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viernes, 8 de marzo de 2024

Aquellos tiempos con Gabo



       Mi personaje inolvidable: 
crónica de una amistad anunciada

Como el lector recordará, el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, Suecia, el colombiano Gabriel García Márquez (Aracataca, marzo 6 de 1927) recibió el Premio Nobel de Literatura 1982. En mayo de ese año había aparecido en Colombia, impreso por La Oveja Negra con un tiraje de doscientos mil ejemplares, El olor de la guayaba, libro, aderezado con fotos en blanco y negro, que reúne un conjunto de entrevistas y crónicas biográficas que el también colombiano Plinio Apuleyo Mendoza (Tunja, 1932) le hizo a Gabriel García Márquez, el celebérrimo autor de Cien años de soledad (Sudamericana, Buenos Aires, 1967). Casi simultáneamente, El olor de la guayaba fue coeditado en México por La Oveja Negra y Diana, con un tiraje de cincuenta mil ejemplares. Y otro tanto, más o menos semejante, ocurrió en España a través de Bruguera y La Oveja Negra, además de que (gracias a la fama del entrevistado) fue traducido a diecisiete idiomas. 

(La Oveja Negra/Diana, México, 1982)
       Contando con la aprobación y la complicidad de Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba es el reconocimiento y el tributo que un entrañable y viejo amigo (periodista y narrador) le hace a otro (también periodista y narrador), cuya novela central (Cien años de soledad) lo convirtió con rapidez en un escritor masivamente traducido a muchas lenguas del orbe, además de rico, amigo de “las criaturas del poder supremo” (presidentes, generales y fauna por el estilo), y rutilante estrella de la jet set internacional. Cuando en El olor de la guayaba, García Márquez le responde a Plinio que nunca se ha puesto un frac y que no se lo pondría si llegara a ganar el Premio Nobel, el lector puede recordar que cumplió su palabra, pues en Estocolmo, ante el Rey y la Reina, Gabo asistió a la ceremonia de entrega “vestido de blanco liqui-liqui de algodón” y con una rosa amarilla en la mano, similar a las rosas amarillas que entre los centenares de desconocidos y celebridades que había en los palcos, los amigos de García Márquez (entre ellos Plinio) lucían en las solapas del frac (algunos rentados “por doscientas coronas en una sastrería de Estocolmo”), mismas que Mercedes Barcha Pardo (Magangué, noviembre 6 de 1932), la esposa de Gabo desde el 21 de marzo de 1958, les entregó a cada uno a modo de talismán de la buena suerte.
 
Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha Pardo 
Gabriel García Márquez coronado con
Cien años de soledad (Sudamericana, 2da. ed., Buenos Aires, 1967)
        Si el lector quiere leer el discurso que Gabriel García Márquez dijo en Estocolmo durante la recepción del Premio Nobel, puede consultar el volumen Cultura y creación intelectual en América Latina (Siglo XXI, México, 1984), antología de ensayos bajo la coordinación de Pablo González Casanova, donde se halla ampliado con el título “Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe” [o tal cual: “La soledad de América Latina”, antologado en su libro Yo no vengo a decir un discurso (Random House Mondadori, México, 2010)]. Pero en cuanto a lo que implican y significan las rosas amarillas, en El olor de la guayaba el cataquero dice que en la casa del mundo donde se encuentra siempre hay flores amarillas: “Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme. Para estar seguro necesito tener flores amarillas (de preferencia rosas amarillas) o estar rodeado de mujeres.” Lo cual, según afirma, le sirve para desencadenar o incentivar la imaginación y la creatividad, pues se da por entendido que Mercedes Barcha pone siempre en su escritorio una rosa amarilla: “Siempre. Me ha ocurrido muchas veces estar trabajando sin resultado; nada sale, rompo una hoja de papel tras otra. Entonces vuelvo a mirar hacia el florero y descubro la causa: la rosa no está. Pego un grito, me traen la flor y todo empieza a salir bien.”

Gabriel García Márquez y las rosas amarillas
         Como el rótulo del libro lo anuncia: Aquellos tiempos con Gabo (Plaza & Janés, Barcelona, 2000) es otro tributo y reconocimiento más que Plinio Apuleyo Mendoza le rinde a Gabriel García Márquez, donde retoma ciertas anécdotas contadas en El olor de la guayaba, en La llama y el hielo (Planeta, Bogotá, 1984) y en crónicas dispersas. Así, Aquellos tiempos con Gabo es un libro de memorias a través del cual el autor evoca y narra una serie de episodios y sucesos trascendentes en la vida de ambos (pues básicamente los vivieron los dos en calidad de amigos y compadres), a lo que se añade el hecho de que ciertos acontecimientos, vivencias, perspectivas ópticas e ideológicas le conciernen única y exclusivamente a la vida y al pensamiento de Plinio Apuleyo Mendoza. 

