos. El uso de estas lanzas (que probablemente utilizan para dirigir a las reses), la falta de imaginación que demuestran al creer que nosotros podemos hacer lo que ellos hacen [cruzar el delgado puente sin sentir vértigo, por ejemplo], su indiscutible brutalidad, todo parece indicar algo por ese estilo. Pero si soportáramos...”
       El caso es que trepan a un declive desde donde observan una caverna, iluminada por “tres arroyos de fluido azul”, en la que una clase de parlanchines selenitas “estaban descuartizando reses lunares, del mismo modo que la tripulación de un barco ballenero descuartiza las ballenas. Cortaban la carne a tiras, y en algunos de los cuerpos más lejanos aparecían ya desnudas las blancas costillas. El sonido que habíamos oído desde abajo, era producido por sus hachas. Un poco más lejos, una especie de vagoneta cargada de trozos de carne corría hacia arriba por el inclinado suelo de la caverna. Aquella enorme acumulación de cuerpos destinados a convertirse en alimento, nos dio la idea de la vasta población lunar.” Y más aún: Bedford ve que el mobiliario del matadero, el vehículo y las herramientas de esos matarifes son de oro.
   
Selenitas (1902)
Dibujo de 
Georges Méliès 
        Observando esa labor, unos lanceros les dan alcance por la grieta que subieron para llegar al declive y a través de una rejilla empiezan a atacarlos. Esto es el principio de otro episodio de violencia y acción (narrado con agilidad y visualidad por H.G. Wells) que culmina con una masacre de selenitas y la dispersión de una multitud. Con torpeza y poco tino, los pastores los acosan y atacan con sus lanzas y los carniceros con pequeños machetes. En la pelea, Bedford, que es herido sin grandes complicaciones (una jabalina le da en el hombro, la lleva clavada por unos instantes y luego se la arranca), se arma con dos palancas de oro (de “unos dos metros de longitud”) que los carniceros utilizan “para dar vuelta a las reses muertas” (que son las pesadas barras de oro con que luego regresa a la Tierra, ligeras para él en la Luna). Pero además de la especie de ballesta que lanzaba “una especie de jabalina”, los selenitas los agreden con “una de sus rápidas ballestas-ametralladoras” que disparaba “tres o cuatro flechas”. No obstante, ambos salieron indemnes de la escaramuza. Según dice Bedford:
    “Durante cosa de un minuto, aquello fue una verdadera matanza. Yo estaba demasiado furioso para tener compasión, y los selenitas demasiado asustados para defenderse. En realidad, ni siquiera llegaron a atacarme. Ebrio de ira, irrumpí entre aquellos insectos de cuero segando y golpeando a diestro y siniestro. A un lado y a otro saltaban pequeñas gotas pegajosas. Mis pies caían sobre cosas que se aplastaban, se hundían y me hacían resbalar. Los selenitas no tenían plan de defensa. Cierto que me lanzaron algunas flechas y que una me alcanzó en el brazo y otra en la oreja, pero eso no lo descubrí hasta más tarde, cuando la sangre tuvo tiempo de brotar y enfriarse.
    “No sé lo que hizo Cavor. Por mi parte, llegó un momento en que tuve la impresión de que el combate había durado un siglo, y de que se prolongaría para siempre; después, de pronto, todo terminó y no vi más que los cogotes de los selenitas, que subían y bajaban alejándose en todas direcciones... No había sido herido de gravedad. Avancé unos pasos, grité, y luego me volví. Estaba atónito.
    “Mis saltos me habían llevado al mismo centro del grupo, y todos habían echado a correr de aquí para allá intentando esconderse.
     “Sentí un enorme asombro y no poco orgullo ante el resultado del gran combate en que me había enzarzado. No pensé que lo que había descubierto era la inesperada debilidad de los selenitas, sino mi gran fortaleza. Me eché a reír estúpidamente. ¡Aquella Luna era fantástica!
    “Contemplé durante un momento los aplastados cuerpos de los selenitas que se retorcían desparramados por la caverna, y luego me precipité detrás de Cavor.”
