Mostrando entradas con la etiqueta Bioy. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Bioy. Mostrar todas las entradas

domingo, 14 de abril de 2024

La piedra lunar

¿Dónde quedó la bolita?

 

I de IV

(Torres Agüero Editor, 1975)

En el “Prólogo de prólogos” que preludia el libro Prólogos con un prólogo de prólogos, fechado en “Buenos Aires, 26 de noviembre de 1974”, Jorge Luis Borges dice: “He releído y vigilado los textos” (con el auxilio de su sobrino Miguel de Torre, pues en la página legal se lee: “Edición al cuidado de Miguel de Torre y Borges”), “cuyas fechas oscilan entre 1923 y 1974”, “elegidos por Torres Agüero Editor”, cuya edición de cinco mil ejemplares se terminó de imprimir en la capital argentina el “10 de enero de 1975”. O sea: seis meses antes de que Leonor Acevedo de Borges, la madre de Georgie, falleciera casi centenaria el 8 de julio de ese año. Sin embargo, pese a “La revisión de estas páginas olvidadas”, no están exentas de ciertos olvidos u omisiones del propio Borges el memorioso. (La memoria es una forma del olvido, dijo, cincelando el aforismo en la frágil e inestable memoria colectiva y que parece el anverso de otro de sus apotegmas: una sola cosa no hay y es el olvido.) Por ejemplo, en la edición de 1975 de Prólogos se lee en la ficha bibliográfica que data la legendaria y seminal edición en español de La metamorfosis, libro antológico de Franz Kafka, judío praguense (del Imperio Austrohúngaro y luego de la República de Checoslovaquia) que escribía en alemán: “Traducción y prólogo de J.L.B. Buenos Aires, Editorial Losada, La Pajarita de Papel [núm. 1], 1938. 
(Reimpreso posteriormente en la Biblioteca Clásica y Contemporánea de la misma editorial.)” 

Prólogos, p. 103

(Datación que se repite, hasta “1938”, junto con un pie de página que corresponde a “siglo”
—misma que concluye el segundo párrafo—, en la edición póstuma del tomo IV de las Obras completas de Borges, volumen editado en 1996 por María Kodama y Emecé Editores, e incluso se reitera en la revisada y corregida edición de 2005; pero que, no obstante, ese pie de página no está en la novena edición de La metamorfosis, número 118 de la Biblioteca clásica y contemporánea, colección de Losada, cuyo tiraje de 15 mil ejemplares “Se terminó de imprimir el día 30 de abril de 1976”.) Pues además de que el nebuloso runrún pulula en el imaginario colectivo de la aldea global no sólo del idioma español —ignorado por algunos enciclopedistas del Borges babilónico (FCE, 2023)—, Nicolás Helft apunta en la ficha correspondiente que se lee en Jorge Luis Borges: Bibliografía completa (FCE, 1997): “Borges figura como traductor del libro, pero los textos ‘La metamorfosis’, ‘Un artista del hambre’ y ‘Un artista del trapecio’ no fueron traducidos por él. [Faltó anotar, por lo menos, que son traducciones anónimas publicadas con antelación en Revista de Occidente, elegidas en Buenos Aires por el madrileño Guillermo de Torre —el editor de Losada—, y que Borges tradujo las narraciones restantes, quizá seleccionadas por él: ‘La edificación de la muralla china’, ‘Una cruza’, ‘El buitre’, ‘El escudo de la ciudad’, ‘Prometeo’ y ‘Una confusión cotidiana’.] Reimpreso con el mismo prólogo por la misma editorial [Losada] en la colección Clásica y contemporánea [con el núm. 118]. Hay varias reediciones.”  

         
(GG/CL, 2003)

       A lo que se añade que en la postrera y larga Nota liminar sobre La trasformación [Die Verwandlung, 1915] —misma que se lee en el volumen III de las Obras completas de Kafka, editadas en Barcelona, en 2003, por Galaxia Gutenberg y Círculo de Lectores, bajo la dirección de Jordi Llovet— se afirma que “la edición de La metamorfosis aparecida en la editorial Losada, Buenos Aires, 1938, [...] ya había sido publicada, en traducción anónima, en los números 24 y 25 de Revista de Occidente (1925) con el título La metamorfosis.” Que tal vez se deba a José Ortega y Gasset, “el director de la revista” —quien la fundó en julio de 1923—, o a Fernando Vela, por entonces “el secretario de redacción”, “ambos buenos conocedores de la lengua alemana”. O a Margarita Nelken, supone Domingo Ródenas de Moya en El orden del azar. Guillermo de Torre entre los Borges (Anagrama, 2023). Mientras que en abril-junio de 1924, en esa misma revista, Ramón Gómez de la Serna había publicado una evocación de los hermanos Borges (“Jorge Luis se me presenta siempre unido a su hermana Norah, la inquietante muchacha con la misma piel pálida del hermano”) y de Georgie en la tertulia del Café Pombo en Madrid (en 1920), imbricada a la reseña de Fervor de Buenos Aires, el primer poemario de éste impreso en 1923, en la capital argentina, con 64 páginas y una xilografía en la portada de su hermana Norah, edición de autor, de 300 ejemplares, financiada por Jorge Guillermo Borges, su padre. Y luego, en noviembre de 1924, Borges publicó allí el ensayo “Menoscabo y grandeza de Quevedo”, reunido, al año siguiente, en su primer libro de ensayos: Inquisiciones —que luego desdeñaría—, “publicado por Editorial Proa en abril de 1925”. (“La edición original estuvo compuesta de dos ejemplares sobre papel del japón y tres ejemplares sobre papel holanda vergé ‘Joseph Gvarro’, numerados del 1 al 5 y firmados por el autor, fuera de comercio, y 500 ejemplares sobre papel pluma numerados del 6 al 500.” Se dice en una anónima y postrera nota que figura en la reedición póstuma editada en marzo de 1994, en Buenos Aires, por María Kodama y Seix Barral.)

Borges, Norah y Guillermo de Torre

        Vale considerar, además, que Guillermo de Torre —cuñado de Borges desde el 17 de agosto de 1928, su correligionario en el movimiento ultraísta y cómplice de él (desde Ginebra y hacia “noviembre de 1923”) en “la compilación de una Antología Lírica Internacional” vertida al castellano, “con gran acopio de prólogos parciales, notas y otros embustes”, trunco antecedente del libro de De Torre: Literaturas europeas de vanguardia (Caro Raggio, 1925)—, era, a la sazón, el editor de Losada (empresa editorial argentina recién fundada por el español Gonzalo Losada) que le pidió a Borges —empleado subalterno en la Biblioteca Municipal Miguel Cané— traducir (quizá antes o después de que su padre falleciera a los 64 años el 13 de febrero de 1938) algunos cuentos de Kafka para un libro —no obstante, Borges ya se había ocupado de él (“Kafka era entonces totalmente desconocido en Argentina”, Emir Rodríguez Monegal dixit): el “2 de junio de 1935” en el diario La Prensa, de Buenos Aires, publicó el ensayo “Las pesadillas y Franz Kafka”; el “6 de agosto de 1937”, en la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista de señoras El Hogar, hizo una mínima reseña sobre El proceso traducido al inglés por la mancuerna Muir: Edwin y Willa; el siguiente “29 de octubre” una biografía sintética sobre Kafka; el “27 de mayo de 1938” tradujo “Ante la Ley”, una versión levemente distinta de la que desde el 24 de diciembre 1940 se lee en la Antología de la literatura fantástica (Sudamericana, Col. Laberinto núm. 1), de Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo; pero ojo: sólo hasta la edición de 1965 se agregó “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, cuento de Kafka quizá traducido por Borges; y el “8 de julio de 1938” extirpó un botón de la biografía escrita por Max Brod: “Max Brod, en su reciente biografía de Kafka, refiere este rasgo semimágico: Kafka lo visitó una tarde, y atravesó atolondradamente una pieza donde estaba recostado el padre de Brod. Éste se despertó, y Kafka murmuró, al pasar: ‘Le ruego, considéreme un sueño’.” Y por ende es a su cuñado a quien Borges replica, sin mencionar su nombre, en el fragmento de una entrevista publicada, el “30 de julio de 1983”, en el diario español El País, transcrito en la citada Nota liminar:

(Losada, 9a ed., abril 30 de 1976)

         “Yo traduje el libro de cuentos cuyo primer título es La transformación, y nunca supe por qué a todos les dio por ponerle La metamorfosis. Es un disparate. Yo no sé a quién se le ocurrió traducir así esa palabra del más sencillo alemán. Cuando trabajé en la obra, el editor insistió en dejarla así porque ya se había hecho famosa y se la vinculaba a Kafka.”

    Todo indica que, efectivamente, ya cundía esa fama in crescendo y el vínculo automático, pues en seguida se lee en esa Nota liminar: “esta primera traducción de Die Verwandlung, publicada solo un año después de la muerte de Kafka [murió casi a los 41 años el 3 de junio de 1924], es, según la Bibliografía* de Maria Luise Caputo-Mayr y Julius Michael Herz, la primera traducción universal del cuento de Kafka [subrayado del reseñista], anterior a las también precoces francesa (La Méthamorphose, trad. de A. Vialatte, 1928), italiana (La metamorfosi, trad. de R. Paoli, 1934), e inglesa y americana (Metamorphosis, trad. de E. Jolas, 1936; The Metamorphosis, trad. de A.L. Lloyd, 1937).”

Norah Borges y Guillermo de Torre
(agosto 17 de 1928)

       Pero también esa réplica implica una soterrada discrepancia más entre Borges y su cuñado: “Norah se ha casado con Guillermo de Torre hace un mes [‘en la iglesia Las Victorias en Buenos Aires’]. Sí, todo como en las novelas con poco gasto de imaginación, con una sencillez indigna del Destino.” Le reportó Borges en una carta, desde Buenos Aires y en francés, a Maurice Abramowicz, su amigo judío-polaco asentado en Ginebra, a quien conoció en 1917 en el Collège de Genève —“fundado por Calvino en 1559”, dice Edwin Williamson en Borges, una vida (Seix Barral, 2004)— donde Georgie fue inscrito en 1914. Que sin duda se suma a los desencuentros y a las antípodas que derivarían en aquella lapidaria e irónica “maldad” del ciego Borges de fines de los años 60 al referirse al sordo Guillermo de Torre: “cuando le preguntaron acerca de cómo se llevaban contestó: ‘¡Ah! Muy bien, él no me oye y yo no lo veo.’” Captada al vuelo en la chismografía de las tertulias porteñas por Marcos-Ricardo Barnatán, autor de Borges. Biografía total (Ediciones Temas de Hoy, 1995).

 

(Emecé, 1997)

         En este sentido, quizá vale recordarlo y como se puede leer en el volumen Jorge Luis Borges. Textos recobrados 1919-1929 (Emecé, 1997), en diciembre de 1920, en el único número de Reflector, revista publicada en Madrid, Georgie elogia el Manifiesto vertical de Guillermo de Torre (que fue un par de páginas “con ilustraciones de Barradas y de Norah Borges”). No obstante, en una carta a Abramowicz, de Palma de Mallorca a Ginebra, que se lee en Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramowicz y Jacobo Sureda (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores/Emecé, 1999), revela el lado oscuro de la tortilla: “en una carta, [De Torre] me ruega que escriba una prosa laudatoria de su ‘Vertical’. Qué bajeza, ¿no? He vendido mi alma haciendo un artículo en el que a veces asoma una ironía contenida y donde elogio a Torre por lo contrario de lo que he querido hacer.” Y en julio de 1923, en Buenos Aires, en el número 3 de la revista Proa, con ilustraciones de Norah, reseña Hélices. Poemas (1918-1922) (Mundo Latino, 1923), el único poemario (de cepa vanguardista) de su futuro cuñado, donde canta laudatorio: “Felizmente la tal compilación es reidora y franca. Está hecha con alborozo, con ímpetu, con gran fervor de mocedad. En conjunto Hélices me parece una bella calavera retórica.” 
No obstante, en una carta a Sureda, de Buenos Aires a Palma de Mallorca, dice: “¿sabes que el efervescente Torre acaba de prodigar sus millaradas de esdrújulas en un libro de poemas rotulado Hélices? Ya te imaginarás la numerosidad de cachivaches: aviones, rieles, trolleys, hidroplanos, arcoíris, ascensores, signos del zodíaco, semáforos... Yo me siento viejo, académico, apolillado, cuando me sucede un libro así.” 