(Plaza & Janés, Barcelona, 2000)
La portada del libro tiene, bajo la reproducción del rostro de Gabo, un falaz slogan que a la letra dice: “Hallazgo de un García Márquez desconocido”. Pues a estas alturas del año 2000 ya han corrido tantos ríos y ríos de tinta sobre la vida y milagros del hijo del telegrafista de Aracataca, que casi nada de lo que rememora Plinio Apuleyo Mendoza sobre su personaje inolvidable lo ignora un anónimo lector, un minúsculo hijo de vecino metido (o no) a reseñista de libros en un semanario de Xalapa, la provincia jarocha donde a Gabo, la Universidad Veracruzana, le publicó su cuarto libro: Los funerales de la Mamá Grande (1962), cuando aún estaba recién llegado en la Ciudad de México (arribó por tierra desde de Nueva York, con Mercedes Barcha y Rodrigo, el primer hijo de ambos, “el domingo 2 de julio de 1961”, día del suicidio de Ernest Hemingway), libro dedicado “Al cocodrilo sagrado” (su mujer), que además contiene el cuento en que se basó la película homónima dirigida por el chileno Miguel Littin: La viuda de Montiel (1979), con guión de éste y José Agustín, protagonizada por Geraldine Chaplin (Adelaida, viuda de Montiel) y Nelson Villagra (José Chepe Montiel), rodada en locaciones de Tlacotalpan y Xalapa, Veracruz. Pero también, tal libro comprende el cuento en que está basado el filme homónimo En este pueblo no hay ladrones (1964), dirigido por Alberto Isaac en base al guión de éste y Emilio García Riera, entre cuyo notable reparto de escritores, pintores y cineastas haciendo pequeños papeles, figura, de fugaz boletero de cine, el propio Gabriel García Márquez. Protagonizada por Julián Pastor (Dámaso) y la entonces bellísima bailarina Rocío Sagaón (Ana), están allí, por ejemplo, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis de jugadores de dominó; Leonora Carrington entre los fieles de la pequeña iglesia donde Luis Buñuel, el cura, dicta un furioso sermón contra los ladrones y pecadores de toda laya; José Luis Cuevas de jugador de billar; Emilio García Riera de experto en billar; María Luisa la China Mendoza de cabaretera; Héctor Ortega, que sí era actor, de mesero gay, amanerado y algo cómico. La pintoresca imagen de Gabo como boletero de cine, remite, quizá ineludiblemente, al rol que desempeñó en Roma, Italia, cuando en su fracasado intento por estudiar guión en el Centro Experimental de Cinematografía durante noviembre y diciembre de 1955 (quería convertirse en el Cesare Zavattini del Caribe), logró ser el flamante “tercer asistente del director Alexandro Blasetti en la película Lástima que sea un canalla”, según apunta Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla (Alfaguara, Madrid, 1997), su biografía de Gabriel García Márquez. Pero Gabo no pudo ni siquiera acercarse al oscuro objeto de su deseo: Sofía Loren, la estrella del filme, puesto que su chamba “consistió, durante un mes, en sostener una cuerda en la esquina para que no pasaran los curiosos”.

Gabriel García Márquez, Geraldine Chaplin y Miguel Littin
durante el rodaje de La viuda de Montiel (1979)
Abel Quezada y Juan Rulfo tomado cerveza
Fotograma de la película En este pueblo no hay ladrones (1964)
En la barra: Abel Quezada y Juan Rulfo
Jugando dominó: don Luis M. Rueda y Carlos Monsiváis
Fotograma del filme En este pueblo no hay ladrones (1964)
      Lo singular, entonces, de las memorias y episodios de Aquellos tiempos con Gabo estriba en que la voz que evoca y narra fue (y es) un entrañable amigo del más notable y popular de los escritores latinoamericanos del boom, y por ende lo que recuerda, relata y comenta le atañe hasta la médula. Los hechos y las anécdotas que Plinio Apuleyo Mendoza rememora en su libro tienen un desglose más o menos cronológico; es decir, parten del año en que Plinio y Gabo se vieron por primera vez en Bogotá (Plinio no precisa la fecha, pero pudo ser en 1947 o en 1948), y casi concluyen con el bosquejo de lo ocurrido el 8 de diciembre de 1982, en Estocolmo, cuando Gabo recibió el Premio Nobel de Literatura. Pero la remembranza y la voz van y vienen por el tiempo y por el espacio, según el parecer del autor. 

