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miércoles, 18 de enero de 2023

Las fiestas de Frida y Diego

Me he de comer esa tuna
                               
I de III
De 1994 data la primera edición de Las fiestas de Frida y Diego. Recuerdos y recetas (tal año también se imprimió en inglés). Y de 2007 es la presente edición de Editorial Patria impresa en Japón. Con portada de Carlos Aguirre y diseño de Julio Vega, se trata de un vistoso libro con sobrecubiertas y pastas duras e iconografía a color y en blanco y negro (casi toda reproducida en términos aceptables), donde destaca el anecdotario memorioso y gastronómico de Guadalupe Rivera Marín (México, octubre 23 de 1924-enero 15 de 2023) —hija de Lupe Marín (1895-1983) y del pintor Diego Rivera (1886-1957)—, lo cual condimenta y sazona el carozo de la mazorca: “más de 100 recetas de la comida tradicional [auténticos delirios para el paladar y la gula] que a Diego le gustaba y que a Frida [dizque] le encantaba preparar”, “adaptadas por Laura B. de Caraza Campos”. Todo ello ilustrado con el montaje escenográfico de numerosas exquisiteces culinarias dirigido por Marie-Pierre Colle Corcuera, cuyos detalles fueron puestos en página a través de las imágenes en color de Ignacio Urquiza, fotógrafo de publicidad.
(Editorial Patria, 3ª ed., Japón, 2007)
  Para no desentonar con la tradición y el folclor, no faltan los prietitos en la sopa de letras e imágenes; por ejemplo, en la página 137 se reproduce a color el cuadro de Frida: Naturaleza muerta con pitahayas (óleo sobre lámina, 1938) —según dice Martha Zamora en la página 301 de su edición de autor del volumen Frida, el pincel de la angustia (México, 1987), “Se desconoce su paradero”—, pero lo que debería estar a la derecha está en la izquierda y viceversa. Y en la página 218 la reproducción en color de Naturaleza viva (óleo sobre masonite, 1952) está mutilada en la parte inferior. Y en la página 46 se dice que se ven “Peras con anís”, pero lo que se aprecia en la foto a color son tunas verdes y no blancas, como deberían ser, según se indica en la receta correspondiente: “Tunas blancas al anís”. 

Naturaleza muerta con pitahayas (1938),
óleo sobre lámina de Frida Kahlo.

Así se reproduce en la página 137 de Las fiestas de Frida y Diego,
pero lo que debería estar a a la derecha está en la izquierda y viceversa.
       
Naturaleza viva (1952),
óleo sobre masonite de Frida Kahlo.

Así se reproduce en la página 218 de Las fiestas de Frida y Diego,
con la parte inferior mutilada.
     
Dizque “Peras con anís (pues son tunas verdes),
imagen correspondiente a la receta “Tunas blancas al anís
que se lee en Las fiestas de Frida y Diego (2007).
Foto: Ignacio Urquiza
      Otros pies de foto resultan sospechosos; por ejemplo, bajo la imagen a color y actual de una vendedora de flores con mandil y pelo cano (pero no viejita ni muy viejecita) se dice que es “La marchante, vendedora de flores del mercado de Coyoacán que le vendía a Frida sus flores favoritas”. ¿Será? ¿Habrá vivido tanto tan conservada? La misma duda surge cuando se leen otros pies de fotos a color: la rústica mesa con la “Comida en casa de don Tomás Teutli y su esposa, doña Rosa, en Teotihuacan”, a donde la narradora dice que fue y comió con Frida en marzo de 1943 durante una salida furtiva de la Casa Azul.

En el ámbito del recelo, llaman mucho la atención dos pies: “Un rincón de la azotea de Tina Modotti con el tequila y los limones listos para servirse”; y “La mesa del banquete de bodas de Diego y Frida, recreado para la fotografía en la azotea de Tina Modotti”. 
Frida Kahlo y Diego Rivera el día de su boda
Agosto 21 de 1929
Foto de estudio atribuida a Víctor Reyes
  Tal matrimonio se efectuó el 21 de agosto de 1929 en el registro civil de la Villa de Coyoacán, a unos pasos de la Casa Azul. Desde fines de 1926, Tina vivía hasta el centro de la Ciudad de México, en el quinto piso del Edificio Zamora (la Torre de Pisa) ubicado en la esquina de Atenas y Abraham González 31, departamento que por alrededor de tres meses compartió con el líder cubano Julio Antonio Mella, precisamente hasta que pasadas las 10:40 de la noche del 10 de enero de 1929 fue balaceado en Abraham González, al parecer, por órdenes de Gerardo Machado, el dictador de Cuba (en septiembre de 1928, en el puerto de Veracruz, Mella —cuyo nombre real era Nicanor MacPartland— intentó organizar una guerrilla para derrocar tal dictadura y en La Habana recién se le difamaba de haber “profanado la bandera cubana durante un acto en la ciudad de México” ocurrido el 15 de diciembre de 1928); comenzó entonces un embarazoso y difícil proceso judicial y político contra Tina, que además de suscitar el registro y el saqueo de su hábitat por policías sin escrúpulos (se llevaron papeles, fotos y cartas íntimas), fue ensuciado con difamaciones en la prensa derechista, con encono en el Excélsior. Al término fue absuelta de participar en el crimen. Pero a escasos siete meses del asesinato de Mella y luego de tal embrollo judicial que incidía en su temor de que la expulsaran del país aplicándole el artículo 33 de la Constitución (lo que finalmente ocurrió casi un mes después de que el 5 febrero de 1930 se sucediera el fallido atentado contra el presidente Pascual Ortiz Rubio, precisamente el día que asumió el cargo y se le involucrara el día 7), ¿por qué se efectuó allí tal juerga? ¿Acaso porque el Edificio Zamora era “refugio de escritores, artistas y radicales bohemios”? Pues si en el departamento de Tina confluían comunistas (entre ellos miembros extranjeros del Comité Central del estalinista PCM), exiliados latinoamericanos y algunos otros que celebraban francachelas (como los condiscípulos de Julio Antonio Mella en la facultad de derecho de la Universidad Nacional), por la época de la boda de Diego y Frida, ante la efervescencia social en medio de la Guerra Cristera y del Maximato y de la inminencia de las elecciones presidenciales tras el asesinato del presidente electo Álvaro Obregón el 17 de julio de 1928 en el restaurante La Bombilla en San Ángel, además de que habían ocurrido asesinatos de comunistas y una redada en el PCM y la clausura del periódico El Machete el pasado 6 de junio, el gobierno de Emilio Portes Gil —presidente interino entre el 1 de diciembre de 1928 y el 5 de febrero de 1930— amenazaba “con deportar a los todos los comunistas extranjeros”.

Campesinos leyendo El Machete (México, 1929)
Foto: Tina Modotti
Margaret Hooks, en Tina Modotti: fotógrafa y revolucionaria (Plaza & Janés, 1998), dice que el “modesto departamento” de Tina tenía “tres habitaciones con pisos de madera y techos altos”, cuyo “cuarto de servicio” en la azotea convirtió “en un sencillo estudio que dominaba la maravillosa vista de los volcanes”; y que entre sus vecinos figuraron o figuraban las hermanas Campobello (Nellie y Gloria); Bruno Traven (¿con tal identidad?), autor de El tesoro de la Sierra Madre (1927); y dos cercanos amigos de Tina: Frances Toor (la Paca), directora de la revista bilingüe Mexican Folkways, cuyo departamento también estaba en el quinto piso y las oficinas de la publicación en la planta baja, donde Diego, Mella y Tina colaboraban y donde ésta, hacia principios de 1927, ya fungía como “editora auxiliar” (según Margaret, la aventura erótica entre Diego y Tina data de la primera mitad de 1927, cuando ella fotografiaba los murales de la SEP); y Carleton Beals, célebre periodista de la época y corresponsal de The Nation, quien en 1925 tuvo un breve amorío con Mercedes, la hermana mayor de Tina, y quien además fue testigo de los últimos minutos de Mella en el quirófano de la Cruz Roja.  

