jueves, 26 de septiembre de 2013

El último rostro




Los seres son iguales en el mundo entero



                                               Álvaro Mutis in memoriam 


Iturri, el capitán del Alción, uno de los protagonistas de La última escala del Tramp Steamer (Ediciones del Equilibrista, México, 1988), novela del poeta y narrador colombiano Álvaro Mutis (1923-2013), dice en forma concluyente, inapelable y lapidaria: “los seres son iguales en el mundo entero y los mueven iguales mezquinas pasiones y sórdidos intereses, tan efímeros como semejantes en todas las latitudes”.
Álvaro Mutis
     
(Ediciones del Equilibrista, México, 1988)
        Tal conclusión escéptica, pesimista, corrosiva, lúcida y sin esperanza (quizá diría el colombiano Eduardo García Aguilar) es la que permea y unifica, también, a “La muerte del estratega”, “El último rostro”, “Antes de que cante el gallo” y “Sharaya”, los cuatro cuentos que Álvaro Mutis reunió en El último rostro, libro impreso en Madrid, en 1990, por Ediciones Siruela, dentro de la serie Libros del tiempo.

(Siruela, Libros del Tiempo núm. 14, Madrid, 1990)
         Otro ingrediente unificador, tan significativo como lo dicho, lo cifra el epígrafe del relato homónimo del libro, atribuido, de un modo cervantino y borgeano, a un apócrifo “manuscrito anónimo de la Biblioteca del Monasterio del Monte Athos, siglo XI”; la inscripción (cuasi pétreo epitafio) reza: “El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte
”.
       
El domingo 22 de septiembre de 2013, en la Ciudad de México,
el escritor colombiano Álvaro Mutis falleció a los 90 años.
        En este sentido, casi sobra decir que en cada una de las cuatro narraciones se da noticia de un rostro que dibuja sus últimos rasgos.

Quizá no asombre que Jorge Luis Borges se haya referido a “La muerte del estratega” como “uno de los relatos más hermosos que he leído en mi vida”. Escrito bajo el influjo de Vidas imaginarias (1896), del francés Marcel Schwob (1867-1905) —el cual, junto a La cruzada de los niños (1894), también influyó en la urdimbre de los relatos reunidos por Borges en Historia universal de la infamia (Tor, Buenos Aires, 1935)—, “La muerte del estratega” narra los trasfondos íntimos que vivió Alar el Ilirio, estratega de la Emperatriz Irene en el Thema de Lycandos, los cuales impidieron que se le canonizara junto a un grupo de cristianos que perecieron emboscados por los turcos en arenas sirias.
Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges núm. 36
(Hyspamérica, Buenos Aires, 1985)
     
(Tusquets, Cuadernos marginales núm. 13, Barcelona, 1984)
     
(Tor, Col. Megáfono núm. 3, Buenos Aires, 1935)
         Alar el Ilirio encarna un modelo de escéptico que sirve con fidelidad y frialdad a los vaivenes e intrigas, fanáticas e inquisidoras, de un imperio y una fe religiosa que cuestiona en su fuero interno:

“Hemos perdido el camino hace muchos siglos y nos hemos entregado al Cristo sediento de sangre, cuyo sacrificio pesa con injusticia sobre el corazón del hombre y lo hace suspicaz, infeliz y mentiroso. Hemos tapiado todas las salidas y nos engañamos como las fieras se engañan en la oscuridad de las jaulas del circo, creyendo que afuera les espera la selva que añoran dolorosamente”.
El estratega, por sus intrínsecas reflexiones, es uno de los personajes más perspicaces y desilusionados del libro El último rostro. Su vida, pese a ser un guerrero que encabeza y comanda un ejército, es casi monacal, desprendida de los placeres y bienes mundanos, y físicamente alejada de las miserias e intrigas de la corte, pese a que sirve a éstas. Su conciencia del vacío es su secreto mejor guardado. Y la aceptación de su nada es el íntimo estoicismo que todos interpretan como reflejo de una religiosidad extrema.
Alar el Ilirio piensa y filosofa que “con el nacimiento caemos en una trampa sin salida”, “que cualquier comunicación que intentes con el hombre es vana y por completo inútil”. Sin embargo, a imagen y semejanza de los grandes románticos, llega a decir: “Ana es, hoy, todo lo que me ata al mundo”; “Con ella he llegado a apresar, al fin, una verdad suficiente para vivir cada día”.
Certidumbre y pasión amorosa que se encamina a un clásico final trágico y evanescente, cuando las coyunturas que se urden en la cumbre del Imperio lo distancian para siempre de su amada. No le queda más remedio que cumplir como todo un héroe por los cuatro costados: orquesta una batalla que lo conducirá, con celeridad, al silencio honorable y redentor de la muerte.
Algo parecido ocurre en “El último rostro”, el cuento que incitó a Gabriel García Márquez a escribir la novela El general en su laberinto (Diana, México, 1989). Guiado por el coronel Napierski, el lector asiste a Pie de la Popa, “una fortaleza que antaño fuera convento de monjas”, donde Simón Bolívar, el Libertador y héroe marmóreo de cinco naciones, vive sus últimos días mientras da cuenta de su desencanto ante las ruindades, intrigas y traiciones que definen “lo irremisible y propio de toda condición humana”; lo cual se puede resumir con sus propias palabras:
(Diana, México, 1989)
       “¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosado por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando!”