(Alfaguara, Madrid, 1997)
Conforme a los registros que Dasso Saldívar consultó para El viaje a la semilla, Gabriel García Márquez se matriculó en el primer curso de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, ubicada en Bogotá, el “25 de febrero de 1947”, y la abandonó en el segundo curso el “9 de abril de 1948”. En 1947 o en 1948, la vez que se vieron por primera vez en un cafetín de Bogotá, Gabo tendría 20 ó 21 años y Plinio 15 ó 16, y fue cuando Luis Villar Borda, condiscípulo de García Márquez en la Facultad de Derecho, le colgó el letrero de “caso perdido”: 
 “Es un masoquista típico. Un día aparece por la universidad diciendo que tiene sífilis. Otro día habla de una tuberculosis. Se emborracha, no presenta exámenes, amanece en burdeles.
  “Villar se queda contemplando taciturno el humo del cigarrillo que acaba de encender. Su tono es el de un médico que da un diagnóstico severo, irremediable.
 “—Lástima, tiene talento. Pero es un caso absolutamente perdido.” 
Anécdota (contada antes en La llama y el hielo) que Dasso Saldívar pone en tela de juicio diciendo: “Aunque estas palabras pueden traducir una opinión generalizada entre los compañeros del entonces estudiante de Derecho Gabriel García Márquez, parecen más bien una exageración de la memoria de Plinio Mendoza puesta en boca de Villar Borda, pues, como se ve, éste debió tener en la más alta estima a quien fue, sobre todo, su compañero de lecturas literarias y aventuras periodísticas.”
Pero tal imagen vuelve a ser recordada cuando casi al concluir Aquellos tiempos con Gabo, Plinio evoca la noche de la ceremonia del Premio Nobel, “con las cámaras de televisión de 52 países fijas” en Gabriel García Márquez: “La imagen queda fija, y yo vuelvo ahora atrás, al principio, al muchacho demacrado con un vistoso traje color crema que 35 años atrás, en un café sombrío de Bogotá, sin pedirnos permiso se ha sentado a nuestra mesa. El muchacho flaco y bohemio, con una carrera de derecho abandonada, secreto devorador de libros en pensiones de mala muerte, pasajero de tranvías dominicales que no van a ninguna parte, ardoroso fabricante de sueños desesperados, considerado por su padre y sus amigos un caso perdido.”
Gabriel García Márquez durante la recepción del Premio Nobel de Literatura 1982
Sin embargo, la amistad de Plinio y Gabo no empezó allí, en Bogotá, sino en París, a fines de diciembre de 1955, pues Gabriel García Márquez había llegado al Viejo Continente a mediados de julio de ese año como corresponsal en Europa de El Espectador, diario bogotano, para quedar varado en la Ciudad Luz a inicios de 1956 en medio del frío, el hambre, la pobreza y las crecientes deudas, pues el dictador Gustavo Rojas Pinilla clausuró el diario (y El Independiente, que lo sustituyó, cerró sus puertas el 15 de abril de 1956) y para Gabo no fue fácil conseguir empleo para sobrevivir después de que se le acabó el dinero del boleto de regreso que el diario le envió (entre otras cosas, “recogió botellas, revistas y periódicos viejos y los cambió por algunos francos”, cantó rancheras a dúo en un club nocturno y “llegó el día en que tuvo que pedir un franco en el metro”). No obstante, pese a las penurias y a las deudas de la rentada buhardilla en el séptimo piso del astroso Hotel de Flandre, en la Rue Cujas del Barrio Latino, Gabriel García Márquez (que a fines de 1956 dejó la estrecha buhardilla y se fue “a la Rue d’Assas, donde compartió una chambre de bonne [cuarto de criada] con Tachia Quintana”, una vasca que sobrevivía de actriz de teatro y empleada doméstica), no dejó de teclear por las noches (hasta el amanecer) en la máquina portátil roja que alguna vez Plinio le vendió por 40 dólares, y entre mediados de 1956 y enero de 1957 concluyó su segundo libro, mismo que escribió nueve veces: El coronel no tiene quien le escriba (Aguirre Editor, Medellín, 1961), que muchos años después, en 1999, conocería una homónima, libre y somnífera adaptación fílmica, rodada en locaciones de Chacaltianguis, pueblo a orillas del río Papaloapan, Veracruz, con guión de Paz Alicia Garciadiego y la dirección de Arturo Ripstein. 

El joven periodista Gabriel García Márquez
      
    En el verano de 1957 los amigos viajan por Alemania Oriental y luego por la URSS (Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas), recorridos recordados en forma muy parcial y resumida por el autor, donde según éste pierden la “inocencia respecto del mundo socialista”, pese a que Gabo en el otoño de 1955 ya la había perdido al viajar por Polonia y Checoslovaquia, a lo que se añade la circunstancia de que al retornar del tal viaje por la URSS, ambos se separaron en Kiev y García Márquez vive quince días en Hungría, donde aún eran visibles los vestigios del levantamiento húngaro y de la invasión rusa de octubre de 1956. Gabo, además, daría constancia de tal experiencia en la serie de diez reportajes (“90 días en la Cortina de Hierro”) que escribió en 1957 al regresar a París; y pese a que ese mismo año se los envió a su colega Ulises (Eduardo Zalamea Borda) para que los publicara en el resurgido El Independiente, sólo los pudo dar a conocer en la revista Cromos, de Bogotá, entre julio y septiembre de 1959. 
A fines de 1957, Plinio, quien ya estaba en Caracas, Venezuela, recién nombrado jefe de redacción de la revista Momento, celebra las virtudes periodísticas de García Márquez y gracias a la locura del loco MacGregor, el dueño, éste le paga a Gabo el boleto de avión de Londres a Caracas, lo cual, sin que el par de amigos pudieran preverlo, los hizo vivir, de cerca y como periodistas, la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, ocurrida entre el primero y el 23 de enero de 1958.

Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza
(París, 1981)
Como periodistas, primero en Caracas y luego en La Habana, en enero de 1959 los dos participan en la efervescencia que suscita la recién estrenada Revolución Cubana. Poco después, en Bogotá, con Plinio a la cabeza, a ambos les toca organizar la corresponsalía de Prensa Latina, sucursal de la agencia noticiosa de Cuba, entonces dirigida desde La Habana por el argentino Jorge Ricardo Masetti. Según se sabe y confirma el autor, su paso por Prensa Latina implica uno de los episodios más controvertidos vividos por el par, pues fueron testigos (y chivos expiatorios) de cómo la elemental ortodoxia y el ciego sectarismo de la burocracia comunista prosoviética se apoderó de Prensa Latina, lo que propició la renuncia del dúo dinámico, cuando ya Gabo, desde inicios de 1961 estaba en Nueva York como corresponsal de la agencia cubana (allí lo alcanzó Plinio), enfrentando una serie de amenazas telefónicas que incluían a su mujer Mercedes Barcha y al pequeño Rodrigo, hijo de los dos, quien había nacido en Bogotá, el 24 de agosto de 1959, apadrinado por Plinio y bautizado por Camilo Torres, el cura, amigo de Gabo desde la época en que fueron estudiantes de Derecho en 1947, año en que Luis Villar Borda y Camilo Torres le publicaron a García Márquez dos poemas en el suplemento estudiantil La Vida Universitaria, editado en el periódico La Razón; pero luego, anota Dasso Saldívar en El viaje a la semilla, Camilo Torres “abandonó el primer curso de derecho y se fue al Seminario Mayor de Bogotá”. Y en 1964 (siendo el prominente sociólogo graduado en 1958 en la Universidad de Lovaina, Bélgica, fundador de la Facultad de Sociología, en Bogotá, el año que bautizó al bebé Rodrigo) Camilo Torres se convirtió en un militante del Ejército de Liberación Nacional, lo cual lo haría morir en su papel de guerrillero durante su primer enfrentamiento con el ejército colombiano (el 15 de febrero de 1966 en Patio Cemento, Santander) cuando apenas tenía cuatro meses de empuñar las armas.
El sacerdote Camilo Torres
El guerrillero Camilo Torres
Fidel Castro y Gabriel García Márquez
           Además de las razonables críticas que hace Plinio Apuleyo Mendoza a la Revolución Cubana, al dictador Fidel Castro, a los comunistas del partido y a los pseudocomunistas antropófagos de café, tal vertiente se entronca con otro hecho ocurrido en 1971, en París, cuando Plinio, gracias a las recomendaciones de Gabo —quien vivía en Barcelona y escribía El otoño del patriarca (Plaza & Janés, Barcelona, 1975)—, recién estaba a cargo de la coordinación de la revista latinoamericana Libre (aún en gestación y que sólo duraría hasta 1973), dirigida por Juan Goytisolo y financiada la Patiño (Albina du Boisrouvray), célebre productora de cine y heredera de un imperio minero boliviano, quien además “había realizado para el Nouvel Observateur un reportaje en Bolivia con motivo de la muerte del Che Guevara” (fue ejecutado el 9 de octubre de 1967). Según Plinio, Libre, con un directorio de plumas de primer nivel en América Latina y Europa, estaba “destinada a agrupar a todos los escritores en lengua castellana”, y “daría voz a la izquierda amordazada del mundo hispano”. Pero los problemas empezaron, dice, cuando en reuniones previas Julio Cortázar anteponía reparos, como exigir “una declaración política en la que explícitamente se diera respaldo a la Revolución Cubana”. Lo cual se agudizó, escribe Plinio, cuando el célebre “caso Padilla” les estalló “en las manos como una granada antes de que apareciera el primer número de Libre, dividiendo para siempre en dos bandos a los escritores de lengua castellana”. 
Ante tal controversia que también polariza la ideología de los dos amigos, destaca el hecho de que pese a ello (y a la distancia y a ciertos legendarios y oscuros equívocos) nunca han dejado de ser los grandes cuates, y que el reconocimiento que Plinio le rinde a Gabo implica mencionar las múltiples veces en que la amistad de García Márquez con Fidel Castro y su filiación por la Revolución Cubana, le ha servido al Premio Nobel de Literatura para auxiliar y rescatar de las mazmorras cubanas a escritores y a otras personas caídas en desgracia. 

Julio Cortázar
Pero Julio Cortázar, pese a la estima que suscitaba en Plinio, más de una vez es cuestionado y no sale sin un chichón en el trazo que hace de él: “Salvo en el humor y en la cortante ironía porteña que fulguraban a veces sus palabras, Cortázar no se parecía a Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela. Astrológicamente Oliveira tiene toda la pinta satánica, amarga y tierna de un escorpión, mientras que Julio, ordenado, ingenuo, sensitivo, con su vida, pese a todo, puesta como una camisa bien planchada en el ropero, con una prodigiosa capacidad de acumulación de conocimientos diversos y una fina aptitud hacia la especulación intelectual era un auténtico virgo. Un virgo fascinante por el que uno tenía sin remedio mucho afecto. Pero en política, por Dios, era como un boyscout confiado y limpio, con su silbato y su bastón, internándose sin saberlo, atrevidamente, en los parajes en donde reina Maquiavelo.”

Plinio Apuleyo Mendoza hojeando su libro
Gabo. Cartas y recuerdos (Ediciones B, Barcelona, 2013)
       Como el lector supondrá, muchos detalles, intríngulis, pasajes y anécdotas no están reseñados en la presente nota, como lo vivido por Plinio con Marvel Moreno, su hermosa ex esposa, ya fallecida, quien mucho antes de ser escritora, fue reina del carnaval en Barranquilla, Colombia, con la que tuvo dos hijas y con quienes vivió en “una vieja casa de piedra en un pueblo de Mallorca, Deyá, con un fantasma en el desván y un limonero en el traspatio”. Mientras Plinio y Marvel escribían, sus hijas, “muy pequeñas, iban a su escuelita a través de un paisaje de cuento de hadas hasta un torrente que bajaba rápido de la montaña y corría entre casas y jardines por la parte baja del pueblo”. 
Cabe observar, para concluir, que Aquellos tiempos con Gabo carece de una iconografía que lo hubiera hecho más atractivo y memorable.



Plinio Apuleyo Mendoza, Aquellos tiempos con Gabo. Plaza & Janés Editores. Barcelona, 2000. 224 pp. 




