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lunes, 23 de abril de 2018

La transparencia del tiempo

La gente vive con el cuchillo en los dientes

El prolífico y celebérrimo narrador cubano Leonardo Padura Fuentes (La Habana, octubre 9 de 1955), Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015, rubrica su novela La transparencia del tiempo (Tusquets, 2018) en “Mantilla, 17 de diciembre de 2014-10 de agosto de 2017”. Y la dedica, como buena parte de sus libros, a su esposa Lucía López Coll (“ya se sabe cómo y por qué”). El protagonista de la novela es, de nuevo, el detective Mario Conde. Un detective singular, con olfato de sabueso callejero y propenso a las intuiciones y premoniciones, de Radio Bemba; es decir, sin oficina acreditada en La Habana y al margen y a la saga de las “nuevas tecnologías” (Internet, el teléfono celular, las computadoras portátiles), que tal vez sea (entre la economía informal y la boyante picaresca) “el primer detective privado cubano desde 1959” (según apostrofa la china cubana Karla Choy); cuyo ínfimo oficio, para subsistir casi en la inopia con su perro Basura II (precisamente en la casa donde nació y creció), es el de ambulante voceador y comprador de libros viejos y antiguos, cuya venta comercializa y potencia su hábil socio y negociante Yoyi el Palomo (“el ex ingeniero Jorge Reutilio Casamayor Riquelmes”), 20 o 25 años más joven que el Conde, y poseedor de un rutilante “Chevrolet Bel Air descapotable de 1957”.
  
(Tusquets, México, 2018)
        La transparencia del tiempo se desarrolla en dos vertientes narrativas entreveradas en capítulos alternos. Una se sucede, principalmente en La Habana, entre el “4 de septiembre de 2014” y el “17 de diciembre de 2014, día de San Lázaro” (capítulos numerados, con fechas y rótulos: 1, 3, 4, 6, 7, 8, 10, 11, 13, 14, 16, 17, 18, 20, más el “Epílogo”). Y es el ámbito temporal, social y existencial donde Mario Conde, a punto de cumplir los infaustos 60 años, vive y convive su día a día y donde investiga el robo de una supuesta Virgen de Regla, recién hurtada a un tal Bobby (Roberto Roque Rosell), marchante de arte y desinhibido homosexual, otrora en el clóset y contemporáneo suyo en el pre de La Víbora y en los estudios universitarios, truncos para ambos, cuando en 1978 iban “a terminar el tercer año de la carrera”.  

