jueves, 20 de noviembre de 2014

Las soldaderas



Las mil y una Adelitas que conmovieron al mundo

La mexicana Elena Poniatowska (París, mayo 19 de 1932) es la prologuista de Las soldaderas, libro con un tiraje de cuatro mil ejemplares de la colección Fototeca, serie coeditada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el Instituto Nacional de Antropología e Historia y Ediciones Era, bajo la coordinación editorial de Adriana Konzevik y Rosa Casanova, cuyo objetivo es venderle a los lectores antologías de imágenes del “excepcional patrimonio fotográfico que se conserva en la Fototeca Nacional del INAH en Pachuca”. 
(CONACULTA/INAH/Era, México, 1999)
      En este sentido, Heladio Vera Trejo seleccionó las 50 fotos reproducidas en blanco y negro que se aprecian en Las soldaderas. La impresión fotográfica fue elaborada por Adán Gutiérrez, Alejandra Maldonado, Isaías Cruz y Héctor Ramón Jiménez. Y el seguimiento de la producción fotográfica por Juan Carlos Valdez y Rosángel Baños.
     Según el listado final donde se citan los números de archivo de las imágenes, los lugares, las fechas, el nombre de los fondos y el nombre de las técnicas fotográficas en que se conservan, 49 fotos se ubican entre 1910 y 1921, y sólo una, tomada en Cuautla, Morelos, data de 1950; es decir, la mujer a caballo que se ve allí está disfrazada de soldadera con cruzadas cartucheras en el pecho, dentro del contexto de un folklórico y patriótico desfile de alguna asociación de charros. 
Cuautla, Morelos, 1950 (película de seguridad)
Fondo Casasola
    48 fotos de Las soldaderas pertenecen al Fondo Casasola. Una al Fondo Guerra y otra al Fondo Teixidor, pese a que ambas muestran su otrora número de serie y el nombre del mismo fotógrafo (casi anónimo) que al parecer las concibió: “H.J. Gutiérrez. Foto”.
Ciudad Juárez, Chihuahua, 1911 (impresión gelatina)
Fondo Guerra 
 Grupo de insurgentes (Ciudad de México, c. 1911)
Impresión fotográfica de plata sobre gelatina
Fondo Teixidor
Una hojeada permite ver que la calidad de la reproducción de las fotos de Las soldaderas no es del todo loable y que es mucho mejor la que en tonos sepia posee Jefes, héroes y caudillos, título con 84 fotografías que van de 1900 a 1924, pertenecientes al Fondo Casasola de la Fototeca del INAH, impreso en 1986 dentro de la serie Río de Luz del Fondo de Cultura Económica (reeditado en 1994), con texto de Flora Lara Klahr, y antología y edición de imágenes de Pablo Ortiz Monasterio.
(FCE, Río de Luz, 2da. reimpresión, México, 1994)
Pero lo que descuella ante todo es el hecho de que la antología de fotos que se ven en Las soldaderas prescindió de una investigación elaborada por un historiador especializado en los registros fotográficos de la Revolución Mexicana, mediante la cual se hubiera podido ubicar e identificar, quizá en gran medida, los episodios que documentan las fotos. Es decir, fuera del listado aludido, las fotografías no incluyen ningún comentario al pie o al lado de cada imagen, ni siquiera cuando en una de ellas se ve a Emiliano Zapata y a su hermano Eufemio en medio de un par de Marietas anónimas, dizque “sus esposas”, según se dice, con el encuadre más amplio y con mejor definición, en un pie de foto de la Iconografía sobre Zapata que el FCE publicó por primera vez en 1979, con investigación y antología de imágenes de Alba Cama de Rojo y Rafael López Castro, y selección de textos de José Luis Martínez [1918-2007], miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Mexicana de Historia y autor, entre otros libros, de Nezahualcóyotl. Vida y obra (FCE, 1972) y de la homónima biografía de Hernán Cortés (FCE, 1990). 
Emiliano Zapata y su hermano Eufemio con "sus esposas"
México, 1914 (película de seguridad)
Fondo Casasola
      En Las soldaderas, un historiador o una historiadora versada en el tema, hubiera podido pergeñar y facilitarle al lector no especializado un riguroso y erudito ensayo donde se esbozara el papel de las soldaderas durante la Revolución Mexicana. 
     Y puesto que la mayoría de las imágenes pertenecen al Fondo Casasola, también faltó un ensayo sobre éste, sobre las técnicas fotográficas de la época, y sobre la obra fotográfica, compiladora y editorial de Agustín Víctor Casasola (1874-1938), cuyo archivo fue “adquirido por el Estado en 1976”, dice Flora Lara Klahr en su prólogo a Jefes, héroes y caudillos, actualmente bajo custodia y conservación en la Fototeca Nacional del INAH en Pachuca. 
Elena Poniatwska
No obstante, el prólogo de Elena Poniatowska tiene su sal y su pimienta, bagaje con el que hace que el anónimo lector se interrogue sobre los roles, el heroísmo, las leyendas, la discriminación machista y las muertes de las soldaderas durante la contienda revolucionaria y postrevolucionaria. Pero su texto no es el sesudo y anotado ensayo de una historiadora, sino el libre, fragmentario, caprichoso y subjetivo prefacio de una narradora, periodista y versátil prologuista de libros de fotografía, que además goza de fama y prestigio en la jet set de la literatura mexicana y de la intelligentsia con tintes izquierdosos, izquierdistoides y más o menos democráticos. 
México, c. 1913 (placa seca de gelatina)
Fondo Casasola
      A través de una serie de fragmentos que implican la consulta de un amplio espectro literario, histórico, testimonial, legendario, gráfico, pictórico, fotográfico, fílmico, y distintas expresiones de la cultura popular, como son los corridos y las calaveras, Elena Poniatowska vindica, exalta y mitifica la presencia angular y el arduo trabajo de las soldaderas, a tal punto que hace ver, con anécdotas y perspectivas, que sin ellas la Revolución Mexicana hubiera sido inconcebible: 
Ciudad de México, c. 1914 (placa seca sobre gelatina)
Fondo Casasola
 