    El caso es que logran escabullirse a la superficie de la Luna; y lo hacen cruzando pasadizos, cavernas y túneles, y subiendo y trepando por la espiral de un profundo pozo que, infiere Cavor, es el mismo que descubrieron al correrse la enorme tapa circular (orificio por donde salen y entran los selenitas y las reses lunares) y que además se prolonga hacia abajo hasta el abismal mar central, según infiere entre lo que oyen y entrevén tras el tamiz del resplandor azul. Afuera del hoyo es de día, pero se ven las estrellas y el sol y hace mucho calor; y descubren que buena parte de las selváticas “plantas habían perdido su tierno verdor, y que, ennegrecidas, secas y duras, se perdían de vista formando una espesa maraña sobre las rocas”. Según calcula Bedford, llevan en la Luna “Dos días de la Tierra, quizá” (y sólo han comido una vez, enfatiza); pero según calcula Cavor (cuyo cerebro bulle en reflexiones y deducciones no sólo al observar la posición de las estrellas) llevan allí casi diez días lunares: “El sol ha pasado su cenit y se inclina ya hacia poniente. Dentro de cuatro días o menos, empezará la noche lunar.” Dice y por ende contemplan “el avanzado otoño de la tarde lunar”. 
     En ese episodio Cavor decide la estrategia para localizar la esfera, necesaria para su perentorio regreso a la Tierra. Dando saltos, cada uno busca por distinto lado del cráter, luego de atar un pañuelo a un arbusto (el punto de partida y reencuentro). La búsqueda concluye cuando Bedford halla la esfera. Entonces empieza a localizar al científico; pero en lugar de encontrarlo ve tirada “la gorra de cricket que Cavor usaba” y “un pedazo de papel arrugado” con manchas de sangre, donde éste le dejó un mensaje, escrito de prisa con lápiz, en el que le dice que se hirió la rodilla (luego reporta que se fracturó la rótula) y por ende no puede correr ni arrastrarse, que lo persiguió y atrapó “una clase de selenitas completamente distinta”, y que no le han disparado ni hecho daño. Pero ante el repentino y vertiginoso hecho de que el cielo se nubla y se oscurece, baja la temperatura y empieza a nevar, Bedford da por perdido a Cavor; y, dando saltos que le parece “cada uno duraba siete siglos”, logra, con tropiezos y caídas, dirigirse hacia la esfera, introducirse en ella, atornillar la tapa y activarla, pese que ignora “el manejo de los registros” y a que “ni siquiera los había tocado en el viaje de ida”.
   
Borges y el aleph
       En el previo diálogo que el científico y Bedford sostienen antes de buscar la esfera para irse a la Tierra, descuellan dos pasajes. En uno —con una mezcla de conjetura y presagio (como si viera a través de un aleph borgeseano o la superficie y las minucias del interior del globo lunar comprimido en una mágica bola de cristal), donde también se reitera su prejuiciosa supremacía al menospreciar y minusvalorar a los trabajadores manuales— Cavor se lamenta y reflexiona sobre el subterráneo orbe que, supone (y casi no se equivoca), existe en el interior de la Luna: “[...] pero ya nunca tendremos ocasión de llevar a cabo lo que ha estado en nuestras manos hacer. Bajo nuestros pies hay un mundo. ¡Imagine lo que debe de ser ese mundo! ¡Recuerde aquella máquina, la inmensa tapa, el arroyo azul! Y esas cosas estaban situadas a gran distancia del centro; las criaturas que hemos visto y contra las que hemos luchado, no eran más que ignorantes campesinos, habitantes de las capas exteriores, patanes y labradores semejantes a animales. ¡Pero más abajo...! Cavernas bajo cavernas, túneles, construcciones, caminos... Este mundo debe abrirse y ensancharse haciéndose cada vez más grande y populoso cuanto mayor es su profundidad. No me cabe duda: debe descender hasta llegar al mar central que se agita en el mismo corazón de la Luna. ¡Figúrese sus negras aguas bajo el resplandor de las luces! ¡Eso, por supuesto, en el caso de que necesiten luces! ¡Las cascadas tributarias que se precipitan hacia el centro para alimentar ese mar! ¡Las mareas de su superficie, sus oleajes y temporales! Es posible que tengan barcos para navegar sobre él; acaso allá dentro haya grandes ciudades, regidas por un orden y una sabiduría superiores a los del hombre. ¡Y pensar que podemos morir aquí arriba, sin llegar a ver nunca a los dueños de todo esto! Podemos helarnos y morir aquí; el aire se congelará y entonces... Entonces nos encontrarán, encontrarán nuestros cuerpos inmóviles y silenciosos, encontrarán nuestra esfera perdida, y comprenderán al fin, demasiado tarde, todo el esfuerzo que con nuestra muerte se habrá desperdiciado en un desenlace estéril.”
