martes, 4 de agosto de 2020

Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos

 El laberinto, la telaraña y el círculo
 (algo tan necesario como respirar)

Nacido en Melo, Cerro Largo, el 28 de julio de 1921, el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal falleció de cáncer en New Haven el 14 de noviembre de 1985, 7 meses antes de que el argentino Jorge Luis Borges muriera en Ginebra el 14 de junio de 1986 (había nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899). Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos (México, FCE, 1985) basada en la antología que Monegal publicó en inglés, en Estados Unidos, con la colaboración del escocés Alastair Reid (1926-2014), traductor de Borges: Borges. A reader. A selection from the writings of Jorge Luis Borges (New York, Dutton, 1981), y Borges. Una biografía literaria (México, FCE, 1987) originalmente escrita en inglés y publicada en Nueva York, en 1978, por Dutton, son el par de libros, editados en México por el Fondo de Cultura Económica, que el crítico, profesor y editor uruguayo destinó a la vida y obra del celebérrimo argentino que nunca recibió el Premio Nobel de Literatura.
(Dutton, New York, 1978)
     
(FCE, México, 1987)
         A Emir Rodríguez Monegal la muerte le impidió observar los cambios que preparara especialmente para la traducción al español que por encomienda suya hizo Homero Alsina Thevenet de su citada Biografía literaria. En contraste, la introducción, los prólogos, la cronología, la bibliografía y las notas del Ficcionario (compendio firmado en “Yale University”) los concibió en castellano, así como la edición de los textos de Borges. Sin embargo, quizá no haya visto el libro impreso (pero tal vez sí), puesto que la primera edición de diez mil ejemplares “se terminó de imprimir el 30 de agosto de 1985”. La muerte de Emir Rodríguez Monegal también se interpuso en la edición final de los Textos cautivos. Ensayos y reseñas en “El Hogar” (1936-1939) (Barcelona, Tusquets, 1986), antología de reseñas, biografías sintéticas y ensayos breves que Borges escribió en la revista bonaerense El Hogar, que el crítico uruguayo preparaba en la Universidad de Yale (donde era profesor de Literatura Iberoamericana) con la colaboración del cubano Enrique Sacerio-Garí (Sagua la Grande, Villa Clara, agosto 2 de 1945) y por ende fue éste quien la concluyó y prologó.

(Tusquets, Barcelona, 1986)
       La muerte de Monegal también interrumpió la escritura de sus memorias, proyecto iniciado después de que en marzo de 1985 supo que tenía cáncer (apunta Manuel Ulacia en la segunda de forros de Los Magos). Monegal había planeado escribir cinco tomos: “el primero destinado a su infancia y adolescencia; el segundo, a sus años como editor en el suplemento Marcha; el tercero, a su experiencia en Inglaterra; el cuarto, a sus años en París como director de Mundo Nuevo, y por último, el quinto, dedicado a su vida como profesor en los Estados Unidos”. Pero sólo alcanzó a escribir el primero, mismo que póstumamente publicó en México la extinta Editorial Vuelta, “el 30 de agosto de 1989”, con el título Las formas de la memoria (I): Los Magos.

     
(FCE, México, 1985)
        El ágil e interactivo sistema de llamadas-enlaces que en el Ficcionario llevan y traen al lector navegando de un lado a otro de la introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal y de los textos de Borges (incluidas la cronología y la bibliografía), hacía pensar, en los años 90 del siglo XX, en los botones interactivos de un CD-ROM (ahora anacrónico); y ya encarrerado el gato en lo que va del siglo XXI: en las páginas web que a través de Internet llevan y traen de un sitio a otro del ciberespacio. En este sentido, el Ficcionario traza un laberinto o telaraña que es “un círculo cuyo centro no está en ninguna parte y cuya circunferencia está en todas”; y por ende evoca o remite a la cabalística y ancestral “tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo”. Dicho de un modo quizá más elemental y especular: el Ficcionario es “una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía” Borges, donde al instante y simultáneamente convergen “infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos”. Es decir, “Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades.”