      “Sin las soldaderas no hay Revolución Mexicana: ellas la mantuvieron viva y fecunda, como a la tierra. Las enviaban por delante a recoger leña y a prender la lumbre, y la alimentaron a lo largo de los años de guerra. Sin las soldaderas, los hombres llevados de leva hubieran desertado. Durante la guerra civil de España, en 1936, los milicianos no comprendían por qué no debían regresar a su casa en la noche. Dejaban la trinchera vacía, el puesto de vigía, el cuartel, y se iban tan tranquilos a meterse a su propia cama. En México, en 1910, si los soldados no llevaban su casa a cuestas: su soldadera con su catre plegadizo, su sarape, sus ollas y su bastimento, el número de hombres que habrían corrido a guarecerse a un rincón caliente hubiera significado el fin de los ejércitos.
     “Junto a las grandes tropas de Francisco Villa, Emiliano Zapata y Venustiano Carranza, más de mil novecientos líderes lucharon en bandas rebeldes. Las soldaderas pululan en las fotografías. Multitud anónima, comparsas, al parecer telón de fondo, sólo hacen bulto, pero sin ellas los soldados no hubieran comido ni dormido ni peleado.”
Ciudad de México, 1914 (placa seca de gelatina)
Fondo Casasola
        Entre lo que apunta Elena Poniatowska en el prólogo a Las soldaderas, figura el boceto de una serie de Adelitas que brillaron en las batallas, cuyas hazañas, actos heroicos y finales infelices, parecen (quizá lo son) episodios inventados: entre novelescos, legendarios y cinematográficos. Pero también impresionan las versiones de la masacre de 90 soldaderas que la “mañana del 12 de diciembre de 1916”, día de la Virgen de Guadalupe, ejecutaron los Dorados de Pancho Villa, con el villano de Villa al frente, después de que le “arrebataron a los carrancistas la estación de Santa Rosalía, Camargo, Chihuahua”. 
México, c. 1914 (película de seguridad)
Fondo Casasola
México, c. 1915-1920 (película de seguridad)
Fondo Casasola
Josefina Bórquez y Elena Poniatowska
     Así, en el contexto con que pinta esos virulentos años en que las hordas revolucionarias solían robarse a las mujeres que les servirían de soldaderas y desahogo sexual, Elena Poniatowska retoma ciertos testimonios del itinerario revolucionario de Jesusa Palancares, la protagonista de su novela Hasta no verte Jesús mío (Era, 1969), e incluso de la propia Josefina Bórquez, la mujer de la vida real que le dio las bases del personaje novelístico y a la que recuerda en “Vida y muerte de Jesusa”, una crónica ilustrada con retratos fotográficos incluida en su libro Luz y luna, las lunitas (Era, 1994), que aquí, en las páginas de Las soldaderas, junto con la prologuista, purifican, canonizan e idolatran la imagen de Zapata como civilizado y cortés defensor de la integridad de las mujeres, en contraposición al malvado de Pancho Villa, que dizque siempre las despreció y minimizó durante la guerra, no obstante que “su atracción por las mujeres era ilimitada”, según dice Friedrich Katz [1927-2010], el célebre historiador de La guerra secreta en México (Era, 1982), dos libros, y autor del par de volúmenes titulados Pancho Villa (Era, 1998), su extensa biografía del Centauro del Norte, y prologuista de Imágenes de Pancho Villa (CONACULTA/INAH/Era, 1999), coeditado en la misma colección Fototeca.
(CONACULTA/INAH/Era, 1999)
      Pero también, Elena Poniatowska recuerda que el pintor y escultor Juan Soriano [1920-2006], cuya mamá lo dormía cantándole el corrido La Rielera, le contó que su madre fue soldadera, episodio que aparece con más detalles al inicio de Juan Soriano, niño de mil años (Plaza & Janés, 1998), libro de la misma Poniatowska, pero que aquí se reduce a lo siguiente, rubricado con una vistosa masacre de galanes y soldaderas, nomás porque voló una mosca alrededor del panal (¿o dentro del panal?):
Sinaloa, c. 1910 (placa de nitrocelulosa)
Fondo Casasola
      “Del mundo intelectual, el único que ha dicho que su madre fue una soldadera es Soriano. Amelia Rodríguez Soriano, alias la Leona, siguió a Rafael, su marido, al norte. Cerca de Torreón, según Soriano, las mujeres permanecieron en la retaguardia junto con los asistentes y la impedimenta. Como no terminaba el combate, algunos muchachos se pusieron a tocar guitarra y a bailar con las soldaderas. La madre de Soriano les dijo: ‘No bailen. Aquéllos están jugándose la vida en la batalla y ustedes echando relajo. Si se enteran, los van a matar’.
      “Dicho y hecho, los soldados regresaron y mataron a sus mujeres con todo y galancitos.”
       Cabe decir que en su breve alusión a los cuentos y novelas de la Revolución Mexicana, Elena Poniatowska hace una encendida defensa feminista de la obra narrativa de la bailarina Nellie Campobello (1909-1986), “soldadera ella misma”, dice, y autora de Cartucho (“Relatos de la lucha en el Norte”, libro publicado por primera vez en Xalapa, en 1931), de Las manos de mamá (1937) y de Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa (1940).