         Y el 5 de agosto de 1925, en el número 20 de la porteña Martín Fierro, celebra la precoz erudición de Literaturas europeas de vanguardia, “díscola Guía Kraft de las letras”, dice. (¿Qué pensaría, realmente, tras bambalinas?)

        Por su parte, Guillermo de Torre, en enero-marzo de 1926, en Revista de Occidente, con mordacidad e ironía reseña Luna de enfrente, el segundo poemario de Borges, de 42 páginas, editado en Buenos Aires por Proa, en 1925, con portada y viñetas de su hermana Norah. Y en “Para la prehistoria ultraísta de Borges” —ensayo publicado en septiembre de 1964 entre las páginas 457-463 del volumen XLVII de la revista Hispania—, hace un testimonial, subjetivo y documentado recuento y examen del período ultraísta de Borges: 1919-1922, De Torre dixit; e incluso bosqueja el par de míticos libros que Georgie quería escribir hacia 1920 y que nunca concretó:

  “Dos libros imaginaba Borges, en torno a 1920, ninguno de los cuales —y no tanto por desistimiento como por falta de incentivos o facilidades— llegó a ver la luz. Uno de ellos habría de titularse Los naipes del tahúr, de él aparecieron algunas páginas en la revista Grecia, cuya colección completa perdí durante la guerra en Madrid y que no he vuelto a encontrar. Era una serie de escritos en prosa donde ya apuntaban algunas de las cavilaciones sobre el azar, el tiempo y la eternidad; probablemente no serían muy distintas de las que años más tarde corporizó en sus cuentos.  

 “Otro, bajo el título Salmos rojos (título que traduce un doble tributo compartido: en su primera palabra, a Cansinos-Asséns [por El candelabro de los siete brazos, el libro de psalmos que éste publicó en 1914 y que Borges prologó en ‘Buenos Aires, 23 de noviembre de 1981’ en una edición de Alianza impresa en Madrid, en 1986, con el número 167 de la serie Alianza Tres]; en la segunda, a la revolución soviética de octubre de 1917, reflejaba un deslumbramiento natural y extendido entre los escritores jóvenes de todo el mundo por aquellas calendas. Aparte de esa motivación ocasional, los poemas que habrían de integrar tal libro ofrecen valores más permanentes, y traslucen una visión esperanzada del mundo, un tono enérgico y whitmaniano, muy diferentes del desaliento o la incredulidad que reflejarían las composiciones subsiguientes del mismo autor.” Y para ejemplificar ese fervor rojo-bolchevique, De Torre transcribe y exhibe dos poemas del joven Georgie: “Rusia”, “publicado en Grecia (número 48, Sevilla, 1° de septiembre de 1920)”. Y “Gesta maximalista”, “inserto en la revista sucesora de Grecia, esto es, Ultra (núm. 3, Madrid, 20 de febrero de 1921)”.

Manuscrito de Rusia, poema de Jorge Luis Borges publicado
por primera vez en Grecia (Sevilla, septiembre 1 de 1920).


II de IV

(Emecé, 1996)

Otro olvido o más bien descuido —que no es de Borges— figura en las citadas ediciones póstumas del tomo IV de las Obras completas de Borges, pues allí se lee: “WILKIE COLLINS: La piedra lunar. Prólogo de J.L.B. Buenos Aires, Emecé Editores, 1946.” Tal edición fue el número 23 de El Séptimo Círculo, colección de novelas policiales (y supuestas) que Borges y Adolfo Bioy Casares seleccionaban, a partir de 1945, para Emecé. Fue un solo tomo de 744 páginas sin prólogo de Borges. (Vale recordar, entre paréntesis, que el número 30 de El Séptimo Círculo fue La dama de blanco, de Wilkie Collins, en dos tomos; y el número 31 fue Los que aman, odian, la única novela que Bioy escribió en tándem con Silvina Ocampo; y que ambos títulos también fueron publicados en 1946.)

        

Prólogos, p. 47

       Y no es un descuido de Borges porque en la página 47 de la edición príncipe de Prólogos con un prólogo de prólogos se lee, no al pie, sino a la cabeza, después del título: “Wilkie Collins: La piedra lunar. Prólogo de J.L.B. Buenos Aires, Compañía Fabril Editora, 1971.” De ahí que en la citada Bibliografía completa, Nicolás Helft (sin mencionar al traductor de la novela, pues a Horacio Laurora sólo lo registra en la ficha de la edición de Hyspamérica de 1985) consigne que el “Prólogo” de Borges para La piedra lunar, fechado por él en “Buenos Aires, 3 de diciembre de 1971”, apareció en la edición que en “1972” hizo la Compañía General Fabril Editora con 445 páginas, el cual también figura, apunta, en “Otras ediciones: Barcelona: Montesinos, 1981 y Madrid: Hyspamérica, 1985.” (No obstante, en esa ficha Helft omite la inclusión de ese “Prólogo” en el citado Prólogos con un prólogo de prólogos, pese a que lo enumera en el postrero listado del contenido del libro, que allí erradamente data su edición en “1977”.) Y Horacio Jorge Becco, en Jorge Luis Borges. Bibliografía total. 1923-1973 (Casa Pardo, 1973), casi coincide con Helft, pues si bien no transcribe la datación del “Prólogo” de Borges ni nombra al traductor de la novela (¿Horacio Laurora?), data la edición en “1971” con “447” páginas.

         

Compañía Fabril Editora
(Buenos Aires, 1972)

         
Ese “Prólogo” de Borges a La piedra lunar —como telegráficamente lo apunta Nicolás Helft— es el que sin fecha preludia (luego del consabido prefacio ex profeso que se repite en cada título de la serie de 75 números: una exultante oda al libro, al lector, a la lectura y al amor por María Kodama) la edición que Hyspamérica Ediciones Argentina tiró en Madrid, en dos tomos, dentro de la colección Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges: el tomo 1 es el número 6 de la serie y el tomo 2 es el número 7, cuya paginación entre ambos es consecutiva: 733 páginas. 

Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges números 6 y 7
Tomos I y II
Hyspamérica Ediciones Argentina
(Madrid, 1985)

       Y dado que en la página legal se acredita que el título original en inglés: The Moonstone, fue traducido al español por Horacio Laurora y que es una “Traducción cedida por Emecé Editores, Buenos Aires”, se infiere que es la traducción con que se publicó en 1946 con el número 23 de la serie El Séptimo Círculo.  

 

(Emecé, 1946)

         No obstante, la edición de Hyspamérica luce una horrenda plaga de erratas y extrañas decisiones y solecismos del traductor; por ejemplo, traduce el nombre de la joven Rachel Verinder: Raquel, mientras no traduce otros nombres propios en inglés; varias veces denomina “peinador” a un camisón de dormir; llama “baile” al laburo de capataz que durante mucho tiempo tuvo el mayordomo Betteredge (nombrado como tal hasta sus 65 años “la Navidad de 1847”), luego de haber empezado de paje a los tres lustros de su mocedad, cuando aún vivía “el viejo lord” sir John Verinder, y de haber vivido acasillado en esa onerosa casa de campo en Yorkshire casi toda su vida, pues se casó, autorizado por su ama y para ahorrar gastos, con la criada de su cabaña: Celina Goby (fallecida al quinquenio del ríspido e infeliz matrimonio), con quien tuvo a Penélope, su única hija de 25 años en junio de 1848, educada y promovida por su ama lady Julia Verinder para desempeñarse como doncella de miss Raquel, su única hija y heredera universal. E incluso incurre en algún galimatías y en alguna elemental confusión, como si de pronto el traductor, convertido en zombi o sonámbulo bajo los efectos del láudano, perdiera el hilo narrativo y no supiera quién es quién en la trama. Vale subrayar, primero, que uno de los ingredientes magnéticos de la intriga y del suspense de la obra es la actuación detectivesca de Richard Cuff para descubrir y desvelar al ladrón del diamante hindú conocido como la Piedra Lunar, primero en calidad de sargento y luego de ex sargento de la División de Investigaciones de Scotland Yard, quien según Borges: es “el primer detective de la literatura británica” (cuyo ascendiente, diría el Borges oral, es “Auguste Dupin, el primer detective de la historia de la literatura”). Pues bien, entre las páginas 254-255 del “Capítulo XIX”, Cuff es guiado a pie por el chiquillo Duffy hacia las Arenas Temblonas, un área pantanosa, inestable y letal en el ámbito de las subidas de las mareas del mar de Yorkshire, donde desapareció Rosanna Spearman (todo lo que engullen las arenas se pierde para siempre, tal si se tratase de un cósmico agujero negro de gusano), no muy distante de un caserío de pescadores llamado Cobb’s Hole, donde los lugareños beben rústica ginebra y parlotean con su particular dialecto. La voz evocativa y narrativa es la del viejo Gabriel Betteredge, el septuagenario mayordomo de la casona de campo que la viuda lady Julia Verinder posee en Yorkshire y luego, tras su fallecimiento, su única hija miss Raquel Verinder. En este sentido, narra el mayordomo: “No podría decir cuánto fue el tiempo trascurrido entre la partida del Sargento hacia las arenas y el instante en que vi venir corriendo a Duffy, portador de un mensaje para mí. El Sargento Duffy [sic] le había dado al muchacho una hoja arrancada de su cartera, en la cual escribió con lápiz: ‘Envíeme uno de los zapatos de Rosanna Spearman lo más pronto posible’.”


 III de IV

Augusto Monterroso:
Autorretrato

Los citados olvidos de Borges quizá son menos memorables y reseñables que el olvido que Augusto Monterroso sacó a relucir (a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada aldea global) en un ensayo reunido en su libro La vaca (Alfaguara, 1998), que, curiosamente, se lee en el “Prólogo” de Borges al libro del británico Daniel Defoe: Las venturas y desventuras de la famosa Moll Flanders, número 48 de la citada serie Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges —“Colección dirigida por Jorge Luis Borges (con la colaboración de María Kodama)”—, libro editado en Madrid, por Hyspamérica, en 1986, quizá antes o después de que Borges falleciera en Ginebra, aún con 86 años, el sábado 14 de junio; y quizá antes o después de que el 26 de abril de ese año se casara por poder, en un remoto pueblo del Paraguay, con María Kodama (nacida el 10 de marzo de 1937), heredera universal de sus derechos de autor. Apunta Tito Monterroso dando un coscorrón y aleccionado al populacho que se chupa el dedo con un embudo en el coco y galopando en Clavileño:

           

Cervantes
Dibujo de Tito Monterroso

        “Y, de pronto, el error, o el falso recuerdo memorable: en el prólogo a Las aventuras y desventuras de la famosa Moll Flanders de Daniel Defoe, y casi sin que venga al caso, lo que lo convierte en un error gratuito, Borges apunta: ‘Que yo recuerde, no llueve una sola vez en todo el Quijote.’ Para quien no ha leído el Quijote y dicho por el memorioso Borges, esto pasa a convertirse en verdad. Pero en el Quijote sí llueve, y precisamente en un momento muy importante del libro. En el capítulo de la Primera parte, que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, en la primera línea, se lee: ‘En esto, comenzó a llover un poco.’ Y más adelante: ...‘y quiso la suerte que, al tiempo que venía un barbero, comenzó a llover, y por que no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como estaba limpia, desde media legua relumbraba’.