Jorge Luis Borges, César Fernández Moreno y Emir Rodríguez Monegal
Montevideo, c. 1948
  En su introducción al Ficcionario, Emir Rodríguez Monegal, entre lo que argumenta para justificar la elección-discriminación que hizo de los textos de Borges, dice, con algo de razón paleográfica y arqueológica, que “casi no hay texto suyo (como el hueso que un antropólogo encuentra en el barro) que no pueda ser usado para reconstruir la fábrica entera de su obra”. Pero una de sus tesis principales (
derivada de la tesis “desarrollada por Gérard Genette en 1964” y que trasmina el total de las páginas), se lee cuando afirma que Borges con “el cuento ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ funda una teoría de la literatura. Allí se demuestra que el lector de un clásico se convierte, en cierto sentido, en colaborador del mismo: su lectura altera el texto.” [...] “En vez de mero consumidor, el lector debe convertirse en colaborador. Es decir: en escritor del texto”. 
Borges es un clásico (al menos eso cree y cultiva una mínima tribu que subyace dispersa entre los oscuros y amnésicos trogloditas de la laberíntica y subterránea Ciudad de los Inmortales), y bajo tal perspectiva el simple lector, en calidad de demiurgo menor, de diosecillo bajuno o de nanohomúnculo umbelífero, colabora con él, realiza una doble lectura (o quizá triple, cuádruple o quíntuple), reescribe sus textos de cabo a rabo, es uno más de los incesantes Pierres Menards, autores de la obra de Borges, que infestan las catacumbas de la recalentada y laberíntica aldea global y que sin cesar reescriben (leyendo) —palabra por palabra, línea a línea, párrafo tras párrafo— una obra efímera, mental, cuyo evanescente palimpsesto de rapsoda impenitente acaso coincide con exactitud (sin que se trate de una copia fiel) con la obra única de Borges. 
     
(Dutton, New York, 1981)
         El Ficcionario no es una antojolía crítica que se lee de una sentada. Es un libro de consulta que se lee y relee por un insaciable hedonismo cognoscitivo y estético, y no por una ampulosa aspiración pseudoacadémica. Desde luego que tiene yerros y minucias que el tiempo ha vuelto evidentes y caducas y otras con las que se puede estar en desacuerdo. Por ejemplo, Monegal dice que “El general Quiroga va en coche al muere” y “El Golem” son “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”. Pero si bien el primero implica un pasaje histórico que aborda Faustino Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie (1845), y el segundo la indirecta e implícita lectura de El Golem (1915) —el primer libro que el joven Georgie descifró en alemán (aún en Europa)—, pero sobre todo de las Principales tendencias del misticismo judío (1941), de Gershom Scholem (que Borges leyó en inglés), y “el libro de Frachtenberg sobre supersticiones judías” (dice en el consabido comentario que preludia su grabada recitación de su poema “El Golem” al referirse a la póstuma obra de Abraham von Franckenberg), no son, precisamente, “poemas que son notas a pie de página de estudios eruditos escritos por otros”.

       
(Alfaguara, México, 1998)
          Siendo las cosas más o menos así (o no), el lector puede hacer sus propias modificaciones, parodias y añadidos. Por ejemplo, colocar en el supuesto final de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” la datación “1940, Salto Oriental”, pues por un descuido editorial se mutiló. O seguir al pie de la letra (o no) las observaciones críticas que Augusto Monterroso señala en “El otro aleph” —ensayo reunido en su libro La vaca (Alfaguara, México, 1998)—, donde cuestiona y hace polvo lo que Monegal asienta, en su nota 51, sobre el argumento de “El Aleph” y sus presuntos vínculos con la Divina Comedia y con el nombre de Dante Alighieri. O quizá, con humor borgesano, insertar en la cronología lo que una mano anónima redactó en Destiempo de Borges, el polifónico y monográfico número 188 de La Gaceta del FCE, correspondiente a agosto de 1986, al comentar la noticia de la muerte del escritor: “Recientes investigaciones permiten suponer que Borges murió hacia 1986 en la ciudad de Ginebra. Hay quien aventura que la fecha precisa fue el 14 de junio. La Redacción se limita a dar noticia de estas especulaciones, no se hace responsable de su veracidad, toda vez que cierto encabezado rezaba al día siguiente a ocho columnas: ‘Borges no ha muerto’.”