Nellie Campobello 
(1909-1986)
        Y si la anecdótica lista de las sobresalientes y legendarias soldaderas que Elena Poniatowska enumera en su prólogo hubiera servido para la búsqueda y selección de sus retratos, esto se enfatiza aún más cuando anota que Valentina Ramírez, “fotografiada por Agustín Casasola en 1913 e inspiradora de La Valentina”, “murió en la miseria en Navolato, Sinaloa, a pesar del enamorado rendido a sus pies, aquel dominado por la pasión, que le aseguró que si lo mataban mañana que lo mataran de una vez, Valentina, Valentina.” 
México, c. 1910-1915 (placa seca de gelatina)
Fondo Casaola

        Si en verdad Agustín Casasola retrató a la musa de La Valentina, ¿por qué no se buscó su foto? Así, también se pudo rastrear y antologar la fotografía de la soldadera que al parecer inspiró una de las más célebres y populares versiones del corrido La Adelita. Dice Elena Poniatowska: 
México, c. 1914 (película de seguridad)
Fondo Casasola
       “El origen del corrido de La Adelita es incierto. Ometepec, Guerrero, se atribuye su autoría desde 1892; unos señalan que proviene de Oaxaca y Chiapas. Campeche y Yucatán se la disputan. El músico Julián Reyes asegura que la escuchó en Culiacán en 1913 y la interpretó con su banda en diversos lugares hasta popularizarla. La versión más aceptada asienta que Adela Velarde Pérez, nacida en Ciudad Juárez, Chihuahua, se fugó de su casa y a los 14 años, en febrero de 1913, se unió a las tropas carrancistas del coronel Alfredo Breceda. Se hizo enfermera en las tropas constitucionalistas y atendió a los heridos en los combates de Camargo, Torreón, Parral y Santa Rosalía. En Tampico, Tamaulipas, un joven capitán, Elías Cortázar Ramírez, tocaba en una armónica la canción en su honor. El oficial murió en combate. 
      “La Adelita de carne y hueso y un pedazo de pescuezo trabajó durante 32 años en la Secretaria de Industria y Comercio, en un puesto burocrático. En 1963, a duras penas, se le concedió una pensión como veterana de la Revolución. 
      “Según otra de las leyendas, compuso la canción un sargento villista, Antonio del Río Armenta, con quien Adela supuestamente tuvo un hijo cuando ambos militaban en la División del Norte. El sargento compositor Del Río Armenta murió en la toma de Torreón. La Adelita fue conocida por las tropas de las diversas facciones, pero los villistas la difundieron y se atribuyeron su origen.”
México, c. 1905-1910 (placa seca de gelatina)
Fondo Casasola