Las camaradas Tina Modotti y Frida Kahlo
(México, 1928)
  Según Margaret Hooks, “Tina les prestó el estudio que tenía en la azotea para llevar a cabo la fiesta” de la boda; y que se dice que Rivera sacó la pistola para darle “al fonógrafo y desistió sólo cuando Tina le dijo que se lo había prestado un amigo”. Y entre las pintorescas anécdotas, Margaret afirma que desde fines de 1927 Tina tenía carnet del PCM y que fue ella —y no el pintor— quien hacia 1928 introdujo a Frida a tal militancia; que fue en su departamento donde en alguna borrachera Frida y Diego se conocieron (él sacó la pistola y perforó una foto); que Tina alentó a Frida “a vestir de manera más sobria, como era ‘propio’ de una comunista”: con “falda y blusa sencillas, un estilo que era el sello particular de Tina”; más o menos a imagen y semejanza a como Diego las pintó (“testimonio de su amistad”), en 1928, repartiendo municiones y armas a los milicianos en el panel En el arsenal —ubicado en el tercer piso de los murales de la SEP (contando la planta baja), y que es la escena que inicia el Corrido de la Revolución Proletaria—, donde también se ven los rostros de otros comunistas: David Alfaro Siqueiros, Julio Antonio Mella y Vittorio Vidali, y donde el broche que lleva Frida en la camisola, con la hoz y el martillo, fue “un obsequio de Tina”; vestimenta muy parecida a la que Frida, con 21 años de edad, llevaba puesta cuando Tina Modotti la fotografió en una imagen que se muestra en la página 187 del susodicho libro de Margaret Hooks, cuyo pie reza: “Diego Rivera y Frida Kahlo con miembros del Sindicato de Pintores, Escultores y Grabadores Revolucionarios durante la manifestación del Primero de Mayo, 1929.” 

Detalle del panel En el arsenal (1928),  fresco de Diego Rivera,
primera escena del Corrido de la Revolución Proletaria,
ubicado en el tercer piso de la Secretaría de Educación Pública.
   
Diego Rivera y Frida Kahlo con miembros del Sindicato de Pintores, Escultores y
Grabadores Revolucionarios durante la manifestación del primero de mayo de 1929

Foto: Tina Modotti
       Hayden Herrera, en la página 93 de Frida: una biografía de Frida Kahlo (Diana, 9ª ed., marzo de 1991), dice que “Andrés Henestrosa recuerda que la fiesta se llevó a cabo en la azotea de la casa de Tina Modotti. ‘Había prendas de ropa interior tendidas en la azotea para que se secaran. Daban buen ambiente para una boda’.” Tal cachonda y odorífica aseveración (quizá imaginaria y onanista) remite a la belleza natural de Tina, a su leyenda de femme fatal y libertina devoradora de hombres, y desde luego a la serie de retratos de su rostro y de desnudos en la azotea que le hizo Edward Weston, sin olvidar los desnudos alegóricos (La tierra dormida y Germinación) en los murales que Diego Rivera pintó al fresco, en 1926, en la ex Hacienda de Chapingo.

Tina Modotti en la azotea (Ciudad de México, 1924)
Foto: Edward Weston
  Pero Hayden también anota que Frida dijo que la bacanal del bodorrio se efectuó en otro lado: “Ese día nos hicieron una fiesta en la casa de Roberto Montenegro. Diego se puso una borrachera tan espantosa con tequila que sacó la pistola y rompió el dedo meñique de un hombre, además de otras cosas. Luego nos peleamos. Salí llorando y me fui a mi casa. Pasaron unos días hasta que Diego fue a recogerme y me llevó a la casa ubicada en el número 104 de Reforma.”

Frida Kahlo y Diego Rivera
(San Ángel, 1941)
Foto: Nickolas Muray
Dice Margaret Hooks que en junio de 1929 en el PCM “comenzaron las purgas de ‘derechistas’ acusados de extrema cercanía con el gobierno ‘burgués’ y de trotskistas”, y que en tal entorno donde sobresalían los comunistas extranjeros (Vittorio Vidali, Joseph Freeman), Diego ya estaba en la mira, pues era conocida su simpatía hacia Trotsky.

Entre las páginas 191 y 196 de Tina Modotti. Una mujer sin país. Las cartas a Edward Weston y otros papeles personales (Cal y Arena, 2ª ed., 2001), Antonio Saborit tradujo del inglés una carta de ella a Weston, en cuya postdata del 18 de septiembre de 1929 hay un pasaje donde brevemente alude la recién boda de Diego y Frida, y el meollo de su acérrima postura y disciplina estalinista y por ende de su distancia del pintor, quien, dice, acababa de ser expulsado del Partido Comunista Mexicano:
Tina Modotti y Edward Weston celebrando su “aniversario
México, 1924

Foto de estudio de autor anónimo
“[...] ¿No te había dicho que Diego se casó? Eso iba a hacer. Una muchacha encantadora de diecinueve años, de padre alemán y madre mexicana; pintora. ¡A VER QUÉ SALE! Su nueva dirección es: Paseo de la Reforma 104.

“Pero la noticia más sorprendente sobre D[iego] es otra, que mañana llegará a todos los rincones del mundo, sin duda tú te vas a enterar antes de que esta carta llegue: Diego fue expulsado del partido. La decisión se tomó apenas anoche. Razones: que los numerosos trabajos que aceptó últimamente del gobierno —decorar el Palacio Nacional, la Dirección de Bellas Artes, decorar la nueva Secretaría de Salubridad— son incompatibles con un militante activo del p[artido]. No obstante el p[artido] no le pedía que dejara su puesto, lo único que le pidieron fue que se manifestara públicamente diciendo que asumir estos trabajos no le impedía luchar en contra del actual gobierno reaccionario. Toda la actitud de él últimamente ha sido muy pasiva en lo relacionado con el p[artido] y no quiso firmar la declaración, por lo que lo expulsaron. No queda otra alternativa. Te das cuenta que este asunto tiene muchos flancos, todos sabemos que él es mucho mejor pintor que miembro del p[artido] por lo que el p[artido] no le pedía que abandonara la pintura, no, lo único que le pidieron que hiciera era una declaración y hasta ahí. Todos sabemos que el gob. le confió todos estos trabajos precisamente para sobornarlo y para poder decir: ¡Los rojos dicen que somos reaccionarios, pero vean, permitimos que Diego Rivera pinte todos los martillos y las hoces que quiera en los edificios públicos! ¿Ves la ambigüedad de su postura?
“Yo creo que su salida del partido le hará más daño a él que al p[artido]. Se le considerará, y eso es lo que es, un traidor. No tengo que agregar que yo también lo veré como tal, y a partir de ahora toda mi relación con él se limitará a nuestras transacciones fotográficas. Por lo tanto te agradeceré que trates directamente con él lo relacionado con su trabajo.
Hasta luego querido”.