    En el otro pasaje, con su conjetural perspectiva de oráculo, Cavor sopesa la desmedida ambición del género humano y su inextricable, intrínseca y consubstancial belicosidad, que supone trasladaría a la Luna y en consecuencia haría añicos la vida y el universo subterráneo de ese planeta (¡habría una guerra de los mundos!); lo cual Bedford (arquetipo de la índole predadora, racista y expoliadora del hombre y del corsario inglés con o sin patente de corso) reitera al termino de unos de sus comentarios entreverados entre los reportes de Cavor: “una extraña raza contra la que, inevitablemente, tendremos que luchar... Allí el oro es tan común como aquí el hierro o la madera...”. Intríngulis que —oyendo en el palacio real las explicaciones y relatos de Cavor sobre “las historia de las guerras terrestres”, sobre las poderosas armas y sobre el hecho de que para la “raza anglosajona” la guerra es “el acto más glorioso de la vida”— “el Gran Lunar, que es el dueño y Señor de la Luna”, también colige y lo horroriza, y por ende las misivas telegráficas del terrícola fueron vigiladas, interferidas y bloqueadas sin que él pudiera advertirlo ni impedirlo. Le dice Cavor a Bedford antes de separarse en busca de la esfera: “Yo fui quien encontró la manera de venir aquí, pero encontrar un camino no es siempre dominarlo. Si vuelvo a la Tierra con el secreto, ¿qué sucederá? No creo que pueda guardarlo durante un año, ni siquiera durante medio año. Más pronto o más tarde saldrá a la luz, y entonces... Gobiernos y Estados lucharán unos contra otros por venir aquí, lucharán entre sí y contra los habitantes de la Luna; mi secreto sólo servirá para aumentar los odios y multiplicar los motivos de guerra. Si revelo mi secreto, dentro de poco, dentro de muy poco este planeta quedará cubierto de cadáveres hasta lo más profundo de sus galerías. Hay muchas cosas que admiten dudas, pero ésta es indiscutible. Y, sin embargo, la Luna servirá de muy poco a los hombres. Porque, en resumen, ¿qué han hecho de su propio planeta? Convertirlo en campo de batalla, en el escenario de sus insensateces y locuras. Pequeño como es su mundo y corto como es el plazo de sus vidas, los hombres tienen demasiado que hacer en la Tierra para ocuparse de cosas nuevas. ¡No! La ciencia ha trabajado demasiado creando armas para ponerlas en manos del hombre. Ya es tiempo que suspenda esa labor. Que los hombres descubran el secreto por sí mismos... dentro de mil años. [...] Hemos empleado la violencia contra los habitantes de la Luna, les hemos demostrado de lo que somos capaces, y las perspectivas que ahora tenemos ante nosotros son las mismas que tendría un tigre que se hubiera escapado y hubiera matado a un hombre en Hyde Park. La noticia de nuestra actuación debe ir corriendo de galería en galería, hacia las regiones centrales... Después de haber visto nuestro comportamiento ningún selenita que esté en sus cabales nos permitirá que llevemos de nuevo la esfera a la Tierra.”
     

      Para trasladarlo de la superficie hacia abajo, los selenitas llevan a Cavor a bordo de un globo, que es un vehículo común entre ellos para bajar por los “pozos verticales” e ir y venir por los vericuetos de caracol, túneles transversales y cavernas de la Luna. (Algunos selenitas, además, para descender por los pozos usan paraguas como si fueran paracaídas.) Por órdenes del Gran Lunar, el soberano absoluto y el cerebro más grande y poderoso de la Luna, instalaron a Cavor en una celda, donde le asignaron dos mentores que de él aprendieron el inglés (pero no le enseñaron el habla selenita) y donde poco a poco ganó cierta libertad; misma que le sirvió para, con la anuncia de los selenitas, manipular sus “juguetes eléctricos” y el aparato con que hizo los envíos telegráficos (o marconigramas) a los terrícolas. Según supone Bedford, “En algún lugar de la Luna, Cavor debió tener acceso durante mucho tiempo a una gran cantidad de aparatos eléctricos, y es de creer que logró construir (quizá furtivamente) un artefacto emisor del tipo de los de Marconi.” No obstante, Bedford y Julius Wendigee, si bien captaron sus mensajes a través del “aparato detector de trastornos electromagnéticos” de éste, nunca lograron comunicarse directamente con él: nunca conversaron. Quizá por la preventiva y secreta interferencia utilizada por la invisible inteligencia selenita, que si bien permitió que Cavor enviara mensajes a la Tierra, acabó bloqueándolo e impidiendo que transmitiera la fórmula de la cavorita. Vale puntualizar, entonces, que el científico nunca supo quién recibía sus mensajes y cuál fue el destino de Bedford y de la esfera.