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Historias de mujeres




Entre evanescentes costillas

En Historias de mujeres, cuya primera edición en Alfaguara data de noviembre de 1995, la española Rosa Montero (Madrid, enero 5 de 1951), periodista y narradora, ha reunido una serie de esbozos biográficos o retratos de mujeres, previamente publicados por entregas en El País Semanal, revista de El País, periódico de España que circula en la Ciudad de México y en algunos puntos de la provincia mexicana, como es el caso de Xalapa, capital del estado de Veracruz. Si la revista limitó la extensión de sus escritos, en el libro fueron ampliados, pero la iconografía, rica y a color en las primeras versiones, se constriñó, en blanco y negro, a una página por texto. 

(Alfaguara, 5ª ed., Madrid, 1996)
Rosa Montero
      
       Enmarcados por un prólogo y un epílogo, Rosa Montero, con afán sintético, boceta en 15 ensayos la vida y obra de Agatha Christie, Mary Wollstonecraft, Zenobia Camprubí, Simone de Beauvoir, Lady Ottoline Morrell, Alma Mahler, María Lejárraga, Laura Riding, George Sand, Isabelle Eberhardt, Frida Kahlo, Aurora y Hildegart Rodríguez, Margaret Mead, Camille Claudel, y las hermanas Brontë. Si en todas estas historias se da por supuesto que hay un trasfondo de documentada investigación (de ahí la bibliografía al pie de cada texto, entre los párrafos e incluso al pie del prólogo), también es cierto que a través de los sesgos subjetivos de la autora sus bocetos se leen como cuentos, sin duda aderezados con buenas dosis de leyenda, chisme y mitificación, pero sobre todo por su amenidad para matizar y narrar. Por ejemplo, de Margaret Mead (1901-1978), controvertida antropóloga que revolucionó su especialidad, dice: “Desde que en 1960 se rompiera una pierna, Margaret llevaba siempre consigo una larga horquilla de castaño. Viéndola en las fotos de esa época, redonda y pigmea hasta lo inverosímil y blandiendo su primitiva vara, la antropóloga parece un personaje de cuento de hadas: un gnomo, una bruja gruñona pero bondadosa, una hechicera arcaica. Una criatura no del todo humana, en cualquier caso, a medio camino entre el chiste y la leyenda.” De María Lejárraga (1874-1974), otro ejemplo, que fue la fiel y cornuda esposa de un famoso dramaturgo español de principios del siglo XX y a quien ella le escribía los libretos, ensayos y artículos que él firmaba y explotaba, apunta: “A los veintitrés años se echó su primero y último novio: Gregorio Martínez Sierra, el hijo de un vecino, un renacuajo de diecisiete años raquítico y tuberculoso (cinco de sus hermanos murieron del bacilo), un chico feísimo, él sí, cabezón, sin barbilla, las orejas desparramadas y todo el aspecto de un ratón. Pero le gustaba el teatro, y escribir poemas, y la literatura.”

Margaret Mead
María Lejárraga
     
        Pero también Rosa Montero, de manera intextricable, vierte una serie de datos y reflexiones de índole feminista (antifalocéntricas, pero no androfóbicas), un conjunto de bosquejos históricos y reivindicatorios de la situación y del papel de la mujer a través del tiempo y de la historia, a lo que se añade una serie de personales puntualizaciones que dan indicios de sus perspectivas e idiosincrasia. Por ejemplo, en un momento dice: “¿Quién podría hoy creer, en su sano juicio, que la literatura sirva para salvar el mundo, o siquiera que el mundo pueda ser susceptible de ser salvado de ningún modo?” O en otro: “el amor, en cualquier caso, consiste en cegarse ante el engaño y en ver al otro no como en realidad es, sino como dice ser, en su representación (igual que una actriz, igual que un actor) del papel que le adjudican nuestros deseos.” Esto ocurre en el prólogo y en el epílogo, en los textos donde habla de mujeres destacadas capaces de ser ellas mismas y contra viento y marea, como son los polémicos y legendarios casos de Agatha Christie, Simone de Beauvoir, George Sand, Margaret Mead, Frida Kahlo y Mary Wollstonecraft. 

Agatha Christie
Simone de Beauvoir
George Sand
Frida Kahlo
Foto: Manuel Álvarez Bravo
Mary Wollstonecraft
Isabelle Eberhardt
Zenobia Campubrí
Zenobia Campubrí y Juan Ramón Jiménez
Laura Riding
Camille Claudell
Lady Ottoline Morrell
Emily Brontë
Las hermanas Brontë
Alma Mahler
  