II de III
Las fiestas de Frida y Diego. Recuerdos y recetas (2007)
Contraportada

En las Las fiestas de Frida y Diego. Recuerdos y recetas abundan las fotos de la recreación de ciertas bebidas y platillos de la cocina tradicional de México y de ciertos ingredientes y recipientes de la artesanía mexicana, como pueden ser la “Cazuela con mole poblano y los ingredientes para su preparación en la cocina de la Casa Azul”; “La tradicional capirotada servida en un platón poblano de vidrio prensado”; las “Guayabas en sancocho servidas en un platón de Tzintzuntzan pintado a mano”; la “Sopa de ostiones servida en un plato de barro de Michoacán; el vaso pintado a mano es poblano”; las “Chalupas verdes y rojas en un plato oaxaqueño”; el “Atole de fresa servido en loza pintada a mano de Guanajuato”; las “Enchiladas tapatías en un platón oaxaqueño; el collar de plata es de Yalalag”; la “Sopa de flor de calabaza servida en una sopera poblana”; el “Consomé de gallina con sus guarniciones”; la “Sopa seca de fideos con rodajas de aguacate”; las “Lenguas de gato y rompope en una jarra de Guadalajara”; los “Merenguitos servidos en una dulcera de Michoacán”; el “Pan de muerto y calaveras para las fiestas de noviembre”, en cuyas etiquetas se leen los nombres de “Diego” (la más grande), “Frida” (la mediana), y “Piquitos” y “Ruth” (las más pequeñas); esto último es así porque a Guadalupe Rivera Marín le decían de cariño Pico o Piquitos, mientras que a Ruth, su hermana menor, le decían Chapo, por prieta linda, es decir, por dizque ser más negra que el chapopote. 
Diego Rivera con su hija Guadalupe Rivera Marín (c. 1927)
  Pero también en el volumen hay imágenes de vistas de interiores y exteriores, de objetos y de otros montajes escenográficos, como la imagen a color de la “Naturaleza muerta con maíz, inspirada en un cuadro de Frida”; la “Naturaleza muerta con bandera mexicana inspirada en un cuadro” de la misma artista; el “Rebozo tricolor anudado para celebrar las fiestas patrias”; “El comedor de la casa colonial de Antonio y Francesca Saldívar, en el que se recreó la decoración de Frida para las fiestas patrias”; “La mesa puesta [en una trajinera] para almorzar en los canales” de Xochimilco; las “Trajineras en los canales de Xochimilco y marchantes en sus chalupas”; “La pirámide del Sol en Teotihuacan”; “El Anahuacalli, el estudio que Diego mandó construir con piedra volcánica en San Pablo Tepetlapa”; una “Santa Cruz [que] protege a los albañiles durante la construcción”; los “Arcos de entrada al zócalo [más bien al parque] de Coyoacán donde Frida paseaba en las mañanas”; “Una canasta con el almuerzo, como las que Frida le preparaba a Diego cuanto éste estaba pintando los murales, en el patio de la Casa Azul”; los “Camarones en escabeche en el comedor de la Casa Azul”; los “Jarritos de Michoacán con el delicioso caldo de camarón”; la “Preparación de las tortillas en la cocina de la Casa Azul”; “La mesa puesta en honor de Frida, para celebrar su cumpleaños, con un mantel de plástico de vivos colores, del tipo que ella adoraba”; una “vista del patio [...] desde el comedor de la Casa Azul”, en cuya mesa hay “Mouse de mamey”; “Una calavera con el nombre de Frida”; el “Altar de muertos en honor de Frida en el Museo estudio de Diego Rivera” (en San Ángel Inn); la “Pieza central [un foto de la pintora] del altar de muertos dedicado a” ella; “Los pinceles de Frida [que] aún cuelgan del trastero en su estudio de la Casa Azul”; “Un rincón de la cocina [de ésta], decorada con azulejos poblanos y amarillos. [Donde] El nombre de Frida está formado con ollitas de barro”; el “Detalle de uno de los vestidos de tehuana de Frida”; el “Álbum de fotografías de Frida que se exhibe en el Museo Frida Kahlo”; “Una hoja de la libreta donde Frida apuntaba las pinturas que vendía”; un “Guardapelo con un retrato de Frida”; un “Detalle de la decoración del comedor en la Casa Azul”; los “Gaznates y mostachos sobre la mesa [repleta y rodeada de objetos], en un rincón del estudio de Diego, en la Casa Azul, que se construyó para Frida”; unos “Niños [de yeso policromado] vestidos para la fiesta de La Candelaria en el mercado de Coyoacán”; una perspectiva de “El patio de la Casa Azul”; la “Alacena de madera pintada a mano en el comedor. La mesa también está pintada de amarillo, que era el color favorito de Frida para la decoración de la Casa Azul”. Tal color: “el profundo azul cobalto” 
—dice Guadalupe Rivera Marín— era “considerado protector contra los espíritus malignos acompañado del rojo y el verde”.
Autorretrato con marco  o Frame (c. 1939),
óleo sobre aluminio con cristal sobrepuesto, de Frida Kahlo
Autorretrato con chango y loro (1942),
óleo sobre masonite de Frida Kahlo
       
Naturaleza muerta (1942),
óleo sobre lámina de Frida Kahlo
     
La novia que se espanta de ver la vida abierta (1943),
óleo sobre tela de Frida Kahlo
        Además del citado óleo sobre lámina: Naturaleza muerta con pitahayas (1938), hay reproducciones a color de otras pinturas de Frida, que están allí porque la narradora, en su mayoría, las alude en sus anécdotas: Autorretrato con marco o Frame (óleo sobre aluminio con cristal sobrepuesto, c. 1938) —que es el cuadro (“con marco integrado y dos pájaros”) que le compró el Louvre cuando en 1939 participó en Mexique, en la Galería Renou & Colle de París, la exposición colectiva y antológica inicialmente pergeñada por André Breton durante su viaje al país mexicano (entre abril 18 y agosto 1 de 1938)—; Autorretrato con chango y loro (óleo sobre masonite, 1942); Naturaleza muerta (tondo, óleo sobre lámina, 1942) —hecha por encargo para la esposa del general Manuel Ávila Camacho, pero luego rechazada por ella debido a que le pareció obscena—; La novia que se espanta al ver la vida abierta (óleo sobre tela, 1943) y el susodicho Naturaleza viva (óleo sobre masonite, 1952).

Diego y Frida en el comedor de la Casa Azul (1941)
Foto: Emmy Lou Packard
Frida en el portón de la iglesia de Coyoacán (1937)
Foto: Fritz Henle
Por si fueran pocas las delicias y los canapés, en el disperso tentempié visual se observan conocidos retratos fotográficos; por ejemplo: la imagen de la joven Frida que Guillermo Kahlo, su padre, le tomó y fechó el 16 de octubre de 1932 (Matilde Calderón, su madre, había fallecido el pasado 15 de septiembre); la foto que Emmy Lou Packard, en 1941, les tomó a Diego y a Frida en el comedor de la Casa Azul; Frida en el jardín de ésta, foto sin fecha de Guillermo Zamora, de quien también se ve otra donde está con Diego, al pie del estudio de ella en la Casa Azul; Frida en el mismo ámbito del jardín, pero en otro punto y bajo una perspectiva más amplia, donde se le ve con uno de sus perros xoloescuincles (o itzcuintlis) y que es una imagen de una serie que allí le hizo Gisèle Freund en 1951; una de las llevadas y traídas fotos de estudio que documentan la boda de Frida y Diego, atribuidas a Víctor Reyes; una de las imágenes que Fritz Henle le hizo, en 1937, al pie del regio portón de madera de la iglesia de Coyoacán, donde con su rebozo en la cabeza semeja una hermosa devota saliendo de misa; Diego y Frida besándose en un andamio frente a los murales en proceso de él en Detroit (por ende es 1932), la cual, según se dice vagamente en los “créditos”, fue “tomada por el fotógrafo de [la] Ford Motor Company para el Instituto de Arte de Detroit”; y, entre otras imágenes, figura uno de los espléndidos retratos donde Frida Kahlo posa con un sencillo rebozo de campesina mexicana, grandes aretes de reminiscencias aztecas y un collar de gruesas piedras (quizá de jade), que Imogen Cunningham le tomó en San Francisco en 1930. 

Frida Kahlo en San Francisco (1930)
Foto: Imogen Cunningham

III de III
La voz que articula y le da sentido a Las fiestas de Frida y Diego. Recuerdos y recetas es la voz de Guadalupe Rivera Marín, quien en 2006 condujo y cocinó en una serie de trece programas televisivos del Canal 22 (canal del CONACULTA): La cocina de Diego y Frida. El sabor de un mundo, mientras charlaba con un singular invitado no menos parlanchín: Gilberto Aceves Navarro, Ofelia Medina, José Luis Cuevas, Gerardo Estrada, etcétera. Es decir, luego de un par de anecdotarios preliminares de Guadalupe Rivera Marín: “Una historia de familia” y “La vida al lado de Frida”, siguen los siguientes doce capítulos, donde en cada uno, amén de algunas vivencias personales salpimentadas con detalles culinarios, memoriosos y costumbristas, bosqueja un banquete o un festín ocurrido en cada mes del año (varias veces relativo a una arraigada celebración tradicional de la cultura mexicana), cada uno complementado por su menú y sus correspondientes recetas y los modos de hacerse y servirse, pues según dice y lo puntualiza a lo largo del libro, entre 1942 y 1943 ella vivió más de un año en la Casa Azul de Coyoacán, y por ende Frida es el epicentro de sus evocaciones y de las recetas: “Agosto: La fiesta de bodas de Frida y Diego”, “Septiembre: Las fiestas patrias”, “Octubre: Mi fiesta de cumpleaños”, “Noviembre: Días de Todos los Santos y de Fieles Difuntos”, “Diciembre: Las posadas y el fin de año”, “Enero: La Rosca de Reyes”, “Febrero: Un bautizo, el día de La Candelaria”, “Marzo: Teotihuacan, donde viven el Sol y la Luna”, “Abril: Xochimilco: un paseo en trajinera”, “Mayo: La fiesta de la Santa Cruz”, “Junio: La comida de manteles largos” y “Julio: El cumpleaños de Frida”.
Diego mordiendo un taco de albañil
Diego con su hija Ruth a punto de romper el hueso de la buena suerte
tras devorar una pechuga de guajolote en mole poblano (México, 1955)
Foto: Héctor García
   A ojo de buen cubero, lo más certero entre lo certero son las recetas, pues las reminiscencias y los datos que bosqueja Guadalupe Rivera Marín no están exentos de leyendas, omisiones y errores. 