Elena Poniatowska, Las soldaderas. Prólogo de la autora. Fotografías en blanco y negro. Serie Fototeca, CONACULTA/INAH/Ediciones Era. México, 1999. 80 pp.


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Enlace al corrido "La Adelita" interpretada por Lucha Moreno http://www.youtube.com/watch?v=LwpJEcXurLI


Enlace al corrido "La Adelita" interpretada por Amparo Ochoa http://www.youtube.com/watch?v=K3w_x2r8fH0

Enlace al corrido "La Adelita" interpretada por los Hermanos Zaizar http://www.youtube.com/watch?v=_65PcpZG7Vs

Enlace al corrido "La Valentina" interpretada por los Hermanos Zaizar http://www.youtube.com/watch?v=U2vk8sMDvPo

Enlace al corrido "La rielera" interpretada por Lola Beltrán http://www.youtube.com/watch?v=puhwoTwP890

Enlace al corrido "La rielera" interpretada por Lucha Moreno http://www.youtube.com/watch?v=8_Sd-eLpbyA


domingo, 9 de noviembre de 2014

Ella, Drácula



Érase una lamia tolerada por Dios

El español Javier García Sánchez (Barcelona, abril 7 de 1955) ha escrito una novela en cuyo largo título utiliza como cedazo el popular nombre del vampiro dado a conocer, en 1897, por el británico Bram Stoker (1847-1912), fundido a la lejana y legendaria impronta de la asesina múltiple más famosa de la historia húngara: Ella, Drácula (Vida y crímenes de Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta). Hungría 1560-1614 (Planeta, 2005), personaje que (en menor medida que el vampiro de Bram Stoker) también ha suscitado, en toda la aldea global, una cauda de leyendas, narraciones, artículos, ensayos, cuadros y películas. Pero también, como se advierte, el rótulo del autor recoge el mote con que fue conocida, ya utilizado por la francesa Valentine Penrose (1898-1978) en su exploración documental y biográfica: La Comtesse sanglante (Mercure de France, 1962), con quien el novelista guarda su mayor deuda, de ahí que las dos partes en que divide los dieciséis capítulos de su obra estén signados por dos epígrafes transcritos del libro de Penrose y que desde luego figure en la bibliografía que cierra la novela, pero cita la versión en español (traducida por María Teresa Gallego y María Isabel Reverte) reimpresa por la madrileña Siruela, en 1996, en la serie Bolsillo, la cual no incluye la valiosa e ilustrativa iconografía del libro francés.
Javier García Sánchez
Además de que el listado bibliográfico implica que Javier García Sánchez públicamente reconoce sus abrevaderos, todo sugiere que bien pudo prescindir de ello, pues su libro no es un riguroso ensayo ni una novela histórica (donde cada fecha, nombre, suceso y conjetura tienen que estar respaldados por fuentes documentales, fehacientes). Es una novela que no excluye los ingredientes fantásticos, míticos, legendarios y supersticiosos; sin embargo, descuella que en medio de sus anécdotas, fechas y citas históricas, de las que también echó mano en abundancia, incurra en varios notables y elementales yerros.
Por ejemplo, Erzsébet Báthory tenía 17 años en 1577; así, en la página 199 se dice que a tal edad supo de “la ejecución de María Estuardo de Inglaterra”, pero ésta ocurrió diez años después, en febrero de 1587.
En la portada: Erzsébet Báthory
(Planeta, 2da. edición, Planeta, 2005)
En Ella, Drácula, Javier García Sánchez imagina a un decrépito sacerdote quien en 1663, en la buhardilla de la parroquia de la aldea de Lupka-Ratowickze, enfermo y sintiendo que el fin de su días terrenales está cerca, se dispone a escribir y escribe (a lo largo de casi toda la novela) los sucesos de la historia que lo ha conmocionado, trastocado y perseguido desde la niñez y que no es otra que la vida y el comportamiento brujeril, sádico y sanguinario de la condesa Erzsébet Báthory (torturó y asesinó alrededor de 700 muchachas, se calcula aquí). Es decir, el cura János Frantizek Pirgist, de 63 años, de niño subsistió en los habitáculos de los subterráneos lavaderos del castillo de Csejthe (pues era hijo de Vargha Balintné, una de las lavanderas), sitio que la condesa prefería entre los numerosos y dispersos castillos de su propiedad, y donde en 1611, dados sus espeluznantes crímenes, fue emparedada en su recámara, donde en medio de inmundicias y de la oscuridad total, habría de morir el 21 de agosto de 1614, según se dio fe. Es decir, por su linaje y por intereses políticos, no fue ejecutada ni llevada a la hoguera, como sí ocurrió con sus tres principales colaboradores: las fortachonas Jó Ilona y Dorkó, y el enano y deforme Ficzkó.