    Y desde luego, en los casos de las singulares mujeres cuyos destinos resultaron truncos, dolorosos y trágicos; tal es caso de la citada María Lejárraga; el de Isabelle Eberhardt (1877-1904), políglota de ascendencia rusa, incipiente escritora, musulmana conversa en busca de su fanático martirio, de equívocas y oscuras actividades en el norte de África, muerta en la miseria y con el cuerpo roído por la sífilis y el paludismo; el de Zenobia Camprubí (1887-1956), la mujer y musa de Juan Ramón Jiménez (1881-1958), capaz de anularse a sí misma con tal de cumplir con las manías, caprichos y mezquindades de su dueño y señor; el de Frida Kahlo (1907-1954), sorprendida en 1918 por “un golpe en el pie derecho que le causa una atrofia ligera” y por la polio que la arroja a la cama durante nueve meses, y más tarde por el legendario accidente de 1925 y su larga, torturante y complicada secuela; el de Mary Wollstonecraft (1759-1797), narradora, demócrata, liberal y feminista enfrentada a las discriminaciones y miserias antepuestas por los atavismos sociales y machistas de su tiempo, quien antes de morir dio a luz a Mary Shelley (1797-1851), la famosa autora de Frankenstein (1816); el de Hidelgart Rodríguez (1915-1933), niña prodigio educada y asesinada de tres balazos por Aurora (1880-1955), su megalomaniaca y posesiva madre, cuyo patético declive, en la cárcel y en el manicomio (donde estuvo entre 1935 hasta su muerte), la autora también bosqueja; el de Laura Riding (1901-1991), cuyo delirio de bruja y sibila sedujo y arrastró a una cohorte de diocesillos bajunos (“escritores, pintores, fotógrafos”), entre ellos Robert Graves (1895-1985), quien le sirvió de perro y fiel lacayo en la legendaria casita de Deyá, en la isla de Mallorca (“le llevaba todos los días el desayuno a la cama, le liaba los cigarrillos, le hacía los recados, la inundaba de regalos”), pero a la que no obstante le dedicó La Diosa Blanca (1948), dizque inspirado en ella, diciendo en el epílogo: “Ningún poeta adquiere conciencia de la Musa sino por medio de su experiencia con una mujer en la que la Diosa reside hasta cierto punto”; el de Camille Claudel (1864-1943), hermana de Paul Claudel (1868-1955), siempre a la sombra de Auguste Rodin (1840-1917), confinada a la pobreza, a la pérdida y dispersión de su obra escultórica, a la falta de reconocimiento, al olvido y al manicomio durante 30 años, donde murió; el de Lady Ottoline Morrell (1873-1937), anacrónica y dieciochesca mecenas cercana no sólo al grupo de Bloomsbury, mal entendida y despreciada por sus agraciados y coterráneos, pese a la devoción de Bertrand Russell (“fue fundamental para la vida y obra del premio Nobel”), quien terminó solitaria, con su fortuna extinguida, y el rostro desfigurado tras una torpe operación de un cáncer en la cara que le descubrieron a los 55 años; el de Emily Brontë (1817-1848) y su novela Cumbres borrascosas (1847), destinada, por los siglos de los siglos, a atrer mil y un lectores de todos los calibres e idiomas, y por extensión a la lectura y relectura de la vida, obra y avatares de los miembros de su familia; el de Alma Mahler (1879-1964), que se negó por siempre jamás como pianista y compositora ante las obtusas exigencias de Gustav Mahler (1860-1911), su marido durante una década (de 1901 hasta la muerte de éste): “...¿Cómo te imaginas la vida matrimonial de un hombre y una mujer que son los dos compositores?”, le pregunta Gustav Mahler en el fragmentario fragmento de una carta de antología que contiene una serie de risibles y obsolescentes “razones” que Rosa Montero, con exultante espíritu crítico y deportivo, discute y combate una y otra vez a lo largo del libro: “¿Tienes alguna idea de lo ridícula y, con el tiempo, lo degradante que llegaría a ser inevitablemente para nosotros dos una relación tan competitiva como ésa? ¿Qué va a ocurrir si, justo cuando te llega la inspiración, te ves obligada a atender la casa o cualquier quehacer que se presentara, dado que, como tú has escrito, quisieras evitarme las menudencias de la vida cotidiana? ¿Significaría la destrucción de tu vida [...] si tuvieras que renunciar a tu música por completo a cambio de poseerme y de ser mía? [...] Tú no debes tener más que una sola profesión: la de hacerme feliz. Tienes que renunciar a todo eso que es superficial (todo lo que concierne a tu personalidad y tu trabajo). Debes entregarte a mí sin condiciones, debes someter tu vida futura en todos sus detalles a mis deseos y necesidades, y no debes desear nada más que mi amor.”

Rosa Montero


Rosa Montero, Historias de mujeres. Iconografía en blanco y negro. Extra Alfaguara. 5ª edición. Madrid, abril de 1996. 248 pp.


viernes, 6 de enero de 2023

Los Magos



El niño no ha recibido ningún regalo

En la segunda de forros de Las formas de la memoria (I): Los Magos, libro póstumo del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal impreso en México, en 1989, por la extinta Editorial Vuelta, Manuel Ulacia apunta: “En marzo de 1985, cuando Emir Rodríguez Monegal supo que el cáncer que lo invadía lo dejaría sin vida en poco tiempo, empezó un proyecto que había ido postergando por años: sus memorias. De los cinco tomos que había pensado escribir —el primero dedicado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos—, desgraciadamente sólo terminó el primero.”

Emir Rodríguez Monegal
(Melo, Uruguay, julio 28 de 1921-New Haven, noviembre 14 de 1985)
No es gratuito que Emir Rodríguez Monegal —quien falleció a los 64 años, en New Haven, el 14 de noviembre de 1985— haya escogido el título Las formas de la memoria para designar, globalmente, su propósito de escribir las evocaciones sobre su vida personal y familiar y sobre su actividad de crítico, investigador, editor y profesor. El rótulo, más que la segmentación periódica signada por ciertos capítulos y epicentros relevantes de su itinerario, alude la particularidad de la memoria (acentuada con el incesante paso del tiempo) para seleccionar, sintetizar, enfocar, olvidar y transformar los recuerdos. En este sentido, no es extraño que en las páginas de Los Magos —el único tomo que alcanzó a escribir— el mismo Monegal se pregunte después de lo apuntado en torno a un pasaje de su niñez: “¿Pero sentí yo eso o estoy, ahora, leyendo en aquellas migajas de recuerdos una intencionalidad que no tenían?”. O que comente (otro ejemplo) sobre su estadía en Porto Alegre: “Tengo de ese viaje como instantáneas muy nítidas rodeadas por una zona espesa de sombra. Muchas de ellas tal vez ni sean mías sino restos de conversaciones que oí entonces o algo más tarde”. O que, incluso, llegue a escamotear o a evitar asuntos escabrosos como la versión de su abuela paterna sobre el por qué el padre de Emir fue desheredado y echado del núcleo familiar; o cuando se detiene, pudoroso, y anota al referirse sobre sus progenitores y a la temporada en Porto Alegre: “Años más tarde, me enteraría de los verdaderos entretelones de esta estancia pero no es éste el lugar para revelarlos”.
     