Diego Rivera y su hija Guadalupe Rivera Marín
  Se dice que el muralista era un gran fabulador. Y esto también se alude casi al inicio de Encuentros con Diego Rivera (Siglo XXI, 1993), volumen polifónico, misceláneo e iconográfico —no exento de yerros y contradicciones— coordinado por ella y su erudito sobrino Juan Rafael Coronel Rivera: “Mi padre lo inventaba todo, todos los días, afirma su propia hija Guadalupe Rivera Marín [...] con una mezcla de asombro y de admiración, que además define el descomunal espíritu creativo que animaba al artista.” Pues de tal palo, tal astilla, dado que ella no canta mal las rancheras (incluidas las que cantaba Frida a todo tequila y gaznate pelado con Concha Michel e Isabel Villaseñor, la estrella de Maguey, capítulo de ¡Que viva México!, el filme cuyo rodaje y edición Serguei Eisenstein no concluyó), que es artista de la cocina y de la palabra. Por ejemplo, en Las fiestas de Frida y Diego afirma que cuando Rivera pintaba La Creación (1922-1923) en el Anfiteatro Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria, “José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo iniciaban otros murales en el claustro del ex colegio jesuita; los estudiantes —entre ellos Frida— agredían de palabra y obra no sólo a Diego sino a los demás pintores, cuyas obras y motivos no les convencían y querían destruirlos a como diera lugar.”

 
Credencial escolar de Frida Kahlo (1922)
       
Frida y los Cachuchas
      Quizá la adolescente Frida y sus compinches los Cachuchas (entre ellos su novio Alejandro Gómez Arias, futuro líder estudiantil que pugnaría por la autonomía universitaria) estaban entre tales lenguaraces y rijosos (ella estudió allí entre inicios de 1922 y el 17 de septiembre de 1925, día del fatídico accidente), pero Rufino Tamayo no pintó ningún mural en San Ildefonso y el primero que hizo, El canto y la música, data de 1933 y lo plasmó en el entonces Conservatorio Nacional de Música, ubicado muy cerca de allí, en la calle Moneda del actual Centro Histórico de la Ciudad de México.

Guadalupe Rivera Marín
  Según Lupe Rivera Marín (quien estudiaba derecho y era novia del futuro presidente Luis Echeverría), el padre de Frida departió con ellas (y otros comensales e invitados) la rosca de reyes de enero de 1943, pero Guillermo Kahlo había fallecido el 14 de abril de 1941. Por ende también yerra cuando narra que semanas después, antes del día de La Candelaria (2 de febrero), durante una visita a las librerías de viejo “ocurrió algo muy curioso; en una de ellas encontramos el álbum formado con las fotografías tomadas por el padre de Frida, Guillermo Kahlo, en 1910, con motivo de las fiestas del Centenario de la Independencia. Fue una grata sorpresa, pues las fotos estaban en perfectas condiciones y permitían apreciar la congruencia que existía en aquella época entre la arquitectura y el paisaje, en tanto el centro de la ciudad, con sus monumentos y edificios señoriales, parecía formar parte —en menor escala— de cualquier país europeo. El álbum fue un gran obsequio para el ilustre fotógrafo.”

Guillermo Kahlo (1872-1941)
Autorretrato
  Dice la narradora que su abuela materna, Isabel Preciado, le regaló dos tomos decimonónicos titulados Recetas clásicas para las señoras de la casa, que “las damas tapatías de su época” utilizaban para cocinar; y que Frida le mostró en la Casa Azul, y tiempo después también le regaló, el Nuevo cocinero mejicano; libro que, según dice, había sido de doña Matilde, la madre de la pintora (cosa curiosa, pues Matilde Calderón y González, si bien era iletrada cuando el 21 de febrero de 1898 se casó con Guillermo Kahlo Kaufmann, luego aprendió a leer y a escribir con dificultades), del cual en la página 15 se observan las pequeñas reproducciones en color de dos páginas, donde se lee que fue impreso en París, en 1888, por la Librería de Chevalier Bouret; y que en la Ciudad Luz tenía una dirección: “Rue Visconti, 23”; y en la Ciudad de los Palacios otra: “Cinco de Mayo, 14”.

Isabel Preciado y Francisco Marín
(Guadalajara, 1924)
Foto: Edward Weston
       
Matilde Calderón y González
(1876-1932)
     
Nuevo cocinero mejicano (1888)
     
Nuevo cocinero mexicano (1888)
   
La otra fiesta:
doña Matilde, mamá de Frida, dándole de comer a los perros de la Casa Azul

(junio 30 de 1932)
          Con la misma sazón de la leyenda —aroma y sabor que impregna cada amena y deliciosa página (incluidas las recetas)— la narradora dice que su madre Lupe Marín (quien otrora le preparó a Diego “una sopa de ídolos para vengarse de su indiferencia con el mantenimiento de su casa y de sus hijas”) enseñó a cocinar a Frida, lección que por igual se puntualiza en el susodicho volumen Encuentros con Diego Rivera; por ejemplo, en un rótulo que figura al pie de una pequeña reproducción de un cuadro de la artista: “Lupe Marín enseñó a Frida a preparar la comida favorita de Rivera. En agradecimiento, Frida pintó para ella este retrato en 1929”. También narra que hubo ocasiones en que cocinaron juntas; por ejemplo, en la casa de Tampico 8, cerca de Chapultepec, que hacia 1930 compartieron con Diego y Frida, quienes ocuparon la planta baja, en tanto que en el tercer piso se instalaron las niñas Pico y Chapo, el poeta Jorge Cuesta y Lupe Marín, quien el 13 de marzo de tal año parió al bebé Lucio Antonio Cuesta Marín, el único hijo que tuvo con el más triste de los alquimistas, mas no cuenta una palabra de esto ni del grave deterioro psíquico que la fémina sufrió después del nacimiento; pero sí dice que Lupe Marín cocinó para la comilona de las bodas de Diego y Frida (aunque también afirma que hubo botanas y platillos preparados por las cocineras de un mercado), quesque celebrada en la azotea del edificio de la calle Abraham González donde Tina Modotti vivía en el quinto piso, quien para ello hizo arreglitos “con los vivos colores de cientos de banderitas y hojas de papel picado, donde pendían del pico de tiernas palomas mensajes de amor.”

     
Lupe Marín y su hija Guadalupe Rivera Marín
      
         Guadalupe Rivera Marín, además, cuenta que se armó una bronca de película o de consabido churro hollywoodense y atolito con el dedo (para turistas, dieguistas, tinistas y fridomaníacos de hueso colorado): 
“La azotea de la casa de Tina, adornada profusamente con papel picado y serpentinas, se convirtió en un sitio alegre, lleno de color y sabor pueblerino. La concurrencia, acompañada por la música que un conjunto de mariachis tocaba sin cesar, esperaba la llegada de los novios entre tragos de tequila y mordidas de chicharrón con aguacate. El drama empezó en el preciso momento en que Lupe no pudo reprimir los celos y la emoción triunfó sobre sus buenas maneras; airada retó a Frida haciéndole notar sus defectos físicos:
“—Tú —le dijo a Frida— tienes las piernas flacas; yo, en cambio, mira qué piernas tengo.
“En seguida alzó las faldas de la novia y mostró a la concurrencia el defecto de Frida, consecuencia del ataque de poliomielitis ocurrido en su niñez.
“Frida respondió al agravio dando un buen empujón a Lupe, quien perdió el equilibrio y cayó al suelo. Diego las separó para evitar que corriera sangre.”
Pareja no identificada, Lupe Marín y Frida Kahlo con el rostro autorrecortado
Hotel Barbizon Plaza, Nueva York, 1933
Foto: Lucienne Bloch
  Hilarante anécdota que remite a otra no menos legendaria, risible y peliculesca donde también dizque estuvieron a punto de agarrarse del chongo y desgreñarse a patadas, rasguños y mordiscos, y que según Guadalupe Rivera Marín ocurrió en 1925, pero al parecer se equivoca de año, pues el fatal accidente en el camión que destrozó a la muchachita Frida sucedió el 17 de septiembre de 1925 y fue durante tal dolorosa y larga convalecencia cuando comenzó a pintar postrada en la cama. Posteriormente, dando el gatazo de rápida y excelente recuperación, fue a enseñarle varios cuadros a Diego, quien por entonces aún pintaba en los muros de la SEP y al parecer fue cuando germinó o se inoculó el gusanillo que los haría casarse el 21 de agosto de 1929 (hay quienes dicen que se reconocieron antes de tal reencuentro en la SEP: durante una fiesta en casa de Tina Modotti, de quien también se dice que introdujo a Frida en la Liga de Juventudes Comunistas). En 1928 —alrededor de un año antes de su matrimonio con la pintora, Diego ya se había separado de Lupe Marín, quien no obstante sus dos pequeñas hijas, había iniciado su relación amorosa con el poeta Jorge Cuesta, mientras el muralista aún estaba en Rusia celebrando el décimo aniversario de la Revolución de Octubre— pintó a Frida en el citado panel En el arsenal repartiendo armas y municiones junto con Tina Modotti. 
Lupe Marín y Frida Kahlo
La susodicha y peliculesca anécdota del pleito en la SEP, Guadalupe Rivera Marín la narra así: 