     
Cráter lunar Jules Verne
        Con sus parámetros y analogías terrestres, la descripción de las características de la fauna selenita que hacen Bedford y sobre todo Cavor (“aquí, una criatura mitad insecto y mitad vertebrado, por la menor gravitación de la Luna, logra alcanzar dimensiones humanas y ultrahumanas”, dice) sin duda se ubica en el inagotable abrevadero de la antigua tradición fantástica (incluso mítica) de todos los lugares y tiempos. 

  
Éduard Riou:
Voyage au centre de la Terre (1864)
      Y en el caso particular de las subterráneas cavernas y del mar en el centro de la Luna, al parecer hay un influjo del Viaje al centro de la tierra (Voyage au centre de la Terre, 1864), la celebérrima y popular novela de Julio Verne (punto de partida de varios filmes), pues en ésta, mucho antes de arribar al laberíntico y peligrosísimo límite de la subterránea y azarosa expedición, los tres exploradores —que hace 47 días descendieron por el cráter del Sneffels, un volcán en Islandia (y luego por una chimenea cuyo fondo se bifurca en dos linderos, etcétera)— descubren, iluminados por una subterránea y continua “aurora boreal” de extraño “origen eléctrico”, titánicas cavernas de granito, nubes, cascadas de agua dulce, copiosa vegetación (entre ella un bosque de colosales hongos), grandes huesos y enormes osamentas de animales “de la segunda época del mundo” (del mastodonte, del dinoterio, del megaterio), y un mar con marea, furiosas tempestades con rayos y truenos, y fauna marina (no sólo monstruosa, antediluviana y gigantesca, como el plesiosauro y el ictiosauro) entre la que se puede pescar arcaicos y extintos peces ciegos, y navegar en una magnífica almadía armada con “madera fósil” por el nativo guía (que incluso prepara un “delicioso moka”), y descubrir, en medio de ese océano, un solitario “islote volcánico” con forma de “inmenso cetáceo” en reposo, del que constantemente brota un sonoro y enorme géiser cuya agua tiene “un calor de 163°”. Y luego, tras cruzar ese mar en el que estuvieron a punto de irse a pique, el científico y su sobrino hallan una “vasta llanura de osamentas” de “animales prehistóricos”, incluidos fósiles intactos de hombres de la “época cuaternaria”; y más adelante un bosque sin sombras cuya gigantesca y pálida vegetación parece de la “época terciaria”; y luego ven, estupefactos, “un rebaño de mastodontes vivos”, custodiados por un rupestre y gigantesco “pastor antediluviano” que 
“Blandía con la mano un tronco enorme” a manera de cayado. Intacta y natural cápsula del tiempo de la que huyen despavoridos como si hubieran visto al Coco o al todopoderoso Diablo rojo con su amenazante tridente y con una pata de macho cabrío y la otra de gallo salvaje, y esa visión no fuera indicio de una tribu y quizá de una civilización primitiva, y como si no los animara la sapiente curiosidad ni el espíritu científico y expedicionario. De ahí que el joven Axel —la voz narrativa y oriundo de Hamburgo, quien al ver por primera vez esas colosales cavernas evoca “la gruta de Guachara, en Colombia,” y “la inmensa caverna de Mammouth [sic], en Kentucky”)— apunte atónito como si viera, con desmesurados ojos de plato y los pelos de punta, el paisaje de un planeta nunca antes visto por un infinitesimal terrícola: “Contemplaba silencioso tan grandes maravillas, faltándome palabras para transmitir mis sensaciones. Creía hallarme en algún planeta lejano, en Urano o en Neptuno, contemplando fenómenos de los que mi naturaleza terrenal no tenía conciencia. Nuevas sensaciones requerían nuevas palabras, que mi imaginación no me prestaba. Contemplaba, pensaba, admiraba con asombro algo mezclado de espanto.” 