Miembros de la revista Número en casa de Emir Rodríguez Monegal.
De pie: Monegal, Zoraida Nebot, Manolo Claps, Idea Vilariño, Luz López de Benedetti y
Baíta Sureda de Cabrera. En cuclillas: Sarandi Cabrera y Mario Benedetti.
      
     El caso más significativo sobre la mixtura memoriosa confeccionada con el cedazo, el destilador, la omisión, la amputación y las preferencias electivas que se urden a través de la inteligencia, la moral, los sentimientos, las virtudes, y los objetivos escriturales y escenográficos, es la quinta parte del libro: “Los Magos”, que le da título al tomo uno y que es el pasaje más patético, donde Emir cuenta el drama desolador y lacrimógeno que sufrió toda la noche de entre el 5 y el 6 de enero de 1926 cuando súbita e inesperadamente le fue revelado que Melchor, Gaspar y Baltasar no existían y quiénes estaban detrás de éstos y de los regalos que esa vez no recibió.

(Editorial Vuelta, México, 1989)
      Los Magos es el resumen sobre la infancia y la adolescencia (acaecida en Uruguay y Brasil) con el que Emir Rodríguez Monegal comenzó a escribir la historia de su vocación de lector, crítico literario, editor, investigador, maestro universitario y biógrafo. El héroe de la travesía evocativa es él, no sólo porque funge como el narrador omnisciente y ubicuo que rememora su genealogía europea y latinoamericana, la vinculación con su tía abuela Piqueta, las relaciones con parientes y amigos, las andanzas en diferentes liceos, la pobreza de sus padres, los ires y venires entre Montevideo y distintas poblaciones brasileñas, sus entrenamientos librescos y dibujísticos de niño enfermizo y tímido, las atmósferas y entornos familiares y sociales, y sus primeras nociones de índole sexual, sino también porque siempre busca la oportunidad de lucir su memoria e imaginación erudita y cinematográfica, encontrando paralelos (no exentos de ironía) entre las situaciones que recuerda y narra, con la referencia a un libro en particular o a una película determinada, o con el dato biográfico perteneciente a un escritor o director de cine.
El cometido central, sin embargo, es relatar la gestación legendaria del futuro crítico, editor y profesor. Todo lo que rememora y narra tiene como finalidad enmarcar su temprano gusto por los libros y el placer que le suscita la lectura y el estudio.
Mario Vargas Llosa, Patricia Llosa, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti,
Emir Rodríguez Monegal y Pablo Neruda.
        El momento más trascendente de su empecinada filiación de lector le ocurre a los quince años cuando descubre, en Montevideo, a un tal Borges encargado de la sección “Libros y autores extranjeros” de la revista argentina para señoras elegantes El Hogar, lo cual, además de inducirlo a coleccionar paulatinamente (dados sus magros recursos) la serie completa de la revista Sur, lo llevó a encontrarse, entre los estantes de una librería de viejo, un ejemplar sin abrir de Historia universal de la infamia (Tor, Col. Megáfono núm. 13, Buenos Aires, 1935).

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
(Montevideo, c.1948)

Foto incluida en Borges. Una biografía literaria (FCE,  México, 1987)
         Tales sucesos resultan los más relevantes de su adolescencia en lo que concierne a su adoctrinamiento literario y constituyen la simiente para que muchos años después, cumpliendo con su eterna filiación borgeseana (“perpetuo estudiante de Borges”, lo llama Enrique Sacerio-Garí) urdiera en inglés el libro Jorge Luis Borges. A Literary Biography (E.P. Dutton, New York, 1978), cuya traducción al español de Homero Alsina Thevenet —con correcciones, añadidos y modificaciones del propio Monegal— éste ya no vio, pues se terminó de imprimir “el 15 de marzo de 1987”, en México, por el Fondo de Cultura Económica; casa editorial que el “30 de agosto de 1985” le había publicado el libro Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos, su anotado compendio de la obra de Borges que, tal vez, alcanzó a hojear, cuya base fue la antología en inglés que en Estados Unidos publicó con el traductor y poeta escocés Alastair Raid (1926-2014): Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (Dutton, New York, 1981).  Y tampoco pudo ver el compendio Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939), antología impresa en Barcelona, en “septiembre de 1986”, por Tusquets Editores, planeada una década antes con el cubano Enrique Sacerio-Garí (a quien Monegal en la Universidad de Yale le dirigía una tesis doctoral sobre Borges) e iniciada entre ambos; pero Enrique, ante la muerte de Emir, tuvo que concluirla y prologarla. Años más tarde, en “febrero de 2000”, Emecé Editores publicó en Buenos Aires el libro Borges en El Hogar (1935-1958), donde se compilan los textos que quedaron sin antologar, también con ilustraciones extraídas de tal revista.