“Cuando Frida sanó, con algunas de sus obras bajo el brazo y ya decidida a cambiar la ciencia por el arte [había soñado con estudiar medicina], fue a buscar a Diego Rivera, quien ya pintaba en la Secretaría de Educación Pública [lo hizo en la planta baja y en el primero y en el segundo piso, entre 1923 y 1928]. Quería conocer la opinión del maestro y, de ser posible, que la aceptara como ayudante. Diego le aconsejó que continuara como pintora y le auguró un gran éxito artístico.
“Al dar por terminada la entrevista, apareció Lupe Marín cargando la canasta con la comida de su famoso marido. Furiosa, al reconocer a Frida, estuvo a punto de tirarle los platos a la cabeza para así calmar sus celos inauditos. Diego, entre risa y susto nervioso, intervino y separó a las dos fieras que peleaban por él.”




Guadalupe Rivera Marín y otros, Las fiestas de Frida y Diego. Recuerdos y recetas. Iconografía a color y en blanco y negro. Grupo Editorial Patria, 3ª edición. Japón, 2007. 224 pp.
Martha Zamora, Frida, el pincel de la angustia. Iconografía a color y en blanco y negro. 1ª edición de autor. México, 1987. 408 pp.
Margaret Hooks, Tina Modotti. Fotógrafa y revolucionaria. Traducción del inglés al español de Susana de los Ángeles Moreno y Margarita González. Iconografía en blanco y negro. Plaza & Janés, 1ª edición en español. México, noviembre de 1998.
Raquel Tibol, Palabras de Siqueiros. Selección, prólogo y notas de Raquel Tibol. FCE. México, 1996. 542 pp.
Hayden Herrera, Frida: una biografía de Frida Kahlo. Traducción del inglés al español de Angelika Scherp. Iconografía a color y en blanco y negro. Editorial Diana, 9ª impresión. México, marzo de 1991. 440 pp.
Antonio Saborit, Tina Modotti. Una mujer sin país. Las cartas a Edward Weston y otros papeles personales. Iconografía en blanco y negro. Traducción del inglés al español, edición y notas de Antonio Saborit. Cal y Arena, 2ª edición corregida y aumentada. México, diciembre de 2001. 288 pp.
Pablo Ortiz Monasterio y otros, Frida Kahlo. Sus fotos. Iconografía en sepia y a color. Editorial RM. China, 2010. 524 pp.

Nota: la información de los pies de las imágenes corresponde a la bibliografía consultada.

domingo, 1 de agosto de 2021

Knock Out, tres historias de boxeo

Había algo venenoso en sus ojos

I de III
Editado en Barcelona, en “septiembre de 2011”, por Libros del Zorro Rojo (“con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura [de España], para su préstamo público en Bibliotecas Públicas”), el título Knock Out, tres historias de boxeo reúne una trilogía de legendarios cuentos del legendario narrador norteamericano Jack London (1876-1916) en los que el box es el leitmotiv y el espectáculo visual: “Un bistec” (A piece of steak, 1909), “El mexicano” (The mexican, 1911) y “El combate” (The game, 1905). 
Libros del Zorro Rojo
Barcelona, septiembre de 2011
       Con pastas duras, sobrecubierta, generosa tipografía (recamada con una preciosa errata en la página 55), buen papel y buen tamaño (24.07 x 17 cm), los tres cuentos de Knock Out están traducidos del inglés por Patricia Willson. Y cada uno ha sido ilustrado ex profeso por el argentino Enrique Breccia con imágenes en blanco y negro que semejan grabados en madera: “Un bistec” (cinco estampas), “El mexicano” (seis estampas) y “El combate” (cinco estampas).

Jack London
(1876-1916)
      “Un bistec” tiene la contundencia de un veloz gancho al hígado, de un puñetazo que disloca la quijada y manda a la lona; y al unísono cada página exhuma la melancolía de un nostálgico y patético blues. Tom King es un buenazo sin antecedentes delictivos, un gigantón veterano de cuarenta años con más de dos décadas de experiencia en el cuadrilátero. Alguna vez fue “el campeón de los pesos pesados en Nueva Gales del Sur” y sus bolsillos estuvieron repletos de libras. El box ha sido su único oficio (y beneficio). Y en los últimos tiempos, para subsistir en la miseria (y en la ruina), ha tenido que emplearse de peón. Y ahora, poco después de las ocho de la noche, va a boxear (y boxea) con un tal Sandel, un joven inexperto oriundo de Nueva Zelandia, quizá con un futuro abundante en triunfos y dinero. (Por lo pronto, “El joven Pronto”, “del norte de Sydney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta”.)  

 
 Un bistec”

Ilustración: Enrique Breccia
       Tom King no tiene un clavo en bolsillo ni tabaco para su pipa. Viste ropa raída y unos zapatones (de Frankenstein) muy gastados. El secretario del Gayety Club (donde se halla el ring) ya le adelantó las tres libras del perdedor y Tom King ya se las gastó. Si le ganara al joven Sandel, ganaría treinta flamantes libras y pagaría sus deudas y la renta del cuchitril. Si pierde, regresará sin nada. Por su falta de dinero no ha tenido un buen entrenamiento con un sparring, ni tampoco una buena alimentación. Previo a la pelea con el joven Sandel ha estado deseando y suspirando por un bistec. Lizzie, su esposa, acostó a los dos chiquillos para que olvidaran el vacío en el estómago. El único malcomido es Tom King: un plato de harina con migajas de pan. La harina, Lizzie la obtuvo prestada con un vecino del conventillo. Por sus deudas, nadie quiso fiarle, ni siquiera el carnicero. Al despedirlo y desearle “Buena suerte”, Lizzie “se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.” 
   Esas dos millas que Tom King hace a pie rumbo al cuadrilátero del Gayety Club resultan contraproducentes para la pelea. Y aunque con astucia y “táctica de economía” domina a su joven oponente y varias veces lo envía a la lona (hay que leer el relato de la contienda para verlo), la falta de ese plus (el suculento y jugoso bistec) incide en el drástico final.
“Un bistec”

Ilustración: Enrique Breccia
        La descripción de la testa y de la cara de ogro de ese veterano (sobreviviente de mil peleas) brindan una poderosa imagen para visualizar a ese gigantón moviéndose en el ring: “era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra y azulada.”