     La otra vertiente narrativa inicia en 1989, el día que fallece, en un cuartucho en La Habana, un tal Antoni Barral, un solitario y humilde anciano en silla de ruedas, postrado ante “la imagen negra de Nuestra Señora de La Vall”; que, siendo un adolescente de 16 años, “carbonero y pastor de cabras montaraces”, en medio de los sorpresivos y cruentos embates suscitados por la Guerra Civil en España, en 1936 huyó de su caserío: Sant Jaume de la Vall, una “pequeña aldea de la Carrotxa catalana”, llevando con él, “dentro de una saca nueva de carbón”, la talla en madera de esa virgen negra con fama de milagrosa, el objeto más sagrado y valioso del pequeño villorrio y de la minúscula ermita, de la que se decía había aparecido en el interior de una encina con forma de cruz, muerta y seca por un rayo celestial.   
    Vale observar que en esa vertiente narrativa el oscilar en el tiempo es regresivo (capítulos: “2. Antoni Barral, 1989-1936”, “5. Antoni Barral, 1936”, “9. Antoni Barral, 1472”, “12. Antoni Barral, 1314-1308” y “15. Antoni Barral, 1291”). Es decir, se trata de una especie de viaje a la semilla (con cierta ascendencia de Alejo Carpentier). Y va de regreso, en flash-back, con fantástica y magnética mixtura de histórico palimpsesto, hasta el esbozo del año axial: 1291, cuando los furiosos “ejércitos de infantes y caballeros musulmanes convocados por el joven sultán Khalil al-Ashraf”, causaron la sangrienta caída de la babélica y populosa metrópoli de San Juan de Acre (puerto en el Mediterráneo en lo que ahora es Israel), y el fráter Antoni Barral, corpulento caballero de la Orden del Templo de Salomón, rescató esa virgen negra de la iglesia de San Marcos, donde había estado “desde que la imagen fuera traída de Jerusalén junto con otras reliquias cuando la urbe sagrada terminó siendo conquistada por Saladino” (lo cual ocurrió entre el 20 de septiembre y el 2 de octubre de 1181). Por si fuera poco, esa “imagen negra de Nuestra Señora”, tallada en el norte de África “en los tiempos de los últimos faraones de Egipto [c. 51 a.C.-47 a.C.] y famosa por ser pródiga en la realización de milagros”, según “contaban viejos caballeros, había sido hallada muchos años atrás entre los cimientos del que por más de un siglo había sido el cuartel general de los templarios, ubicado en el sitio preciso en donde las crónicas más fiables aseguraban se había erguido el Templo del rey Salomón y había estado en custodia el Arca de la Alianza”.  
    Frente a la inminente caída y pérdida de San Juan de Acre, el fráter Antoni Barral pensaba que sería “el último día de su vida”, no obstante “valía arriesgar la vida” por esa virgen negra. “Y así lo habían decidido él y tres de sus hermanos, cuyas espadas, durante la realización del rescate, habían hecho correr la sangre musulmana hasta que fluyó más allá de las puertas de la iglesia de San Marcos. Encargado por sus cofrades de transportar la virgen en virtud de su corpulencia, al disponerse a salir del recinto sagrado Antoni debió ver cómo sus tres compañeros de armas y juramentos, apenas puesto un pie en el atrio, caían fulminados por una lluvia de lanzas, piedras y flechas que, en cambio, pasaban por encima de su cabeza y por los lados de su cuerpo sin rozarlo, como si los proyectiles evitaran buscarlo a él, el encargado de cargar la virgen.” Halo protector y milagroso que se reitera y clarifica en la capilla del fuerte de los templarios, cuando el fráter Antoni Barral, que aún suponía “iba a ser el último día de su vida”, se postra al pie de esa virgen negra dispuesto a rezar y a “confesarle a Ella todos sus pecados”. Mientras discurre esa comunión (y paroxismo) y llega hasta él la estridencia de los musulmanes que se saben vencedores, Antoni Barral empezó “a percibir cómo su cuerpo penetraba en un refugio amable, envolvente, una condición física desconocida que lo hacía leve, a salvo de la parafernalia circundante, inmune al caos del momento final. Justo cuando se sentía más arropado en aquel refugio, con su cuerpo incluso elevado unos centímetros del suelo, recibió sobre su frente la presión nítida e inconfundible de unos dedos cálidos capaces de hacerle perder el equilibrio y caer de espaldas, provocando el retumbante sonido de sus metales ofensivos y defensivos. Tendido en el suelo abrió los ojos y comprobó que, ante él, solo estaban, en su sitio de siempre, la cruz y la figura de la Madre, con su rostro negro, brillante y hierático en el que resplandecían unas pupilas azules, casi con vida, de cuyas órbitas, podía jurarlo, en ese instante vio brotar y correr dos lágrimas. Y Antoni Barral recibió la vibrante premonición de que aún le quedaban tareas por cumplir en el Reino de este Mundo. Supo que al menos él había sido blindado por un poder superior y no moriría en esa jornada terrible en la que se celebraría la última batalla antes de que se concretara la pérdida definitiva de la que había sido por décadas la ciudad más pérfida y rutilante del mundo conocido: la ciudad que por sus muchos pecados se había condenado a sí misma. Conociendo cuál era su misión, el objetivo superior para el cual seguiría con vida, el caballero se puso de pie, se acomodó el casco y la espada y avanzó hacia el altar.” Resulta consecuente, entonces, que “el último día de existencia cristiana” de la pecaminosa, multicultural y engreída San Juan de Acre, el secreto custodio de la virgen negra, el fráter Antoni Barral, haya “visto arder [la urbe] desde el puente de mando de El Halcón del Temple, el poderoso navío [bajo las órdenes del capitán Roger de Flor] hasta el cual había llegado luego de lanzarse al mar desde los restos de las murallas de la ciudad en llamas, cuando había sido atrapado por una ola enorme e imprevista que lo depositó junto a la embarcación ya en retirada.”
 