(FCE, México, 1987)
(FCE, México, 1985)
(Tusquets, Barcelona, 1986)
         Los Magos, por su parte, concluye con un tributo más a Borges, incluido en el “Apéndice: La muerte y las vidas de Aparicio Saravia”, donde Monegal no desvela por qué él es un personaje secundario de “La redención” —cuento publicado el 9 de enero de 1949 en el suplemento dominical de La Nación, periódico de Buenos Aires, luego incluido en El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) con el título “La otra muerte”—, sino que esclarece un intríngulis personal, familiar e interpretativo con el que vivió durante mucho tiempo, hasta que en 1982 en una azarosa plática que sostuvo con Borges en un hotel de Nueva York  “protegidos por la presencia casi inviable de María Kodama”) descubrió el paradójico y oculto sentido del asunto.
Al término de Los Magos y ante la constatación de que Emir, como lo dijera el cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), era un hombre todo hecho de literatura, el reseñista se pregunta por qué, al parecer, no fue tentado por la ficción; si esto le ocurrió en la infancia o en la adolescencia o en la adultez, en Los Magos no lo dice. Material no le faltaba. Piénsese, por ejemplo, en la descripción novelesca que hace del ogro gallego que custodiaba la librería La bolsa de los libros, en Montevideo, donde un muchachito temeroso y escurridizo hurgaba con desatino.

 
         Alrededor de dos meses y medio antes de que se cumpliera el primer aniversario de su fallecimiento, en el número 118 de la extinta revista Vuelta (septiembre de 1986) aparecieron varios artículos dedicados a recordar la vida y obra de Monegal. Guillermo Cabrera Infante, en el suyo (“Cuando Emir estaba vivo”), no exento de humor, hilarantes anécdotas y juegos de palabras, evoca cómo lo conoció en París, en “noviembre de 1966” —cuando el uruguayo dirigía la revista Mundo Nuevo y donde le publicaría primicias de Tres tristes tigres—, más algunos encuentros y vivencias compartidas en alejadas partes del mundo, hasta el momento en que se entera del padecimiento que voraz y dramáticamente acabaría con él en pocos meses:

Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, abril 22 de 1919-Londres, febrero 21 de 2005)
        “Fue en abril del año pasado que supe de su enfermedad mortal. A la consternación de la noticia sucedió la convicción de que su cáncer sería curable. Coincidimos por última vez en Washington para dar dos charlas en el Wilson Center. En el hotel Emir fue casi una aparición. El hombre alto y fuerte que antes parecía un gaucho había sido cambiado ahora en un anciano encogido al que sólo el pelo negro delataba la edad. Estaba delgado en extremo, emaciado, con una cara que mantenía sus rasgos pero como en una caricatura, y el color amarillo de su piel siempre morena era otra transformación malsana. Al atravesar el lobby cojeaba de una pierna. Luego me explicó que el tumor, que aún no le habían extirpado, le oprimía un nervio o una vena de ese lado. Llevaba bajo la ropa una de las piadosas bolsitas de mierda que atormentaron a Artaud y en cuanto comía debía sufrir la humillación de vaciar la descarga excremental. Sólo la voz (y la voluntad, la voluntad) era la misma. En un aparte en un rincón del lobby me advirtió: ‘No debes hablar aquí de Castro. No te conviene’. ¡Extraña advertencia en Washington! Por su puesto que en mi charla hablé de la mala prensa americana que era buena prensa para Fidel Castro y cité ejemplos. Emir aprovechó para declararse uruguayo viejo, latinoamericano de siempre y ciudadano de América. Cuando nos despedimos fue una dura despedida. No nos volvimos a ver.
“Tarde en 1985, durante mi estancia en Wellesley Collage, en un suburbio de Boston, donde Emir había prometido visitarnos, ocurrió su última operación que reveló la fatalidad del cáncer que ya su cara anunciaba. Hablamos mucho por teléfono y su misma voz se fue apagando. Una noche de noviembre me llamó para decirme que sus médicos, a los que acusaba de misericordia in extremis, le habían dicho la verdad, para él terrible noticia, del diagnóstico último: no le quedaban siquiera dos semanas de vida. Emir tan sarcástico, tan ingenioso, tan fuerte me dio la noticia llorando: la forma fue casi más un shock que el contenido. Después me dijo que se iba al Uruguay por unos días, lo que me pareció primero un disparate, creyendo que debía ahorrar fuerzas, y después se vio como una consecuencia natural de su línea de la vida. Emir no iba ‘en coche al muere’, como dijo Borges, sino a encontrarse con su destino sudamericano. Amigos mutuos me contaron de su regreso a Yale y de su muerte dos días después: el uruguayo había ido y vuelto, a morir donde había hecho amigos y, sobre todo, alumnos. Yo, que creía que Emir era un maestrico, supe entonces que era un maestro. Creo que más que la de crítico fue la de maestro su profesión de fe.”

(Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1974)
     Quizá tenga razón Guillermo Cabrera Infante, quizá no. Lo cierto es que en el segundo volumen de Narradores de esta América (Editorial Alfa Argentina, Buenos Aires, 1974), se lee un extenso y brillante ensayo de Emir Rodríguez Monegal sobre la novela Tres tristes tigres (Seix Barral, Barcelona, 1967) en la que confluyen, amalgamados y de manera inextricable, el crítico y el profesor.


Emir Rodríguez Monegal, Las formas de la memoria (I): Los Magos. Prefacio en los forros de Manuel Ulacia. Prólogo de Haroldo de Campos. Editorial Vuelta. México, agosto de 1989. 192 pp.

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"Everness", poema de Jorge Luis Borges recitado por él mismo.
"Nene patudo", canción de Alfredo Zitarrosa cantada por él mismo.