Sólo el amor que llega oculto en una carta que le envía una ecuatoriana que otrora lo amó y salvó su vida, lo anima por unos instantes y hace reverberar la juventud de su moribundo corazón.
“Antes de que cante el gallo”, el tercer cuento, parodia el surgimiento de Jesús y los doce apóstoles. La narración, situada en un contexto entonces y todavía actual, portuario y latinoamericano, expone dos asuntos entretejidos.
Uno es la infamia (delirante y esquizofrénica) del Maestro y sus discípulos (una secta pseudorreligiosa) cifrada en la siguiente frase con que el heresiarca fustiga y amonesta a sus acólitos (y que ineludiblemente lo implica y refleja): “Todos son unos cerdos que siguen revolcándose en la inmundicia en que nacieron”.
El otro es el hecho de que retornan a un puerto sitiado por una mafia que controla todos los poderes: la alcaldía, la policía, las compañías navieras, que vigila y observa las juntas e impide las manifestaciones, y que ha impuesto líderes sindicales vendidos a los patrones mercantes; la cual, para intimidar y disuadir a las avanzadas extremistas y la agitación de los trabajadores, no duda en hacer uso de la secta en calidad de chivos expiatorios.
Cuando la policía, con saña y sadismo, tortura al Maestro (cuya psicosis y egocentrismo lo obligan a convertirse en mártir), éste refrenda ante Pedro, su discípulo preferido, que lo negaría tres veces antes de que cantara el gallo.
Y “Sharaya”, el cuarto cuento que cierra el presente libro de Álvaro Mutis, narra, en forma alterna, el último monólogo interior del Santón de Jandripur (especie de pueblo hindú) y el sangriento arribo de un ejército invasor.
El monólogo del Santón, a imagen y semejanza de los invisibles y fugaces rescoldos de un solipsista que se “sueña descubriendo las pistas secretas de su destino”, hace evidente su anquilosamiento, estrechez y oquedad (“Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Lo llaman vida, presos en sus propias fronteras”), escepticismo (“eres tan miserable y tan pobre como ellos”) e incurable y laberíntica desesperanza (“Ellos mismos traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca a la miseria”).
Así, tanto su largo y lento suicidio-meditación, como la carencia de escrúpulos de los soldados que lo asesinan y de la mujerzuela que fornica con ellos, y el olvido al que lo arrinconara la avaricia e hipocresía del pueblo, no son más que imperceptibles e infinitesimales pedúnculos umbelíferos que corrieron, se propagaron y fundieron como el polvo “por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible para siempre para siempre para siempre”.


Álvaro Mutis, El último rostro. Colección Libros del Tiempo núm. 14, Ediciones Siruela. Madrid, 1990. 106 pp.