II de III
Casi resulta tautológico apuntar que el protagonista del cuento “El mexicano” es un boxeador nacido en México y que el clímax de la narración es el espectáculo de las vicisitudes del combate boxístico en un cuadrilátero ubicado en Los Ángeles, California. Para urdir el cuento (dividido en cuatro partes numeradas con romanos) Jack London hizo uso de algunos datos, nombres y noticias en torno a la Revolución Mexicana (in progress) que en 1911 eran tempranas. Felipe Rivera, un joven mestizo de unos 18 años (se infiere que inmigrante sin papeles), se ha incorporado a una Junta de revolucionarios que en Los Ángeles opera y conspira en pro de la Revolución Mexicana; agrupación civil (que incluso publica un semanario) al parecer inspirada en la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano fundada el 28 de septiembre de 1905, en San Luis, Misuri, por los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, cuyo órgano ideológico y propagandístico era el periódico Regeneración
Ricardo y Enrique Flores Magón
        Felipe Rivera (que en realidad se llama Juan Fernández), por su carácter hermético, callado, inescrutable y sereno (de arcaica pieza prehispánica), y mirada de fría y venenosa mazacuata prieta, suscita aversión, fobia y suspicacia entre los miembros de la Junta; en el peor de los casos lo suponen un maiceado espía del dictador Porfirio Díaz (presidente de México entre el 1° de diciembre de 1884 y el 25 de mayo de 1911) y por ende no le permiten dormir en la casa de la Junta y al llegar le asignan el trabajo de un simple criado analfabeta: fregar los pisos, limpiar las ventanas, y lavar las saliveras y los retretes. Una vez le ofrecen dos dólares por el trabajo; pero Felipe Rivera no los acepta y declara patriótico: “Trabajo por la Revolución”. Pero lo más relevante son las aportaciones pecuniarias que hace, pese a los andrajos que viste: deja “sesenta dólares en oro” para el pago de la renta (la Junta debía dos meses y el propietario amenazó con echarlos). Incluso realiza alguna contribución furtiva: para el envío de 300 cartas (la Junta carecía de fondos para las estampillas), primero desaparece el reloj de oro de Paulino Vera y luego “el anillo de oro del dedo anular de May Sethby”. Y al regresar de la calle, les entrega “mil sellos de dos centavos”. Ante esto, Vera se pregunta y les pregunta a los camaradas de la Junta: “si no será el oro maldito de Díaz”.

Además de los aportes que el muchacho de la limpieza les deja en dólares y en monedas de oro, sin revelar cómo y dónde obtiene ese dinero, Felipe Rivera consigue que le asignen la peligrosa y temeraria encomienda de reabrir la comunicación entre Los Ángeles y Baja California (donde hay “recién incorporados a la Causa”), bloqueada por las sanguinarias huestes de “Juan Alvarado, el comandante federal”. El joven de la limpieza logra el cometido clavándole al comandante un cuchillo en el pecho.  
    En la Junta (de revolucionarios de oficina) cunde la fama del supuesto “mal genio” y “pendenciero” de Felipe Rivera, pues luego de periódicas ausencias, que pueden ser de una semana e incluso un mes, además de las “monedas de oro que les deja en el escritorio de May Sethby”, observan en él indicios físicos de que pelea en la calle o en algún sitio (quizá en una cantina, en un antro de juego o en un burdel): “A veces aparecía con el labio cortado, con una mejilla amoratada, con un ojo hinchado. Era evidente que había peleado, en algún lugar del mundo exterior donde comía y dormía, ganaba dinero y se movía de maneras desconocidas para ellos. Con el paso del tiempo, se encargó de mecanografiar el libelo revolucionario que publicaban semanalmente. Había ocasiones en que era incapaz de teclear, cuando sus nudillos estaban magullados y tumefactos, cuando sus pulgares estaban heridos e inmóviles, cuando uno de sus brazos pendía cansadamente a un costado, mientras en su cara se dibujaba un dolor silencioso.”
    Esto provoca, además de las preguntas que se hacen, y del recelo y de la desconfianza, que le teman y lo mitifiquen: “Me siento como un niño ante él”, confiesa Ramos. “Para mí, él es el poder, es el hombre primitivo, el lobo salvaje, la serpiente de cascabel, el ponzoñoso ciempiés”, dice Arrellano. Y Paulino Vera claramente lo deifica con retóricas metáforas: “Es la Revolución encarnada.” “Es su llama y su espíritu, el grito insaciable de venganza, un grito silencioso que mata sin hacer ruido. Es un ángel destructor que se desliza entre los guardias inmóviles de la noche.” De ahí el atroz pavor que siente ante él: “Me ha mirado con esos ojos suyos que no aman sino que amenazan; son salvajes como los de un tigre. Sé que si yo fuera infiel a la Causa, él me mataría. No tiene corazón. Es despiadado como el acero, filoso y frío como la escarcha. Se parece a la luz de la luna en una noche de invierno, cuando uno se congela hasta morir en la cima de una montaña desolada. No temo a Díaz ni a ninguno de sus matones, pero a este muchacho sí le temo. Ésa es la verdad, le tengo miedo. Es como el aliento de la muerte.”
   El caso es que, efectivamente y en secreto, Felipe Rivera pelea; pero lo hace en el ring y con guantes de boxeador, no por el dinero que obtiene, sino para contribuir con la Revolución Mexicana y vengar así las injusticias sociales, políticas y económicas, y el asesinato de sus propios progenitores, pues su padre era empleado en la fábrica textil de Río Blanco (en Veracruz, México) y por ende estuvo entre los obreros que desencadenaron la huelga (en la vida real fue el 7 de enero de 1907) y luego fueron masacrados. Dramático y cruento episodio que recuerda (en flashback) durante el combate boxístico que cierra el relato: “Vio las paredes blancas de las factorías con energía hidráulica de Río Blanco. Vio a los seis mil obreros, hambrientos y entristecidos, y a los niños, de siete y ocho años, que soportaban largas jornadas de trabajo por diez centavos al día. Vio los cuerpos en los carros, las atroces cabezas de los muertos que se afanaban en los talleres de tintura. Recordó que su padre había llamado a esos talleres los ‘agujeros del suicidio’, y en uno de ellos había muerto.” Incluso evoca cómo halló los cadáveres de sus padres: “Y luego, la pesadilla: la explanada frente al almacén de la compañía, los miles de obreros hambrientos, el general Rosalino Martínez y los soldados de Porfirio Díaz y los mortíferos rifles que parecían no dejar nunca de dispararse, mientras las faltas de los obreros eran lavadas y vueltas a lavar con su propia sangre. ¡Y aquella noche! Vio los vagones de carga donde se apilaban los cuerpos de la matanza, enviados a Veracruz como alimento para los tiburones de la bahía. Nuevamente se encaramó en los atroces montones, buscando y encontrando, desnudos y mutilados, los cuerpos de su padre y de su madre. Recordaba sobre todo a su madre; sólo se le veía la cara, pues el cuerpo estaba aplastado por el peso de decenas de cadáveres. Los rifles de los soldados de Porfirio Díaz volvieron a tronar, y él de nuevo saltó al suelo y se escabulló como un coyote herido entre las sierras.”
     Fue el gringo Roberts, entrenador y borrachín, el que descubrió al azar las cualidades pugilistas de Felipe Rivera. Según le dice a Michael Kelly, director de “las apuestas de Yellowstone” y hermano de un promotor boxístico: “Había visto a un famélico chico mexicano rondando por allí, y estaba desesperado. De modo que lo llamé [para que sirviera de sparring], le puse los guantes y lo subí al ring. Prayne [el boxeador profesional que se entrenaba] lo puso contra las cuerdas. Pero él resistió dos rounds durísimos y luego se desmayó. Estaba muerto de hambre, eso era todo. ¡Una paliza! Quedó irreconocible. Le di medio dólar y una comida abundante. Tendrías que haber visto cómo tragaba. No había probado bocado en dos días. Pensé que ahí se acababa todo, pero al día siguiente volvió, tieso y adolorido, listo para otro medio dólar y otra comida abundante. Y fue mejorando con el tiempo. Es un peleador nato, increíblemente duro. No tiene corazón. Es un pedazo de hielo. Y nunca ha dicho más de unas pocas palabras seguidas desde que lo conozco. Es de buena madera y hace su trabajo.” 
     Así que Felipe Rivera se fogueó como sparring. Y trabajando para la Revolución Mexicana a través de la Junta, en secreto y durante “los últimos meses”, ha peleado “en clubes pequeños” donde, por el dinero, ha estado “despachando a pequeños boxeadores locales”. No obstante, ante el hecho de que el boxeador Billy Carthey se fracturó un brazo y por ello el boxeador Danny Ward, de Nueva York, se quedó sin contrincante en una pelea organizada y publicitada con antelación (“Y ya están vendidas la mitad de las entradas”), el entrenador Roberts le propone a Michael Kelly que sea Felipe Rivera el que se confronte a Danny Ward.
   Todos suponen que el experimentado Danny Ward será el vencedor (incluidos los trúhanes asistentes del mexicano, el réferi, la mayoría de los apostadores y los diez mil gringos que asisten a la pelea). Y dirigiéndose a Rivera, Kelly le dice: “la bolsa será el sesenta y cinco por ciento de la recaudación. Eres un boxeador desconocido. Tú y Danny se repartirán la ganancia: veinte por ciento para ti y ochenta para Danny.” Pero por muy mudo y retrasado mental que les parezca, Rivera se obstina en su postura: “El vencedor se queda con todo.” Y entre las amenazas, el menosprecio, los insultos, los dimes y diretes, Rivera pica a Danny Ward en su orgullo y acepta el reto, no sin alardear: “Te noquearé y caerás muerto en el ring, muchacho, ya que te burlas de mí. Anúncialo en la prensa, Kelly. El ganador se lleva todo. Que salga en las columnas de deportes. Diles que será un combate de revancha. Voy a enseñarle a este chico un par de cosas.”
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
          El famoso boxeador Danny Ward (futuro campeón), de 24 años, tiene el pellejo blanco, cuerpo de fisiculturista y es “el héroe popular obligado a ganar” (casi todos apostaron por él, empezando por Michael Kelly). El advenedizo y desconocido boxeador Felipe Rivera, de 18 años, es prieto, de sangre india y no despliega la musculatura de su contrincante; por ende el público no “pudo adivinar la resistencia de las fibras, la instantánea explosión de los músculos, la precisión de los nervios que conectaban cada una de sus partes para convertirlo en un espléndido mecanismo de pelea”. Spider Hagerty, el jefe de sus asistentes —quien da por hecho que Rivera perderá, que se hace pipí y popó del miedo y se rendirá en un tris—, le rebuzna en su esquina del ring antes del inicio de la pelea: “Hazlo durar todo lo que puedas, son las instrucciones de Kelly. Si no lo haces, los periódicos dirán que es otra pelea amañada y hablarán pestes del boxeo de Los Ángeles.” Y luego añade: “No tengas miedo”. “Y recuerda las instrucciones. Tienes que durar. No te rindas. Si te rindes tenemos instrucciones de darte una paliza en los vestuarios. ¿Entendido? ¡Tienes que pelear!” 
     Las diez mil gargantas gritan a gaznate pelado como si cada uno tuviera un ardiente aguijón en el culo; y, a modo de teatral preámbulo de la pelea, Danny Ward, siempre sonriendo, se le acerca al banquillo donde aún, impasible y sin mover un músculo, está sentado Felipe Rivera (ídem una escultura sedente precortesiana) y parece que le brinda un saludo deportivo. Pero sólo Rivera oye la amenaza y el insulto xenófobo (propia de Donald Trump) que le receta a quemarropa: “Pequeña rata mexicana. Aplastaré al cobarde que tienes dentro.” Lo cual queda rubricado por el soez ladrido que le escupe “un hombre desde detrás de las cuerdas”: “Levántate, perro”.
     Antes de esa tensa y espectacular pelea de box, la Junta, sin un céntimo, necesita un montón de dólares para adquirir armas y municiones para la Revolución en México. Y Rivera, el “harapiento fregón”, oyéndoles parlotear el desasosiego de las últimas noticias, dejó de lavar el piso que cepillaba de rodillas. Preguntó si bastarían cinco mil dólares y les dijo que volvería en tres semanas con esa cantidad. “En tres semanas pidan las armas”, dijo. Inextricable a su intrínseca y secreta venganza personal, ese es el leitmotiv que galvaniza y catapulta al boxeador y revolucionario Felipe Rivera. De ahí que lo evoque durante la pelea y que a sí mismo se aliente y glorifique para no perder: “Rivera resistió, y el aturdimiento desapareció de su cerebro. Estaba entero. Los otros eran los odiados gringos, y todos ellos jugaban sucio. En lo peor del combate, las visiones seguían centelleando en su cabeza —largas líneas de ferrocarril que se recalentaban en el desierto; los rurales y los terratenientes americanos, las cárceles y los calabozos; las trampas en los tanques de agua—, todo el sórdido y doloroso panorama de su odisea después de lo de Río Blanco y la huelga. Y, resplandeciente y gloriosa, vio la gran Revolución roja, esparciéndose por su tierra. Las armas estaban ante él. Cada rostro odiado era un arma. Peleaba por las armas. Él era las armas. Él era la Revolución. Peleaba por todo México.”
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
(detealle)
        Pese a los diez mil gringos gritando y desgañitándose en su contra, a las dilaciones y trampas del réferi, y a los intentos de soborno de Kelly para que Rivera se dé por vencido y pierda, el mexicano derrota al gringo por nocaut en el decimoséptimo round
   