     
Julio Verne
(1828-1905)
        Según se lee en la transcripción de Bedford:  
    “Este Mar Lunar —sigue Cavor— no es un océano estancado; una marea solar le empuja en perpetuo flujo hacia el eje lunar, y en sus aguas se desarrollan extrañas tormentas, hervores y agitaciones. A veces hay vientos fríos y truenos que ascienden por las populosas vías de esta especie de hormiguero. El agua de este mar sólo irradia luz cuando está en movimiento; en sus raros períodos de calma, es completamente negra. Por regla general, sus olas se alzan y se arremolinan formando en la aceitosa superficie grandes y espesas capas de espuma. Los selenitas navegan por sus cavernosos estrechos y lagunas en pequeños botes parecidos a las canoas terrestres; aún antes de mi viaje a las galerías que rodean al Gran Lunar, que es el Señor de la Luna, se me permitió hacer una breve excursión por estas aguas.
“Las cavernas y los pasadizos son muy tortuosos. Gran parte de esas vías sólo son conocidas por los más expertos pescadores y ocurre con frecuencia que los selenitas se pierdan en sus laberintos. Según me han dicho, en las regiones más remotas hay extraños animales, algunos de ellos terribles y peligrosos, a los que toda la ciencia de la Luna ha sido incapaz de exterminar. El más notable es el Rapha, inexplicable masa de tentáculos que al romperse en pedazos se multiplica; también está el Tzee, un animal velocísimo que nadie ha podido ver, tan sutil y repentinamente mata...” Bestezuelas lunares (amén de la estirpe de selenitas soñados por H.G. Wells) que tal vez deberían figurar en alguna nota o en algún pie de página de un célebre bestiario; por ejemplo, el Manual de zoología fantástica (1957) y El libro de los seres imaginarios (1967), etcétera.
[...]
Itiocentauro
(Tinta y acuarela sobre papel, 1983)
Obra de Francisco Toledo para el
Manual de zoología fantástica (FCE, 1984)
      “Esta excursión [sigue Cavor] me recordó lo que he leído acerca de las cuevas de Mammoth [se hallan en el centro de Kentucky, Estados Unidos]; si hubiera tenido luz amarilla en lugar de la eterna luz azul y un remero de apariencia terrenal en lugar de un selenita con cara de insecto, sentado en un extremo de la canoa, podría haberme imaginado que había vuelto a la Tierra de improviso. Las rocas que nos rodeaban eran muy variadas: a veces negras, a veces de un azul veteado, y en cierta ocasión brillaron y refulgieron como si hubiéramos entrado en una mina de zafiros. Por las oscuras aguas vi pasar y desvanecerse en las fosforescentes profundidades un gran número de peces también luminosos y fantasmagóricos. Luego, de pronto, tropezábamos con la corriente de uno de los canales de tráfico, con un desembarcadero o con uno de aquellos enormes pozos verticales.

“En un vasto espacio lleno de estalactitas, un grupo de selenitas se ocupaba en sus labores de pesca. Nos acercamos a una de las barcas y pude contemplar a aquellas criaturas de largos brazos en el momento en que sacaban una red. Eran seres pequeños y jorobados, de brazos muy fuertes, piernas cortas envueltas en tela, y caras arrugadas. Mientras tiraban de la red, ésta me pareció la cosa más sólida de la Luna; estaba terriblemente cargada, y tardaron mucho tiempo en extraerla porque en aquellas aguas los peces más grandes y exquisitos se hallan en el fondo. Los que la red había aprisionado salieron como sale a veces la Luna en el cielo terrestre, teñidos de un azul refulgente.