            “Así, no es que no haya llovido nunca en el Quijote, sino que al Quijote no le llueven los mismos lectores que a Borges, como para que notaran esta su afirmación, precedida, hay que reconocerlo, del prudente e instintivo ‘que yo recuerde’.”

 IV de IV

Biorges

Retratos y superposición de Gisèle Freund

En 1951, cinco años después de que el dúo dinámico: Borges-Bioy, en su papel de asesores y directores de la serie de novelas policiales El Séptimo Círculo, hicieran editar La dama de blanco y La piedra lunar, publicaron, a través de la bonaerense Emecé, la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales. La primera serie, también editada por Emecé, apareció en 1943 (allí incluyeron “La muerte y la brújula”, cuento de Borges publicado por primera vez en la revista Sur en mayo de 1942) y en ambos casos no llevó ningún prólogo; pero sí una mínima nota biográfica-bibliográfica que precede a cada uno de los cuentos elegidos por criterios caprichosos y hedónicos, anotando, además y cuando es el caso, el nombre del correspondiente traductor o traductora. Vale recordar, entre paréntesis, que el tardío “Prólogo” de Borges y Bioy a Los mejores cuentos policiales (2), fechado en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, apareció en Madrid, en 1982, en la coedición de Emecé y Alianza Editorial, número 950 de El libro de bolsillo. Y que esa antología de 15 relatos proviene no de la Segunda serie —reeditada en 1972 con el número 368 de El libro de bolsillo y el título Los mejores cuentos policiales, 1— sino de la primera, que tuvo 16 cuentos y una nómina algo distinta, según se aprecia en el bosquejo que Emir Rodríguez Monegal hace entre las páginas 340-341 de Borges. Una biografía literaria (FCE, 1987). En 1943 no estuvo, por ejemplo, “El vástago”, cuento de Silvina Ocampo compilado en su libro La furia (Sur, 1959). No obstante, en noviembre de 2019, en Buenos Aires, Editorial Sudamericana publicó una anónima edición de Los mejores cuentos policiales precedida por el citado “Prólogo” tardío y con algunos datos añadidos o cambiados en las fichas biográficas-bibliográficas, dando por fehaciente hecho de que se trata de las auténticas selecciones publicadas en 1943 y 1951: “Nota del editor: esta edición reúne en un único volumen la selección de cuentos publicada originalmente en dos (1943 y 1951) y en todos los casos sigue la última versión revisada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1981).” 

     

(Sudamericana, 2a ed., enero de 2020)

           Pero ojo: a la nómina de los 15 cuentos que figuran en Los mejores cuentos policiales (2), que aquí se anuncia como “Primera serie”, se le añadieron dos que sí estuvieron entre los 16 de la antología de 1943 y por ende ahora son 17 cuentos: “El marinero de Ámsterdam”, de Guillaume Apollinaire; y “La noche de los siete minutos”, de Georges Simenon. Mientras que la nómina que se lee en Los mejores cuentos policiales, 1, anunciada aquí como “Segunda serie”, comprende los mismos 14 cuentos, entre los que se halla “Las doce figuras del mundo”, de H. Bustos Domecq, pseudónimo de Borges y Bioy, quienes, entonces de incógnito, en enero de 1942 lo hicieron público en la revista Sur y luego en Seis problemas para don Isidro Parodi (Sur, 1942), el primero de los cuatro libros de Honorio Bustos Domecq.

El relato que inicia la Segunda serie es “Cazador cazado” (The Biter Bit) de Wilkie Collins, traducido por Eugenia Candelón. Y en la nota que lo antecede, apunta Biorges —el consabido ente de dos cabezas y cuatro manos, indiscutible e inveterado lector de los pesados volúmenes de la Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917) y de las mil y una páginas del undécimo tomo de A First Encyclopaedia of Tlön, e incluso de los veintitantos o doce volúmenes del Grosse Brockhaus y, desde luego (y ya encarrerado el gato), de los tomos de segunda mano de la Encyclopædia Britannica de 1911, adquiridos por Borges con los “tres mil pesos” del “segundo premio” del “Premio Literario Municipal de 1928”, ganado en Buenos Aires con su tercer libro de ensayos El idioma de los argentinos (Gleizer, 1928), que luego menospreció, pese a las viñetas de Xul Solar, inventor de la panlengua, del neocrillo y, entre otras cosas, anónimo autor de algunas de las viñetas que se ven en las sucesivas ediciones del Manual de zoología fantástica (FCE, 1957):

“William Wilkie Collins, hijo mayor del paisajista William Collins: nació en Londres en 1824; murió en esa misma ciudad en 1889. Fue abogado, opiómano, actor, e íntimo amigo de Charles Dickens.

William Wilkie Collins

(Retrato de Rudolph Lehmann)

      “Del catálogo de sus obras señalaremos: [...] The Woman in White y The Moonstone. Estas dos últimas obras fueron publicadas en la colección El Séptimo Círculo con los títulos La dama de blanco y La piedra lunar.”

    Ese cuento policial y detectivesco narra y despeja un robo de cuarto cerrado, pues el subrepticio latrocinio ocurre durante una noche en la íntima recámara de un sólido matrimonio y por ende, a priori, se infiere que el delincuente es alguno de los habitantes de la casa ubicada en Londres. Y la lúdica trama, con sus líneas humorísticas y satíricas, se narra a través de una serie de cartas. Tal procedimiento narrativo es semejante al que Collins utilizó, in extenso y hasta la saciedad, en La piedra lunar (y en La dama de blanco). En la novela, que mucho tiene de decimonónico y victoriano melodrama romántico (con algunas pinceladas humorísticas como cuando la hija del mayordomo le dice a su padre que “no sabía cómo su corazón no escapó de su pecho” y él piensa para sí “mismo que sería debido a su corsé”, o el hecho de que el mayordomo suele consultar su luido Robinson Crusoe como si fuera su particular e infalible I Ching), también ocurre un robo de cuarto cerrado y por ende el hurto tuvo que ser cometido por alguno de los numerosos habitantes de la casona de campo en Yorkshire, propiedad de la viuda lady Julia Verinder. El robo del diamante (casi del tamaño de un huevo de avestruz) ocurrió durante la madrugada del 22 de junio de 1848, unas horas después de la cena que celebró el cumpleaños número 18 de Raquel Verinder, quien recibió la joya como regalo post mortem de su tío el maligno coronel John Herncastle, malquerido hermano de su madre, el cual, con violencia y sangre, robó la sacra y mítica piedra en la India “el día 4 de mayo de 1799”, precisamente durante el saqueo, perpetrado por tropas inglesas, de las joyas y el oro que obraban en el castillo de Seringapatam. Esa gema, sin igual en el reino británico y en el continente europeo, “se hallaba engastada a la manera de un pomo en el extremo de la empuñadura” de una daga; pero originalmente fue un objeto de culto brahmánico incrustada en la frente de la deidad “de cuatro manos que simboliza la Luna”; de ahí que desde entonces una sucesión de tres brahmanes de piel color caoba, camuflados y en secreto, sigan su ruta y ubicación con el objetivo de reintegrarla a su antiguo credo. En su primera aparición, rondando las inmediaciones de la casona de campo en Yorkshire, fingen ser tres prestidigitadores itinerantes, vestidos con “túnicas y pantalones blancos de lino”, seguidos por un rubio muchachito inglés, quienes anuncian su actuación percutiendo tres tamborcillos. Y el acto subrepticio que realizan por allí, ocultos en la floresta: potenciar la clarividencia del muchachito inglés a través de “una sustancia negra como la tinta” que el nigromante y líder bilingüe vierte en el hueco de su mano, ineludiblemente evoca la estirpe vidente y miliunanochezca de “El espejo de tinta”, el cuento de Borges que desde 1935 se lee en Historia universal de la infamia.      

(Emecé, 1946)

        Con páginas de diario íntimo, apuntes, reportes y algunas misivas, entre las que destaca la larga carta post mortem de la suicida Rosanna Spearman —que es una variante de monólogo dramático y melodramático—, las copiosas vicisitudes, entretelones y digresiones de la trama se narran, sobre todo, a través de largos e idiosincrásicos testimonios en primera persona (repletos de anacrónicos atavismos y ñoños prejuicios de la época, no exentos de xenofobia, racismo, machismo, estratificación laboral y social, y supremacía colonial inglesa), que tienen su origen, según apunta el mayordomo Betteredge, en una solicitud que en 1850 les hizo a los testigos (y anexas) el señorito Franklin Blake, sobrino de lady Julia Verinder y pretendiente de su prima Raquel Verinder, que busca acumular, para la posteridad, una memoria de todo lo ocurrido en torno al robo de la Piedra Lunar, su remoto origen y destino en la India y la singular pesquisa detectivesca, que comprende, además de las investigaciones e inferencias del raciocinador sargento y ex sargento Cuff (precedidas por las frustradas indagaciones y torpes medidas del mediocre Inspector Seegrave y su par de agentes de la policía de Frizinghall), el procedimiento experimental de un experto en los efectos y el consumo del láudano (Ezra Jennings, mestizo inglés-hindú, ayudante del doctor Candy, el médico de la familia) —quien incluso le receta al neófito en cuestión leer una pasaje, marcado por él, de “las celebérrimas Confesiones de un inglés fumador de opio” [1821], de Thomas de Quincey— y hasta la participación de un emergente, observador y sagaz niño detective (Octavius Guy) con iniciativa propia.  

            De ahí que Borges resuma en su “Prólogo”:

           

Wilkie Collins

        “Wilkie Collins, maestro de la vicisitud de la trama, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles, pone en boca de los diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. Este procedimiento, que permite el contraste dramático y no pocas veces satírico de los puntos de vista, deriva, quizá, de las novelas epistolares del siglo dieciocho y proyecta su influjo en el famoso poema de Browning El anillo y el libro, donde diez personas narran uno tras de otro la misma historia, cuyos hechos no cambian, pero sí la interpretación. Cabe recordar asimismo ciertos experimentos de Faulkner y del lejano Akutagawa, que tradujo, dicho sea de paso a Browning.”

            Esta última observación, Biorges la apuntó, en 1943, en la brevísima nota que precede al cuento “En el bosque”, del escritor y suicida japonés Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), seleccionado en la primera serie de Los mejores cuentos policiales, con traducción de Ana Arias. Se trata de un breve y magistral ejemplo de lo que dice. A través de siete testimonios o declaraciones que recaba “el oficial de investigaciones de la Kebushi” (a quien no se le oye ni se le ve), se contrastan siete versiones de un asesinato, destacando, sin duda, la narración del espíritu del asesinado, contada a través de “los labios de una bruja” que oficia de médium. De ahí que Biorges apunte en el citado “Prólogo” tardío: “Akutagawa, en la pieza que incluimos, recurre a un medio sobrenatural para comunicar hechos reales. La técnica de narrar un solo argumento a través de muchas versiones le fue sin duda sugerida por Robert Browning, cuya obra había traducido al japonés.”