Leonardo Padura
Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015
          En sus dos vertientes narrativas, con dos estilos distintos, La transparencia del tiempo es una novela signada por la intriga y el suspense. Paralelo a los sucesos del año 2014 en La Habana, el regresivo decurso narrativo que protagonizan los personajes con el mismo nombre (Antoni Barral), parece que articulan, en un ámbito de realismo mágico, aventura y translúcida documentación histórica, el itinerario de la virgen negra robada a Bobby, quien, lo jura (y perjura) por “Yemayá toca el suelo y luego se besa la yema de los dedos”, es milagrosa y a él lo curó de un cáncer en el seno. Esto es así hasta el capítulo “15. Antoni Barral, 1291”, pues en el capítulo “19. Antoni Barral, 8 de octubre de 2014”, Leonardo Padura, a través de su alter ego Mario Conde (que al día siguiente cumplirá 60 años), da un giro sorpresivo o vuelta de tuerca. Pues resulta que en realidad no se trata de la ruta histórica (real maravillosa) de la virgen negra robada a Bobby, pese a que lo parece o podría ser, dado que el propio Bobby acredita la antigüedad y el origen de esa talla en madera con dos libros que le muestra al Conde, “uno de ellos de gran formato, empastado en piel”, donde se observa una foto de la valiosa pieza y se lee: “Nuestra señora de La Vall... Escultura románica del siglo XII. Desaparecida de su ermita en 1936. Paradero desconocido.” Invaluable y antigua pieza (de museo, de coleccionista o del disperso patrimonio cultural de España) que Bobby, según le dice al Conde, heredó de su casi abuelo, “un español que había salido huyendo de la Guerra Civil” llevando consigo esa románica virgen negra, quien en su entorno inmediato y doméstico en La Habana, donde la mantuvo recluida y resguardada, la hacía pasar por su particular y milagrosa Virgen de Regla (pese a que no reproduce el consabido cliché de una popular Virgen de Regla), quien, dice Bobby, con el falso nombre de Josep Maria Bonet, fue el “segundo marido” de su abuela materna Consuelo. 
     Es decir, se trata de una historia imaginada, documentada y escrita nada menos que por el lenguaraz y ateo detective privado Mario Conde, escritor latente y frustrado, siempre onírico y deseoso de escribir un relato semejante a los relatos de Hemingway o de Salinger. Y lo hizo muy rápido, entre el “16 de septiembre de 2014” y el siguiente 8 de octubre (un día antes de su fatídico 60 aniversario), durante su convalecencia y abstinencia etílica en la casa de Tamara (su amante y compañera desde que en 1989 dejó la policía), precisamente sobre el “generoso buró de caoba” que fuera del embajador Valdemira, el padre de Tamara y de su hermana gemela Aymara, rodeado de la “bien poblada biblioteca, que él mismo había seguido nutriendo con algunas joyas caídas en sus manos de tratante de libros viejos”. Pero la escribió tecleando “la prehistórica Underwood heredada” de su padre, que es la “vieja máquina Underwood” que utilizara en el “Otoño de 1989” para escribir (luego de renunciar a la policía) el inicio de una historia que titularía Pasado perfecto, según se lee al término de Paisaje de otoño (Tusquets, 1998), novela de Leonardo Padura, perteneciente a la tetralogía “Las cuatro estaciones”, con la que en España, durante la Semana Negra de Gijón, obtuvo el Premio Internacional Dashiell Hammett 1998 y en Francia el Premio de las Islas 2000.
 
(Tusquets, México, 1998)
        En una charla sobre las vírgenes negras del Medioevo procedentes del norte de África y del Medio Oriente y su legendaria y mítica índole milagrosa, y sobre la presunta curación de Bobby gracias al poderoso influjo de la virgen negra que le robaron, el Flaco Carlos, uno de los íntimos compinches del Conde, comenta el hecho y enumera consabidos autores del “Realismo mágico”: “El que quiere creer ve y siente cosas que el descreído no ve ni siente. Por eso no me extraña que si Bobby es creyente de verdad esté convencido de que la virgen lo curó... Realismo mágico. Rulfo, García Márquez, Carpentier”. 
   