La Peluda de la Ferte-Bernard
(Tinta sobre papel, 1983)
Obra de Francisco Toledo para el
Manual de zoología fantástica (FCE, 1984)
  “Entre lo que habían pescado se hallaba un animal de muchos tentáculos y de ojillos malignos, que se agitaba ferozmente y cuya aparición fue recibida con gritos y murmullos. En el acto le hicieron pedazos valiéndose de unas pequeñas hachas que manejaban con movimientos rápidos y nerviosos. Una vez descuartizado el monstruo, sus miembros continuaron retorciéndose y azotando el aire de un modo amenazador. Más tarde, cuando caí presa de la fiebre, soñé una y otra vez con ese agresivo y furioso animal que surgió de las profundidades de aquel mar desconocido. Ése ha sido el más maligno y repelente de cuantos seres vivientes he conocido en este mundo interior de la Luna... 

   “La superficie de este mar debe hallarse a unas doscientas millas bajo la superficie de la Luna; he sabido que todas las ciudades de la Luna se levantan inmediatamente encima del mar central, en espaciosas cavernas y galerías artificiales como las que he descrito, y que se comunican con el exterior por enormes pozos verticales que desembocan invariablemente en lo que los astrónomos de la Tierra llaman ‘cráteres’ de la Luna. En el transcurso de las exploraciones que precedieron a mi captura, vi la plataforma que cerraba una de tales aberturas.” 
    El científico no reporta nada de las capas intermedias de la Luna, es decir, de los túneles, serpentinos pasadizos y cavernas que se hallan entre el mar central y la superficie lunar. Zonas que no conoce (con excepción de la celda en la que estuvo preso con Bedford y del matadero que ambos observaron); de ahí que sobre ellas el propio Cavor podría repetir: “Hasta ahora, mi conocimiento de estas cosas es el mismo que un zulú podría tener en Londres de las reservas de cereales en el Imperio Británico.” No obstante, para el científico la Luna “es una especie de esponja rocosa”: “Esta porosidad —dice Cavor— es en parte natural, pero se debe casi toda a la enorme industria de los selenitas en tiempos pasados. Los grandes montes circulares formados por rocas y tierra, constituyen en torno de los túneles los ‘volcanes’, como les llaman los astrónomos terrestres, engañados por su falsa analogía.”
    Vale observar, además, que en la pintoresca y utilitaria estratificación de la diversidad biológica y de la múltiple tipología selenita que reporta Cavor, desde la abundante y variada “clase obrera”, hasta los más complejos y complicados cerebros, cada espécimen  “Ama su trabajo y cumple, completamente feliz, las obligaciones que justifican su existencia” planificada, diseñada y ordenada en ese orbe único. 
   
Aldous Huxley
(1894-1963)
          Se trata, entonces y en cierto modo, de una especie de embrionaria anticipación orgánica, biológica, química, eugenésica, política, ideológica y social de la pesadillesca distopía terrestre, futurista y totalitaria de Un mundo feliz (Brave New World, 1932), la celebérrima novela de Aldous Huxley (1894-1963). 
Entre la variedad de tipos de selenitas destacan los “intelectuales”, “especie de aristocracia”, cuyas peculiaridades resultan lúdicas e hilarantes caricaturas de consabidos estereotipos de terrícolas; por ejemplo, el dibujante, el matemático y los eruditos, egocéntricos y abstraídos en su especialidad cultivada y premeditada desde su nacimiento, adaptación y desarrollo (lo cual comprende el gineceo, el parvulario, el laboratorio, la cirugía y los narcóticos). A los distinguidos y apapachados “intelectuales” pertenecen Phi-oo y Tsi-puff, los dos “fantásticos hombres-insectos”, “de grandes cabezas”, designados por el propio Gran Lunar “para vigilarle, estudiarle y establecer con él la comunicación verbal que fuera posible”, auxiliados por un dibujante y por un experto con “una enorme cabeza en forma de balón de fútbol” (que descifra “complicadas analogías”). Phi-oo pertenece a la clase de “los administradores” (“selenitas de considerable iniciativa y versatilidad”) y Tsi-puff a la clase de “los eruditos” (“depositarios de todos los conocimientos”), quien se convirtió en “el primer profesor lunar de lenguas terrestres”. No obstante, cuando Cavor por fin comparece y dialoga con el Gran Lunar, es Phi-oo quien hace el papel de traductor y Tsi-puff de instantáneo diccionario parlante. En este sentido, sobre “los eruditos” descuella una relevante singularidad que reporta Cavor: “es curioso observar que el ilimitado desarrollo del cerebro ha hecho innecesaria la invención de las ayudas mecánicas para el trabajo cerebral, que han sido siempre imprescindibles para el hombre. No existen libros, archivos, bibliotecas ni instituciones culturales. Todo conocimiento está almacenado en cerebros distendidos, del mismo modo que las hormigas melíferas de Texas almacenan la miel en sus abdómenes. El Archivo Histórico de la Luna y su Biblioteca Nacional, son colecciones de cerebros vivientes...”