El Ficcionario, no obstante, y pese al tiempo y a sus yerros, es un buen libro para descubrir y empezar a conocer la vida y obra de Borges. En este sentido, quizá no falte el recién iniciado al que le suceda lo mismo (o algo parecido) a lo que Monegal narra en Los Magos cuando siendo un adolescente en la habitación de una de sus tías, en Montevideo, se tropezó con una página de El Hogar firmada por un tal Borges. Monegal dice, con la pátina y el aderezo del tiempo, que fue en 1936, a sus 15 años; pero quizá haya sido en 1937, por lo que afirma a continuación y porque el primer número donde colaboró Borges data del “16 de octubre de 1936”: 
(Vuelta, México, 1989)
        “Ese mismo año, sin embargo, estando en el cuarto de mi tía Nilza, me puse a hojear una revista femenina que ella solía comprar, El Hogar, y entre fotos de señoras de la mejor sociedad argentina que lucían sus pieles en Buenos Aires o se ventilaban en Mar del Plata, encontré una sección bibliográfica, sobriamente titulada ‘Libros y Autores Extranjeros’, y firmada por un tal Jorge Luis Borges. Una mera hojeada me reveló que aquello era lo que precisamente andaba buscando desde hacía algunos años: noticias críticas sobre literatura contemporánea. En el espacio de una página compacta, este tal Borges se las ingeniaba para resumir en treinta o cuarenta líneas la biografía de Virginia Woolf, además de dar un fragmento del Orlando en su propia versión. Reseñas de libros de mediana extensión marginaban estos textos, y hasta había lugar para unas cómicas apostillas sobre la vida literaria. Lo que primero me impactó fue la gracia del estilo, el uso impecable de la ironía y la capacidad de definir a un escritor en términos tan precisos que de desconocido se convertía en conocido. Nunca había oído hablar de Mrs. Woolf, pero a partir de esa biografía no sólo sabía qué había escrito sino cuál era la singularidad de su obra. Revolví entre los viejos números de la revista y encontré otras páginas, con reseñas sobre Wells (cuyas primeras novelas de ciencia y ficción ya había leído en portugués, en Río), sobre Oswald Spengler, otro desconocido, sobre William Bluter Yeats (ídem de ídem). Después de leer a Borges sabía perfectamente qué se proponía el filósofo alemán y cuáles eran los puntos más flacos de la brillante coraza del vate irlandés. Con avidez, empecé a coleccionar esas páginas, saqueando todas la revistas de casa y otras amigas.”

Ese mismo año, bajo tal deslumbramiento y devoción, al revolver los estantes de una antigua librería de viejo cercana a su casa familiar de Montevideo, La Bolsa de los Libros, encontró, dice, “un ejemplar aún virgen de la Historia universal de la infamia de Borges, publicado en 1935 y en edición popular por la Editorial Tor, casa que me era muy familiar por sus ediciones de los clásicos.” [...] “Decir que la lectura de la Historia universal me trastornó del todo, es decir poco. De golpe descubrí que se podía escribir en español con el ingenio, la velocidad, y la puntería de la mejor literatura francesa o inglesa. Descubrí que no estábamos condenados a la cacofonía, al pleonasmo, o a las migajas de la oratoria del siglo XIX.” 
Colección Megáfono número 3
Editorial Tor, Buenos Aires, 1935
  Resulta consecuente, entonces, que “en una librería más grande y moderna, El Palacio del Libro”, al descubrir accidentalmente “una colección completa de la revista Sur” (cuyo primer número data de enero de 1931) a Monegal le pareciera “sagrada porque tenía a Borges de colaborador. Fue una revelación. Como mis recursos eran limitados, decidí someterme a un riguroso racionamiento: cada mes, compraba el nuevo ejemplar de Sur, y uno de los atrasados. Así llegué a poseer la colección completa de la revista.” [...] “La mera existencia de Borges me probaba que había otros niveles de crítica.”

Revista Sur número 1
Buenos Aires, enero de 1931
        Vale añadir que tal deslumbramiento y fascinación evoca, y en algo o mucho coincide, con lo que Augusto Monterroso (1921-2003) bosqueja al inicio de su ensayo “Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges”, reunido en su libro Movimiento perpetuo (México Joaquín Mortiz, 1972), y que remite a una época en que en América Latina los dispersos y reducidos círculos intelectuales descubrían a Franz Kafka a través de La metamorfosis (Buenos Aires, Losada, 1938), libro de narraciones prologado por Borges (con varias traducciones suyas), y cuando aún no aparecía su libro El Aleph (Losada, Buenos Aires, 1949) y aún eran recientes sus libros de cuentos publicados en la capital argentina por la editorial de la influyente revista Sur, de la que era, desde el primer número de enero de 1931, un distinguido y notable colaborador: El jardín de senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1944):

(Joaquín Mortiz, México, 1972)
     


        “Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a ese ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.
Colección La Pajarita de Papel número 1
Editorial Losada, Buenos Aires, 1938

En Jorge Luis Borges. Bibliografía completa (FCE, 1997),
Nicolás Helft dice que 
“Borges figura como traductor del libro,
pero los textos de La metamorfosis, Un artista del hambre
 y Un artista del trapecio no fueron traducidos por él.
       “Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar belleza; que alguien nuestro podía contar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.”



Jorge Luis Borges. Ficcionario. Una antología de sus textos. Edición, introducción, prólogos, notas, cronología y bibliografía de Emir Rodríguez Monegal. Colección Tierra Firme, FCE. 1ª edición. México, agosto 30 de 1985. 488 pp.


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