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martes, 4 de julio de 2017

Los ojos de Davidson

 Podemos confundirlos con el universo

Con el número 11 de Ars brevis, colección de Ediciones Atalanta, en noviembre de 2006, en Barcelona, se terminó de imprimir el libro Los ojos de Davidson, antología de cinco cuentos del escritor británico Herbert George Wells (1866-1946), con traducción al español de José Luis López Muñoz y prólogo de Alberto Manguel: “Casandra en Inglaterra: la visión profética de H.G. Wells”. 
   
Colección Ars brevis núm 11, Ediciones Atalanta
Barcelona, noviembre de 2006
        El primero de los cuentos: “Los ojos de Davidson”, alguna vez fue traducido por Jorge Luis Borges (1899-1986), pues con el rótulo “Los distantes ojos de Davidson” el 19 de mayo de 1934 apareció, en Buenos Aires, en el número 41 de la Revista Multicolor de los Sábados, del diario Crítica. Además de que Ediciones Atalanta no acredita de qué libro o libros tradujo José Luis López Muñoz, en las páginas interiores no se precisa (ni en una nota ex profeso ni en el prólogo ni entre paréntesis ni al inicio ni al final de cada cuento) el año de la publicación de cada uno (en alguna revista o periódico) ni a qué libro original pertenecen. La vaga excepción es el quinto relato: “El país de los ciegos”, pues además de que Alberto Manguel algo refiere y comenta en su prólogo (“Wells publicó una primera versión del cuento en 1904”, “Treinta y cinco años más tarde cambió el final”), en las postreras páginas de la narración se anuncian, intercalados con precedentes rótulos en cursiva, los dos finales del cuento concebidos por H.G. Wells. El primer rótulo reza: Lo que sigue es la conclusión original de “El País de los Ciegos” publicada en la edición de SM [sic] de abril de 1904. Y el segundo: Lo que sigue es el final revisado del relato, escrito y publicado por Wells en 1939.
   Ante esto, lo que a priori descuella es la danza de las fechas acuñadas por ciertos antólogos en español y en otros idiomas (especie de diosecillos bajunos que simulan poseer los omniscientes y ubicuos ojos del universo y por ende dizque pueden señalar con su “infalible” dedo flamígero dónde está la microscópica y seminal fisura o el punto nodal y exacto del pedúnculo umbelífero). 
 
Colección El ojo sin párpado núm. 2 (vol. II), Ediciones Siruela
Madrid, marzo de 1987
        Por ejemplo, en el segundo tomito de Cuentos fantásticos del siglo XIX, la celebérrima antología de Italo Calvino editada por Siruela, en Madrid, en marzo de 1987, se lee, con traducción de G. Mion, la primera versión de “El país de los ciegos” datada en 1899. Y en la antología prologada y anotada por Juan Antonio Molina Foix: Álter ego. Cuentos de dobles, editada por Siruela en Madrid, en 2007, con el número 245 de la serie Libros del Tiempo, entre los datos curriculares de Wells el antólogo fecha “El país de los ciegos” en 1895. 
   
Colección Libros del Tiempo núm. 245, Ediciones Siruela
Madrid, 2007
            Al inicio de “El primer Wells” —ensayo reunido en su libro Otras inquisiciones (1937-1952) (Sur, 1952)—, Borges apunta que Oscar Wilde llamó a H.G. Wells: “Un Julio Verne científico”. El fantástico cuento “Los ojos de Davidson”, que narra la voz de un tal Bellows, podría ubicarse, si se quiere, bajo tal etiqueta, pero sin un grumo peyorativo ni para encasillarlo allí de manera ortodoxa o por lo siglos de los siglos. Todo lo contrario. El aparente sonambulismo o trastorno psíquico o alcohólico ocurrido a Sidney Davidson hará unos “tres o cuatro años” en el laboratorio principal del Harlow Technical College, en la capital británica, quizá tenga su mejor y más probable explicación en las hipótesis e indagaciones científicas del decano Wade en torno a la Cuarta Dimensión, a las “diferentes clases de espacio” y a la “existencia de una curva en el espacio”. Según el decano Wade (cuya hipótesis evoca los tácitos e implícitos experimentos con la galvanización y la electricidad del filósofo naturalista Victor Frankenstein) “parecer ser que Davidson, al agacharse entre los polos del gran electroimán, recibió algún impulso extraordinario en sus células retinales gracias a un cambio repentino en el campo de fuerza provocado por el relámpago.” Pero lo que resulta un hecho irrefutable es que Davidson, “durante tres semanas”, vivió al unísono en dos espacios-tiempos totalmente contrapuestos en el globo terráqueo. En un espacio-tiempo su cuerpo y su mente estaban en Londres, pero sin que sus ojos pudieran ver absolutamente nada. Y en el otro espacio-tiempo sus ojos y su intelecto estaban en una pequeña ínsula de las Islas Antípodas (“a doce mil kilómetros” de distancia). Si en Londres era de día, en la isla era de noche. Davidson, sin verlos y tropezándose, podía conversar con sus colegas en Londres (su amigo Bellows, el profesor Boyce, el decano Wade), o con su padre o con su novia (hermana de Bellows), y narrarles lo que sus ojos veían en el otro lado del planeta. Es decir, mientras su cuerpo deambula o es conducido en Londres y no ve absolutamente nada (ni siquiera su nariz), su raciocinio y sus ojos están, viven y observan en la agreste y lejana isla. Pero además, de manera sincronizada, siente su corporeidad en la ínsula al unísono de los desplazamientos de su cuerpo en Londres; de modo que sus vivencias en el islote llegan a ser opresivas y pesadillescas. Por ejemplo, cuando está “hundido hasta el cuello en un banco de arena”, cuando vive una tormenta, y cuando paulatinamente desciende bajo las aguas del mar (observando el cielo nocturno y la fauna marina) y está a punto de ahogarse.
    En el preludio del fin de esas desconcertantes tres semanas, Davidson empezó a ver en Londres a través de un agujero. Los agujeros se fueron multiplicando; y casi recuperado se casó con la hermana de Bellows. Y la prueba fehaciente de que sus ojos y su inteligencia estuvieron en ese islote del archipiélago de las Islas Antípodas la tuvo “Unos dos años después de su curación”, cuando Sidney Davidson conoció y charló con un tal Atkins, “teniente de navío de la marina británica”, quien le mostró fotografías del “viejo Fulmar”: que resultó ser, luego de un breve cotejo, el auténtico barco que los ojos de Davidson veían en esa solitaria y distante isla habitada por pingüinos. De ahí que casi al inicio del relato, Bellows diga sobre la inusitada experiencia vivida por su amigo y cuñado: “Nos hace soñar con las más extrañas posibilidades de comunicación en el futuro, con pasar en el otro lado del mundo cinco minutos interpolados, o (sin saberlo) con ser observados por otros ojos en nuestras operaciones más secretas.” 
   
H.G. Wells en 1901
        El segundo cuento antologado: “Bajo el bisturí” (1896), fue reunido por H.G. Wells en su libro: The Plattner Story and Others (London, Methuen & Co., 1897). La voz narrativa es la de un británico radicado en Londres que sufre, desde hace más de un año, de un doloroso padecimiento en el hígado (de ahí su prolongada depresión) y por ende es intervenido quirúrgicamente, en su casa, por un par de cirujanos, pese a su miedo a morir durante la operación. Los médicos, para anestesiarlo, le dan a oler cloroformo. Pero en lugar de sumergirse en la inconsciencia sigue lúcido y, semejante a un invisible ojo avizor en lo alto, observa su cuerpo tendido en la cama y el procedimiento de los médicos, e incluso sus pensamientos. De modo que mira la secreta rivalidad y las íntimas controversias mentales de Mowbray y Haddon, el par de cirujanos; y el instante en que éste, horrorizado, corta la vena porta y corre la sangre y el paciente supone que lo mataron. Pero en vez de morir, sigue lúcido y aún más. Según dice: “Mis percepciones eran más precisas y rápidas que cuando estaba vivo; los pensamientos me pasaban por la cabeza con increíble rapidez pero con total precisión. Sólo puedo comparar su intensa claridad con los efectos de una dosis razonable de opio.”
    El paciente tiene la certeza de que es inmortal. Y partir de ahí, al unísono de sus preguntas y conjeturas, realiza un extraordinario y asombroso viaje interestelar (y aún más lejos), como si su intelecto y sus ojos (un ente mental) lo hicieran en una prodigiosa y veloz nave invisible que se desplaza y viaja con la inconmensurable velocidad de un pensamiento que puede ir y venir instantáneamente por todos los rincones y recovecos del universo. Pero es el viaje de un individuo solitario que de antemano, se deduce, ha observado la bóveda celeste con un telescopio, mapas, diagramas y libros. De modo que refiere, en su velocísimo y constante alejamiento, el nombre de los planetas, de las estrellas, de las constelaciones, etcétera. Ya muy remoto de la “harapienta cinta de la Vía Láctea”, muy lejos del Sistema Solar del que es oriundo, arriba a un “espacio sin estrellas”, a un “vacío del Más Allá” al que está siendo arrastrado, donde “la oscuridad, la nada y el vacío” lo rodean por todas partes. Según dice: “Pronto el insignificante universo de la materia, la jaula de puntos en la que mi ser había tenido su comienzo, iba empequeñeciéndose convertido ya en disco giratorio de luminosa brillantez, y enseguida reducido a un diminuto disco de luz borrosa. Un poco más y quedaría convertido en un punto antes de desaparecer por completo.”
   El límite de ese extraordinario viaje por lo insondable e infinito del cosmos (matizado con sus observaciones, hipótesis e interrogantes de carácter ontológico y gnoseológico, cuyos detalles y episodios mira con los invisibles ojos de la mente y le parece que han durado una eternidad) se sucede cuando arriba a una zona fronteriza y fantasmagórica que semeja el preludio de la constatación de cierta deidad y del incontestable origen y logos del cosmos. No obstante, en vez de ocurrir esto, comienza a tener atisbos de su infinitesimal individualidad postoperatoria en Londres, y del hecho de que ese rapidísimo viaje por el universo, que parecía tan eterno, tan insondable y no menos ignoto y enigmático que el firmamento, ha transcurrido en el término de una hora.
   