A los hechos que vivió en su infancia (incluidos sus secretos más secretos) y que ineludiblemente incidieron en su conversión en sacerdote, se añade el que János Frantizek Pirgist, por más de 50 años, para comprender los actos y la mentalidad de la condesa, ha investigado todo lo que ha podido sobre ella y su entorno medieval y cognoscitivo, incluso experimentó con bebedizos alucinógenos que ella ingirió, según colige. Y si de muchachita dice que se hacía oír una leyenda (contada por una tía) sobre el sanguinario Empalador, el príncipe valaco Vlad Tepes (1431-1476), por otra parte expone y medita paralelos y diferencias entre ella y los crímenes, el sadismo y el trágico destino de otro célebre, novelesco y peliculesco torturador, violador y asesino múltiple de niños y jovencitos registrado por la leyenda, por la historia, por la literatura y por el cine: el francés Gilles de Rais (1404-1440), Barba Azul, compañero de armas de Juana de Arco (1412-1431), la Doncella de Orleáns, heroína y Santa cuya belicosa y bestial huella también ha originado una serie de leyendas, narraciones, ensayos y filmes.  
El sacerdote es una especie de alter ego del narrador y por ende la novela no es únicamente un esbozo de la vida y crímenes de Erzsébet Báthory, es también la historia de cómo János Frantizek Pirgist logra poner en letra manuscrita toda esa carga largamente postergada (matizada por sus secretos más íntimos), cuyo último episodio, después de colocar el punto del término, lo constituye una visita a las ruinas del castillo de Csejthe, donde en la forma de un solitario pájaro negro que ahuyenta a las demás aves le parece ver la reencarnación de ella e incluso su risa en los graznidos.
Ahora que si el lenguaje de la novela de Javier García Sánchez está salpimentado con un rico vocabulario y tiende a ser muy retórico (o ampuloso) y a poetizar, e incluso le canta a Erzsébet Báthory una elegía en verso libre, abunda en circunloquios, descripciones y reiteraciones (que salen sobrando, pero que pueden gustar a otros), amén de que carece de suspense, casi de giros sorpresivos y de conflicto, pues el conflicto moral del sacerdote es personal e íntimo, y sólo le sirve al narrador para dosificar el meollo e intríngulis de la obra, que es lo que corresponde a la siniestra y cruenta historia de la condesa, su castigo y muerte.
Erzsébet Báthory
En este sentido, ciertos momentos climáticos o álgidos lo conforman los relatos de las torturas y de los asesinatos de las jovencitas vírgenes, cuyo fin último, según narran el sacerdote y la voz narrativa, era que Erzsébet Báthory se bañara literalmente en sangre para así obtener la belleza eterna y la inmortalidad. 
Pero también descuellan los pasajes en que el cura János Frantizek Pirgist, ante tanto crimen y desolación, reflexiona en torno al Mal y frente a la inescrutable indiferencia o silencio del todopoderoso, omnisciente y ubicuo Dios (desde la noche de los tiempos).
Por ejemplo, en el penúltimo capítulo el viejo sacerdote recuerda un fragmento del filósofo Epicuro: “O Dios quiere abolir el Mal y no puede, o bien puede, pero no quiere o no puede y no quiere. Si quiere pero no puede, es impotente. Si puede pero no quiere, es malvado. Pero si Dios puede y quiere abolir el Mal, entonces ¿por qué hay Mal en el mundo?”
Pero antes de que el viejo religioso desgrane sus secretos más secretos, casi a la mitad de la novela, la omnisciente y ubicua voz narrativa dice en una de las recapitulaciones sobre lo que ha signado los días del sacerdote, pero también los días de toda la humanidad que ha pisado el ahora recalentado globo terráqueo, perspectiva aún en ebullición: 
“Pirgist había leído libros de Historia. Conocía el terreno. Guerras, rapiña, usura, envidia, una interminable serie de crímenes, muchos de ellos cometidos en nombres de la fe, de cualquier fe. Eso era la Historia. ¿Por qué entonces, siendo el más perfeccionado e inteligente de los seres terrestres, pues poseemos un espíritu que nos hace ser conscientes de la singularidad e importancia de todo lo vivo, ya que en mucho apreciamos nuestra propia vida, somos precisamente nosotros, las personas, quienes llevamos a nuestra espalda el insoportable peso del Mal? Acaso por tener espíritu. Pero y esto, así se lo había preguntado desde muy joven sin obtener respuesta alguna que le satisficiese, ¿por qué lo permite el Creador, por qué?
“Él mejor que nadie, porque nadie en absoluto siquiera lo sospechó nunca, sabe que abrazó la fe para dar con respuestas que calmasen tales dudas, pero ahí siguen, cual abiertas llagas por las que supura el pus. Infectadas.”