“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia
       
Grabado de José Guadalupe Posada
Detalle de hoja volante impresa por Antonio Vanegas Arroyo
(México, 1913)
     
Estampa incluida en la Monografía de las obras de José Guadalupe Posada,
publicada en México, en 1930, por Mexican Folkways,
con introducción de Diego Rivera.
       
Detalle de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central (1947).
mural de Diego Rivera.

José Martí, Frida Kahlo, el niño Diego Rivera,
la Calavera Catrina y José Guadalupe Posada.
           Vale observar que entre las ilustraciones que Enrique Breccia hizo para “El mexicano” descuella el obvio tributo que rinde al grabador hidrocálido José Guadalupe Posada (1852-1913) y al muralista Diego Rivera (1886-1957) en el trazo de dos Calaveras Catrinas; pues Posada es el creador de la popular y celebérrima estampa del cráneo de la Calavera Catrina con sombrero, de afrancesada y elegante dama decimonónica, adornado con flores y plumas, pese a que originalmente se llamó La Garbancera (c. 1910), “en alusión a las indias que vendían garbanza y se daban aires de mujeres finas”; y Diego Rivera, en el epicentro de su icónico mural Sueño de una tarde dominical en el Alameda Central (1947), le puso a la Calavera Catrina un largo vestido y una larga estola de serpiente emplumada. Pero además, al parecer, también hay un homenaje al pintor y caricaturista José Clemente Orozco (1883-1949) en el trazo que Breccia hizo del prototipo de revolucionario de huaraches, gran sombrero de palma, carabina 30 30 y cartucheras cruzadas en el pecho, el cual se aprecia entre las estampas que ilustran el mismo cuento.