H.G. Wells en 1943
        “El astro” (1897), el tercer cuento antologado, fue recogido por H.G. Wells en su libro Tales of Space and Time (New York, Doubleday and MacCure Co., 1899). Narrado por una omnisciente y ubicua voz narrativa, los acontecimientos globales e interplanetarios que se relatan en “El astro” se ubican en el futuro: es decir, “a comienzos del siglo XX”, precisamente a partir de que “El primer día del año nuevo, de manera casi simultánea, tres observatorios astronómicos anunciaron que la trayectoria del planeta Neptuno, el más lejano de todos los que giran alrededor del Sol, sufría perturbaciones.” No obstante, “en diciembre”, un tal Ogilvy ya “había llamado la atención sobre una supuesta disminución” en la velocidad de Neptuno y en la aparición en él “de una débil y remota manchita de luz”.
      Si bien la amplitud de la mirada y perspectiva de la omnisciente voz narrativa abarca la finitud y el “desmesurado aislamiento del Sistema Solar”: “El Sol, con las motas que son sus planetas, con su polvo de asteroides y sus impalpables cometas, nada en una inmensidad vacía que resulta casi inimaginable”, el pesadillesco meollo del relato se centra, in crescendo, en la visual y pormenorizada narración de los desastres y cataclismos globales que en todos los rincones y latitudes del planeta Tierra causa el veloz y paulatino acercamiento de un inesperado y desconocido astro que previamente choca contra Neptuno. Para fortuna de los supervivientes, “la última etapa” de la trayectoria de ese forastero y ultralumínico astro no fue una estruendosa y trágica colisión con la Tierra, sino “su precipitada caída” en el Sol. 
    Desde luego que hubo sensacionalistas periódicos que hablaron de milenarismos finiseculares; es decir, hubo gente y gacetilleros que habían creído que se avecinaba el sonoro fin del mundo. Y, al parecer, entre las muchedumbres de supersticiosos e incrédulos que siguieron con su rutina diaria, sólo un infinitesimal profesor de matemáticas en Londres, algo drogadicto y megalómano, habló ante sus alumnos de sus cálculos matemáticos sobre la trayectoria del “nuevo astro” y sus catastrofistas vaticinios se propagaron por todos los recovecos del orbe a través del telégrafo. Según “la profecía del matemático”: paralelo al acercamiento del “nuevo astro” y del posible choque contra la Tierra, en todo el mundo se sucederían “Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, maremotos, inundaciones y un aumento sostenido de la temperatura hasta un límite imprevisible”. No se equivocó. Y con posteridad al recalentamiento planetario, la voz narrativa reporta que “a medida que disminuían las tormentas, los hombres advirtieron que por todas partes los días eran más calurosos que antaño, el Sol más grande, y que la Luna, reducida a una tercera parte de su antiguo tamaño, tardaba ochenta días en completar cada uno de sus ciclos.” 
     Y además de otros notables cambios sociales y geográficos sucedidos en el planeta Tierra, quizá lo más sorprendente (o lo que le da una vuelta de tuerca al relato) es el reporte de las observaciones de los astrónomos marcianos (“porque hay astrónomos en Marte”), en cuya perspectiva (y límites cognoscitivos) se advierte una intervención armamentística hecha desde El planeta rojo, ignorada por los astrónomos terrícolas (al parecer dirigida contra el desconocido “nuevo astro” que se estrelló contra Neptuno, cuya ultralumínica explosión en el blanco pudo haber sido la “débil y remota manchita de luz” aparecida en Neptuno que el tal Ogilvy observara con el telescopio): “Si se considera la masa y la temperatura del misil lanzado a través de nuestro sistema solar” —escribió uno de los astrónomos marcianos—, “sorprenden los escasos daños sufridos por la Tierra, que ha estado a punto de ser alcanzada por el astro. Todas las características distintivas de los continentes y de las masas marítimas permanecen intactas y, de hecho, la única diferencia parece ser la reducción del tamaño de las manchas blancas (supuestamente de agua helada) en torno a los polos.”
 
Los ojos de Davidson (Atalanta, 2006)
Contraportada
       “El huevo de cristal” (1897), el cuarto relato de la antología, también fue recogido por H.G. Wells en su citado libro Tales of Space and Time (Cuentos del Espacio y del Tiempo). Junto a la susodicha primera versión de “El país de los ciegos”, “El huevo de cristal” es uno de los cinco cuentos de H.G. Wells antologados y prologados por Jorge Luis Borges en La puerta en el muro, número 11 de la serie La Biblioteca de Babel, editado en Madrid, en 1984, por Ediciones Siruela, en cuyo prefacio, revela: “Dos elementos muy diversos hay en ‘El huevo de cristal’: la desvalida condición del protagonista y una imprevisible proyección que abarca el universo. A una vaga memoria de esas páginas debo mi cuento ‘El Aleph’.” 
   
La Biblioteca de Babel núm. 11, Ediciones Siruela
Madrid, 1984
          Un amigo del investigador “Jacobo Wace, profesor ayudante en el hospital de Santa Catalina”, en Londres, y responsable de ineludibles “tareas docentes”, es la voz narrativa que evoca, comenta y relata la breve historia del inusitado y desaparecido huevo de cristal. Ese peculiar y raro objeto estuvo expuesto, “hasta hace un año”, en el vetusto, desvencijado y polvoriento escaparate de una tiendecilla, “Cerca de Seven Dials”, cuyo rótulo rezaba: “C. Cave, naturalista y anticuario”. Según el narrador, “El contenido del escaparte era curiosamente heterogéneo. Comprendía varios colmillos de elefante, un juego incompleto de piezas de ajedrez, algunas cuentas y armas, una caja con ojos de cristal, dos cráneos de tigre y uno humano, varios monos disecados comidos por las polillas (uno de ellos sostenía una lámpara), un armario pasado de moda, un huevo de avestruz o algo parecido ensuciado por las moscas, algunos aparejos de pesca y un acuario vacío, extraordinariamente sucio. Había además, en el momento en que comienza esta historia, una masa de cristal labrada hasta adquirir la forma de huevo y pulida con esmero.”
    Un patético matiz dickensiano trasmina y envenena la conducta, los rasgos físicos y la interacción de los miembros de ese empobrecido núcleo familiar que habita y pulula en la casa y en la contigua tiendecilla del anticuario señor Cave, situada en un populoso barrio de Seven Dials. Su robusta y voluminosa mujer y sus dos hijastros lo menosprecian y maltratan (el hijastro tiene 18 años y la hijastra 26); y sólo cavilan en el beneficio que puede brindarles las desmesuradas cinco libras por la venta del huevo de cristal ofrecidas por un par de inesperados clientes (un clérigo y un joven oriental), en particular su esposa, aficionada a la bebida, quien fantasea, por ejemplo, con comprarse “un vestido verde de seda” y “un viaje a Richmond”. En contrapartida, el anticuario señor Cave resulta un inofensivo e infeliz bonachón y buenazo; cuyos románticos, carcomidos y evanescentes viejos sueños, además de reflejarse en lo erosionado y polvoriento de la achacosa y casi abandonada tiendecilla, se condensan y focalizan en la enervante pasión que adquiere, casi como una alucinación psicotrópica, a través de lo que mira, recostado en la oscuridad, en el huevo de cristal (casualmente adquirido a “un tratante de curiosidades” “forzado a desprenderse de sus existencias”), pues Cave “veía en él cosas singulares”; es decir, el anticuario señor Cave observa dentro del huevo imágenes estables y en movimiento, como si se tratase de una mágica y misteriosa bola de cristal de algún brujo dominador de hechizos, encantamientos y vaticinios. Por ende, ya poseído y abandonado a esas placenteras sesiones oculares y sensitivas, el señor Cave “Apenas se ocupaba de su negocio y estaba siempre preocupado, pensando sólo en el momento de regresar a su puesto de observación.”
    Precisamente, para eludir que su despreciable y obesa mujer y sus odiosos hijastros le vuelvan a quitar el huevo de cristal y lo vendan, el señor Cave lo oculta en las habitaciones del profesor Wace, “en la calle Westbourne”. Es allí donde entre ambos se establece una elemental y básica complicidad y por ello se comunican las necesarias confidencias para que, con apoyo de la metodología científica del profesor Wace y de sus anotaciones, deduzcan que el panorama que Cave observa dentro del huevo de cristal (arquitectura, habitantes alados, fauna, flora, bóveda celeste) corresponde a una zona del planeta Marte y que al unísono, a través del huevo de cristal, desde allá se observa el planeta Tierra. Es decir, según las observaciones de la mancuerna, en ese territorio marciano hay veinte mástiles distribuidos en distintos puntos de altura y en lo alto de cada uno hay un huevo de cristal idéntico al que posee el anticuario señor Cave. Según reporta la voz narrativa, “De cuando en cuando, una de las grandes criaturas voladoras se acercaba a uno de ellos, plegaba las alas, enroscaba varios de sus tentáculos alrededor del mástil y miraba fijamente el cristal durante unos minutos, en ocasiones hasta un cuarto de hora. Y una serie de observaciones, realizadas por indicación de Wace, convencieron a los dos de que, en el mundo objeto de su estudio, el cristal en cuyo interior miraban se hallaba situado en el extremo superior del mástil más alto de la terraza y que, en una ocasión al menos, uno de los habitantes de aquel otro mundo había visto el rostro del señor Cave cuando este último realizaba sus observaciones.”
     Esto implica o supone que “el cristal del señor Cave se hallaba en dos mundos distintos al mismo tiempo”; o “bien poseía alguna peculiar relación de simpatía con otro cristal, exactamente igual, en aquel otro mundo, de manera que lo que se veía en el interior de uno era, dadas las condiciones adecuadas, visible para un observador en el cristal correspondiente del otro mundo, y viceversa.” 
     El vínculo de amigos y las observaciones se sucedieron en noviembre. Y en diciembre se interrumpieron unos “diez u once días” por las “tareas docentes” que tuvo que confrontar el profesor Wace. El anticuario señor Cave se había llevado el huevo de cristal a su casa, “con la intención de que le sirviese de consuelo si surgían ocasiones durante el día o la noche, con lo que se había convertido ya en la realidad más importante de su existencia.” Pero cuando Wace lo busca en la tiendecilla para continuar con las observaciones y exploraciones científicas se entera que el anticuario murió, que ya está enterrado y vendido el huevo de cristal a un cliente desconocido. Es así que para el profesor Wace el postrero y ansioso rastreo de ese objeto oriundo de Marte se torna infausto, un enigma; con la probabilidad de que los marcianos, en una época remota, lo hayan enviado a la Tierra, junto con otros huevos de cristal semejantes, con el objetivo de observar y conocer la vida y los quehaceres de los hormigueantes terrícolas.
   