(FCE, México, 2002)
         Abrevadero latinoamericano y canónico autor cubano sobre el que Leonardo Padura tiene un erudito libro ensayístico: Un camino de medio siglo: Alejo Carpentier y la narrativa de lo real maravilloso (FCE, 2002). Que además signa La transparencia del tiempo con un epígrafe transcrito de “El camino de Santiago”, cuento de Alejo Carpentier (1904-1980) que forma parte de su trilogía cuentística Guerra del tiempo (CGE, 1958): “Dice ahora, a quien quiera oírlo, que regresa de donde nunca estuvo.” Aún lo ignoran (y se quedarían boquiabiertos y con la baba caída), pero los entrañables compinches del Conde quizá podrían ubicarlo en la vertiente del realismo mágico o de lo real maravilloso. Léase, por ejemplo, el capítulo “Antoni Barral, 1472”, donde el escudero Antoni Barral y el caballero Jaume Pallard, “Después de diez años de ausencia”, regresan al valle de donde partieron; el escudero sano y el caballero a punto de morir por la peste negra. Pero por obra y gracia de la virgen negra, oculta durante 164 años en el interior del tronco de una enorme encina con forma de cruz, seca y renegrida por un rayo, se sucede el milagro: el escudero muere atacado por la peste negra y el caballero recupera la salud y se promete “levantar en ese mismo sitio un monumento para albergar y honrar a aquella virgen milagrosa que le había devuelto la vida”. Virgen negra dejada al descubierto por un rayo divino que cae sobre la encina renegrida y seca (impacto que quiebra una de sus ramas con forma de cruz y que cae sobre él y lo deja inconsciente) y entonces comprende “el porqué de la postura orante del cadáver seco junto al árbol renegrido”. Lo que el caballero Jaume Pallard ignora es que esa virgen, negra y milagrosa, estaba oculta en el tronco del árbol con forma de cruz desde 1308, y que fue escondida allí por el sexagenario fráter Antoni Barral cuando regresaba a la aldea de la que salió siendo un adolescente; y que ese cadáver al pie del árbol recién fracturado (por el rayo divino) son los restos de un ermitaño: fray Jean de Cruzy, fallecido, “postrado” y “congelado”, en el “invierno de 1314”, con quien el proscrito ex templario convivió; pero a quien nunca reveló, pese al intercambio de confidencias, la cercana presencia de la poderosa virgen negra, rescatada por él durante la cruenta caída de San Juan de Acre en 1291. A esto se añade el inescrutable hado de que a través del tiempo los individuos que se llaman Antoni Barral se distinguen, entre los aldeanos analfabetas y romos campesinos de su entorno, por su inteligencia y valentía, por aprender a leer y a escribir, por viajar y alejarse de las tareas prescritas por la tradición. Pero, además, descuella el capítulo “Antoni Barral, 1936”, donde se relata el arrojo, la sagacidad y las aventuras marineras del astuto e intuitivo adolescente (el único jovenzuelo que sabe leer y escribir) que huye desde el Pirineo catalán hacia un destino incierto llevando consigo (y en secreto) el objeto más sagrado de su ermita y de su aldea: la talla en madera negra de Nuestra Señora de La Vall.
     Vale recapitular que ese período de abstinencia y convalecencia en casa de Tamara (que desencadena al latente escritor que lleva dentro) no se debe a una enfermedad, sino a que Mario Conde, el “14 de septiembre de 2014” recibió un balazo por parte del ratero, quien en el paupérrimo asentamiento de los orientales en San Miguel del Padrón (miserable “zona a la que le dicen las Alturas del Mirador”) había escondido la virgen negra dentro del “tronco voluminoso de un árbol, tal vez un falso laurel, del que sólo salían dos ramas que le daban una extraña forma de cruz”. Es decir, el detective por vocación Mario Conde, ineludiblemente apoyado por el mayor Manuel Palacios (y viceversa), quien es el “jefe de la sección de Delitos Mayores” de la “Central de Investigaciones Criminales”, y con quien “Veinticinco años atrás” (entre 1979 y 1989) conformó “la pareja de policías más eficientes”, logra dar con el autor intelectual del robo entre la fauna de marchantes de arte donde se mueve Bobby (Elizardo Soler, René Águila y Karla Choy), adinerados, competitivos y ambiciosos; más aún porque durante el rastreo de la pieza ocurren dos asesinatos y la misteriosa desaparición de Jordi Puigventós, un marchante catalán (y galán) recién llegado a La Habana con la obvia intención de comprar (en el mercado negro) la valiosa virgen negra. 
    Según lo acordado a través de Yoyi el Palomo (quien funge de promotor y gestor de las actividades mercantiles y profesionales de Mario Conde), Bobby debía pagarle al sabueso habanero cien dólares diarios, “más los gastos y dos mil por la virgen”. Pero, promovido por Yoyi (a petición del Conde) el día que Bobby va “a entregarle los dos mil dólares pactados”, que es el día del cumpleaños del Conde, y pese a que la virgen negra está en manos de la policía y su recuperación es incierta, el ex policía decide no aceptar el total. Iracundo, cuestiona la inmoralidad rapaz de Bobby, sus muchas mentiras y tejemanejes, la venta en Miami de cuadros falsos, y, antes de correrlo, coge del sobre “cuatro billetes de cien dólares” y le devuelve el resto diciéndole: “Me debías tres días de trabajo y gastos, nada más.”
    Ese código ético de Mario Conde (no exento de una perspectiva crítica ante los antagónicos contrastes sociales y frente a las contradicciones políticas y económicas del statu quo cubano en 2014) está en consonancia con su índole afectiva, sentimental, solidaria, generosa y desprendida. Por ejemplo, con los dólares recién recibidos, a Candito el Rojo y a Cuqui, su mujer, les lleva un envoltorio donde va un paquete de café, una bolsa de detergente y una botella de aceite de oliva. Además de que se trata de una previsible y repetitiva rutina en la que el Conde se embriaga, fuma como chacuaco y charla con sus amiguetes sobre el caso que investiga, con los dólares recién pagados, compra el ron y los ingredientes del banquete que comparte con el Conejo y el Flaco Carlos (sus compinches desde el pre de La Víbora), con tal de que Josefina, la madre éste, esa noche no se ponga el delantal. Le preocupa la magra subsistencia del Flaco Carlos y su madre Josefina (él en silla de ruedas desde hace unos 30 años y ella ya octogenaria) y por ende los apoya; la anciana lo ve y trata como si también fuera su hijo y el Conde así lo percibe. En una cafetería de nuevo cuño (“nacida sobre los restos de lo que había sido el quiosco donde de niño compraba masarreales de guayaba, pasteles de coco y jugos de melón rojo en los descansos de los interminables juegos de pelota en los cuales invirtió todas las horas posibles de su infancia”) compra cuatro hamburguesas para llevar (“y calculó que ese gasto significaba algo así como el salario de cuatro o cinco días de un compatriota proletario”); menos de dos hamburguesas son para él y más de dos son para su perro Basura II. El otrora mayor Antonio Rangel, quien fuera el jefe de la Central de Investigaciones Criminales durante la década (1979-1989) en que fue el teniente investigador Mario Conde (el mejor policía de la corporación), en 2009 sufrió “un violento derrame cerebral que le robó casi toda la movilidad y el habla”, y entonces él exigió a las hijas “encargarse del cuidado nocturno del enfermo”. Puesto que el mayor Rangel fumaba habanos de la mejor calidad (Montecristo N° 5), el Conde, cuando lo visita, suele fumar un habano frente a él para que aspire el humo. Y eso hace el “10 de septiembre de 2014”, pero no sólo para que el Viejo se deleite con esas odoríficas emanaciones, sino también para consultarlo sobre el caso que investiga; pero como el Viejo no habla, le responde levantado “ligeramente su dedo índice”. A un vagabundo, “desgreñado y sucio”, que por las calles de su barrio suele desplazarse con bolsas de plástico en los pies, le regala los zapatos que lleva puestos (vagabundo que al término de la obra, yendo “de regreso de donde nunca estuvo”, corporifica una ambigua nota de lo real maravilloso). Y pese a que egocéntricamente le duele e inquieta que el Conejo (con su mujer) deje La Habana para siempre y se asiente en Miami (donde vive su hija), el Conde le dice que cuando Bobby le pague (los dos mil dólares por el rescate de la virgen negra) cuente con ese dinero. De ahí que en el hospital (“herido de bala”) buena parte de sus seres queridos (que no son consanguíneos) lo arropen y se preocupen por su salud y bienestar. Y pese al desasosiego que para él implica cumplir 60 años, conforman un petit comité que, no sin retórica ironía “revolucionaria”, Aymara bautizó: “Comisión Organizadora del Sesenta Cumpleaños del compañero Mario Conde”. 
   