“El mexicano

Ilustración: Enrique Breccia


III de III
Dividido en cinco partes numeradas con romanos, el cuento “El combate” es, al unísono, una patética y triste historia de amor y una pelea boxística con un desenlace desafortunado y fatal. Joe Fleming, el protagonista, un joven boxeador de 21 años, célebre entre los chiquillos, jóvenes y rucos de West Oakland, está a punto de casarse con Genevieve Pritchard, una joven de 18 años, empleada en la pequeña dulcería de los Silverstein, un matrimonio judío de origen alemán. 
Pese a que el cuento data de 1905, los atavismos y los prejuicios, propios de la ñoña y mojigata idiosincrasia de la época (ahora anticuados, rancios y obsoletos), translucen una impronta decimonónica. Y esto se observa, sobre todo, en los escrúpulos, ofuscaciones, tabúes y represiones psíquicas que trasminan y limitan la conducta, el ideario, las erradas e ingenuas nociones de la desnudez, del deseo sexual y del sexo, y las divagaciones y ensoñaciones íntimas e inconfesables de ambos enamorados. 
Jack London
         Al parecer “El combate” es deudor de cierta vertiente narrativa que deviene del británico Charles Dickens (1812-1870) y del francés Victor Hugo (1802-1885). Y esto se observa tanto en el romanticismo que precede y signa el cortejo y el vínculo amoroso, como en el origen humilde de ambos personajes (“aristócratas de la clase obrera”). La gentil y bellísima Genevieve Pritchard, además de su empleo en la dulcería de los Silverstein, desde los 12 años de edad vive en el apartamento de ese matrimonio judío, ubicado encima de la tienda, pues quedó huérfana. Es decir, era “hija única de una madre inválida de la que se ocupaba, [y por ende] no había compartido las travesuras y los juegos callejeros con los chicos del vecindario.” Y “Su padre, un pobre empleado anémico, de contextura frágil y temperamento tranquilo, hogareño por su incapacidad para mezclarse con los hombres, se había dedicado a darle a su hogar una atmósfera de ternura y suavidad.” Sin embargo, pese a que los Silverstein le dieron cobijo y empleo (sobre todo para trabaje durante el Sabbath), no la adoptaron ni la convirtieron al judaísmo. Y la leyenda de abnegación y filantropía del joven boxeador Joe Fleming la sabe al dedillo el señor Silverstein, ante la sorpresa y la irritada desaprobación de su esposa, pues él también apuesta en los tugurios donde boxea y gana “Joe Fleming, el orgullo de West Oakland”. Según dice: después de que “Su padre murió, fue a trabajar con Hansen, el que hace velas para barcos [en un taller fabril]. Hermanos y hermanas, tiene seis, todos más jóvenes. Es el padrecito para todos. Trabaja duro, sin descanso. Compra el pan, la carne, paga el alquiler. El sábado por la noche vuelve a la casa con diez dólares. Si Hansen le da doce, ¿qué hace? Es el padrecito, le da todo a la mamá. Si trabaja doble, cobra veinte, ¿y qué hace? Lo lleva a la casa. Los hermanitos van a la escuela, tienen ropa de buena calidad, comen pan y carne de lo mejor. La mamá aprovecha, se ve la alegría en sus ojos, está orgullosa de su hijo Joe. No es todo: tiene un cuerpo magnífico —mein Gott, ¡magnífico!—, más fuerte que un buey, más rápido que una pantera, la cabeza más fría que un glacial, ojos que ven todo, ¡todo lo ven...! Hace entrenamiento con otros muchachos en el taller, es como un almacén. Va al club, pone nocaut a La Araña, un golpe directo, un solo golpe. La prima es de cinco dólares, y ¿qué hace? Se lo lleva a la casa, a su mamá. Va mucho a los clubes y junta muchos premios, diez dólares, cincuenta dólares, cien dólares. ¿Y qué hace? Hay que verlo. ¿Abandona el empleo con Hansen? ¿Se va de farra con los amigos? ¡No! Es un buen muchacho. Sigue trabajando todo el día, por la noche solamente va al club para el combate. Dice así: ‘¿Para qué sirve que pague el alquiler?’, me lo dice a mí, Silverstein, perfectamente. Bueno, le respondo que no se preocupe, pero compra una buena casa a la madre. Todo el tiempo que trabaja con Hansen y pelea en los clubes, todo para la casa. Compra un piano para las hermanitas, alfombras para los suelos y cuadros para las paredes. Siempre esa así, decidido. Apuesta por sí mismo, es un buen signo. Cuando se ve que el hombre pone el dinero sobre sí, entonces, tiene que apostar uno también.”

El caso es que previo al inminente matrimonio y a la compra de una alfombra para el futuro nidito de amor, Genevieve Pritchard, que pretende “dominarlo utilizando los métodos de las mujeres”, le ha arrancado “la promesa de dejar el boxeo”. Y el joven boxeador Joe Fleming se comprometió a ello; pero dejará el box después de realizar su última pelea, por la que obtendrá (está seguro) cien dólares. No obstante, para sus adentros, intuye y piensa que en algún momento regresará al cuadrilátero. 
“El combate”
Ilustración: Enrique Breccia
        Con el auxilio de Lottie, hermana de Joe, atavían con ropa y zapatos de hombre a la muy femenina Genevieve Pritchard, quien nunca ha visto una pelea de box e ignoraba la fama local de su amado Joe (el vendedor de alfombras, incluso, lo reconoció y le dio un precio especial). Y así disfrazada él la lleva al sitio donde será el combate y se apuestan dólares; un lugar medio reglamentado, pues entre la concurrencia de empedernidos fumadores hay periodistas, policías de uniforme e incluso “el joven jefe de la policía”. Dado que está prohibida la entrada a las mujeres, Joe, con apoyo de sus conocidos y fanáticos, introduce a Genevieve a un camarín frente al ring, donde a través de un orificio observa a los boxeadores y todas las minucias de la contienda.

Jack London
       Joe Fleming, “el orgullo de West Oakland”, es el favorito del público. Es blanco, lampiño, fornido y efebo (angelical para su angelical novia) y pesa 128 libras. Y su contrincante, John Ponta, “del club atlético de West Bay”, pesa 140 libras, y su apariencia de bestia salvaje y peludo troglodita resulta tan terrible para los ojos de Genevieve Pritchard que “quedó aterrada. En él sí veía al boxeador: un animal de frente estrecha, con ojos centelleantes bajo unas cejas enmarañadas y tupidas, con la nariz chata, los labios gruesos y la boca amenazadora. Tenía mandíbulas prominentes, un cuello de toro, y sus cabellos cortos y tiesos parecían, a la vista asustada de Genevieve, las cerdas recias del jabalí. Había en él tosquedad y brutalidad —una criatura salvaje, primordial, feroz—. Era tan moreno que parecía negro, y su cuerpo estaba cubierto de un vello que, a la altura del pecho y de los hombros, era más abundante, como el de los perros. Tenía el pecho ancho, las piernas gruesas y grandes músculos carentes de esbeltez. Sus músculos eran nudosos, como toda su persona, desprovista de belleza por el exceso de robustez.”

“El combate”

Ilustración: Enrique Breccia
        La pelea sigue el curso previsto por Joe Fleming, cantado a su novia mientras se dirigían al combate. Es decir, Ponta, durante los primeros rounds, lo ataca furiosamente e intenta noquearlo. Joe sobre todo se defiende y Ponta domina la pelea. Pero, según le dijo a Genevieve, llegaría un momento (y llega) en que lo vería atacar a su oponente. Esto empieza a ocurrir en el noveno round. Ahora es Joe el que ataca y domina la pelea. Pero Joe también le dijo a su novia que “siempre puede haber un golpe de suerte, un accidente... Las casualidades abundan...” Así que en el decimocuarto round, cuando todo indica (y se ve) que Joe Fleming está a punto de vencer y noquear a John Ponta, ocurre lo sorpresivo e inesperado. Según la voz narrativa, Ponta, “Dolorido, jadeante, titubeante, con los ojos brillosos y el aliento entrecortado, grotesco y heroico, peleaba hasta el final, esforzándose por alcanzar a su antagonista que lo paseaba por todo el ring. En ese momento, el pie de Joe resbaló sobre la lona mojada. Los ojos vivaces de Ponta lo vieron y reconocieron la ocasión favorable. Todas las fuerzas exhaustas de su cuerpo se juntaron para asestar, con la rapidez del rayo, el golpe de suerte. En el momento mismo en que Joe resbalaba, el otro lo golpeó violentamente en la punta del mentón. Joe osciló hacia atrás. Genevieve vio sus músculos relajarse mientras todavía estaba en el aire y oyó el ruido seco de su cabeza contra la lona del ring.”

Vale apuntar que “Los gritos de la multitud se apagaron súbitamente” en el instante de la caída de Joe Fleming. La cuenta del referí terminó y nadie del demudado y estático público aplaudió al exhausto y tambaleante vencedor John Ponta. A Joe Fleming, inconsciente y al parecer en un “coma mortal” (con “¡Toda la parte posterior del cráneo!” dañada), lo sacaron en camilla y se lo llevaron en una ambulancia tirada por caballos.
“El combate”

Ilustración: Enrique Breccia
        Lo que queda un poco ambiguo y turbio es el origen y la permanencia de esa agua en la lona del cuadrilátero. Esto ocurre al inicio del decimotercer round, cuando Joe Fleming domina la pelea. Según la voz narrativa: “Estaban mojando a Ponta. El gong sonó en el instante preciso en que uno de sus ayudantes le vertía una nueva botella de agua sobre la cabeza. Ponta avanzó hacia el centro del ring, seguido por su asistente que tenía la botella con la boca hacia abajo. Cuando el árbitro le gritó, el ayudante la dejó caer y abandonó el ring a toda velocidad. La botella rodó por el suelo, el agua se escapaba a pequeños borbotones, hasta que el árbitro la envió fuera de las cuerdas con un rápido puntapié.”

Curiosamente, el réferi Eddy Jones al inicio del combate también goza de prestigio entre el gentío que corea su nombre. Pero ¿por qué no detuvo la pelea para que los ayudantes secaran la lona con una elemental e infalible jerga? Quizá Joe Fleming no hubiera resbalado y John Ponta no hubiera fugazmente entrevisto su volátil oportunidad para lazar ese vertiginoso, certero y dramático “golpe de suerte”. 


Jack London, Knock Out, tres historias de boxeo. Traducción del inglés al español de Patricia Willson. Ilustraciones en blanco y negro de Enrique Breccia. Libros del Zorro Rojo. Barcelona, septiembre de 2011. 130 pp.