Ilustración de Clifford Webb
        La primera versión de “El país de los ciegos” (abril, 1904), el quinto y último cuento de la antología, fue recogido por H.G. Wells en su libro The Country of the Blind and Other Stories (London, Thomas Nelson and Sons, 1911). Y con los susodichos dos finales fue publicado y prologado por Wells en The Country of the Blind (London, The Golden Cockerel Pres, 1939), un preciosista y costoso libro de colección (más aún a estas alturas del siglo XXI) ilustrado con grabados de Clifford Webb, con una edición limitada de 280 ejemplares; los primeros 30 numerados y firmados por el escritor y por el artista. 
   
The Country of the Blind
(London, The Golden Cockerel Press, 1939)
       Alguna vez, en una época cercana a la conquista española, en un remoto y altísimo valle de los Andes del Ecuador vivía una comunidad de inmigrantes familias de mestizos oriundos del Perú. Por alguna desconocida causa (quizá alguna infección microbiana), los niños empezaron a perder la vista y otros nacieron ciegos. Fue por entonces cuando un hombre, que llegó allí de niño “atado al lomo de una llama, junto con un enorme fardo de bártulos”, bajó a la metrópoli en busca de un “hechizo o antídoto” contra ese extraño mal que se multiplicaba y que ellos creían un castigo por el pecado de no haber construido una capilla o una iglesia al Dios católico. Algún vival sacerdote, por baratijas dizque curativas y amuletos dizque milagrosos del credo, intercambió el “lingote de plata autóctona” que traía el mestizo. Pero éste no pudo regresar a su villorrio con los supuestos remedios para curar a los suyos, porque una extensa catástrofe de dimensiones apocalípticas le impidió el paso y aisló la zona. Desde entonces germinó la leyenda del País de los Ciegos.
    Catorce o quince generaciones después, cuando en el País de los Ciegos todos son invidentes (sin glóbulos oculares y con los párpados cerrados y hundidos) y han olvidado lo que significa tener ojos y ver, fue cuando un tal Núñez (uno de los guías de un grupo de montañistas ingleses presididos por Sir Charles Pointer) sufrió un accidente en su campamento montado “sobre un pequeño saliente de roca”: una nocturna y profunda caída y deslizamiento por la nieve que lo llevó, sin daños corporales, a las inmediaciones del País de los Ciegos, que él identifica por las oídas leyendas orales. Y aún viéndoles a cierta distancia y antes de tener contacto con ellos, le hace lúdicamente divagar para sí en los regocijantes beneficios que canturrea e implica el consabido y añejo refrán: En el país de los ciegos el tuerto es rey
   
Ilustración de Clifford Webb
        Sin embargo, lo que primero descubre Núñez es su desventaja ante las habilidades físicas y los agudos sentidos de los ciegos. Pero lo más relevante y trascendente de sus hallazgos es la atávica, prejuiciosa,  supersticiosa y cerrada organización tribal del País de los Ciegos y su inextricable, estrecha y dogmática etiología y nomenclatura cosmogónica; todo lo cual lo tipifica, limita y somete en calidad de un ser inferior, “a medio formar”, un deficiente mental quizá creado por las rocas aledañas o por la podredumbre.
    Según la rudimentaria cosmogonía y cosmovisión de esa etnia de diestros ciegos presidida por un consejo de ancianos (los poseedores orales de la memoria, de la sabiduría y del mito de la tribu), ellos son los únicos del limitado universo: una especie de cóncava “cacerola cósmica” “cubierta de roca” y rodeada de rocas. Es decir, al “explicarle la vida, la filosofía y la religión de los ciegos” (quienes ignoran que lo son y por qué lo son), el “más anciano” le dice “que el mundo (refiriéndose a su valle) había sido antes un hueco vacío en las rocas y que primero habían aparecido cosas inanimadas sin el don del tacto, de las que surgieron hierbas y arbustos y después llamas [cuyos rebaños deambulan en los peñascos rocosos tras el muro de rocas que rodea al valle donde se halla su aldea] y algunas otras criaturas con muchas limitaciones, luego los hombres y finalmente los ángeles, a los que se podía oír cantar y producir sonidos de aleteos, pero a los que nadie podía tocar, algo que desconcertó mucho a Núñez hasta que se acordó de los pájaros.” 
    Los ciegos no creen que existan las montañas que rodean el valle donde viven (donde con precisión geométrica han trazado sus cultivos y sus casas caprichosamente pintadas y enlucidas), ni tampoco creen que exista el cielo ni las nubes ni las estrellas de las que les parlotea Núñez, mucho menos que existan las ciudades, los pueblos y el mar detrás de los picachos. Para ellos, “más allá de las rocas donde pastaban las llamas se halla el fin del mundo; las rocas se empinaban cada vez más, se convertían en pilares y de ellos nacía el techo abovedado del universo, del que caían el rocío y las avalanchas”. Según la voz narrativa, “Por las descripciones que el recién llegado les hizo del cielo, de las nubes y de las estrellas, dedujeron que su mundo era un vacío espantoso, una terrible ausencia en el lugar del techo liso que cubría las cosas en las que crecían: tenían como artículo de fe que más allá de las rocas el techo abovedado era exquisitamente suave al tacto. Lo llamaban ‘la Sabiduría de las Alturas’.”
     Esa supuesta y dizque sabihonda Sabiduría de las Alturas es para los ciegos una especie de Dios tutelar (o de sagrada omnisciencia de Dios); y por ende la Sabiduría de las Alturas dizque “había dividido el tiempo en caliente y frío, que son los equivalentes ciegos del día y la noche”; y como según los ciegos “era conveniente dormir en el tiempo caliente y trabajar en el frío”, duermen durante el día y trabajan de noche. Por esa presunta sapiencia, el más anciano le dice a Núñez que “debía de haber sido creado de manera especial para aprender y para ponerse al servicio de la sabiduría adquirida por los ciegos, y que, pese a su incoherencia mental y su tendencia a tropezar, tenía que ser valiente y hacer todo lo que estuviera en su mano para aprender.” De modo que, semejante a un siervo o a un esclavo, a Núñez lo asignan bajo la responsabilidad y la custodia de un tal Yacob, “su amo”. 
    No sin episodios risibles, ríspidos y dramáticos, Núñez no fue tan dócil para aceptar y someterse a ese trato y echar en saco roto sus ciegas pretensiones de convertirse en rey en el País de los Ciegos. Hizo sus particulares esfuerzos para explicarles el sentido de la vista, la belleza que se observa con los ojos y su lugar de origen, y por ello —con burla, risas y sarcasmo— lo apodan y llaman “Bogotá”. Pese a su minusvalía, Núñez más o menos se integra a la tribu de ciegos. E ineludiblemente y sin buscarlo se enamora de Medina-saroté, la hija menor de Yacob, quien le corresponde, pese que lo consideran “a medio formar”, “un ser aparte, un idiota, una criatura incompetente, por debajo del nivel aceptable de un varón”. Medina-saroté, además, escucha y tolera sus narraciones y cuentos sobre la vista, que le parecen licencias poéticas. La petición de matrimonio alebresta a las hermanas de ella (y al conjunto de la obtusa, endogámica, ortodoxa y conservadora etnia): “se oponían con todas sus fuerzas, convencidas de que el enlace sería motivo de descrédito para toda la familia, y el viejo Yacob, aunque había llegado a sentir cierto afecto por aquel siervo suyo, torpe aunque obediente, meneó la cabeza y dijo que era imposible. Todos los jóvenes de la comunidad se indignaron ante la idea de que la raza se corrompiera, y uno de ellos llegó hasta el extremo de insultar y atacar al osado pretendiente, que le devolvió el golpe.” 
   