Leonardo Padura y Lucía López Coll
       Vale añadir que en la sui géneris indagación detectivesca que emprende el ex policía Mario Conde, además del mayor Manuel Palacios (con reparos y estiras y aflojas), los amigos del Conde (Candito el Rojo, Yoyi el Palomo, el Conejo y el Flaco Carlos) también participan, ya sea con algún comentario, reflexión o información, o acompañándolo en uno u otro episodio peliagudo. A lo que se añade la cátedra sobre el origen de las “vírgenes negras medievales” que al Conejo y al Conde les brinda, en Regla, el sabihondo sacerdote Gonzalo Rinaldi, párroco del Santuario de la Virgen de Regla.
    Pese a la angustia, al malestar y a lo aciago que implica el inminente cumpleaños número 60 de Mario Conde, a los crímenes y a los cuestionamientos críticos sobre el panorama cubano (“En este país la gente vive con el cuchillo en los dientes, porque si no, no vive”, dictamina el escritor que no escribe Miki Cara de Jeva, quien también le dice al Condenado: “pensándolo bien, brother, aquí las cosas se han puesto tan jodidas que cualquiera hace cualquier cosa por salir a flote”), La transparencia del tiempo no es una novela depresiva ni desesperanzadora. Todo lo contrario. Además de la extraordinaria vertiente culterana e imaginativa supuestamente escrita por Mario Conde, se trata de una novela gozosa, rebosante de lúdicos pormenores, muchas veces ligera en su jocoso vocabulario repleto de cubanismos, vulgarismos, modismos y coloquialismos. Donde además de las referencias a episodios o detalles que Leonardo Padura ha tocado o narrado en sus anteriores novelas protagonizadas por Mario Conde, e incluso en La novela de mi vida (Tusquets, 2002), no faltan los episodios eróticos ni las alusiones escatológicas.