   Así, cuando Cavor por fin es conducido ante al trono (en medio de un impresionante, masivo y alharaquiento cortejo y desfile) para acceder a la esperada “entrevista trascendental” con el Gran Lunar —“cuya caja craneana debía tener muchos metros de diámetro” y por ende una serie de criados en semicírculo le sostienen la cabeza y otros le riegan el “gran cerebro con un líquido refrescante”—, además de las ineludibles presencias de Phi-oo y Tsi-puff, los acompañan “un escogido grupo de sabias cabezas, una especie de enciclopedia viviente” que el Gran Lunar (con su cuerpo diminuto y “encogido y miembros de insecto, peludos y blancos”) puede consultar en un tris. Y que quizá en el actual (pero ya vetusto y arcaico) período del siglo XXI, esa poderosa “enciclopédica galaxia de sabios” hubiera sido sustituida por una minúscula terminal de la computadora más potente de la Luna y quizá del Sistema Solar.
   
Fotograma de Le voyage dans la lune (1902)
           Vale añadir, por último, que el curioso inventor y científico en medio del “inmenso hormiguero” —que es la masiva y abigarrada multitud de espeluznantes selenitas que asisten a la regia ceremonia— llega a sentirse horrorizado y fóbico como un “náufrago en aquel inmenso mar de agitada entomología”. No obstante, en calidad de “huésped de honor”, fue trasladado en un navío por los canales del mar central (con toda una comitiva cargada de objetos y lacayos) y luego sentado en una litera hacia la serie de excavaciones y cavernas que conforman el “palacio del Gran Lunar”. Pero lamentablemente para él es que en medio del fasto y de la regia y sonora pompa va a prosternase y a comparecer ante Su Graciosa Majestad con la risible pinta de un pestilente pordiosero desarrapado recién salido de la alcantarilla. Según reporta: “Debo confesar que todo aquello me hizo considerarme miserable e indigno. No estaba afeitado ni peinado (no tenía navaja de afeitar) y una enmarañada barba me cubría la boca. En la Tierra siempre me sentí inclinado a desdeñar toda exhibición de pulcritud que no fuese absolutamente necesaria, pero en aquellas excepcionales circunstancias, en virtud de las cuales era el representante de mi planeta y de la especie humana, hubiera dado cualquier cosa por llevar algo más presentable y artístico que los harapos que me cubrían. Había estado tan seguro de que la Luna no era habitable, que no había tomado ninguna precaución en este sentido. Iba vestido con una chaqueta de franela, calzón corto, calcetines de jugar al golf, manchados con toda la suciedad que puede encontrarse en la Luna; zapatillas (por cierto que había perdido el tacón de la izquierda) [deben ser zapatillas lunares, pues los zapatos terrestres se quedaron en la celda donde estuvo encerrado con Bedford], y una manta con un agujero en medio, por el que sacaba la cabeza. (Naturalmente, sigo vistiendo las mismas ropas.) Las barbas, que me habían crecido libremente, podían serlo todo menos una mejora en mi rostro, ya de por sí nada bello; en un flanco del calzón llevaba un gran roto que se veía perfectamente cada vez que me movía, y el calcetín de la pierna derecha persistía en caérseme, a pesar de mis esfuerzos por impedirlo. Me hago completo cargo del mal lugar en que mi aspecto dejó a la Humanidad, y si de algún modo hubiera podido hacerme más presentable, lo hubiera hecho. Pero eso no estaba en mi mano. Me las arreglé lo mejor que pude con la manta, envolviéndome en ella como si fuera una toga, y me mantuve tan erguido como me lo permitió el balanceo de la litera.”




Herbert George Wells, Los primeros hombres en la Luna. Traducción del inglés al español de Jaime Elías. Colección Rotativa, Plaza & Janés. Barcelona, 1971. 190 pp. 

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Le voyage dans la Lune (1902), filme silente de Georges Méliès