domingo, 22 de septiembre de 2013

Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo




Yo estuve con cuidado de observar

                                  
I de II
En 1993 la obra del pintor guanajuatense Hermenegildo Bustos (1832-1907) vivió capítulos más o menos reivindicativos. El “5 de septiembre de 1992” se terminó de imprimir en la Colección Galería (coeditada por el CONACULTA, el INBA y Ediciones Era), el volumen de pastas duras Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo (27.3 x 27.2 cm), “Catálogo razonado” de la historiadora y crítica de arte Raquel Tibol (Argentina, 1923-México, 2015), impreso originalmente en 1981 por el Gobierno del Estado de Guanajuato. Por ende, su circulación precedió la muestra de la obra de Hermenegildo Bustos montada en el MUNAL (Museo Nacional de Arte) a principios de 1993, la cual, después de su término (el 25 de abril de ese año), fue vista en Monterrey, precisamente en el MARCO (Museo de Arte Contemporáneo). Tal exhibición incluyó su libro-catálogo, con un ensayo de Gutierre Aceves Piña; más un libro-guía diseñado para introducir a los niños en la vida y obra de Hermenegildo Bustos.
(Gobierno del Estado de Guanajuato, 1981)
     
(CONACULTA/INBA/Ediciones Era, México, 1992)
       Con fotos de Rafael Doniz, diseño gráfico y cuidado de la edición de Vicente Rojo y Rafael López Castro, más Vicente Rojo Cama de asistente, el libro de Raquel Tibol atrae, a priori, porque le promete al lector la ilusión de poseer, en su propia casa, un buen número de los retratos (la mayoría en pequeño formato) que empotraron a Hermenegildo Bustos entre los nichos de la historia del arte mexicano. Sin embargo, las reproducciones fotográficas a color de sus retratos, exvotos y pinturas religiosas son un tanto frustrantes: además de que no pocos encuadres mutilaron y/o descontextualizaron las imágenes originales, los colores, los tonos, las condiciones del transcurso del tiempo, y muchos detalles de la composición, no sólo los minúsculos, se hallan alterados. Y más aún: a veces fue imposible reproducir los auténticos pormenores y matices, y el misterio y la magia de los rostros que Bustos pintó.

Francisca Valdivia (1856)
Óleo sobre lámina (28.8 x 17.7 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
      Con las complementarias apostillas que aparecen como contrapuntos en el listado de la obra, el ensayo preliminar de Raquel Tibol es un hito dentro de la bibliografía que bosqueja el descubrimiento y el acopio de la obra de Hermenegildo Bustos, su vida y su leyenda, sin eludir lo que se le atribuye y la polémica, sin el cual, por ejemplo, no se explica mucho de lo argumentado en “Yo, pintor, indio de este pueblo”, ensayo que Octavio Paz publicó en el número 113 de la revista Vuelta (abril, 1986), luego reunido en Los privilegios de la vista (FCE, 1987), tercer tomo de México en la obra de Octavio Paz; ni “Hermenegildo Bustos: el deseo naturalista en la pintura”, el susodicho ensayo de Gutierre Aceves Piña que prologa Hermenegildo Bustos 1832-1907 (enero, 1993), el libro-catálogo de la muestra del MUNAL y el MARCO.

(MUNAL/MARCO, México, 1993)
       Gutierre Aceves Piña no se explaya en resumir lo que se dice y se ha escrito sobre las virtudes personales y la cotidianidad de Hermenegildo Bustos en el pueblito guanajuatense de Purísima del Rincón, más bien se concentra en el bosquejo y descripción de lo que al parecer son los rasgos principales de su obra y los periodos en que se divide, tarea iniciada por J. Jesús Rodríguez Frausto en cinco artículos publicados, en 1956, en Biografías, “órgano de divulgación del Archivo Histórico de Guanajuato”. Raquel Tibol, en cambio —auxiliada por documentos y por una seminal bibliografía que reseña o cuestiona y con la que traza el itinerario de su descubrimiento, colección, rescate privado e institucional, mitificación y autentificación inconclusa de la obra que se le adjudica— enumera características, minucias, etapas, y corrige los errores que ella misma cometió en el tomo uno de su Historia general del Arte Mexicano (Editorial Hermes, 1981). 