Leonardo Padura, La transparencia del tiempo. Colección Andanzas número 690/8, Serie Mario Conde, Tusquets Editores. México, febrero de 2018. 446 pp.



Guerra del tiempo

El retorno de nunca jamás


En 1962, en México, con el sello de la Compañía General de Ediciones, el cubano Alejo Carpentier (1904-1980) da a conocer El siglo de las luces, extensa novela donde imagina y explora, en el Caribe, los efectos de la Ilustración y de la Revolución Francesa. Pero en 1958, con el mismo rubro editorial, dio a conocer Guerra del tiempo, una trilogía de cuentos integrada por “El camino de Santiago”, “Viaje a la semilla” y “Semejante a la noche”; seguida de la novela El acoso, que de manera individual había publicado en 1956, en Buenos Aires, en la Editorial Losada. Los cuentos de Guerra del tiempo, además del vocabulario barroco que caracteriza a cierta narrativa suya, comparten tildes y clisés del concepto real-maravilloso que sustentó en el furibundo prólogo de su novela El reino de este mundo, publicada en México, por EDIAPSA, en 1949; sello editorial donde 1953 publicó la primera edición de su novela Los pasos perdidos.
En 1983, en México, bajo el cuidado de la narradora mexicana María Luisa Puga (1944-2004), Siglo XXI Editores publicó el tercer volumen de las Obras completas de Alejo Carpentier, dividido en tres partes: “1. Guerra del tiempo”, que comprende los tres cuentos en otro orden: “Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”. “2. El acoso”. Y “3. Otros relatos”: “Oficio de tinieblas”, “Los fugitivos”, “Los advertidos” y “El derecho de asilo”.
       
(Siglo XXI, México, 1984, 2ª ed.)
         El cuento “Viaje a la semilla” puede ubicarse en algún lugar de La Habana. Allí, mientras un grupo de obreros comienza la demolición de una casona barroca (en cuyo traspatio hay una Ceres sobre una fuente con mascarones luídos), un viejo negro, con un cayado, fisgonea y da vueltas entre los escombros rumiando palabras indescifrables (quizá un sortilegio). Cuando los obreros concluyen la jornada del día y se van, el viejo negro, a imagen y semejanza de un mago (tal vez un Cronos-Saturno encarnado en esa versión afrocubana) “hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas”. Entonces, lo que ya era cascajo regresa a su sitio; pero también, como en un flash-back, el tiempo empieza a marchar hacia atrás. De modo que partiendo del funeral del Marqués de Capellanías, el ex dueño de la mansión, los capítulos del cuento trazan el decurso de la vida del Marqués, hasta el instante, después de su primera infancia, en que retorna al vientre materno. Pero al unísono la mansión, y todo lo que hay adentro y alrededor de ella, viajan de prisa hacia el pasado, hacia el origen. Así, cuando los obreros regresan al día siguiente descubren que su trabajo fue concluido, que en el terreno no hay nada, y que incluso “alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario”.