Ilustración de Clifford Webb
       Tal peliagudo dilema parece tener visos de enmendarse con el diagnóstico del médico, el “Gran sabio entre aquellas gentes”, quien estipula extirparle los glóbulos oculares al novio, implícitamente iluminado por la Sabiduría de las Alturas. Según el docto cirujano: “Los ojos, esas cosas extrañas cuya función es crear una agradable depresión blanda en el rostro, han enfermado en su caso, y lo han hecho de tal manera que le afecten al cerebro. Están muy hinchados, tienen pestañas, sus párpados se mueven y, en consecuencia, su cerebro se halla en un estado de irritación y distracción constantes.”
    Yacob, exultante, está de acuerdo. Y también Medina-saroté. Y con gran incertidumbre, angustia, inquietud, fobia y muchas dudas, Núñez acepta someterse a la operación que le extirpará los ojos, preámbulo de su casorio. Pero ese mismo día, meditabundo, cruza el muro de piedra y empieza a alejarse de la aldea subiendo por lo agreste y peligroso de las rocas. Revaloriza sus ojos y lo que con ellos ve y observa día a día, y lo que implican en su ser: su pensamiento, su individualidad, su vida, y su íntima memoria de Bogotá. 
    En el final de la segunda versión del cuento, Núñez no escapa ni se abandona, “tumbado en paz”, en un estado de felicidad ocular y sensitiva durante el primer crepúsculo y la primera noche ya distante de la pesadillesca aldea donde iba a perder sus ojos, sino que es expulsado por los intolerantes, fanáticos, crueles y odiosos ciegos, quienes no oyen (ni quieren oír) las advertencias que Núñez les hace sobre el inminente y catastrófico derrumbe de una cumbre aledaña, que con seguridad causará muertes y destrucción en la aldea. “La Sabiduría de las Alturas nos ama y nos protege de todo mal. Ninguna desgracia nos sucederá mientras la Sabiduría vele por nosotros. Expulsadlo. Arrojadlo de aquí. ¡Que cargue con sus pecados y que se vaya!” Vocifera uno. Y otro rebuzna el golpe de gracia cuando ya lo han echado tras el muro y arrojado “sobre una pendiente pedregosa”, “con una violencia deliberada que hizo huir en desbandada a un rebaño de llamas”: “Y ahora te quedarás ahí, y te morirás de hambre”, “Tú y tu vista”. Sin embargo, paralela y subrepticia a la cólera de la testaruda e intolerante tribu, su enamorada Medina-saroté lo busca en solitario, y lo que le dice refleja aún más la carencia de empatía, la inflexibilidad y brutalidad de la horda de ciegos, pero también que ella cree a pie juntillas en el ancestral e inamovible dogma sagrado de la Sabiduría de las Alturas y que lo qué él afirma y augura sobre la inminencia del cataclismo que observan sus ojos son inventos y quimeras: “Ahora tienes que quedarte aquí”, “Tienes que quedarte aquí algún tiempo. Hasta que te arrepientas. Hasta que aprendas a arrepentirte. ¿Por qué te has comportado de una manera tan absurda? ¿Por qué has dicho esas horribles blasfemias? Tú no te das cuenta de lo que dices, pero ¿cómo quieres que ellos lo entiendan? Si vuelves ahora seguro te matarán. Te traeré de comer. Quédate aquí.”
     Sin embargo, Medina-saroté ya no puede regresar a su villorrio. La estridente y estruendosa destrucción de la aldea se sucede en un santiamén. Y cuando él dice “mira”, el sonido de esa hueca y horrible palabra es para ella “prueba irrefutable de que seguía enajenado”.
   
Ilustración de Clifford Webb
            Un par de días después de la catástrofe que sepultó para siempre al País de los Ciegos, unos cazadores rescataron a Medina-saroté y a Núñez. Se instalaron en Quito, con la familia de él (pese a que en la aldea siempre evocaba a Bogotá y no a Quito). Según la voz narrativa, tienen cuatro hijos que pueden ver. “Núñez es un negociante próspero y, sin el menor género de dudas, un hombre honrado”. Y Medina-saroté “habla español con un acento antiguo muy agradable al oído”, hace maravillosos trabajos de bordados y cestería, y no puede ni quiere perder su arcaica fe en la supuesta Sabiduría de las Alturas de sus ciegos ancestros, y por ende resulta lógico que diga: “No sabría qué hacer con vuestros colores y vuestras estrellas”. Pero lo que resulta un tanto falaz es cuando Medina-saroté, haciendo breves migas y secretas confesiones con la mujer del supuesto personaje que articula la voz narrativa, “habló un poco de su infancia en el valle y de la fe sencilla y de la felicidad de sus años de formación. Habló de todo ello con nostalgia manifiesta. Había sido una vida de costumbres placenteras, libre de cualquier complicación.” Pues además del violento, condenatorio y revulsivo cisma que en su conservador, endogámico y puritano villorrio resultó su noviazgo y deseo de casarse con el “tontorrón” de “Bogotá” (un extraño réprobo dizque “a medio formar”, jijo de la podredumbre o de las tontorronas piedras del octavo día), a ella la tenían por fea (la patita fea o la muñeca fea) y por eso nadie la pretendía ni se le paraba ni una mojigata y lujuriosa mosca. Según la voz narrativa, Medina-saroté “no era muy valorada en su mundo porque tenía un rostro bien definido, y le faltaba la suavidad lustrosa y satisfactoria que es el ideal de belleza femenina para los ciegos”. “Sus párpados, aunque cerrados, no estaban hundidos ni enrojecidos como era normal en el valle, sino que daban la sensación de que podrían abrirse en cualquier momento; y además tenía pestañas lo que se consideraba un defecto grave. Su voz, por otra parte, era fuerte, y no satisfacía las exigencias del desarrollado oído de sus posibles cortejantes. Así que no tenía novio.” 


Herbert George Wells, Los ojos de Davidson. Traducción de José Luis López Muñoz. Prólogo de Alberto Manguel. Colección Ars brevis número 11, Ediciones Atalanta. Barcelona, noviembre de 2006. 182 pp.


sábado, 1 de julio de 2017

Lo que la noche le cuenta al día




Yo siempre me he preferido

Traducida al español por Thomas Kauf, Lo que la noche le cuenta al día (Tusquets, Barcelona, 1993) es la segunda novela que el argentino Héctor Bianciotti [Córdoba, marzo 19 de 1930-París, junio 12 de 2012] escribió en francés y por ende en 1992 apareció en París publicada por Éditions Grasset et Frasquelle. Traducida al español por Ricardo Pochtar, Sin la misericordia de Cristo (Tusquets, Barcelona, 1987) fue la primera que urdió en francés y así fue publicada en 1985 por Éditions Gallimard, en la Ciudad Luz, donde por ella recibió el Premio Fémina. 
(Tusquets, Barcelona, 1993)
     
(Tusquets, Barcelona, 1987)
       En la página 533 de Borges, una vida (Seix Barral, Argentina, 2006), el británico Edwin Williamson resume una anécdota esbozada en varias biografías (con sus lógicas variantes) que abordan los últimos minutos del autor de “El Aleph”: 

Héctor Bianciotti, María Kodama y Aura Bernárdez en el entierro de
Jorge Luis Borges en el antiguo Cementerio de Plainpalais
(Ginebra, junio de 1986)
       “El 13 de junio [de 1986], María [Kodama] llamó a un amigo de los dos, el escritor franco-argentino Héctor Bianciotti, editor de Borges en Gallimard, quien viajó a Ginebra desde París el mismo día. Esa noche se sentó junto al lecho de Borges mientras María descansaba un poco. Borges había entrado en coma, y en las primeras horas de la mañana, Bianciotti notó que su respiración, que había sido regular durante las últimas diez horas, o más, parecía apagarse. Llamó a María, y ella se sentó junto a Borges. Estuvo junto a él cuando, por fin, él se fue, con su mano en la de ella, hacia el amanecer del sábado 14 de junio.”

Jean Pierre Bernés y Jorge Luis Borges
   
Portada del estuche del Album Borges (Éditions Gallimard, Paris, 1999),
iconografía con prólogo y notas en francés de Jean Pierre Bernés.
  

       Hay que decir que sorprende que Williamson diga que Bianciotti era el “editor de Borges en Gallimard”, pues Jean Pierre Bernés fue quien entre los seis meses previos a la muerte de Borges trabajó con él en varias sesiones (en su cuarto del Hôtel l’Arbalète de la rue Maîtresse en Ginebra) para cimentar los dos póstumos volúmenes en francés de las Obras completas de Borges publicadas, el primero en 1993 y el segundo en 1999, en la serie La Bibliothèque de la Pléiade; mientras que entre los sucesivos libros de Borges impresos por Éditions Gallimard a partir de 1951, Bianciotti sólo figura como prologuista de Neuf essais sur Dante (1987), traducido al francés por Françoise Rosset.
Héctor Bianciotti
  Héctor Bianciotti residía en Europa desde 1955. Allí hizo su carrera de escritor, varias veces notablemente condecorado; y desde 1996 era miembro de la Academia Francesa. Es decir, tiene su fans tanto en el Viejo Mundo, principalmente en Francia, como en Latinoamérica. “Desde la infancia [dice a través del protagonista de Lo que la noche le cuenta al día], he preferido a la realidad su reflejo, hasta el punto de que si estoy mirando en un pantalla, en una habitación, unas imágenes que un espejo, al lado, capta, esta segunda versión de lo real realza para mí la intensidad de los contornos, revela mejor el secreto de las cosas, una esencia taimada, imperceptible a simple vista.” 