Javier García Sánchez, Ella, Drácula (Vida y crímenes de Erzsébet Báthory, la Condesa Sangrienta). Hungría 1560-1614. Editorial Planeta. Barcelona, 2005. 392 pp.

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Enlace a video documental sobre Erzébet Báthory:
 http://www.youtube.com/watch?v=aeYEDQffbw4

Enlace a la leyenda de Erzébet Báthory, la Condesa Sangrienta: http://www.youtube.com/watch?v=DPEctHCRg30


Los vampiritos y el profesor



Erase que se era una gata furiosa en un tejado

En la serie de libros infantiles para leer y mirar: EnCuento, coeditada por el CIDCLI y el CONACULTA, apareció, en 1998 y con tres mil ejemplares, Los vampiritos y el profesor, narración fantástica de Francisco Serrano (México, junio 27 de 1949), ilustrada con dibujos en color de Claudia Legnazzi, cuya confluencia, bajo el diseño gráfico de Rogelio Rangel y la reproducción fotográfica de Rafael Miranda, sin duda resulta seductora para el pequeño lector. 

(CIDCLI/CONACULTA, México, 1998)
¿Cómo olvidar las virtudes mágicas que Jaime Sabines canta y receta en “La luna”?, poema que incluso varias veces ha sido editado e ilustrado en libros para niños. Pero ante lo que narra Francisco Serrano (con los dibujos de Claudia Legnazzi), por una inconsciente y caprichosa evocación auditiva (tal licantropía de huitlacoche) se puede cantar y oír aquello de que “la luna había aparecido/ como una gata furiosa en un tejado”, versos de “El ahorcado del Café Bonaparte”, poema de Los puentes (1962), del cubano Fayad Jamás (1930-1988), cuyo título alude los bajos fondos del Sena plagados de clochards, cuyos textos el poeta escribió en la miseria europea y parisina, entre 1956 y 1957, después de cruzar el océano desde La Habana en calidad de polizón y náufrago en un barco carguero; (el poema aludido, que buena parte es el monólogo post mortem de un vagabundo solitario y suicida, comprime esa atmósfera desolada y miserable que vivió el autor durante esos fríos y duros años).
Lo dicho no quiere decir que Los vampiritos y el profesor es un modelo de melancolía, abandono o acedia, “ese mal del espíritu descrito por los teólogos y los médicos medievales y renacentistas”, “la enfermedad de los contemplativos y religiosos”, para decirlo con las palabras que Octavio Paz (1914-1998) emplea al reflexionar en torno Nostalgia de la muerte (1938) de Xavier Villaurrutia (1903-1950). Todo lo contrario. Es un modelo de felicidad infantil; de esa que de acuerdo con la milenaria tradición, aún cultivan ciertos privilegiados y elitistas chavalines cada vez que la voz de alguno de sus padres(o algún semejante por el estilo) les dice o les lee un cuento antes de extraviarse en los sueños, sugerido esto en el chiste preliminar de que Francisco Serrano “con Los vampiritos y el profesor quiso escribir un cuento para no dormir a los niños”.