(Hermes, México, 1981)
         Además de la breve síntesis del contexto social, cultural e histórico en que surgen las inclinaciones pictóricas de Hermenegildo Bustos (lo cual aporta indicios sobre el indirecto influjo de la pintura flamenca y el detalle de destacar en la rúbrica su naturaleza de indio purisience y su condición de pintor no académico, es decir, autodidacta y aficionado), Raquel Tibol, además de revisar y comentar ciertos manuscritos y dibujos del campanero de la iglesia, don José María Bustos, el padre del artista, de quien éste heredó el hábito de observar y anotar y trazar lo observado, y a quien pintó “el 18 de marzo de 1852” en un pequeño óleo sobre lámina (35 x 25 cm) que se reproduce incompleto en la iconografía del volumen, reseña las anotaciones que Hermenegildo Bustos hizo “con su letra de mosca” en los márgenes de un Calendario Galván para el año de 1894; y aunado a la indagación archivista, bibliográfica y hemerográfica, a los testimonios orales recabados por ella, a sus propias observaciones y conjeturas, brinda una semblanza de los diversos oficios que desempeñó y de los que se le atribuyen, de sus familiares y amistades, del transcurso cotidiano en el pueblito de Purísima del Rincón, de lo que se dice de su aprendizaje, conocimientos y autodidactismo, y de su singular personalidad. Por ejemplo, tuvo “un instrumento de cuerda chino [que se conserva], una pipa de cuatro cuerdas simpáticas en el interior, concha de madera muy dura, tapa de madera de sauce, tejas de marfil, placas de hueso y cabeza de dragón”. Y un rígido sombrero de paja, dice Tibol, “de estilo coreano o vietnamita hecho especialmente para Hermenegildo Bustos y que tiene en la parte inferior, con tinta negra, escrita la fecha: junio (21)-87, detalle del meticuloso registrador del tiempo que fue su propietario. Esta prenda, recogida por Francisco Orozco Muñoz, se guarda en el Instituto Nacional de Bellas Artes y revela un insólito gusto por lo oriental en este hombre de pómulos salientes, frente muy amplia, cara alargada, ojos hundidos, cuerpo magro, barbilla partida, labios chicos y carnosos, que se permitía extravagancias en el vestir, con trajes diseñados por él mismo, que no correspondían a moda alguna sino a su soberbia fantasía. La ocurrencia del sombrero oriental la pudo haber extraído de un libro o de cualquier otra publicación que hubiera caído en el estrecho radio de su insaciable curiosidad.”

(FCE, México, 1987)
       En este sentido, vale transcribir un pintoresco pasaje del citado ensayo de Octavio Paz: “A los veintidós años se casó con Joaquina Ríos, que tenía apenas quince. Fue un matrimonio sin hijos, estable pero quizá no muy bien avenido: Bustos era enamoradizo, tuvo varias amantes y con una de ellas, María Santos Urquieta, uno o dos hijos. Poseía un huerto con árboles frutales y legumbres, que cultivaba él mismo ayudado por uno o dos jornaleros. Lujuria y excentricidad: vivía con un tecolote, un perro y un perico hablantín. Decía con cierta sorna que eran toda su familia. Fue un verdadero bricoleur [persona muy hábil] y la variedad de sus ocupaciones y actividades no cesa de maravillarme: nevero, curandero, hortelano, prestamista, músico, hojalatero, maestro de obras, carpintero, escultor, pintor. En verano él y su mujer hacían nieve de limón que él mismo pregonaba por todo el pueblo; levantaba muros, reparaba techumbres y reconstruyó la capilla del Señor de las Tres Caídas; prestaba dinero bajo prenda, criaba sanguijuelas y las alquilaba; sus infusiones y cocimientos de hierbas aromáticas y medicinales eran célebres; rasgaba la guitarra, tañía la mandolina, soplaba el saxofón y era miembro de la banda municipal que tocaba todos los domingos en la plaza; fabricó una clepsidra y corrigió el reloj de sol de la parroquia; sobresalió en los trabajos de carpintería y fabricó mesas, camas, sillas, alacenas y, sobre todo, ataúdes —entre ellos el de su mujer y el suyo propio, que guardó hasta su muerte en su pequeño taller; fue sastre y él mismo cortaba y cosía sus trajes según el dictado de su fantasía eclesiástico-militar; también cortaba y arreglaba los ropajes de las vírgenes y los santos de los altares; fue hojalatero y, como director y jefe del batallón farisaico que desfilaba los días santos, fabricó las armaduras, los escudos y los cascos de los soldados y los oficiales; era orfebre y hacía collares, broches y rosarios; fue escultor y tallador: todavía se conservan algunas de sus esculturas en madera de santos, vírgenes, Cristos y un Ecce Homo que guardaba la Parroquia de la Purísima; dejó una serie de máscaras que servían para las escenificaciones de la Semana Santa; no era un letrado pero su familiaridad con las cosas de la Iglesia —oía misa todos los días y comulgaba con frecuencia— lo hizo leer libros de devoción y aprender algunos latinajos.”