          

Ryunosuke Akutagawa

         
Ese relato de Akutagawa, datado en “Diciembre de 1921” —según lo apunta el especialista Jay Rubin en El dragón, Rashômon y otros cuentos (Quaterni, 2012)—, junto con el relato homónimo, fechado en “Septiembre de 1915”, que refiere los residuales vestigios de la antigua y ruinosa Puerta de Rashômon (situada al sur de la decadente y misérrima Kioto de fines de la Era Heian), son el punto de partida del argumento del celebérrimo mediometraje Rashomon (1950), rodado en blanco y negro por el fotógrafo Kazuo Miyagawa, dirigido por el cineasta japonés Akira Kurosawa, con script suyo y de Shinobu Hashimoto, en el que descuella, por su fama y sin agraviar a la talentosa y expresionista tipología del reparto, el histrionismo del actor fetiche Thoshiro Mifune, quien caracteriza al ladrón Tajumaru.  

        Y si bien en su Introducción a la literatura inglesa (Columba, 1965), ensayo de Borges escrito con la “Colaboración de María Esther Vázquez” (quizá pensado para “la cátedra de literatura inglesa” que impartía “en la Universidad Católica Stella Maris de Mar del Plata”), no se halla un segmento sobre la obra de Wilkie Collins, en el bosquejo de la obra de Robert Browning (1812-1889) se lee a través de su indeleble voz de oráculo del Sur y pitoniso de la pampa: “Su obra capital se titula El anillo y el libro. Diez personas distintas entre las cuales están los protagonistas, el asesino y la asesinada, el presunto amante, el fiscal, el abogado defensor y el Papa, narran minuciosamente la historia de un crimen. Los hechos son idénticos, pero cada protagonista cree que sus acciones han sido justas. Si Browning no hubiera elegido el verso, sería un gran cuentista, no inferior a Conrad o a Henry James.” Vale añadir que en la “Clase N° 18”, fechada el “Lunes 28 de noviembre de 1966”, misma que se lee en el libro Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires (Emecé, 2000), —transcrito, anotado y editado por Martín Arias y Martín Hadis—, Borges bosqueja detalles de la vida y obra de Robert Browning. Y si bien alude “su obra capital: The Ring and the Book, El anillo y el libro” y la invención de “una forma de poemas lírico-dramáticos en primera persona”, no glosa ni hace una exégesis de su estructura y contenido. 

     

Robert Browning (c. 1888)

(Retrato de Herbert Rose Barraud)

            
Según se reporta en Wikipedia, “En 1868 Browning completó y publicó por fin el largo poema en verso blanco inglés The Ring and the Book [El anillo y el libro], que finalmente le traería riqueza, fama y éxito en su época y lo pondría en primera fila de la poesía inglesa. Basado en un complejo caso de asesinato en la Roma de la década de 1690, el poema está compuesto por doce volúmenes que comprenden diez extensos poemas dramáticos narrados por los diferentes personajes de la historia, quienes van revelando su participación en los hechos. La historia se extiende entre un prólogo y un epílogo del propio Browning. Su extrema extensión, incluso para las pautas del poeta (más de veinte mil versos) declara que esta obra fue su proyecto más ambicioso, y, en efecto, ha sido aclamada como un tour de forcé de la poesía dramática. Fue publicada por separado en cuatro volúmenes entre noviembre de 1868 y febrero de 1869 y obtuvo un inmenso éxito, tanto crítico como de público, lo que le valió el prestigio contemporáneo que tanto había perseguido (y merecido) durante casi treinta años de trabajo.”

            En este sentido, vale agregar que, según se lee en Wikipedia, La dama de blanco se publicó por entregas entre el “29 de noviembre de 1859” y el “25 de agosto de 1860” en la revista All the Year Round, fundada por Charles Dickens en 1859. Mientras que La piedra lunar se publicó allí entre el “4 de enero” y el “8 de agosto de 1868”, año en que fue editada en tres volúmenes. De ahí que la traducción de Horacio Laurora esté precedida por un “Prefacio” de Wilkie Collins, firmado en “Gloucester Place, Portman Square, Junio 30, 1868”. 

 

(Navona, 2016)

   
       El cual, junto con la dedicatoria del autor:
In Memoriam Matris, no se lee en la edición de septiembre de 2016 publicada en Barcelona, por Navona Editorial, en un solo volumen en cartoné de 566 páginas, dentro de la serie Los ineludibles. Pero eso sí, está precedida por el multicitado “Prólogo” de Borges, datado así: “(Prólogo de J.L. Borges a la edición de La piedra lunar de Emecé Editores, Buenos Aires, 1946).” Vale añadir que, a priori, la traducción que se lee en la edición de Navona, a cargo de José Luis Piquero, parece más lograda y mucho más cuidada que la traducción de Horacio Laurora que se lee en la edición de Hyspamérica, la cual, además, comprende 22 capítulos en la primera historia que narra el mayordomo Betteredge, mientras que la de Navona comprende 23. O sea: el capítulo 23 fue adherido al 22 sin ninguna advertencia del editor.   

 


William Wilkie Collins, La piedra lunar. Tomos I y II. Prefacio y prólogo de Jorge Luis Borges. Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges números 6 y 7. Traducción del inglés al español de Horacio Laurora. Hyspamérica Ediciones Argentina. Madrid, 1985. 733 pp.

domingo, 7 de enero de 2024

Los que aman, odian

 

Algo aulló en la penumbra

 

I de V

En 1964, editado e impreso en París, el cuarto número de Cahiers de L’Herne estuvo destinado a la vida y obra de Jorge Luis Borges (1899-1986). 

     

Cuarto número de Cahiers de L’Herne
(París, 1964) 

       Adolfo Bioy Casares (1914-1999) publicó allí, ex profeso, “Libros y amistad” (Lettres et amitié), memorioso y celebérrimo texto que él compiló en su libro La obra aventura (Buenos Aires, Galerna, 1968), antologado por Marcelo Pichon Rivière en La invención y la trama (México, FCE, 1988) y por Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi en Museo. Textos inéditos (Buenos Aires, Emecé, 2002), antología de textos de Borges y Bioy, que en su mayoría se deben a Biorges, ese hipostático y evanescente ser de cuatro manos y dos cabezas que, ídem el genio de la botella, sólo se corporificaba durante las horas en que Borges y Bioy escribían juntos. E incluso un fragmento de “Libros y amistad” preludia el voluminoso Borges (Buenos Aires, Destino, 2006), la expurgada, retocada y ladrillesca compilación y edición póstuma de los “diarios” de Adolfo Bioy Casares “al cuidado de Daniel Martino”, quien con su controvertido y arbitrario criterio le mochó el título de Bioy y le puso “1931-1936”, además de que al consabido apellido del doctor Praetorius le “enmendó” una letra y por ende se lee “Preetorius”. Cosa que anteriormente hizo con el entonces fragmento inédito de Bioy y Borges al exhumarlo el “4 de noviembre de 1990” en La Nación, periódico de Buenos Aires, con el título: “El joven Bustos Domecq”; no obstante, en Museo, las editoras ya le habían objetado: “Bioy Casares, que revisó las pruebas de La otra aventura, 1983 [edición de Emecé], escribe ‘Praetorius’.” Además de que también así lo escribió en un memorioso texto breve donde habla de “cómo vino al mundo Honorio Bustos Domecq”, intercalado, en Museo, en una entrevista sobre la personalidad y los vaivenes de H. Bustos Domecq que, a Borges y a Bioy, les hizo Renée Salas, publicada en el número 629 de la porteña revista Gente el “11 de agosto de 1977” (por ende se infiere que el texto breve de Bioy apareció en un recuadro junto a la entrevista). Allí, en “Libros y amistad”, sobre el germen de los cuentos, prosas breves, prólogos, antologías, traducciones y guiones de cine a cuatro manos y dos cabezas, evoca Bioy:

           

Biorges
Dos retratos y superposición de Gisèle Freund
Album Borges (París, Gallimard, 1999)

         “En 1935 o 36 fuimos a pasar una semana a una estancia en Pardo [Rincón Viejo], con el propósito de escribir en colaboración un folleto comercial, aparentemente científico, sobre los méritos de un alimento más o menos búlgaro [La leche cuajada de La Martona, la empresa lechera de la familia materna del joven Adolfito, fundada en 1888 por Vicente Casares (1844-1910), cuyo vicepresidente, Miguel Casares, fue quien le hizo el encargo a su sobrino]. Hacía frío, la casa estaba en ruinas, no salíamos del comedor, en cuya chimenea crepitaban ramas de eucaliptos.

            “Aquel folleto significó para mí un valioso aprendizaje; después de su redacción yo era otro escritor, más experimentado y avezado. Toda colaboración con Borges equivale a años de trabajo.

      “Intentamos también un soneto enumerativo, en cuyos tercetos no recuerdo cómo justificamos el verso

           los molinos, los ángeles, las eles

          “y proyectamos un cuento policial —las ideas eran de Borges— que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba niños. Este argumento, nunca escrito, es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch.”

           

(Buenos Aires, Emecé, 2002)

           De manera laudatoria, Borges, el “2 de noviembre de 1940” prologó La invención de Morel, novela editada por Losada que Bioy le dedicó, de la que en septiembre, en el número 72 de Sur, se publicó un fragmento. Y el 15 de enero de ese año, en Las Flores, Provincia de Buenos Aires, Bioy se casó con Silvina Ocampo (1903-1993) y Borges fue uno de los testigos de la boda. Y los tres (“el trío infernal”, Victoria Ocampo dixit) publicaron dos antologías en la porteña Editorial Sudamericana: a fines de 1940, con un “Prólogo” de Bioy, la Antología de la literatura fantástica, número 1 de la Colección Laberinto; y en 1941 el número 2 de ésta: la Antología poética argentina, con un “Prólogo” de Borges que se puede leer en Borges. Textos recobrados 1931-1955 (Bogotá, Emecé, 2001), volumen urdido por
Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi; quienes también editaron y cuidaron la antología Borges en Sur (Buenos Aires, Emecé, 1999), donde se lee la elogiosa reseña que hizo del segundo libro de Silvina Ocampo que al unísono era su primer poemario: Enumeración de la patria (Buenos Aires, Sur, 1942), publicada en el número 101 de la revista Sur (febrero de 1943), en la que pondera al final: “Hace mucho tiempo que las muchas literaturas cuyo idioma es el español no producen un libro tan diverso y tan continuamente admirable.” —Ponderación que se contrapone al categórico dardo venenoso que Alberto Manguel lanza en su fragmentario Con Borges (Buenos Aires, Siglo XXI, 2006): “Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos.”— Si bien tales datos, más allá de la confluencia en la revista Sur (iniciada en enero de 1931, financiada y dirigida por Victoria Ocampo, la mayor de las cinco hermanas de Silvina, en cuya editorial, en 1937, publicó su primer libro de cuentos: Viaje olvidado), son indicios de una cercana amistad y colaboración intelectual, ante el susodicho intento de “cuento policial” de Borges y Bioy (en Museo se lee la transcripción del fragmento manuscrito que hasta 1990 se creyó perdido) resulta revelador que el primer título que ambos publicaron con el pseudónimo de H. Bustos Domecq sea, precisamente, un libro de cuentos policiales: Seis problemas para don Isidro Parodi (Buenos Aires, Sur, 1942). Y que el segundo de los seis cuentos de éste: “Las doce figuras del mundo”, haya sido antologado por Borges y Bioy en la Segunda serie de Los mejores cuentos policiales, editado, sin prólogo, en la capital argentina, en 1951, por Emecé.