        
Alejo Carpentier
(1904-1980)
        El cuento “Semejante a la noche” se divide en cuatro fragmentos. En el primero, un joven guerrero de una isla griega está a punto de embarcarse en una de las cincuenta naves enviadas por el rey Agamenón. Además de su orgullo guerrero, destaca el hecho de que cree en los supuestos nobles propósitos con que se pretende rescatar a Elena de Esparta, secuestrada y humillada en Troya. Ciertos rasgos del fragmento segundo son parecidos a algunos pasajes del anterior; mas en éste el joven guerrero se halla en España, en el siglo XVI, se ha inscrito en la Casa de la Contratación y está a punto de zarpar al Nuevo Mundo. Pero además de las supuestas buenas intenciones: convertir y civilizar idólatras, como soldado de Dios y del rey, no oculta su interés personal: quizá halle algo parecido al Elixir de la Larga Vida: la Uña de la Gran Bestia y la Piedra Bezar, que dizque curan todos los males; y una variante del mito de El Dorado: la “tierra de Omeguas, una ciudad toda hecha de oro, que un buen caminador tardaba una noche y dos días en atravesar”.

        Los fragmentos tercero y cuarto son partes del mismo tiempo y del mismo relato. Corre el siglo XIX. El joven guerrero, un francés al servicio del rey de Francia, está a punto de dejar Europa rumbo a tierras americanas. Y si bien se confirma su índole mercenaria: “hacer rápida fortuna en una empresa muy pregonada”, la perfidia del conquistador, tras el rostro de la heroica y romántica empresa, es cuestionada por las palabras de Montaigne que le cita su prometida. Pero también por las que cifra un viejo soldado cuando dice, como si hablara del arquetipo de todas las guerras, que “Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo”. Y que todo eso de que era “ofendida y humillada por los troyanos”, no era más que “propaganda de guerra, alentada por Agamenón” para encubrir el verdadero propósito: ampliar el ámbito de los muchos negocios y el dominio territorial.
   
Alejo Carpentier en La Habana (1964)
Foto: Paolo Gasparini
         El cuento “El camino de Santiago” comienza en Amberes, durante un tiempo que data de las últimas décadas del siglo XVI. Juan el tambor, el protagonista, nativo de Alcalá, es otro mercenario. Se halla bajo el mando del duque de Alba, quien representa al católico poderío del imperio español sobre el reino de Flandes. 