     Hermenegildo Bustos, Autorretrato (óleo sobre lámina, 34 x 24 cm, 1891). La imagen (con una mancha roja a la mitad del lado izquierdo) es la que se observa en el libro-catálogo Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993), pues la que se ve en el “Catálogo razonado” Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo (CONACULTA/INBA/Era, 1992) sólo reproduce el óvalo y mutiladas las esquinas inferiores de la frase que el propio pintor rotuló en el anverso: “Me retraté el 19 de junio de 1891.” E incluso está mutilado uno de los cuatro botones dorados de su casaca eclesiástica-militar. En el reverso escribió con fallos ortográficos, según se lee en la página 36 en una imagen en blanco y negro: “HERMENEGILDO BUSTOS Yndio de éste Pueblo de la PURISIMA del Rincon, nací el 13 de abril de 1832 y me retraté por ver si podia: el 19 de junio de 1891.” Y en su correspondiente apostilla, Raquel Tibol transcribió un pasaje de “Jorge Juan Crespo de la Serna (Cuadernos Americanos, julio-agosto, 1967, págs. 214 y 215): ‘guerrera de alto cuello cerrado, todo de paño verde olivo; botones dorados en doble fila a ambos lados del pecho, pues la levita es de tipo cruzado. Entre uno y otro botón una crucecita también dorada y en el cuello, de nuevo, otra, una H, otra cruz más pequeña en vez del punto usual enseguida y del otro lado el apellido, Bustos, en letra de imprenta, terminando con otra crucetita igual [...] ese atavío le ha de haber hecho parecer un militar retirado o bien un funcionario de alguna misteriosa oficina. Hasta el gesto enérgico, acentuado en el entrecejo de los vivísimos ojos y las varoniles guías del bigote, acaba por dar tal impresión en quien los mira [...] La frente es ancha y despejada, signo de despierta inteligencia. Una incipiente calvicie amplía las entradas y alarga el rostro que domina las curvas de las pobladas cejas y el negro bigote. La nariz es recta y bien dibujada. La boca, medio oculta por el bigote, deja entrever labios firmes, carnosos, de una sensualidad embridada por la voluntad. Los ojos tienen una mirada entre severa y melancólica, más bien penetrante, de una fijeza que revela conciencia de los hechos reales, conciencia del propio destino. Las orejas están replegadas, adhiriéndose al cráneo que es regular y bien construido. Los rasgos somáticos del rostro adquieren mayor sentido de vigor y carácter a causa de los pómulos salientes. Corte de pelo sobrio. No es hombre de melena romántica, ni hombre descuidado. Fuera del bigote, habitual entonces, va siempre afeitado. Respira limpieza. La tez morena brilla en su tersura que no alcanza a opacar algunas arruguitas aquí y allá. Pero, si no supiéramos que nació en Purísima del Rincón el 13 de abril de 1832, podríamos adjudicarle alguna otra nacionalidad, a causa de aspecto semitartárico que recuerda a algunos tipos balcánicos de origen eslavo”.


**********
         


II de II
El volumen en cartoné Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo (27.3 x 27.2 cm) inicia con el homónimo ensayo de la historiadora y crítica de arte Raquel Tibol, divido en 5 capítulos (ilustrados con 40 imágenes en blanco y negro, algunas con deficiente legibilidad, entre ellas 2 bocetos y 10 retratos a lápiz trazados por el artista): “Tiempo de escarchas”, “El pueblo del Rincón”, “El enigma de una irritación”, “En la historia del arte”, “En el museo mexicano” y “En la estética”. Sigue la sección central y principal: “Obras”, que reproduce en color 113 pinturas de Hermenegildo Bustos (cada una en una página): 89 retratos; 2 bodegones; 2 láminas de fenómenos celestes; 12 exvotos; y 8 imágenes religiosas. Luego figura el “Catálogo razonado”, que es la lista de las 113 obras, con sus fichas técnicas y buena parte con apostillas, ilustrada con 8 imágenes en blanco y negro que encuadran 8 anotaciones que el pintor rotuló en 8 reversos. Y por último los “Agradecimientos”.
(CONACULTA/INBA/Ediciones Era, México, 1992)
   