El profesor Persiles Tarantado y los vampiritos Lop y Kiria
Ilustración: Claudia Legnazzi

La Luna Llena, la Diosa Blanca, es protagonista del presente relato. Pero los personajes principales son el profesor Persiles Tarantado y Lop (más o menos de seis años) y Kiria (más o menos de cinco), un par de vampiritos que el profesor recibe por correo desde Rumania, el país de la Europa Oriental donde se hallan las remotas, legendarias y peliculescas tierras de Transilvania. Así, el cuento de Francisco Serrano es una infantil variante que desciende de la antigua estirpe de los mitos, leyendas y relatos de vampiros que en encauzara el irlandés Bram Stoker (1847-1908) con Drácula (1897), novela que no lo hizo millonario, pero sí célebre e inmortal en todos los idiomas (un auténtico muerto no muerto) y que tantas veces ha sido adaptada, variada o parafraseada en la pantalla grande (F.W. Murnau, Werner Herzog, Francis Ford Coppola, Roman Polanski y otros, incluidos directores de infumables churros de horror). 

El laboratorio secreto del profesor Persiles Tarantado
Ilustración: Claudia Legnazzi

     Persiles Tarantado, clisé de científico loco, distraído y noble, vive en la ciudad de México (época actual) en un edificio de departamentos y trabaja en un laboratorio de análisis clínicos, la fuente que utiliza para alimentar el laboratorio secreto que ha instalado en el baño de su departamento, donde investiga la sangre (estructura, composición, funciones) con el objetivo “de descubrir una sustancia maravillosa que mezclada con el plasma sanguíneo lo vigorizaría de tal manera que casi no sería necesario comer”; es decir, busca acabar “para siempre con el hambre”. Esto hizo que los pequeños vámpir (“palabra que significa espectro bebesangre”) fueran enviados al profesor dentro de un par de antiguos féretros, pero también porque los mayores de los pequeños consideraron a México como un lugar “muy apropiado para criar a los vampiritos porque desde el tiempo de los aztecas a este país le ha gustado la sangre”. Así, según el canon que sigue y varía Francisco Serrano, los pequeños duermen en sus ataúdes durante el día, viven de noche, pueden volar y aparecer donde les plazca, necesitan sangre humana para alimentarse, su imagen no se refleja en los espejos, y sus mordeduras en la yugular de la víctimas contagian a éstas, es decir, propagan la peste de la colmilluda e infame turba de nocturnas aves, dado que las transforman en vampiros. 

La antigua estirpe de los vampiritos
Ilustración: Claudia Legnazzi

Cierto es que en un principio el profesor Tarantado acepta cuidar a los vampiritos persuadido por la simpatía de éstos, pero también por el jugoso chequezote de un millón de dólares que le sirven para aligerar su apretado y modesto modus vivendi, que le envió, junto a los féretros y a una carta escrita en caracteres góticos y en un áspero y pseudoantiguo castellano (en realidad una lúdica y divertida parodia), nada menos que el Conde Desmodus van Rolacy, Gran Maestro de la Orden del Laberinto, distinguido pariente de los pequeños vampiros, que le da noticia de una catástrofe reciente: la destrucción por un terremoto del Bolgana, el majestuoso castillo en lo alto de las escarpadas latitudes de Transilvania que durante cinco siglos habitó el rancio abolengo familiar. 
El castillo transilvano
Ilustración: Claudia Legnazzi