Según los soldados, lo que detiene en Amberes al duque de Alba, no es la fervorosa quema de luteranos, sino una flamenca con voz de sirena a la que le cumple los más extravagantes caprichos, tales como la serie de naranjos enanos recién desembarcados y traídos ex profeso, quizá de las Indias o del Sultanato de Ormuz, entre especias y cosméticos orientales. Pero ese navío también trae la peste en forma de ratas, que no tardan en reproducirse, en invadir, sitiar y corromper al marinaje y a la población.
       “El camino de Santiago” resulta un barroco retablo, donde los detalles y minucias, si bien se deben a la riqueza léxica y a la virtud imaginaria de Alejo Carpentier, también translucen el bagaje bibliográfico que incidió en su concepción. Así, la peste en Amberes dibuja escenas que provienen del Medievo, como si se viviera el espeluznante y apocalíptico fin del mundo, entre los constantes pecados y las excesivas tentaciones de la carne, del vino y del estómago, al unísono del inextricable horror a la muerte, al castigo divino y al Infierno. Así, si estos pasajes también evocan el ancestral arquetipo de las representaciones de la danza macabra o danza de la muerte y su eclesiástica moraleja (escenificaciones de los trashumantes cómicos de la legua en los atrios de las iglesias, en obras poéticas, muralistas, escultóricas y gráficas en las miniaturas de los libros de horas o no), resulta lógico que ante las mundanales y supuestas evidencias del castigo divino y de la apocalíptica destrucción, dentro de las pesadillescas visiones que Juan el tambor tiene en una fiebre (que él supone producto de la peste), crea ver una señal que le indica emprender el camino a Santiago de Compostela, precisamente a la catedral donde se halla el Pórtico de la Gloria y el milagroso sepulcro del apóstol Santiago el Mayor, junto a “la cadena que lo aprisionó en Jesuralén y el hacha que lo decapitó”.
       Juan el tambor, convertido en Juan el romero, emprende a pie el camino llevando un bordón, una esclavina con conchas cosidas y una jícara para el agua de los arroyos. En la ruta de los míseros hospitales, llega a ser parte de una horda de más de ochenta peregrinos, enfermos, tullidos, sucios y malolientes. Pero al llegar a Bayona nota cierta recuperación, por lo que después de remojarse, supone que le caería bien la dispensa de “un jarro de vino a orillas del Adur”. Mas con tal tintazo evoca a las mozas de Amberes, olvida su promesa, tuerce el camino, e incluso utiliza, para su provecho, el disfraz de romero. Así, al llegar a la entrada de Burgos se tropieza con una carnavalesca feria en la que abundan los supuestos fenómenos y las maravillas del Mundo Nuevo. La algarabía, un chubasco y un mesón lo hacen coincidir con un indiano embustero, en cuyo número, además del esclavo negro con el rostro con marcas de cuchillo, utiliza un mono, un papagayo y dos caimanes rellenos de paja que hace pasar como traídos del Cuzco. Entre los portentos del Mundo Nuevo que el indiano le describe a Juan el tambor, están las ciudades de oro, la Fuente de la Eterna Juventud, y lo inútil que son allí los secretos de los alquimistas que transmutan los metales en el más preciado metal. 
Bajo tal influjo, poco después se registra en la Casa de la Contratación. Pero luego en México no lo dejan pasar. Y nuevamente el indiano, con su palabrería, le dora la píldora; y de nuevo se vuelve a embarcar y finalmente arriba al puerto de San Cristóbal de La Habana.
       Lo terrible de la travesía marítima y de su estancia en la isla, resultan para Juan un infierno, quizá un castigo por no haber llegado a Santiago de Compostela; y esto es así antes y después de que un pleito de cantina lo convierte en un fugitivo que se oculta, en otra parte de la selvática ínsula, con otros réprobos: un calvinista, un judío, un esclavo negro, y un serrallo de negras africanas, entre ellas dos a las que hace sus mancebas.
       Presos en esa isla que los harta y disgusta, los europeos castran el tiempo rumiando y fantaseando la nostalgia del orbe que supuestamente vivieron y dejaron. Cierta vez, como señal premonitoria no sólo del arribo de un navío, Juan tiene otra pesadilla (originada por la fiebre) en la que se mira, desesperado, intentando entrar a la Catedral de Compostela, pero nadie le abre ni lo escucha. 
Así, cuando navega rumbo a Europa en el barco que los rescata se promete cumplir la peregrinación. Sin embargo, luego de que los católicos marinos prácticamente ejecutan al calvinista y al judío, Juan, ya en tierra, no se transforma en Juan el romero ni en Juan el tambor, sino en Juan el indiano, precisamente en la feria de Burgos, donde con el negro que conociera en la isla, también con el rostro tasajeado por un cuchillo, representan, “para holgarse de vino y mozas”, y con idéntica utilería, el mismo número que Juan, años ah, vio hacer al indiano y a su negro esclavo. 
Se trata, entonces, de un tiempo circular (o cuento de nunca acabar) en que se repiten las mismas escenas y las mismas palabras, no exentas, sin embargo, de una variante: cuando en el mesón Juan el indiano le dora la píldora a un Juan el romero idéntico al que él fue, como si se tratara de un diálogo o de un fantaseo consigo mismo, ocurre que entre los dos Juanes trazan, discuten, contrapuntean y repiten un mismo y consabido argumento, no sólo sobre las maravillas del Mundo Nuevo. 
Así, entre augurios, rumores y circunstancias parecidas e idénticas a las del pasado, los dos Juanes, junto con el negro traído de la isla, se registran en la Casa de la Contratación ante el chusco debate que cifran Santiago y Belcebú, al pie del ceño fruncido de la Virgen de los Mareantes.


Alejo Carpentier, Guerra del tiempo (“Viaje a la semilla”, “Semejante a la noche” y “El camino de Santiago”), en Obras completas de Alejo Carpentier, Vol. III, p. 7-79, México, 1984, 2ª ed.