Así, Lo que la noche le cuenta al día es la novela de memorias o las memorias noveladas de un autor argentino —muy semejante a Héctor Bianciotti— que en París y aún en la adultez, pero desahuciado (¿por el mal del siglo?), se siente y se mira a sí mismo en el espejo de su escritura, seguido y venerado por su cohorte de lectores, los que se supone, tácitamente, conocen cada uno de sus títulos (por lo menos los rótulos) y el abecé de sus pormenores y vicisitudes biográficas.
        Si el solitario solterón, eterno inmigrante en París, alter ego de Héctor Bianciotti y voz narrativa en Sin la misericordia de Cristo, decía al reflexionar sobre la dramática y triste vida de Adélaïde Marèse, mujer procedente de la llanura de allá (la pampa argentina), de antepasados piamonteses, quien vivió varias décadas en Europa: “no hay senderos que nos conduzcan fuera de la infancia; nunca salimos del infierno original”, en la presente novela Héctor Bianciotti vuelve a incidir e insistir en esa fatalidad que implica el síndrome cavafiano: “Hoy no comparto ya [apunta su alter ego] el apresuramiento del que se va para siempre creyéndose liberado de su pasado o de sus orígenes.” 
El novelista que salió de la llanura (sin jamás salir de ella), que habiendo caminado hacia varios horizontes europeos, siempre, al unísono, ha caminado hacia el horizonte de allá, en el espejo o espejismo de estas páginas, evoca, selecciona, imagina y decanta la cartografía de tales supuestos primeros recuerdos, aprendizajes y vivencias, desde que era un escuincle nacido en la planicie (el mismo año en que allí nació Héctor Bianciotti), hijo de campesinos pobres llegados del Piamonte, hasta que en 1955 (el lapso en que el autor también partió al Viejo Continente), en medio de su pobreza porteña y del acoso policíaco que desató el peronismo, recibe un boleto para embarcarse rumbo a Nápoles.
       Paul Valéry estuvo entre las lecturas profanas que el protagonista hizo durante su estancia de cinco años en el Moreno, seminario franciscano de Córdoba, pequeña y petulante ciudad que presumía de culta, las cuales, ineludiblemente, incidieron en su renuncia a convertirse en sacerdote, en defensor y difusor de una fe siempre peleada con los reclamos de la carne. De Valéry entresacó su “lema secreto”: “Yo siempre me he preferido”. 
Y sí, desde la primera hasta la última anécdota que relata y piensa, es indudable que siempre, en secreto, comulgó y comulga consigo mismo. Esto tiene particular énfasis cuando refiere lo relativo a su sexualidad. De niño, ante la mirada reprobatoria de los demás, sobre todo la de su madre, oculta su onanismo e incipiente zoofilia. 
Héctor Bianciotti
  En el seminario empieza a germinar y a desinhibir su atracción por los hombres; y pese a las amenazas y preceptos religiosos seguirá con sus masturbaciones e inclinaciones, e incluso llega a proponerle a su novio seminarista que huyan de allí para siempre, para proseguir con los dictados del corazón y no sólo con los del cuerpo. 

Y como es de suponerse, su tendencia homosexual, incorregible, forma parte de su renuncia a vestir la mortaja del hábito de cura (por los siglos de los siglos). 
Hay que destacar, además, que la feliz preferencia por sí mismo, fue el ímpetu que lo indujo, a los once años, a ingresar al seminario, anteponiéndose a la furia y al rechazo inmediato que le causó tanto a su querida mamá, como a su despreciado padre, quien ya lo contaba entre los jornaleros de Las Junturas, la hacienda que entonces tenía en arriendo. Años después, Judith —la mujer con la que conoce la plenitud heterosexual y el amor fugaz, idílico y con reminiscencias edénicas— queda embarazada; y es por él, por su concentración egocéntrica, por lo que ambos decretan la inexistencia del posible vástago.
      De 1951 a 1955, durante su estadía en Buenos Aires, que es el tiempo en que percibe de cerca la amenaza de la actitud marcial, nazifascista de los prosélitos y acólitos de Perón, pero también por los prejuicios morales de los simples ciudadanos, propensos a acusar el menor indicio que descubra a un marica, el personaje, atrincherado en sí mismo, corre los cerrojos de su interior, experimenta fobias y alucines paranoides, sobre todo por el asedio y la corrupción policíaca que se cuela, transpira y respira por todas partes, en cuyas oscuras y equívocas redes de espías y delatores disfrazados de civiles se ve envuelto y ambiguamente beneficiado, cuando Matías, uno de esos polis de la secreta, con ciertas influencias y contactos, es el que misteriosamente le paga el boleto a Nápoles, además de brindarle instrucciones que facilitan los trámites.
      Y si el protagonista no hubiera optado por su propia preferencia, otra explicación tendría la forma en que va descubriendo y delineando su camino hacia la lectura y la escritura: desde su primer escrito infantil: el cuento El gato con botas que copió letra por letra, y el cual, desde la llanura, envió con su firma a Rosalinda, una revista de señoras elegantes (muy parecida a El Hogar, la revista donde por esos años, entre 1936 y 1939, Borges escribía pequeños ensayos, biografías sintéticas y reseñas de libros de autores extranjeros), pasando por las actividades que lo hicieron sobresalir en el seminario: a partir de la cifra de su destino que a su llegada encuentra en “Lo fatal”, de Rubén Darío, poco a poco se transforma en un lector voraz, que a diferencia de los otros alumnos, que son unos burros infumables, goza de un salvoconducto que le permite salir del seminario para proveerse de libros prohibidos. Pero también, allí mismo, se convierte en un músico virtuoso y en un teatrero hacedor de sus propios libretos, hasta lo que es el preludio de su ida a Europa: un poeta pobre e infeliz, sin éxito en sus teatrerías, empleado de una inmobiliaria, quien subsistía en el cuartucho de un tejado, capaz de escribir los versos más tristes ante las estrellas de cualquier noche; que conoció la cárcel en Villa del Rosario; que en Córdoba, cuando chambeaba en una fábrica, fue parte de unos “conjurados sin objetivo”, editores de la revista Abraxas, bautizada así para agraviar a Herman Hesse; quienes leían las Cartas a un joven poeta sintiendo que oían al oráculo y que también ellos eran unos ángeles terribles, dignos de almorzar con Borges, para que éste, que aún no era ciego, viera sus rostros, únicos e irrepetibles.
       
Héctor Bianciotti

       En síntesis, la novela de Héctor Bianciotti es el resultado de la excitación, exultación y engolosinamiento de un narrador que, en su eterno y último día parisino, dialoga y sueña con su propio “mensajero de la noche”, el que se remonta hasta sus más lejanas tinieblas, el que oye su voz interior, nocturna, “compuesta de sonidos que recuerdan”, con la que reinventa y reescribe pasajes y personajes (como la Pinotta o el joven Peñaranda) con el único objetivo de dibujar y amasar, de bulto, el devenir de un rostro y de un cuerpo, que son y no son suyos. 
Sin embargo, pese a que abundan los momentos reflexivos, la novela carece de la intensidad pensativa y aforística de Sin la misericordia de Cristo; e incluso, los dramas de Adélaïde Marèse y de los asiduos parroquianos del Café Mercury son mucho más profundos y conmovedores en relación a todo lo que Héctor Bianciotti aborda en esta novela. 
       Entre capítulos y reiteraciones críticas y burlescas, como las que hace al catolicismo y a la leyenda y mitificación que precede y continúa después de la temprana muerte de Eva Perón (santa y heroína milagrosa de las hordas de descamisados), no escasean las páginas plagadas de trivialidades melodramáticas, sumamente superficiales e innecesarias, aún a pesar de que los avatares del personaje reproducen e idealizan una variante del arquetipo que todavía erosiona la identidad argentina: el protagonista, y algunos otros soñadores, a sí mismos se consideran: europeos en el exilio. 
Su otrora viaje a Europa se supone, entonces, un retorno, un reencuentro con sus raíces ancestrales, pese a que su índole de inmigrante latinoamericano, oh contradicción, sino lo proscribe y margina (como ocurre en algunos casos menos afortunados), sí lo señala y desnuda.