(Imprenta Universitaria de Guanajuato, 1956)
         Al reseñar la ruta del hallazgo y rescate de la vida y obra de Hermenegildo Bustos, Raquel Tibol dice que esto inició en los años 20 (del siglo XX), cuando Francisco Orozco Muñoz, escritor y diplomático nacido en San Francisco del Rincón, empezó a coleccionar sus retratos, retablos, objetos, papeles y anécdotas relativas a él. A esta afición personal y casi secreta se le sumaría, casi paralelamente, el médico Pascual Aceves Barajas, coleccionista de todo lo que fuera de Bustos; artífice, en su casa particular en San Francisco del Rincón, de un Museo Hermenegildo Bustos; autor de Hermenegildo Bustos, su vida y su obra (Imprenta Universitaria de Guanajuato, 1956), monografía un tanto fantástica y fanática, afirma Tibol (“fue tal su apasionamiento por el personaje que en su ánimo exaltado verdad y fantasía llegaron a confundirse, dando por cierto lo supuesto y por sabido lo improbable”); y primer entusiasta que propuso y gestionó para que al pueblito de Purísima del Rincón, donde nació y vivió el artista, se le extirpara el hermoso y eufónico Rincón, para obvia y burdamente bautizarlo: Purísima de Bustos, como por decreto gubernamental del Estado de Guanajuato se llama desde “el 20 de abril de 1956”; mientras que en la casa donde Hermenegildo Bustos “moró la mayor parte de su vida”, el “26 de marzo de 1956” se develó una placa conmemorativa.

Los esposos Hermenegildo Bustos y Joaquina Ríos.
Con letra manuscrita:
"Nos retrató el Señor cura Gil Palomares el martes 23 de abril de 1901."
Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo (CONACULTA/INBA/ERA, 1992)
      En su ensayo, Tibol enumera las primeras menciones del artista, desde el comentario de Diego Rivera en el número 5 de la revista Mexican Folkways (México, 1926), donde lo alude sin decir su nombre: “De estos pintores admirables de retratos, la provincia mexicana poseyó y posee todavía centenares. Allí donde la incomprensión sin límite ni fondo de los oficiales de la Academia al servicio de la pedantería y servilismo de la sociedad metropolitana no llegó, el genio del pueblo y su gusto innato hicieron maravillas. Entre estos pintores anónimos, mi amigo, el delicado poeta y sutil escritor de arte, Francisco Orozco Muñoz, localizó, descubrió, un genialísimo caso en un simpático pueblo grande del estado de Guanajuato. Allí floreció este maestro dueño de un oficio no menos perfecto que el de cualquier flamenco primitivo, expresando, quién sabe por qué causa desconocida, todo el misterio plácido y mate del alma de Oceanía; quién sabe por qué extrañas procedencias tenía este mexicano mucho de coreano; se vestía diariamente de fantasía, con extraño traje que tenía un poco de caballero linajudo, algo del cacique asimilado a la nobleza de la corte de Su Majestad el Rey Católico, y mucho del de mandarín en tratos demasiado cordiales con los mercaderes holandeses, cuyas naves traficaban con Tientsin y Cantón, y en connivencia con los astrónomos jesuitas del observatorio de Pekín. El maestro de la villa X cubría su cabeza para pasear por las calles de su lugar con un sombrero de auténtico origen malayo que mi amigo Orozco recogió y guarda como una valiosísima reliquia.”