(Madrid, Alianza/Emecé, 6ª ed., 1985)

          Vale observar, entre paréntesis, que sucesivamente coeditada en Madrid por Emecé y Alianza, esa Segunda serie, desde 1971 y sin prefacio, es el tomito 1, número 368 de la colección El libro de bolsillo; mientras que el tomito (2) de Los mejores cuentos policiales, número 950 de la colección El libro de bolsillo, coeditado en Madrid, en 1983, por Emecé y Alianza, con un canónico “Prólogo” que los antólogos fecharon en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, deviene (pues no es exactamente la misma antología original) de la que fue la primera serie editada en Buenos Aires, sin prefacio, en 1943 por Emecé. En esa edición príncipe antologaron “La muerte y la brújula”, cuento policial de Borges, sobreviviente de la criba a cuatro manos y por ende prevaleció en el tomito (2); magistral relato publicado por primera vez en el número 92 de la revista Sur (mayo de 1942), incluido por él en la segunda parte de Ficciones (Buenos Aires, Sur, 1944) y luego en La muerte y la brújula (Buenos Aires, Emecé, 1951), antología de cuentos de Borges “aparecidos anteriormente, revisados y corregidos para esta edición”, con un “Prólogo” suyo que no se lee en el citado tomo: Borges. Textos recobrados 1931-1955, pero sí en el erudito compendio de Antonio Fernández Ferrer: Ficciones de Borges. En las galerías del laberinto (Madrid, Cátedra, 2009). Y de Silvina Ocampo, para el tomito (2) el dúo dinámico eligió “El vástago”, reunido por ella en su tercer libro de cuentos: La furia (Buenos Aires, Sur, 1959), donde si bien hay un inducido crimen (Labuelo niño mata a Labuelo viejo), no es un cuento policial, ni en él hay una mente detectivesca o un raciocinador a imagen y semejanza del cuarentón Isidro Parodi, quien en “Las doce figuras del mundo”, otrora peluquero y preso desde hace 14 años en la celda 273 de la Penitenciaría de Buenos Aires, con el tango Naipe Marcado de fondo y leitmotiv, desvela el trasfondo y el oscuro tejemaneje del asesinato del doctor Abenjaldún, del que Aquiles Moliniari se descubría culpable.

 

(Buenos Aires, Sudamericana, 2ª ed., 2020)

          Cabe observar que en “noviembre de 2019” (y en “enero de 2020”) el todopoderoso consorcio transnacional Penguin Random House Grupo Editorial, con el sello de Sudamericana, publicó en Buenos Aires el título Los mejores cuentos policiales, con una preliminar y anónima “Nota del editor” que pregona a los cuatro pestíferos vientos de la recalentada y envirulada aldea global: “esta edición reúne en un único volumen la selección de cuentos publicada originalmente en dos (1943 y 1951) y en todos los casos sigue la última versión revisada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares (1981)”. Esto explica que el citado “Prólogo” que Borges y Bioy dataron en “Buenos Aires, 19 de octubre de 1981”, el cual preludia el susodicho tomito (2) —también compilado en Museo—, haya sido dispuesto a modo de prefacio general. Pero si bien la “Segunda serie” comprende los 14 cuentos (con sus correspondientes notas) que desde 1971 se leen en el tomito 1 sucesivamente coeditado en Madrid por Alianza y Emecé, la “Primera serie” agrupa 17 cuentos; es decir, a los 15 cuentos que desde 1983 se leen en el tomito (2) se le añadieron un par: “El marinero de Ámsterdam”, de Guillaume Apollinaire; y “La noche de los siete minutos”, de Georges Simenon. No obstante, la antología de 1943, con sólo 16 cuentos, fue distinta a la presente y a la del tomito (2), según lo testimonia y bosqueja el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal entre las páginas 340-341 de su póstumo libro Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987).

Borges, César Ferández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
(Montevideo, c. 1948)


 

II de V

Para Emecé Editores, entre 1945 y 1955, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dirigieron la legendaria colección de novelas policiales El Séptimo Círculo (hasta el número 120). Sobre la serie, en Museo se compila la breve glosa titulada “El Séptimo Círculo”, escrita entre Borges y Bioy, que además es una vindicación y declaración de principios del género policíaco, publicada en el Tomo VIII del Repertorio Bibliográfico Emecé. Catálogo General Perpetuo (Buenos Aires, Emecé, 1946), cuyo título es homónimo de un humorístico texto breve (escrito por el hipostático ser transfigurado en el seudónimo B. Lynch Davis) que se lee en la sección “Museo” —originalmente publicada en el número 5 de Los Anales de Buenos Aires (mayo de 1946)—, dizque transcrito “De Negations (1893), de Edwin Soames”, y que tal vez el doctor Humberto Huberman podría aprobar con beneplácito y una sonrisa autocomplaciente, dada su preliminar e inveterada aversión “a la novela policial” (y a “la novela fantástica”): “La lectura de novelas policiales no es conveniente. Todas las novelas, después, parecen novelas policiales frustradas; las novelas policiales también.” Y según dice Bioy en sus Memorias (Barcelona, Tusquets, 1994): “Borges dio el nombre, El Séptimo Círculo, el círculo de los violentos en el infierno de Dante, a la colección, y también el emblema del caballito de ajedrez. Es claro que al caballito lo había propuesto cuando todavía teníamos un título que permitía ese emblema. El diseño de la tapa, de Bonomi, nos gustó mucho y creo que le debemos buena parte del éxito.”

           

(Buenos Aires, Emecé, 1946)

           En El Séptimo Círculo, el 8 de agosto de 1946, con el número 31 de la serie y una ilustración en la tapa de José Bonomi, apareció la novela policíaca Los que aman, odian, la única obra que Adolfo Bioy Casares escribió en tándem con Silvina Ocampo. Ese año, el 4 de junio, Juan Domingo Perón arribó al poder de la Argentina; Borges, “el 15 de julio”, “por haber firmado unas declaraciones antiperonistas”, fue “promovido a inspector de aves y conejos en los mercados municipales” y por ende perdió su mísero y subterráneo empleo en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, con cuyo magro sueldo subsistían él y su madre doña Leonor en el departamento B del sexto piso de Maipú 994. No obstante, en marzo, había comenzado a dirigir la revista Los Anales de Buenos Aires (lo haría durante dos años); y con Bioy, a través del hipostático y fugaz ser, publicó dos títulos en la editorial apócrifa Oportet y Haereses: Un modelo para la muerte, firmado con el pseudónimo de B. Suárez Lynch; y el segundo librito atribuido a H. Bustos Domecq: Dos fantasías memorables. Curiosamente, Daniel Martino no consideró relevante a Los que aman, odian como para citarla en el año “1946” de su “Cronología” que se lee en el voluminoso y susodicho Borges, donde además no hay ninguna entrada en la que Bioy la mencione; aunque sí la nombra en su telegráfica “Autocronología” compilada en La invención y la trama: “En colaboración con Silvina Ocampo escribo Los que aman, odian, novela policial”. De la cual, en “Silvina Ocampo”, el “Diálogo efectuado el 14 de septiembre de 1998” que cierra el libro de Noemí Ulla: Conversaciones con Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Corregidor, 2000), éste comenta entre lo poco o nada anecdótico que revela: “creo que salió muy bien, que es una historia no muy importante, pero sí graciosa y agradable [...] Era en Mar del Plata después de la temporada, nos quedamos allí. Hacía un frío terrible. Conteniendo el frío, en un cuarto que yo tenía ahí, escribimos ese cuento [...] Lo armábamos conversando y escribíamos conversando. Vale decir que yo no puedo reconocer ‘esta frase es mía’ o ‘esta frase es de Silvina’.” En contraste, en sus truncas y citadas Memorias (libro 1, y a la postre único, que tuvo por amanuenses, transcriptores y urdidores a Cristina Castro Cranwell y a
Marcelo Pichon Rivière), Bioy es aún más parco y evasivo: Los que aman, odian, que escribimos con Silvina”, es todo lo que dice; además de que el célebre (y llevado y traído) apellido del doctor Praetorius aparece “enmendado”: “Pretorius”, quizá para que al unísono (de un modo subyacente o subliminal) remita a su probable origen: el retintín del sonoro apellido del doctor Pretorios que figura en La novia de Frankenstein (1935), el celebérrimo filme dirigido por James Whale.

(Barcelona, Anagrama, 2018)

       La narradora Mariana Enríquez, en La hermana menor (Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2014) —su anecdótico y rumoroso retrato [íntimo] de Silvina Ocampo (reeditado en 2018 por Anagrama de manera física y en iBook)— apunta entre lo poco que dice de Los que aman, odian: “En 1946 había escrito en Mar del Plata, y en menos de un mes, un libro en colaboración con Bioy, el policial de enigma Los que aman, odian (Emecé). Todos los escenarios del thriller —que tiene un final muy ocampiano, con niño perverso incluido— son marinos: los cangrejales de la boca del Río Salado, un hotel parcialmente sepultado por una tormenta de arena. Escribe Bioy en el prólogo a Los que aman, odian: ‘Nosotros nos quedábamos en Mar del Plata hasta el final del verano, cuando ya no había casi nadie, y en ese final de la estación empezamos y terminamos la novela. El método de trabajo fue muy parecido al que empleábamos con Borges: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Quisiera agregar que nunca hubo una discusión ni una pelea, ni con Silvina ni con Borges. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase para el texto y la aceptábamos sin discusiones... En cuanto a la originalidad de la novela, sólo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella. La verdad es que lamento no haber escrito otro libro con Silvina.’” Y, enseguida, Mariana Enríquez reprocha sentenciosa y lapidaria: “Cuando se publicó, nadie, absolutamente nadie reseñó Los que aman, odian, precursora de la novela policial argentina.” No obstante, en septiembre de 1946 la escritora española Rosa Chacel sí la reseñó entre las páginas 75 y 80 del número 143 de la revista Sur.

 

Índice del número 143 de la revista Sur (septiembre de 1946)


           
Por otro lado, Silvia Renée Arias, coautora, motor y redactora de Los Bioy (Buenos Aires, Tusquets, 2002), obtuvo y aporta alguna información anecdótica y relevante, pues sobre Los que aman, odian apunta en su Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares (México, Tusquets, 2016):  

       

(México, Tusquets, 2016)

      “
Al año siguiente [1946], en Mar del Plata, Bioy y Silvina decidieron quedarse hasta mayo. Animados por el especial entorno que sugería el desolado paisaje otoñal, imaginaron una historia a propósito de una anécdota que recordaban muy bien. Una vez, su amigo Ernesto Pissavini les había contado que fue a veranear a un pequeño balneario entre Mar del Plata y la boca del Salado. Se hospedó en un hotel de tres pisos, y al volver, cuatro años después, se encontró con que el mismo constaba de uno solo: los otros dos habían quedado enterrados en la arena. Este hecho lo había impresionado mucho, y el efecto se trasladó a Bioy y a Silvina. Así es que ese verano, hablando de eso en la desierta Mar del Plata, de pronto Bioy mencionó un recuerdo que tenía de su infancia: cuanto tenía alrededor de diez años, fue a la estancia Rincón de López, en la boca del Salado, propiedad de su bella tía Juana Sáenz Valiente de Casares, y allí vio unos cangrejales enormes. Sus sorprendidos ojos de niño vieron cómo las vacas y los caballos seguían unos estrechos caminitos y no se equivocaban nunca, porque de lo contrario se habrían hundido, con jinete y todo, en el fango de los cangrejales.