Héctor Bianciotti, Lo que la noche le cuenta al día. Traducción del francés al español de Thomas Kauf. Colección Andanzas (186), Tusquets Editores. Barcelona, 1993. 280 pp.



miércoles, 7 de diciembre de 2016

El último día de Terranova

Chetos mirándose el ombligo

Nacido en La Coruña el 25 de octubre de 1957, el prolífico narrador Manuel Rivas escribió en gallego su novela El último día de Terranova. Y traducida al español por María Dolores Torres París fue editada en España, por Alfaguara, en noviembre de 2015, y, en México, en abril de 2016. En “Liquidación Final/ Galicia, otoño de 2014” —el primero de los 28 capítulos con rótulos que la integran—, el viejo Vicenzo Fontana, el protagonista, quien se desplaza con muletas frente al mar, bosqueja pormenores de su persona y personalidad, y rememora algunos rasgos y episodios trascendentales de su pretérito que lo marcaron para siempre (como la juvenil imagen de “Garúa en bicicleta con su lote de libros en las alforjas”, y la poliomielitis que él contrajo en la infancia, en 1957, y que lo confinó una temporada en el infierno de un estrecho e inmovilizante “Pulmón de Acero, en el Sanatorio Marítimo”). Pero el drama inmediato que lo confronta al desasosiego de su incierto destino está cifrado en el letrero que escribió en el escaparate de Terranova, la vieja y entrañable librería familiar (abierta en 1946, por Comba Ponte, su madre, en el número 24 de Atlantis, en el puerto de La Coruña), que ha heredado y de la que es responsable: Liquidación final de existencias por cierre inminente
Primera edición mexicana, abril de 2016
        La novela El último día de Terranova es un puzle repleto de anécdotas y digresiones, salpimentado y recamado con abundantes citas y florituras librescas de erudito gourmet, en cuya urdimbre narrativa (poco verista) bullen los nombres, las fechas, los hechos y los episodios extirpados de la globalizada historia de la literatura y de la globalizada historia social y política. Si bien el decurso del presente (relativo a 2014) es progresivo y oscila en torno al probable descalabro de la librería (debido a la amenaza de desahucio y lanzamiento por parte de los propietarios del inmueble: Old Nick y Nick Junior, asociados a un oscuro y ambicioso Máster), Manuel Rivas, de manera alterna, hace incursiones a diversos pasados en distintos ámbitos temporales y narrativos. En este sentido, descuella lo que concierne a Garúa (una joven argentina) en los años 70 del siglo XX, a quien Vicenzo Fontana conoce en noviembre de 1975, en Madrid, y con quien viaja en tren a La Coruña, directamente a la librería Terranova (que además es casa familiar y refugio de menesterosos y de la idiosincrasia republicana), precisamente el día que en la capital española se efectúan las multitudinarias exequias del generalísimo Francisco Franco. Período y estancia en Terranova que concluye en 1979, cuando Garúa se marcha para siempre de allí (y a quien nunca vuelve a ver), luego de que Rodolfo Almirón, un sanguinario agente de la extemporánea Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), guiado y acompañado por Pedrés, “inspector de la Brigada Político-Social”, respaldados por un grupo de policías que rodearon la librería, asombrosamente no la detienen el día que se presentan para llevársela, pese a que con antelación la tenían ubicada e identificada con fotos de su historial en las huestes clandestinas de los Montoneros, con quienes desde La Coruña mantenía contacto secreto por correo y por teléfono desde una cabina pública cercana al Faro, y por ende un par de ellos, “en un Mini Morris rojo con techo blanco”, pasan a recogerla en Chor, sitio de la Casa Grande de los Fontana que ella eligió para despedirse del núcleo familiar, donde dizque alfabetizó a Expectación, la criada que amamantó a Vicenzo de una teta (mientras de la otra teta amamantaba a Dombodán, su propio hijo), quien dizque desde que aprendió a leer, sólo ha leído un libro: no la Biblia, sino Pedro Páramo, dizque “diez o quince veces”; mientras que Garúa, de la librería Terranova sólo se lleva “La Odisea en braille”. Es decir, Garúa, liada con los Montoneros (guerrilleros o terroristas, o la dos cosas a la vez), está en España porque “Consiguió huir de Argentina cuando iban a cazarla” (incluso “le pusieron una bomba al apartamento donde vivía”). Y ese “asesino Almirón, el gorila que visitó Terranova y que anda de pistolero suelto por España”, obviamente la rastreó y localizó (era él quien traía las fotos de ella); no obstante, luego de apersonarse en la librería no la sigue (en solitario o con otros pistoleros), no la embosca ni la caza ni la secuestra ni la mata, pese a que, según le dijo Garúa a Vicenzo, era “un policía corrupto con un horrible historial, uno de los organizadores de la Triple A, que con la guerra sucia abrió paso a la Dictadura argentina, mercenario en actos terroristas en España, como el de Montejurra, en esa primavera de 1976”. Y Garúa, repartidora de libros en bicicleta, junto a su apariencia de no matar una mosca ni morder un plátano, algo sabe (y podría ser torturada para que hable y delate a sus correligionarios), pues se incorporó en misiones de inteligencia para los Montoneros, luego de que “un día de diciembre de 1974”, en “una casa paqueta en Buena Vista”, en Buenos Aires, donde daba de clases de piano a una niña convaleciente, descubriera, sin proponérselo y oculta tras una mirilla de cristal, las reuniones secretas, cruentas y exterminadoras que una fauna de informantes y miembros de la Triple A periódicamente tenían en un salón. “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros...”, oyó Garúa que planea el Almirante Cero. Quien en la vida real (Emilio Eduardo Massera) dirigió la tenebrosa ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) y fue parte de la junta miliar que el 24 de marzo de 1976 derrocó a Isabelita (la presidenta María Estela Martínez de Perón). Y según le confiesa Garúa a Vicenzo antes de marcharse de Terranova, las fotos que el Negro Tero (un camarada de ella) reveló en Madrid en torno a la capilla ardiente de Franco, precisamente en el piso del teatro abandonado donde Vicenzo subsistía con la pinta y el maquillaje del Duque Blanco Cojo (un híbrido de David Bowie y Alice Cooper), eran explosivos documentos reveladores y comprometedores: “¿Sabés de quiénes eran las fotos que revelamos en Madrid? Coincidiendo con los funerales de Franco, se juntaron jefes de los servicios de Inteligencia y policiales de las dictaduras latinoamericanas, agentes de la CIA y miembros de grupos neofascistas, como el italiano Delle Chiaie. Allí se dejó atada, y no después, la Operación Cóndor. La caza de huidos y exiliados para ser intercambiados por los aparatos represivos. También colabora la policía franquista. Hay torturadores en mi país que recibieron cursos en España. Cursos de tortura. ¿Qué te parece? ¿Y a qué vas de viaje, cariño? A un cursillo de tortura.” 

Vale observar que el cometido de apresar a la Mata Hari de los Montoneros en la librería Terranova se frustra porque Eliseo, el tío materno de Vicenzo, confronta, él sólo y con un revólver, al inspector Pedrés, a su adjunto Cotón y a tal Rodolfo (mientras en el exterior los uniformados policías se chupan el dedo y sólo esperan órdenes). Y además de que se marchan con las manazas vacías en tanto el inspector Pedrés alude la consabida y supuesta enfermedad del tío Eliseo Ponte, el hilarante detalle (quizá inverosímil) radica en que “el Seis Luces no tenía balas”, y quien lo advierte no es ninguno de los tres rapaces agentes, sino Vicenzo. 
Ese supuesto padecimiento del tío Eliseo es su homosexualidad, lo cual implica, ante las autoridades responsables, un vínculo de soborno, tolerancia y corrupción sistémica en ámbitos del franquismo, pues Eliseo ha sido confinado, supuestamente, en un manicomio. Es decir, el tío Eliseo había sido detenido “varias veces en redadas policiales por homosexual. Y lo del psiquiatra era una forma de evitar la cárcel”. Y eso se arreglaba “con la comprensión de un juez. Y pagando, por supuesto.” Así que el sanatorio mental en el que Eliseo ha estado, no es, precisamente, una rigurosa, dura, claustrofóbica y torturante clínica psiquiátrica parecida a la clínica de Santander donde en 1940 estuvo recluida Leonora Carrington (por órdenes de su padre), sino que, según le explica Vicenzo a Garúa, “En el sanatorio del doctor Esquerdo, en las afueras de Madrid, además de los pabellones de los enfermos había un espacio con chalés donde residía gente como Eliseo. Gente que podía pagarlo, claro. Era una zona, por así decir, de descanso. No podían salir, pero hacían su vida. Había médicos reaccionarios que consideraban la homosexualidad una tara, pero también los había que combatían esa represión. Recuerdo una ocasión en que fuimos a visitarlo, nos dijo: ¡Estoy leyendo cien libros a la vez! Y era cierto. Allí, con aquellas compañías tan especiales, compartía libros que en muchos casos hallaron refugio final en Terranova.”
Y esto, al parecer, es así. Pues cuando Vicenzo aún ignoraba la inclinación sexual del tío Eliseo, éste le decía, y se le decía, que había ido de viaje a Francia o a países de América Latina y que desde donde andaba enviaba cartas y libros a Terranova; librería donde entonces oficiaba Amaro Fontana, alias Polytropos (el padre de Vicenzo), “El hombre que más sabe de Ulises”, conocido en la comisaría de La Coruña por ser “El mayor abastecedor de libros prohibidos en Galicia” (los cuales llegaban de contrabando ocultos en embalajes y maletas con doble fondo). Pero el meollo del caso es que, pese a sus cartas, a las historias de sus viajes, de sus estadías en varios países, de sus vívidas andanzas con escritores legendarios y celebérrimos, y a los envíos de libros censurados y prohibidos, el tío Eliseo, en realidad, “no estuvo nunca” en los lugares donde decía haber estado: “No estuvo en América”, “Ni en Argentina, ni en México, ni en Cuba. Aparte de un viaje a Barcelona invitado por el editor Janés, sólo estuvo en Portugal. A Lisboa y a Amarante sí que fue.” Le revela Comba Ponte a Garúa.
Manuel Rivas
(Foto de Sol Mariño en la 2
ª de forros )
        Es decir, si Manuel Rivas pone particular énfasis en la descripción y relato de las peculiaridades de sus personajes y su coloquial manera de apodar y apostrofar, el rasgo más acusado del tío Eliseo es su facilidad para fantasear, inventar y contar historias, cualidad con la que otrora embelesó al niño Vicenzo confinado en el Nautilus (el Pulmón de Acero), e incluso a Garúa durante su estancia en Terranova, y que despliega, ante el juez, en el microrrelato sobre la supuesta Operação Papagaio (dizque una “revolución” en ciernes “del grupo surrealista del café Gelo”, en 1962 y en Portugal, para “pasar a la acción y poner fin” a “la Dictadura de Salazar”), donde iba a usar “el Seis Luces”, “pero sin munición”. Virtud de cuentero oral que también transluce Garúa (cuyo ventrílocuo y titiritero es Manuel Rivas) y que saca a relucir, en la librería Terranova (e incluso imita la manera de andar “de Chaplin, de Carlitos el Pibe”), al contar el histriónico, trapecista y circense episodio de cuando en la primavera de 1973, a sus 21 años, se exhibió y presentó ante Borges (rubricando su salida con una chaplinesca pantomima), quien estaba en una mesa de La Biela, el famoso café de Buenos Aires cercano al cementerio de la Recoleta. 