Y si mediante sus brillantes pesquisas fisicoquímicas el profesor logra “neutralizar los alcances letales de la luz solar sobre el ser de los vampiros” y así pueden “estar despiertos y activos durante el día”, no deja de preocuparle el hecho de que siguen siendo un par de vampiros que necesitan sangre; es decir, no comen pasteles, ni dulces, ni helados, ni palomitas de maíz, ni nada por el estilo, sólo beben sangre. Y el profesor, por su empleo en el laboratorio de análisis clínicos, cada día los abastece en casa con “dos litros de sangre fresca, que los vampiritos bebían gustosos en sendos biberones de porcelana, decorados con pinturas de lobos, castillos y luna llena brillando sobre el bosque”.
   En este sentido, la naturaleza de los pequeños vampiros cobra efervescencia bajo el influjo de la Diosa Blanca, la Luna Llena. “No estaba seguro don Persiles [dice la voz narrativa], pero tenía la sospecha de que en la oscuridad los niños podían volverse peligrosos, sobre todo, porque pudo constatar que en las noches de luna llena se hacía inquieto el sueño de los vampiritos, que sudaban y se agitaban pronunciando palabras en un idioma incomprensible.” 
   Estos síntomas recuerdan un pasaje que se lee en el ensayo donde Martha Robles se ocupa de “La Diosa Blanca”, compilado en Memoria de la Antigüedad (CONACULTA, 1994): “Bella, esbelta, con la piel tan blanca como la lepra y los ojos intensamente azules, Keats, Coleridge o Graves la vinculan a la pesadilla Vida-en-Muerte que fascina y desespera porque súbitamente puede transformarse en marrana, yegua, perra, zorra, bruja, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sibila o sirena magnífica. Su versatilidad explica por qué, bajo su influjo al escribir un poema, se crispan los nervios, se erizan la piel y los cabellos, saltan los ojos llorosos como expulsados desde dentro y un horripilante sudor atraviesa el alma hasta humedecer cada poro concentrado en escribir o en leer un verdadero poema, ése que, al decir de Robert Graves, resulta por necesidad ‘una invocación de la Musa, de la Diosa Blanca, Madre de Todo Ser Viviente, portadora del antiguo poder del miedo y la lujuria, la araña hembra y la abeja reina cuyo abrazo es la muerte’.”
       Así, los pequeños vampiros, a escondidas del profesor, como inconscientes posesos, celebran su ancestral, atávico, congénito y milenario rito: “varias veces, sobre todo en las tardes en que la luna llena como un farol se alzaba en el horizonte, Kiria y Lop aprovechaban sus salidas para chuparse a algún paseante solitario. Cuando descubrían a la víctima, se acercaban con disimulo fingiendo estar perdidos, la acorralaban, le ponían una zancadilla y, dando terroríficos gritos que paralizaban a cualquiera: -¡Jsh-kik!, -¡Jsh-kik! La empujaban, haciéndola caer y se ponían a sorberle placenteramente la sangre de la vena yugular, prendidos, una del lado del corazón y otro del lado de la cabeza.” 

Los vampiritos dándose vida
Ilustración: Claudia Legnazzi
Se puede decir, entonces, que los poemas que escriben con sangre este par de pequeños elegidos por la Diosa Blanca (poemas sonoros de resonancias primitivas compuestos por un estridente y rítmico percutir de chasquidos, gritos, aleteos, succiones, pujiditos, ¡aaahs! de satisfacción y deleite, algún eructo y quizá algún pedo o ráfaga de pedos), no son una serie de muertes que puedan contemplarse como una irrefutable celebración del asesinato considerado como una de las bellas artes (Thomas de Quincey dixit), sino el preámbulo de “la más temible invasión de vampiros” de que se tenga memoria en la multitudinaria Chilangolandia, pese a que el más antiguo de sus antepasados que originó la diáspora de la especie: el Anciano de la Montaña, que vivía en el Alamut (“que quiere decir ‘Nido de Aguila’”), “un castillo situado al sur del Mar Caspio”, haya cimentado su leyenda y castigo sobre la base de un sinnúmero de horripilantes asesinatos. 

Lop y Kiria recorriendo las calles de Chilangolandia
Ilustración: Claudia Legnazzi
     Es decir, los pequeños dejan vivitos y coleando a sus víctimas, que ineludiblemente se transforman en vampiros propagadores de la peste. Cuando el profesor descubre sus andanzas al oír la noticia de que un vampiro chupó a su novia en terrenos de la Universidad, empieza a ser consumido por una creciente depresión que lo arroja a la cama. Así, cuando los pequeños organizan su fiesta de cumpleaños (“caía a la mitad de octubre, justo el día de luna llena”) e invitan a sus compañeros de escuela, el profesor Tarantado supone lo que ocurrirá entre sus planes que, para el caso, sucede durante el juego de las escondidas con la luz apagada. Después de haber chupado a sus todos sus cuates del colegio (“lo hicieron suavemente, sin lastimarlos”) y ya han encendido la luz para devorar el pastel (pese a que a los vampiros sólo beben sangre humana), el profesor despierta súbitamente en su cuarto y ve por la ventana “cómo una gigantesca nube negra cubría la luna, mientras un aullido terrorífico resonaba en la noche.”


Francisco Serrano, Los vampiritos y el profesor. Láminas en color de Claudia Legnazzi. Serie EnCuento. CIDCLI/CONACULTA. México, 1998. 36 pp.