          

El niño Adolfito en Rincón Viejo
(Pardo, Provincia de Buenos Aires, c. 1922)

         
“Asociando todo esto, Bioy y Silvina comenzaron a escribir una novela policial que introducía estos elementos: ‘Y se abrió ante nosotros la horrenda y la más desesperada visión: una playa estremecida de cangrejos, negra, viscosa, interminable’. El personaje que cuenta la historia va en busca de la soledad para encontrarse a sí mismo. El libro les demandó menos de un mes porque, en palabras de Bioy, ‘cuando dos personas escriben juntas, las dificultades que pueden demorar a alguno de los dos están salvadas por el otro; si yo no encuentro la palabra justa, se le ocurre al otro y a la inversa’, y lo terminaron cuando volvieron a Buenos Aires. El título era Los que aman, odian, y a Bioy le gustaba recordarlo como un ejercicio del pensamiento, el fruto de la creación y de su vida en común. A partir de ese momento, Silvina le mostraría sus originales antes de mandarlos a la editorial (muchas veces se enojaba porque él no leía los suyos y sí los de ilustres desconocidos), y él haría lo mismo con sus textos.”

           

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Mar del Plata, c. 1950)

         Vale observar, no obstante, que el génesis de la escritura en la solitaria e íntima isla (el aislado “cuarto” en el frío Mar del Plata del que habla Bioy —tácitamente Villa Silvina, la mansión de los Bioy—, prolongado en el porteño departamento de Santa Fe 2606) y el instante (o los instantes) de la creación, son un enigma perdido en la noche de los tiempos (y en el laberinto de las hipótesis y de las difusas y vaporosas chismografías locales) y que ese misterio (entre los misterios) evoca, por ósmosis (algo como la sangre late y circula en ella), un arquetípico pasaje de El miedo a perder a Eurídice (México, Joaquín Mortiz, 1979), esa fascinante novela de la escritora cubana Julieta Campos que al unísono es un largo poema en prosa signado (y recamado) por fragmentos y aforismos de autores angulares:

         

(México, Joaquín Mortiz, 1979)


            
“La historia podría comenzar en cualquier momento. Acaso así:

            “La isla surgió al mismo tiempo en la fantasía de ambos, que irreflexivamente, decidieron en ese instante convertirla en el espacio de su amor. Fue desde entonces el lugar del encuentro soñado y el lugar soñado del encuentro.

            “O bien:

            “Fue entonces cuando la isla empezó a brotar dulcemente del mar como una Venus con los pies mojados por las ondas. Engendrada en una noche tormentosa, nació predestinada. Sería ingenuo evocar una aurora: la creación es un misterio y el paisaje de los misterios es familiar de las tinieblas.”

 

Villa Silvina, Mar del Plata

         Si el instante (o los instantes) de la creación (y del más allá) son un misterio (entre los misterios), también lo es el hecho de que de que Bioy y Silvina no hubieran gestado, concebido y procurado otra obra en tándem (quizá lo proyectaron y tal vez lo intentaron). Y que pese a las consecutivas infidelidades de Bioy (y a los sáficos y legendarios viajes a la solitaria isla de Lesbos que, se dice, hizo Silvina) hayan permanecido juntos hasta el final.

           

Silvina Ocampo y Marta Casares, madre de Bioy
(Mar del Plata, 1953)

             Una posible respuesta medular y angular (quizá el non plus ultra de la quintaescencia) se logra entrever en un pasaje compilado en las citadas Memorias de Bioy:

            “En el Rincón Viejo, un día le anuncié a mi querido amigo Oscar Pardo [empleado y consejero suyo en esa estancia paterna en la que Bioy fue un pésimo administrador]:

            —Prepárate. Nos vamos a casar.

            “Corrió a su cuarto y volvió con una escopeta en mano. Entendió que íbamos a cazar. El casamiento fue en Las Flores [se habían conocido en 1933 o en 1934] y los testigos, además del mencionado Oscar Pardo, Drago Mitre [amigo de Bioy desde su infancia] y Borges. Ese día, en el estudio fotográfico Vetere, de aquella ciudad, nos fotografiamos. A veces me he preguntado, a lo largo de la vida, si no he sido muchas veces cruel con Silvina, porque por ella no me privé de otros amores. Un día en que le dije que la quería mucho, exclamó:

           

Boda de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
Testigos: Borges, Enrique Drago Mitre y Oscar Pardo.
(Las Flores, enero 15 de 1940)

         “—Lo sé. Has tenido una infinidad de mujeres, pero has vuelto siempre a mí. Creo que eso es una prueba de amor.”

            Y otra prueba de amor, por correspondencia biunívoca y recíproca, es el hecho de que Marta, la única hija de ambos (fallecida a los 39 años, el 4 de enero de 1994, en un accidente automovilístico) era, en realidad, la hija que Adolfo Bioy Casares tuvo con María Teresa von der Lahr.

 

Borges, María Esther Vázquez, Silvina Ocampo,
la niña Marta y Adolfo Bioy Casares.
(Playa San Jorge, Mar del Plata, 1964)

III de V

Alguna vez el tecleador de marras pudo reseñar en el ciberespacio (o sea: aquí en el blog) algo de Los que aman, odian en la edición que Tusquets editó en septiembre de 1989, en Barcelona, con el número 101 de la Colección Andanzas; en cuya primera solapa se observa una fotografía en blanco y negro de Mariano Roca, donde, ya viejitos, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares parecen dialogar en torno a una hoja mecanografiada o manuscrita (quizá por ambos).  

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares
(Foto: Mariano Roca)

         Entre las diversas ediciones que ha tenido Los que aman, odian se halla la que ahora ocupa al reseñista, que, lamentablemente, no incluye el prólogo que Mariana Enríquez alude en La hermana menor. Se trata de una sobria edición impresa en Barcelona, en febrero de 2002, por Emecé, dentro de la serie Cruz del Sur, en cuyo cintillo se lee un tóxico y adictivo slogan que promete un crimen (o quizá la muerte del lector tras o durante la lectura): “Ocampo y Bioy/ Una pareja letal”.


        En el interior, al desplegar la solapa de la segunda de forros se descubre un retrato en blanco y negro de la joven, atractiva y seductora Silvina Ocampo, que Bioy tal vez le tomó en la estancia de Rincón Viejo, donde ya vivían juntos años antes de casarse y donde había unos sillones de mimbre; celebérrima fotografía que también ilustra la carátula del tomo I de los Cuentos completos de Silvina, editado por Emecé en “junio de 2006”, y la portada del volumen único de éstos editado en 
“julio de 2017 por la misma editorial (con un prólogo de Laura Ramos), y el frontis del susodicho libro de Mariana Enríquez: La hermana menor

 


           Y al desplegar la tercera de forros aparece un retrato en blanco y negro del sonriente y cautivador héroe de las mujeres: Adolfo Bioy Casares. Cada uno signado por la insondable e infinita noche (el negro) y el enigma que implica la sugerencia de la Constelación de la Cruz del Sur (el azul con estrellas blancas).

           


          En su “Prólogo”, Borges calificó de “perfecta” a La invención de Morel (cuya trama Bioy vislumbró sentado en uno de los sillones de mimbre de Rincón Viejo) y de ejemplo de “imaginación razonada”. Los que aman, odian quizá no sea “perfecta”, pero lo parece, y sin duda es un modelo de “imaginación razonada”. Por todo lo que se dice parece que en 1946 fue escrita con prontitud y editada con rapidez. Quizá sea así. Lo cierto es que se advierte que fue redactada, revisada y pulida con mimo y esmero; y en la urdimbre, pese al crimen, se transluce una intrínseca pulsión lúdica y libresca, con engaños al lector, bromas, ironías y juguetones giros sorpresivos; por lo que no es errado calificarla de feliz divertimento y por ende quizá no yerre suponer que Bioy y Silvina se divirtieron imaginándola y escribiéndola de principio a fin, y no sólo por las mofas y bufonadas, algunas sutiles y librescas
—como la fugaz alusión a Betteredge, personaje de La piedra lunar (1868)—, y otras muy obvias, como la que protagoniza la empleada del Hotel Central que el doctor Humberto Huberman apoda “dactilógrafa” y “Muscarius, el dios que alejaba las moscas de los altares”, pues, anciana y obesa, se dedica a perseguirlas por las habitaciones blandiendo y azotando un matamoscas, dado que infestan el asfixiante, claustrofóbico, caluroso y subterráneo hotel; quien llama a los huéspedes al comedor haciendo sonar un gong y quien, ante los aullidos de los perros del exterior y del ulular del viento que acompañan a la tormenta de arena, vaticina sintiéndose pitonisa: “¡Esta noche va ocurrir algo! ¡Esta noche va a ocurrir algo!” Y, efectivamente, ocurre.

 

(Buenos Aires, Emecé, 2004)

           
El doctor Humberto Huberman es la evocadora voz narrativa que (supuestamente) redactó “la historia del asesinato de Bosque del Mar” (que es la legendaria novela policial que el desocupado, intrigado e insomne lector tiene en sus manos). Y, según informa casi al término, la escribió por petición de varias amigas de su madre, (las únicas amigas que tiene), interesadas (y al parecer impresionadas) por su hablantina, presunta y presuntuosa labor detectivesca.

           

(Barcelona, Emecé, 2002)

          Se entrevé que el doctor Humberto Huberman (petulante, ridículo, solitario, maniático, citadino, fetichista, hedonista, egocéntrico, engreído, dizque “erudito” y supuesto poseedor de la “inteligencia dominante” en Bosque del Mar) es un consumado solterón, sin ningún enredo amoroso que le pise los talones y le agrie la yerba mate, los sueños o la fría tacita de cocoa (un día sí y otro también); quien en su “casa de la Capital” cada mañana se despierta y comporta como todo un pachá (repantigado en su otomana) atendido por sus añorados “enanos correntinos trayendo la bandeja pajiza, el té aromático, las tostadas y los bizcochos, el dulce y la miel”. Y, según revela con un dejo de intrínseca misantropía y quizá androfobia: “En general, me entiendo mejor con las mujeres que con los hombres [...] la sociedad que yo prefiero es la de mujeres maduras” (no la sociedad de las mujeres jóvenes y por ende en la plenitud de su atractivo y belleza física). No obstante, además de algún ancestral prejuicio misógino: menosprecia a las pelirrojas, comparte ciertos atavismos machistas (con un tinte psiconalistoide): “A las mujeres histéricas hay que dejarlas solas.” Admite y apunta: “Hay todo un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree la expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que sólo se conmueven ante sí mismas.”

            Según apunta en su relato, es un boyante médico homeópata, adicto a los glóbulos de arsénico, quien ha viajado en el tren nocturno, de la capital a la calurosa Salinas, con destino al balneario Bosque del Mar, donde se halla el Hotel Central, propiedad de un matrimonio sin hijos (Esteban y Andrea), que son primos suyos y distantes, custodios de un sobrino de ella (el niño Miguel, de unos diez o doce años), a los que alguna vez les hizo un préstamo; lo que implica una postergada deuda que le permite no pagar el alojamiento y tratar a sus parientes con ciertas exigencias y contenida altanería. Su plan no es coincidir con nadie en ese hotel que a todas luces nunca había visitado ni visto, sino instalarse durante por lo menos dos meses de vacaciones en la playa, durante las cuales pretende escribir, en ese supuesto “paraíso del hombre de letras”, un sesudo guion cinematográfico, pues, según apunta, “la Gaucho Film Inc.” le ha pedido adaptar el “Satyricón, de Cayo Petronio”, “a la época actual y a la escena argentina”. Nada menos.