     Así que después de la sorpresiva visita del sanguinario agente de la Triple A y del inspector Pedrés y su coreográfico grupo de policías, “Eliseo se fue ‘de viaje’. Habían llegado a esa componenda. Esta vez las cosas eran más complicadas, con el enfrentamiento policial de por medio. Iba a ser un viaje muy largo. Y ya no volvería a Terranova.” Y según rememora el viejo Vicenzo Fontana, no volvió, pero no dejó de enviar cartas, las cuales empezaron a espaciarse después de que “en la primavera de 1980” se fugó, sin violencia, del sanatorio. La última carta data de “la primavera de 1989”. Y “en mayo de 1990” un enorme paquete remitido de París (con su retrospectiva clave y toque poético en el interior), le notificó la muerte del tío Eliseo en un asilo.  
Aunado a ello, 1990 fue un año muy álgido para Vicenzo Fontana, pues pese a los intríngulis simbólicos, rituales y crípticos del acto, su padre, que era diabético, en el otoño se quitó la vida. Y lo hizo en el “cementerio donde está enterrado su amigo Atlas. Se aposentó allí. Enterró la Piedra del Rayo. Se inyectó la insulina de la diabetes. No la dosis prescrita, sino doble. Se cubrió con una manta. Y se quedó dormido. Ya no despertó.” El tal Atlas era un cantero fortachón llamado Henrique Lira, nativo de Chor, el pueblo donde también nació Amaro Fontana. Y en una excavación arqueológica del Seminario de Estudios Gallegos, donde brillaba el joven maestro universitario Amaro Fontana (egregio miembro de la “Generación de las Estrellas”), fue Atlas quien halló “el bifaz”, “la Piedra del Rayo”, un “hacha paleolítica” (con forma acorazonada) resguardada como reliquia en la librería Terranova. Y según le explica Amaro a Garúa, “Había una leyenda. Los románticos creían que esas piedras no eran tallas humanas. Habían sido fecundadas por el rayo al penetrar la tierra. Quien tuviese la piedra, protegía a todos.” No obstante, según le dice, “En el verano del treinta y seis, una de las primeras medidas de los golpistas en Galicia fue destruir el Seminario de Estudios. Asesinaron a diecisiete miembros, y treinta y uno consiguieron huir al exilio”. Y Garúa, además del “bifaz”, observó un par de viejas fotos, una de estudio, “posterior a la excavación”, datada en “junio de 1936”, donde posan el tío Eliseo, Atlas y Amaro Fontana muy atildados, y otra de un grupo numeroso del Seminario de Estudios. Y en torno a Atlas, Amaro le revela a Garúa algo del inefable e indeleble carozo de la mazorca: “El tercero por el que preguntas fue asesinado”. “Creo que lo mataron porque me tenían que matar a mí. Pero a mí no me mataron. Mis padres pagaron para que no me matasen. Fue así. Éramos amigos. Éramos felices. Y en minutos, en horas, él estaba sin vida. Y yo era un ‘topo’. Él encontró la Piedra del Rayo, pero había insistido en que yo la custodiase.” 
     
Manuel Rivas
         En el decurso de El último día de Terranova, Vicenzo Fontana alude cierto distanciamiento con su padre (peyorativamente lo llamaba “el Hombre Borrado”), vertiente que Manuel Rivas no ahonda ni desarrolla, pese al seminal indicio (entro otros) de que cuando estuvo prisionero en el batiscafo (el Pulmón de Acero) casi no lo visitó (y casi no le habló) y a que hubo un tiempo en que sólo se comunicaban por escrito. Y en contraste y contradicción, lo que sobresale y disemina a lo largo de las páginas es la admiración que Vicenzo siente ante las cualidades intelectuales y polígrafas de Amaro Fontana, de cuya impronta, cobijo y protección nunca busca destetarse. Y amén de mencionarlo, tampoco narra anécdotas donde se vea al tío Eliseo y a Amaro Fontana de “topos” en la librería Terranova, no en un subterráneo o camuflado escondrijo, sino deambulando vestidos de mujer. Y nada sobre las agresiones que los falangistas infringieron contra la librería Terranova. Y ningún episodio sobre la homosexualidad del tío Eliseo. Y fuera de referirlo e ilustrarlo con una anécdota (el viaje en LSD, con Dombodán, en el tejado de la catedral de Santiago en la “primavera de 1974”, preludio de su desplazamiento a Madrid), tampoco explora el trasfondo y los matices de la juvenil drogadicción de Vicenzo. Pero sí narra el modo en que la vieja librería Terranova —por azares y coincidencias del destino en el que juega un papel audaz un ex sacerdote armado con un rifle (refugiado en Terranova), más las revelaciones delincuenciales de una marginal pareja de jóvenes: Vania y Zas (los últimos refugiados, padres de la bebé Estela Marina, “La primera nativa de Terranova”)— logra defenderse ante las perentorias amenazas de lanzamiento y del criminal y furtivo intento de incendio promovido por el mafioso Máster a través de dos matones (Boca di Fumo y el Bate), estrategia defensiva donde descuella cierta reflexión detectivesca, intuición y olfato de Vicenzo y su parcial buena estrella (paradójicamente signada por una Virgen Grávida, una pieza religiosa del siglo XIV que otrora estuvo en la Casa Grande de Chor, preservada en ultrasecreto por la vieja matrona Expectación). 


Manuel Rivas, El último día de Terranova. Traducción del gallego al español de María Dolores Torres París. Alfaguara. 1ª edición mexicana. México, abril de 2016. 290 pp.



El ruido y la furia



La vida no es más que una sombra

William Faulkner
(1897-1962)
The Sound and the Fury, novela del norteamericano William Faulkner (1897-1962), fue editada en Nueva York, en 1929, por Jonathan Cape & Harrison Smith. Al español, al parecer desde 1947, no pocos traductores han traducido el título como El sonido y la furia, sin prescindir del “Apéndice” que el novelista escribió ex profeso para The Portable Faulkner (Viking Press, Nueva York, 1946), antología de Malcolm Cowley, mismo que el autor incorporó en su novela a partir de la “edición corregida” que Random House publicó en 1946 en la serie Modern Library.  Pero Ana Antón-Pacheco, cuya traducción data de 1986, optó por El ruido y la furia para estar más acorde con lo tempestivo y dramático de la trama, pese a que no ignora que, se dice, Faulkner tomó el título de un parlamento de una versión de Macbeth (“Acto V, Escena V”) que en español reza así:


                               ¡La vida no es más que una sombra...
                               un cuento narrado por un idiota,
                               lleno de sonido y furia
                               que nada significa!
 