Doña Joaquina Ríos de Bustos (s/f)
Óleo sobre lámina (36 x 25 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
        Y entre otros seminales episodios, como su inclusión, en calidad de pintor anónimo, con el retrato de su mujer Joaquina Ríos (óleo sobre lámina, 36 x 25 cm, s/f) en el libro de Roberto Montenegro: Pintura mexicana (1800-1860) (1933), y el artículo “Descubrimiento de un pintor americano” (Cuadernos Americanos, México, noviembre-diciembre de 1942”, de Walter Pach, “crítico estadounidense y primero que refirió a Bustos con nombre y apellido”, Raquel Tibol, siempre con sentido cronológico, refiere la primera gran muestra de su obra en el Palacio de Bellas Artes (diciembre de 1951 a febrero de 1952), hasta derivar en la polémica y poco acertada adquisición de su obra que en 1973 orquestó la burocracia supeditada a la Secretaria del Patrimonio Nacional. Entonces, ante lo adquirido y expuesto en el Museo de la Alhóndiga de Granaditas, Jorge Hernández Campos, director del Departamento de Artes Plásticas del INBA, dijo en un artículo publicado en el Excélsior el 17 de abril de ese año (alharaquiento desde el “título rotundo”: “Fraude a Guanajuato: la colección de pintura de Hermenegildo Bustos no es auténtica”): “de los sesenta y tantos cuadros allí expuestos, a ojos de buen cubero podría afirmarse que más de la mitad no son de Bustos”. Sin embargo, los comentarios de Raquel Tibol no precisan ni desmenuzan cuáles de las obras adquiridas esa vez son las atribuidas y cuáles no. En este sentido, entre lo que añade descuella el retintín de lo que reveló un informante de San Francisco del Rincón: “el doctor Aceves Barajas solía pedir en préstamo originales de Bustos para encargar copias, siendo su copista y restaurador un pintor de apellido Zambrano, de la ciudad de León”. En resumidas cuentas, señala Tibol: “Quedó pendiente la rectificación total de una sucesión de equívocos que enturbiaron la nítida presencia de Bustos en el imaginario museo del arte mexicano de todos los tiempos.”

Raquel Tibol en 1978
(Foto de Pedro Meyer)
       
Bodegón con frutas (1874), de Hermenegildo Bustos
Óleo sobre tela (41 x33.5 cm)
 
Bodegón con frutas  (1977)
Óleo sobre tela (41 x 33.5 cm)
     
Alejandra Aranda (1871)
Óleo sobre tela ( 41 x 29.5 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
       
Doña Juanita Quezada (1864)
Óleo sobre tela (41 x 29.5 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907  (MUNAL/MARCO, 1993)
 
Don Segundo Gutiérrez (1864)
Óleo sobre lámina (35.2 x 25.2 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
       La impresión y factura de un volumen como Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo debió ser impecable e irreprochable, dado que en gran medida es para educar y observar con detenimiento. No obstante, lo dijimos en la primera entrega de la nota, no es así. Además de lo dicho, son pésimas las reproducciones en blanco y negro del anverso y reverso del biombo-retablo, las de las cuatro pechinas de la Parroquia de Purísima de Bustos, donde pintó el artista, y los detalles del Altar Dorado del mismo sitio. Tres exvotos-retratos están torpemente mutilados en sus respectivos textos, pese a que las leyendas son parte fundamental de su gracia y sentido: el Exvoto de Pedro de la Rosa (óleo sobre lámina, 35.5 x 25.5 cm, 1863), con el Señor de la Columna mutilado en el ángulo superior derecho; el Exvoto de María Eduarda González (óleo sobre lámina, 35 x 25 cm, 1865) —mutilado, además, del lado derecho, de modo que no se aprecia el rostro de la mujer postrada en la cama—; y el Exvoto de Mariano Becerra (óleo sobre lámina, 17.6 x 12.8 cm, 1891). En este punto hay que subrayar que las medidas difieren entre uno y otro libro; y que a diferencia del presente “Catálogo razonado”, en el susodicho volumen del MUNAL y el MARCO se transcribió, al pie de cada ficha y con sus infalibles faltas de ortografía, el texto de los exvotos exhibidos.

Ex-voto de Pedro de la Rosa (1863)
Óleo sobre lámina (35.5 x 25.5)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
     
Ex-voto de María Eduarda González  (1865)
Óleo sobre lámina (35 x 25 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
   
Ex-voto de Mariano Becerra (1891)
Óleo sobre lámina (17.6 x 12.8 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
        No se reproducen los soportes completos en los que Hermenegildo Bustos pintó óvalos con rostros de medio busto: sólo se imprimieron los óvalos, como si lo demás, dizque por no ser lo relevante, no fuera parte del concepto original y de la composición del artista. Es decir, las mutilaciones comienzan desde el inicio de la “Galería” en color. La primera imagen, el retrato del Presbítero Vicente Arriaga (óleo sobre tela, 63.5 x 50 cm, 1850), hecho cuando el pintor tenía 18 años y ya era un maestro del retrato, está burda y torpemente cortado del lado inferior (la mano del cura que sostiene un rosario entre los dedos), pero además le fue mutilado el área donde figura lo escrito por Bustos y que consigna la apostilla de Tibol: “Al frente, en la parte superior aparece la inscripción: ‘VRJMRPD Vicente Arriaga Presb. de la V Cong. del Orat. de la Caridad de los Aldamas y oriundo de Guanajuato, de edad 58 a’, y en el reverso: ‘En León a 15 de julio de 1850’.” Mientras que la segunda imagen, el retrato de José María Bustos (óleo sobre lámina, 35 x 25 cm, 1852), el padre del artista, sólo se restringe al óvalo; de modo que no se aprecia el ángulo inferior izquierdo donde el pintor rotuló: “Finado. Don José María Bustos, padre de Hermenegildo Bustos, lo retraté el 18 de marzo de 1852.”