           

(Barcelona, Tusquets, 1989)

       El doctor Humberto Huberman viaja en el cómodo camarote del tren nocturno (al parecer a imagen y semejanza del cinematográfico y novelesco Orient Express, pues, según dice: “no hay que olvidarlo: en los trenes el té es de Ceylán”). Y tras su llegada a la solitaria estación del pueblerino Salinas (7:02 am y ya hace un tremendo calor) y luego de encargar en la oficina de correos que le remitan su correspondencia al Hotel Central del balneario Bosque del Mar, como único pasajero y en compañía de su equipaje y de unas gallinas enjauladas que llegaron con él en el tren, se desplaza encajado en un peliculesco y anacrónico Rickenbacker conducido por un chofer que él llama chauffeur; indicio de su proclividad a ciertos vocablos en franchute e inglés, (incluso alemán), a las frases en latín y francés, a las evocaciones librescas y a los fantaseos detectivescos o devaneos literarios (“he confundido la realidad con un libro”, llega a decir.) De ahí que en su índole irrisoria y ridícula, como si se tratase de la arquetípica y proustiana madeleine remojada en té, el maloliente tufillo de las gallinas que lo acompaña en el Rickenbacker lo remita a un grato e indeleble capítulo de su perdida niñez, pues según evoca: esa “efímera sensación olfativa traía a mi memoria un feliz episodio de la infancia, con mis padres, en los gallineros de mi tío, en Burzaco. ¿Confesaré que durante algunos minutos logré refugiarme, en medio de los sacudones y del calor, en la prístina visión de un huevo pasado por agua, en una taza de porcelana blanca?” Así, durante ese viaje de largas y calurosas horas en las que el Rickenbacker llega a cruzar, lentamente y sobre unos estrechos tablones, unos arenales por los que el coche podría caer y hundirse (“Si una rueda se desvía”), como ocurrió hace un año con “el caballo del farmacéutico”: “se metió en el pajonal” y, ante los ojos de los circunstantes, “despareció en el barro”. Pero el caso es que según dice el cantarín y “rapsoda” doctor Huberman trazando su particular, instantánea y evanescente épica: “Yo buscaba el mar, como un griego del Anabasis: ninguna pureza en el aire parecía anunciarlo.” Pero el pedúnculo umbelífero (o minúsculo intríngulis) de esa petulancia libresca es que la palabra anábasis refiere, por defecto y para el caso, una expedición de la costa hacia el interior de un territorio. Y catábasis es la palabra que alude el viaje desde el interior a la costa. Y cuando aún “heroicamente” montado en el Rickenbacker creer ver el mar (se trata de un espejismo de huitlacoche) exclama, exultante, a modo de homérico saludo: Thalassa!... Thalassa! (como si además del impetuoso y agitado océano viera emerger a la mitológica diosa del mar). Y cuando de nuevo cree verlo al divisar “una mancha violeta” dice, rumiando para sí, su particular, críptico y joyceano Ulises: Epi oinopa ponton. Pero como se trata de “flor morada”, según le aclara el rústico chofer, bien hubiera podido recitar al didáctico profesor Borges aludiendo la Odisea: “Los dioses les tejen adversidades a los hombres para que las futuras generaciones tengan algo que cantar.”

            Satisfecho consigo mismo y con su pequeña imagen, el doctor Humberto Huberman, tras su arribo al hotel, se autorretrata, envanecido y narcisista, para sus boquiabiertas lectoras (algo caricaturesco y esperpéntico, dadas las titiriteras manos que lo trazan y atildan):

            “Me desperté en la penumbra. No sabía dónde estaba ni siquiera qué hora era. Hice un esfuerzo, como quien trata de orientarse. Recordé: estaba en mi cuarto, en el Hotel Central. Entonces oí el mar.

            “Encendí la luz. Vi en mi cronógrafo —que yacía junto a los volúmenes de Chiron, de Kent, de Jahr, de Allen y de Hering, sobre la mesita de pino— que eran las cinco de la tarde. Pesadamente empecé a vestirme. ¡Qué descanso verme libre de la rigurosa indumentaria que nos imponen los convencionalismos de la vida urbana! Como un evadido de la ropa, me enfundé en mi camisa escocesa, en mi pantalón de franela, en mi saco de brin crudo, en el plegadizo panamá, en los viejos zapatones amarillos y en el bastón con empuñadura en cabeza de perro. Agaché la cabeza, con no disimulada satisfacción examiné en el espejo mi abultada frente de pensador, y otra vez convine con tanto observador imparcial: la similitud entre mis facciones y las de Goethe es auténtica. Por lo demás, no soy un hombre alto; para decirlo con un vocablo sugestivo, soy menudo —mis humores, mis reacciones y mis pensamientos no se extenúan ni se embotan a lo largo de una dilatada geografía—. Me precio de tener una cabellera agradable a la vista y al tacto, de poseer unas manos pequeñas y hermosas, de ser breve en las muñecas, en los tobillos, en la cintura. Mis pies, ‘frívolos viajeros’, ni cuando duermo descansan. La piel es blanca y rosada; el apetito, perfecto.”

        

Goethe

       
Cercano al mar, próximo a pantanosos médanos y a los peligrosos cangrejales, y no lejos del Hotel Nuevo Ostende, el Hotel Central ha sido víctima frecuente de las tormentas de viento y arena; de ahí que, pese al asfixiante y claustrofóbico calor, las ventanas de las recámaras hayan sido selladas; y que el piso que hace un par de años era la recepción, ahora es el sótano; y que los huéspedes, en vez de subir a sus alcobas bajen a ellas, incluso al comedor, donde hay una larga mesa en la que los pensionistas coinciden para la cena, amenizados con la música de la radio y luego con el piano que toca Emilia en medio de la intrínseca neurosis y agresiva rivalidad que la confronta y antagoniza con su hermana Mary.

Cuando a la mañana siguiente se descubre la sorpresiva muerte de la joven Mary, envenenada por estricnina, según el diagnóstico a priori del doctor Humberto Huberman (quien añade “que el deceso había ocurrido dentro de las últimas dos horas”) y aún no se sabe si se trata de un asesinato o de un suicidio, y puesto que en ese momento de la mañana (y desde la noche anterior) el Hotel Central sufre el furioso ataque de una furiosa y ululante tormenta de arena, todo indica, si acaso es un asesinato, que se trata de un crimen ocurrido en el oscuro vientre de esa “casa enterrada en la arena”, lo que equivale al crimen de cuarto cerrado —circunstancia clásica en una narración detectivesca y policial, aleccionó Borges, desde que Edgar Allan Poe, en 1841, publicó su cuento “Los crímenes de la calle Morgue”—, enfatizada cuando el doctor Huberman apunta: “Estábamos en ese caserón cerrado como en un barco en el fondo del mar, o, más exactamente, como en un submarino que se ha ido a pique.” Y por ende (indica el cliché) todos los habitantes del hotel, incluidos quienes viven y trabajan en él, son probables sospechosos. Para despejar el misterio, en un momento en que afloja la impetuosa y ululante tormenta de viento y arena, envían el Rickenbacker por la policía. Es así que unas horas después llegan al Hotel Central: el comisario Raimundo Aubry, memorioso diletante y citador de novelas del siglo XIX (sobre todo de Victor Hugo), y el doctor Cecilio Montes, “médico de la policía”, quien es un borrachín incurable, pringoso, misántropo e irascible; dos gendarmes y el hombre de la funeraria; más el ataúd, que instalan en el sótano.

   Pese a cierto reparo inicial, el doctor Montes coincide con el ojo clínico del doctor Huberman: la víctima murió envenenada con una dosis de estricnina, que, al parecer, tomó (o le dieron a tomar) antes de acostarse, pues solía beber una taza de chocolate frío antes de dormir; taza que, misteriosamente, no se halla en el lugar del crimen o suicidio; es decir, alguien la desapareció y por alguna razón dejó, según parece, “el frasco de los glóbulos que tomaba todas las mañanas” y el corcho en el suelo.

   El comisario Raimundo Aubry, antes de interrogar a los moradores del hotel, decide registrar sus habitaciones, empezando por la recámara del doctor Humberto Huberman, quien se ofende al suponerse sospechoso de algo o de esconder la estricnina; no obstante, en medio del escrutinio policial logra escamotear su “tubo de arsénico” focalizando la ruda y enfática búsqueda en los tubitos de su homeopático botiquín. El caso es que las pesquisas del comisario lo llevan a inferir que Emilia, la hermana de Mary, es la asesina. Y piensa detenerla y recluirla en la cárcel tan pronto amaine la tormenta de arena. La razón: había un traicionero y subrepticio lío sexual entre Mary y Enrique Atuel, el novio de Emilia. Esto lo refleja la pelea a gritos entre ambas, misma que Huberman oyó por casualidad; y lo acentúa la tensión neurótica que esgrimen entre sí durante la ríspida cena y durante el convivio entorno al piano, preludio de la súbita salida de Emilia del hotel, pese a la oscuridad y al peligro que implica la tormenta de viento y arena. Y más aún cuando el doctor Humberto Huberman, también sin proponérselo, previo a la grupal búsqueda de Emilia en el exterior, ve que Atuel y Mary se besan en lo oscurito; no obstante, puntualiza: “Autel se resistía; Mary lo asediaba apasionadamente.” Ante tan desventurada y lastimosa escena, comenta pomposo para sí: “‘¿Qué somos’, murmuré, ‘sino osamentas besadas por los dioses’? Con el alma apesadumbrada, seguí mi camino. Algo aulló en la penumbra. Era el niño. Yo había tropezado con él. Me miró un instante —¿qué había en su expresión: desprecio, odio, terror?—; después huyó.”

Mary
(Luisana Lopilato)
Foto alusiva al filme Los que aman, odian (2017)

          La muerta, la joven Mary, o sea: María Gutiérrez, fue paciente del doctor Humberto Huberman dos o tres veces en su consultorio, allá en la capital; y la recuerda por “el accrochecoerur en la frente”, porque él le dijo “somos almas gemelas”, dada su compartida adicción a los glóbulos de arsénico, y porque le recomendó, ese año, unas “vacaciones en Bosque del Mar”. Todo indica que coincidieron, sin premeditarlo, en el Hotel Central, pues las hermanas Gutiérrez, con la infancia en Tres Arroyos, pudieron hospedarse en el vecino, y no muy distante, Hotel Nuevo Ostende, donde está registrado y tiene su recámara (quizá sólo protocolaria) Enrique Atuel, cuya facha, al doctor Huberman, no le gusta nada. Según dice: es “joven, amulatado. A despecho de cierta vulgaridad en el hablar y de una apariencia que recordaba los cartelones del ‘tango en París’ [remember al icónico y popular Gardel y su ‘estilo del Alma que canta’] —pelo negro, lacio, ojos vivos, nariz aguileña— me pareció que ejercía sobre sus compañeros [Mary, Emilia y el doctor Cornejo] —nada brillantes, por lo demás— alguna superioridad intelectual.” Y de ninguna manera el doctor Huberman galantea ni pretende a Mary, ni tiene íntimas ensoñaciones con su cuerpo, “demasiado atlético para mi gusto”, dice y observa en ella “una animalidad que atrae a ciertos hombres sobre cuyas aficiones prefiero no opinar”. Mary, además de su sensualidad y magnetismo corporal (“alta, rubia”, “muy hermosa, con una impresionante blancura, con manchas rosadas”) era una traductora notoriamente fetichista y maniática: trajo consigo todos los libros traducidos por ella (que son narraciones policiales con tapas arlequinadas), “los manuscritos de las traducciones y los borradores de los manuscritos” e incluso “las pruebas de imprenta”; tambache al que se suman “las páginas escritas a mano” de la última traducción que estaba haciendo: “una novela de Michael Innes”. (Pseudónimo, cabe la digresión, del escocés John Innes McKintosch Steward, antologado por Borges y Bioy en la citada Segunda serie de Los mejores cuentos policiales con el relato 
“La tragedia del pañuelo” y de quien ambos editaron, en la legendaria serie policíaca El Séptimo Círculo, cuatro obras traducidas al español con los títulos: Los otros y el rector, ¡Hamlet, venganza!, La torre y la muerte, y El peso de la prueba.) 