Reeditada en España, en 1995, por Ediciones Cátedra con el número 226 de la serie Letras Universales, la traducción al español de Ana Antón-Pacheco, profesora de Filología Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, figura con bibliografía y notas incorporadas por la prologuista María Eugenia Díaz Sánchez, profesora de Filología Inglesa en la Universidad de Salamanca, ya de su cosecha o transcritas “de las que David Minter preparó para la edición crítica de Norton en 1987”.
(Cátedra, 7ª edición, Madrid, 2008)
  No obstante, las notas no son exhaustivas ni agotan las menudencias que podrían ser comentadas o aclaradas. Además hay ciertas ligerezas y descuidos que se leen en el prólogo; por ejemplo, Díaz Sánchez dice que Faulkner recibió el Nobel en 1950, pero fue en 1949; o da por hecho que Borges no tradujo The Wild Palms (Random House, 1938), sino su madre, tomando como prueba un artículo de Douglas Day que sólo alude y no cita con precisión, amén de que, según dice, “Las palmeras salvajes en 1940 tuvo una repercusión muy favorable en el público de habla hispana en general”; pero la traducción de Borges de Las palmeras salvajes (le haya ayudado su madre o no) data de 1944 y no de 1940 y fue impresa en Buenos Aires, por primera vez, por Editorial Sudamericana en la Colección Horizonte. Sin embargo, el prólogo de la profesora y los árboles genealógicos de la familia Compson y de la familia Gibson propuestos por el profesor Cleanth Brooks, son muy necesarios para introducirse en el complejo ámbito narrativo de El ruido y la furia
Las palmeras salvajes, novela de William Faulkner
Traducción de Jorge Luis Borges
Colección Horizonte, Editorial Sudamericana
Buenos Aires, 1944
        En su prefacio, Díaz Sánchez alude las peculiaridades idiomáticas que caracterizan el habla de los personajes creados por Faulkner en inglés y las numerosas libertades y caprichos que se permitió para construir (o deconstruir) la sintaxis y las normas de la puntuación. Urdida con un estilo elíptico, arbitrario y fragmentario y con constantes cambios de tiempo y de voces —sobre todo en las dos primeras partes— comprende cuatro capítulos que compendian los cuatro principales puntos de vista a través de los cuales el lector, especie de ojo avizor, arma el intrincado rompecabezas de los sucesos, en cuyos episodios incide el drama idiosincrásico, atávico y cotidiano del par de susodichos núcleos familiares venidos a menos: la familia Compson, de blancos, cuya astrosa casona se halla en las inmediaciones de Jefferson, Mississippi (pueblo ficticio cuyo modelo parece ser Oxford, Mississippi), y la humilde familia Gibson, de negros, al servicio de los primeros.
En “Siete de abril de 1928”, el primer capítulo, predomina la perspectiva de Benjy, el menor de los cuatro hermanos Compson, quien ese día, Sábado de Gloria, cumple 33 años de edad; pero es un idiota de nacimiento con la mente y la conducta de un escuincle de tres, por ello es pastoreado por Luster, un adolescente negro, nieto de Dilsey Gibson, la anciana sirvienta que le da cierta cohesión y estabilidad al inestable, egoísta, patético, mórbido y neurótico entramado familiar de los Compson (de hecho, es ella quien compra el pastel con que celebra el aniversario de Benjy). A esas alturas del tiempo ya murió el alcohólico señor Compson (en 1912); Caroline, su mujer, hipocondríaca y eternamente enferma, ha delegado la responsabilidad de la casona y el manejo de su dinero en Jason, su hijo predilecto, nacido en 1894, quien es un maldito y un auténtico pillo; Quentin, el primogénito, se suicidó a los 20 años de edad (el 2 de junio de 1910) cuando era estudiante en la Universidad de Harvard; Caddy, la hija nacida en 1892, ha sido proscrita del hogar y maldecida por su madre (de furcia no la baja) tras el fracaso de su interesado matrimonio con Sydney Herbert Head, un ricachón que supuestamente le habría dado holguras pecuniarias a la familia si además Jason hubiera trabajado en su banco, pero esto se truncó tras descubrir que el embarazo de su esposa no era cosa suya y por ende se separó de ella; Benjy alguna vez fue castrado (solía asustar a las niñas con uniforme entre las que berreando buscaba a Caddy); la adolescente Quentin, hija natural de Caddy, nacida en 1911, vive en la casona desde bebé, odiada y acosada por su tío Jason; y el tío Maury Bascomb es el vividor e inútil hermano de Caroline, quien escribe cartas con regularidad anunciando que ha sustraído un dizque préstamo de la cuenta bancaria de ella y que nunca repone.
En ese entorno, Benjy, tolerado por su madre y despreciado por Jason (para él su sitio está en el manicomio de Jackson), pasa el día de su cumpleaños en lo que queda del prado (el resto fue vendido y ahora es un campo de golf) berreando al recordar a su amorosa hermana Caddy (se calma oliendo una de sus viejas zapatillas: “Caddy olía como las hojas”, Caddy olía como las hojas cuando llueve”), mientras Luster busca obtener 25 centavos para la función en una carpa de cómicos itinerantes donde se presenta un músico que toca un serrucho y que admira e imita.
“Dos de junio de 1910”, el segundo capítulo, está concebido desde la muy fragmentaria perspectiva de Quentin Compson, el estudiante de Harvard, quien ese día orquesta su suicidio y se mata arrojándose al río Charles con dos planchas. Al parecer, entre el oscuro leitmotiv que suscitó tal decisión, muy por encima de la deuda moral ante sus progenitores (su padre vendió tierras para costearle los estudios), descuella un anacrónico y obtuso sentido del honor ante la consabida y presunta promiscuidad de su hermana Caddy (y quizá cierta inconfesable e irracional frustración incestuosa), casada apenas el 25 de abril de 1910, en Jefferson, Mississippi, con Sydney Herbert Head. 
Si en la traducción al español se han perdido los tonos y modismos coloquiales y el habla de los personajes (el acento de los negros, por ejemplo, o la torpe manera de parlotear de Jason), la cualidad de prosa poética de la segunda parte se ha esfumado y sólo queda un fragmentario, caprichoso, arbitrario, telegráfico, elíptico y constantemente interrumpido puzzle a veces abstruso e inteligible, pero otras no.  
“Seis de abril de 1928”, el tercer capítulo de El ruido y la furia, formula la perspectiva de Jason Compson durante ese Viernes Santo, amén de que brinda datos sobre la geografía y la población de Jefferson (Jason es empleado en una tienda) y en torno a lo que se bosqueja en los dos primeros capítulos; pero también eso ocurre en el cuarto capítulo, que lo iguala en legibilidad y donde se leen más datos sobre el pueblo, por ejemplo, en lo que concierne a las casuchas del sector llamado la Cañada de los Negros y a las ropas que éstos visten en su segregada iglesia durante la ceremonia del Domingo de Resurrección. 
        Jason es el villano de la novela, un egocéntrico y un egoísta que encarna el mal. Inculto, malhablado, racista, sarcástico, misógino y megalómano. Siempre resentido ante la suerte que le tocó vivir y envidioso ante la suerte de quienes lo rodean, no quiere a nadie que no sea él mismo. Desde su mediocre postura se camufla como empleado en la antedicha tienda en Jefferson (tiene su propio auto y dizque deposita su salario en la cuenta de su madre, de quien es su apoderado) y desde la oficina de telégrafos trata de capitalizar en la bolsa de Nueva York el dinero que, hipócritamente y con engaños, le ha venido robando a su progenitora y a su sobrina Quentin, quien con periodicidad recibe cheques de Caddy, pero él monta la farsa para hacerles creer, a su sobrina y a su madre, que son quemados por ésta (“salario del pecado”, lo llama ella). Sin embargo, el destino parece castigar sus latrocinios y fechorías, pues casi al unísono de la pérdida en la bolsa, su sobrina Quentin sustrae de su recámara tres mil dólares que él ocultaba en una caja cerrada y huye con su recién enamorado, músico o actor en la carpa, la cual ese mismo día se ha ido a Mottson, un pueblo cercano.  
En “Ocho de abril de 1928”, el cuarto y último capítulo, predomina la perspectiva de Dilsey durante ese Domingo de Resurrección. Además de que se amplían los datos de la geografía física y humana de Jefferson, también se bocetan los rasgos corpóreos de varios de los protagonistas. Y en contraste con la decadencia, con lo patológico, con el odio y la maldad que pulula y repta entre los Compson (con excepción de Benjy), la negra y anciana Dilsey encarna el bien y la bondad, y es la fuerza moral y afectiva que hace que el desvencijado ámbito de los Compson no se venga abajo en un tris. En este sentido descuella toda la escena final, cuando en el destartalado birlocho, por indicaciones de su abuela, Luster lleva de paseo a Benjy rumbo al cementerio, pero al cruzar por la plaza de Jefferson, donde se halla la estatua del soldado confederado, de pronto Benjy empieza a berrear como si viera al mismo diablo, y es que el colérico y frustrado Jason intempestivamente a toda carrera los aborda y ataca, repartiendo puñetazos, insultos y amenazas.  

William Faulkner
Premio Nobel de Literatura 1949
Tiene razón la profesora y prologuista cuando dice que el “Apéndice” “no forma parte de la novela”. Y el lector puede leerlo o no, o tomar de él lo que le parezca. Y no sólo por antojo, sino por lo que ella dice en su prefacio, pese a que en la novela nunca se menciona el imaginario Condado de Yoknapatawpha: “El ‘Apéndice’ relata la cronología de los Compson desde 1699, pasando por la llegada a Estados Unidos en 1745 (batalla de Culloden), hasta 1945. Faulkner está creando la historia dentro de la ficción, quiere que sus personajes tengan coordenadas históricas, porque en su visión personal del entramado de Yoknapatawpha estos personajes son auténticos seres con vida propia. La introducción del ‘Apéndice’ destruye parte de su naturaleza elíptica, incluye nuevos datos biográficos que no están explícitos en el texto, y en lugar de aportar beneficios a la novela crea discrepancias [por ejemplo, dice que Quentin antes de suicidarse esperó ‘completar el curso académico’, pero en realidad lo interrumpe y abandona]: muchas fechas son incorrectas, hay datos que no conocíamos en la novela y por tanto modifican datos de una novela que ya creíamos fijada con anterioridad. Habrá también quienes opinen que este ‘Apéndice’ es positivo porque incrementa y hace más verosímil la sensación de comunidad ligada al condado de Yoknapatawpha.”


William Faulkner, El ruido y la furia. Prólogo, notas y bibliografía de María Eugenia Díaz Sánchez. Traducción del inglés al español de Ana Antón-Pacheco. Iconografía en blanco y negro. Letras Universales (226), Ediciones Cátedra. 7ª edición. Madrid, 2008. 360 pp.