Presbítero Vicente Arriaga (1850)
Óleo sobre tela (63.5 x 50 cm)
Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo  (CONACULTA/INBA/Era, 1992)
   
Don José María Bustos (1852)
Óleo sobre lámina (35 x 25 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
     
Don Luz Murillo  (1885)
Óleo sobre lámina (17.5 x 12.5 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
      Vale destacar otros dos ejemplos de lo arbitrario. El pequeño y sensual retrato de Lucía Valdivia de Aranda (óleo sobre lámina, 10 x 6.3 cm, 1871) fue arrancado del portarretratos hecho por Bustos, que es un ovalado marco-cajita de madera cuya tapa se abre y se cierra. Con la misma arbitrariedad, el enorme retrato del Presbítero Ignacio Martínez (óleo sobre lámina, 190 x 89 cm, 1892) aparece sin el marco tallado por el artista; “bello trabajo de talla en madera”, dice Raquel Tibol. 

Lucía Valdivia de Aranda (1871)
Óleo sobre lámina (10 x 6.3 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
         Faltaron reproducciones que se aluden en el texto y cuya observación, dada la singularidad de los rasgos, hubiera sido útil. Es el caso de La Belleza venciendo a la Fuerza, el mural que, se dice, Bustos pintó en el cielo raso de una tienda de Purísima del Rincón teniendo como modelo a una amante (quizá María Santos Urquieta), y que luego Pascual Aceves Barajas hizo desprender para llevárselo a su casa de San Francisco del Rincón. O el retrato de Don Manuel Desiderio Rojas (óleo sobre lámina, 52.1 x 37.1 cm, 1885), uno de los pocos de cuerpo completo que pintó. 

Don Manuel Desiderio Rojas (1885)
Óleo sobre lámina (52.1 x 37.1 cm)
Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)
       Está incompleta, y a veces errada, la correlación entre texto e imágenes que se indica con llamadas y números, por lo que el lector tendrá que ir haciendo las anotaciones debidas; en este rubro la página 57 ostenta varias discordancias entre el texto y los números que se apuntan. Falta un fragmento de la ficha técnica de la reproducción 107: San Miguel Arcángel (óleo sobre lámina, 34 x 24 cm, s/f). Y como curioso frijol en la sopa de letras descuella que Raquel Tibol, pese a su memoria y extraordinario ojo crítico y analítico, le alucinó un rebozo a la mujer madura que figura en la lámina 24: el clásico retrato de tres personas (un hombre y dos mujeres), sin nombre ni fecha, llamado Retrato de familia (óleo sobre tela, 27.6 x 37.5, s/f) —que ilustra la portada del citado libro-catálogo Hermenegildo Bustos 1832-1907 (MUNAL/MARCO, 1993)—, notable por la expresión de los rostros y “el uso de las manos en gestos entrañables y amorosos”. Afirma Raquel Tibol: “La mujer luce rebozo, la joven una blusa típica y el hombre traje de manta y la calza indígena llamada patío.”



Retrato de familia (óleo sobre tela, 27.6 x 37.5, s/f), lienzo de Hermenegildo Bustos que ilustra la portada de Hermenegildo Bustos 1832-1907  (MUNAL/MARCO, 1993). Según Raquel Tibol, “Por el atuendo de todos ellos pareciera tratarse de una familia campesina. La mujer luce rebozo [¿cuál?], la joven una blusa típica [y además un crucifijo y un rebozo] y el hombre un traje de manta y la calza indígena llamada patío. Notable en esta pintura es el uso de las manos en gestos entrañables y amorosos.”


Raquel Tibol, Hermenegildo Bustos, pintor de pueblo. Iconografía a color y en blanco y negro. Colección Galería, CONACULTA/INBA/Ediciones Era. México, 1992. 206 pp.