Silvina Ocampo
(verano en Mar del Plata)

         Paralelo a la investigación policial del comisario Aubry, el doctor Huberman hace su propia labor detectivesca que, de hecho, empieza desde antes de la llegada de la policía y su comitiva. En tal vertiente, cuando Emilia es la presunta asesina de su hermana, le sorprende y alarma encontrar al doctor Manning y al galán Atuel muy despreocupados y desentendidos leyendo: “Manning leía la novela inglesa que Atuel había robado del cuarto de Mary [subrepticia y sospechosa sustracción que Huberman observó oculto]. Atuel leía una de esas novelas de tapa arlequinesca, que Mary había traducido. En una mesa interpuesta entre los lectores había papeles con anotaciones y lápices.” Y más aún, según dice: “¡Redactaban apostillas y notas a textos policiales!” El resultado de ese escrutinio lector, y de la lectura de los papeles que dejó la muerta en su cuarto, es que el doctor Manning le presenta al comisario Aubry la transcripción de una nota manuscrita, originalmente redactada por Mary en una “hoja de block”, donde anuncia su suicido y, según afirma categórico, “la frase no figura en ninguno de los libros” traducidos por Mary. Ese fragmento manuscrito, transcrito por Manning, parece eximir a Emilia de ser la presunta asesina. Aún así el comisario piensa llevarla presa a Salinas y hacerla hablar.

    No obstante, los posteriores giros sorpresivos y las rápidas vueltas de tuerca revelan que esa nota suicida en realidad sí es un fragmento de una novela policíaca traducida por Mary, que resulta ser otro libro sustraído por el sigiloso Atuel (al parecer se trata de una narración policial de Eden Phillpotts, otrora mentor de la joven y futura Agatha Christie), escondido por él en su recámara del Hotel Nuevo Ostende (¿por qué no la destruyó el muy boludo y listillo?), y luego localizado allí por el pálpito, la reflexión y las veladas dilucidaciones del doctor Manning, que en algún momento debió descubrirse manipulado por Atuel. Las razones que impulsaron a Atuel a hacer tal oscuro tejemaneje —incluso abandona al doctor Huberman en el violento y nebuloso arenal, y éste, desorientado, se alucina perdido en angustiosas y fóbicas pesadillas que coinciden con el desierto y la arquitectura del filme silente dirigido por Jacques Feyder: L’Atlantide (1921), y a expensas de los espeluznantes y horrorosísimos cangrejales— evidencian que creía que Emilia era la asesina y con sus artimañas quería exculparla del asesinato y de la condena carcelaria. Ante tales manipulaciones, vale puntualizar que el galán Atuel reveló ser, sólo ante el comisario y Manning (y no ante el ofendido Huberman), un famoso inspector de policía que vacaciona de incognito, quien dice trabajar “en la Sección de Investigaciones”, allá en “la Capital Federal”, y cuyo verdadero apellido es Atwell. Pero para que sus subrepticios y ocultos propósitos no se estropeen, induce, además, el simulacro de envenenamiento del doctor Cornejo con una dosis del tubo de veronal que había robado del maletín del doctor Montes y señala al desparecido niño Miguel, y al recién desaparecido doctor Manning, como al posible ladrón de las costosas joyas de la muerta, recién hurtadas a Emilia. Las cuales, antes de marcharse de Bosque del Mar de manera furtiva y sin despedirse de nadie y dado que se descubrieron sus numerosos ardides, a través de La Bruna (“un hombre parecido a Wagner”, según Huberman), quien es el dueño del vecino Hotel Nuevo Ostente, devuelve, en el Hotel Central, las joyas robadas envueltas en un paquete.

Wagner

       No obstante, pese a las detectivescas indagaciones, especulaciones y deducciones del doctor Manning, del doctor Huberman, del comisario Aubry y a las meteduras de pata del supuestamente fogueado y célebre inspector de policía Atwell (¿no se tratará de una impostura?), los puntos sobre las íes del enredo y del crimen sólo se aclaran, para el corro (y para los lectores), con la carta de despedida que el niño Miguel Fernández le dejó a su apreciado amigo y mentor el farmacéutico Paulino Rocha (se lee casi al término de la novela). Misiva que, motu proprio, el boticario lleva al Hotel Central para entregársela al comisario Aubry, una vez que la tormenta de viento y arena pareció extinguirse por arte de birlibirloque. Sólo entonces, ya desvelada la identidad del asesino y sus secretas y peculiares razones, es cuando Emilia revela que ella desapareció la taza de Mary, porque creyó que el asesino era Atwell y quiso protegerlo.

 

H. Bustos Domecq
Composiciones fotográficas de Silvina Ocampo,
basadas en ideas de Francis Galton.

IV de V

En el Hotel Central el niño Miguel era un marginado y un desdichado, y, al parecer, una molestia, un estorbo, y una penosa y despreciable carga para sus tíos, que no lo querían ni comprendían. Según le dijo Andrea a Huberman: “Miguel ha tenido una infancia triste. Es anémico, está mal desarrollado. Es muy chico para su edad. Cavila todo el tiempo. Mi hermano creía que el mar podía fortalecerlo...” No obstante, no le asignaron una adecuada habitación, propia para un chaval con los hábitos e inclinaciones de un probable o futuro naturalista, explorador y científico, sino que lo arrinconaron en el astroso y subterráneo cuarto de los baúles, donde además no hay luz eléctrica y por ende se iluminaba con una vela. No extraña, entonces, que no quiera a sus tíos y los desprecie, y que haya hecho su refugio y su “casita” en el Joseph K, el barco encallado y abandonado en la playa, donde pasaba mucho tiempo solo y donde, antes de partir durante la tormenta y la subida de la marea, ya tenía “allí muchas botellas de agua, bizcochos y una bolsita de yerba”. No obstante, el destino de su errático viaje (lo deja ver en su carta) no es una isla desierta con un tesoro enterrado por un pirata o un mundo utópico o mejor, sino el fondo del mar. Y por ello, en su posdata, le pide al boticario que envíe a sus padres el albatros embalsamado por él que dejó, ex profeso, en el cuarto de los baúles, donde, antes de que apareciera su reveladora carta, fue encontrado por el comisario Aubry: “Atada al pescuezo del pájaro con una cinta verde, colgaba una fotografía del niño, con la inscripción. A mis queridos padres, recuerdo de Miguel.” Lamentablemente no pudo llegar a tales manos, pues el doctor Huberman, en una de sus equivocas conjeturas, supuso que Miguel era el ladrón de las joyas de Mary y que las había escondido en el vientre del pájaro y por ello las manos del comisario lo destrozan y despanzurran.

    El caso es que el niño Miguel, a escondidas de sus tutores, aprendió del boticario el modo de conservar las algas marinas, pues la caza y la taxidermia las había aprendido de su padre. En el Hotel Central sus tíos le habían prohibido la “crueldad” con los animales. Quizá Miguel no haya sido cruel a la hora de cazar nutrias (con su padre) o el albatros. Eso se ignora, pues la caza es un milenario deporte (o ancestral oficio de sobrevivencia) y un ave o animal disecado puede ser un trofeo de caza y de habilidad y orgullo taxidermista. Pero el doctor Huberman, que lo ve con “cara de laucha” y que trató de evocar a Conrad para hablar de barcos con él, se alarma ante la rareza de encontrar bajo su catre, en el cuarto de los baúles, el albatros ensangrentado. Imprevisto descubrimiento que el niño rubrica pegando un grito, dándole a Huberman un zarpazo en el rostro y huyendo de allí. Indicio de una potencia anímica, neurótica, pasional, agresiva y mental que no controla ni domina, pese a la corrección y al sosiego con que redactó su carta de despedida, donde se lee que no está arrepentido de lo que hizo, ni de su decisión de borrarse del mapa:

            “Yo pensé: ‘Voy a hacer una cosa terrible’. Ahora comprendo que hice lo que hubiera hecho cualquiera en mi lugar.

            “Bajé a mi cuarto, busqué la estricnina, me fui al cuarto de Mary y eché la mitad del frasquito en la taza de chocolate frío que ella tomaba antes de dormirse. Revolví la cuchara para que el veneno se disolviera bien y cuando estaba secándola oí los pasos de Mary. Al escaparme se me cayó el frasco. No tuve tiempo de recogerlo. Me fui por el cuarto de Emilia.

            “Al día siguiente volví a buscar el frasco, pero no estaba. Yo quería tomar la estricnina, como la había tomado Mary.”

            Vale añadir, para no desvelar todo el carozo de la mazorca, que el niño Miguel se enamoró de Mary hasta el tuétano y la locura; que le resultaba doloroso e intolerable el maltrato que le endilgaba cuando estaban a solas, que rechazara y le disgustaran los besos que él le daba o intentaba darle, y para el colmo: su traicionero y subrepticio amorío con Atwell y las burlonas infidencias que, sobre el niño, se permitía con su casanova y polígamo. No obstante, antes de irse al más allá, el niño Miguel bajó al sótano, abrió el ataúd y besó en los labios el cadáver de Mary. Al inesperadamente descubrir ese cuadro mortuorio, el doctor Cornejo se impresionó y escandalizó e impresionó y escandalizó a los otros moradores del Hotel Central. No pudo, y no podía ver, que el niño enamorado, con ese amoroso, elegíaco y último beso, se despedía para siempre de su amada. Y sólo vio algo anómalo e inquietante, quizá con indicios de cierta necrofilia.

 

 

V de V

Cartel de la película argentina Los que aman, odian (2017), basada
en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Vale añadir, a modo de corolario, que la novela Los que aman, odian ha sido adaptada al cine, de manera parcial y no muy afortunada (y sin una pizca de la erudición y del humor de la obra literaria) en la homónima y patética película de 2017, dirigida por el cineasta argentino Alejandro Maci
—director del filme El impostor (1997), basado en el cuento homónimo de Silvina Ocampo—, donde los lentes de sol que lucen las hermanas Fraga: Emilia y Mary, son un implícito y tácito homenaje a los lentes oscuros, de grandes y pesados armazones, que usaban las hermanas Ocampo: Victoria y Silvina. Entre los protagonistas descuella la actriz Luisana Lopilato como Mary Fraga (ese obscuro objeto del deseo), notable, además, en la caracterización de Pipa (Manuela Pelari), policía de investigación criminal en dos thrillers argentinos dirigidos por Alejandro Montiel: Perdida (2018) y La corazonada (2020). Y, desde luego, Guillermo Francella en el papel del doctor Hubermann, muy recordado por su brillante trabajo actoral en El secreto de sus ojos (2009), filme dirigido por Juan José Campanella, basado en La pregunta de sus ojos (Buenos Aires, Galerna, 2005), novela del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, por razones pecuniarias y de marketing, le cambió el título por el nombre de la película.

Silvina y Victoria Ocampo con Borges


 

 

Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Los que aman, odian. Cruz del Sur, Emecé Editores. Barcelona, febrero de 2002. 136 pp.


                                                                 *********


Trailer de Los que aman, odian (2017), película dirigida por Alejandro Maci, basada en la novela homónima de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.