sábado, 6 de julio de 2013

El caballero y la muerte




Asesinato por olisquear el blablablá               

Editada en italiano en 1987 y traducida al español por Ricardo Pochtar, en la novela El caballero y la muerte el siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) sintetizó e hizo confluir varias de sus obsesiones que distinguieron y distinguen su imaginación crítica. Corre 1989 (año en que en numerosos ámbitos de la aldea occidental de mil y un mediáticos y alharaquientos modos se conmemoró el centenario de la Revolución Francesa) y en el arquetipo de una ciudad italiana, en el departamento de policía, el Jefe y el Vice, poco antes de las siete de la mañana, se disponen a indagar un asesinato cometido en la madrugada. Se trata, como se ve, de una novela policíaca; pero con una buena dosis lúdica, paródica y cáustica. Y aunque el Jefe y el Vice actúan juntos y han cultivado una relación amistosa, no reproducen el clisé del dúo dinámico de ascendencia clásica (acuñado por primera vez por Edgard Allan Poe entre 1841 y 1844): el inteligente raciocinador y su lerdo ayudante; sino que el Vice, el segundo de a bordo, es quien encarna a la hábil mente deductiva (e inductiva) capaz de armar y desarmar los indicios, los resortes, los engranajes, los entretelones y los intríngulis de un enigmático crimen, el que por iniciativa propia empieza la investigación y el que desempeña un papel protagónico. 
 
Leonardo Sciascia (1921-1989)
          El Vice —un hombre maduro, sin familia, solitario, escéptico y casi ascético— no es cualquier policía; es un intelectual, un maniático lector, cuyas citas y parafraseos (de libros, autores, películas, pinturas, obras de teatro) condimentan su plática de café y sus reflexiones. En este sentido, y dado su origen siciliano y su modo de comentar el recuerdo de la isla y sus noticias, es obvio que Leonardo Sciascia lo acuñó a imagen y semejanza de un alter ego. Así, el incurable lector, tal un asidero inconsciente en el que sublima y transpone su ascendencia insular, ha guardado y releído durante años y años un astroso ejemplar de La isla del tesoro, la inmortal novela juvenil de Robert Luis Stevenson, siempre como una forma de felicidad y de tabla de salvación, latitudes a las que retorna cuando siente muy cerca la pulsión de la muerte.

     
El caballero, la muerte y el diablo (1513)
Grabado de Albrecht Dürer (1471-1528)
       En su despacho, frente a su escritorio, el Vice tiene en la pared un póster con la reproducción de un grabado de Durero: El caballero, la muerte y el diablo (1513), que de ser una antigua estampa agitaría las especulaciones de marchantes (no sólo del mercado negro) de Nueva York, Zürich, Londres, París y quizá de cierta camorra napolitana. La lectura que hace de la imagen no es una intromisión en la iconografía del legendario artista renacentista nacido Nüremberg en 1471, sino un devaneo subjetivo, personalista, que tiene que ver con dos cosas: por un lado, con la descomposición social, económica, ética y política del mundo moderno (no sólo italiano), que bien pude resumirse con la siguiente fragmentaria divagación metafísica: “el diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él”; por el otro, con el hecho de que el Vice, viejo fumador, está desahuciado, roído por un cáncer, por un tremendo dolor que lo corroe y acosa y que apenas y logra conjurar con la morfina.

       Pero el asesinato que investiga el Vice no es, al parecer, un crimen cualquiera. La primera pista los lleva, a él y al Jefe, frente a Aurispa, el Presidente de las Industrias Reunidas, cuyas decisiones mantienen al país “en el filo de la riqueza”, sin que esto implique que la miseria haya desaparecido. Aurispa es el capo de una mafia infiltrada hasta en los tuétanos de la misma policía, ante el cual, el Jefe, se dirige con temor y cautela. El mismo Aurispa es quien desencadena las primeras ambigüedades y suspicacias al revelar que el abogado Sandoz, el asesinado, había recibido amenazas de una organización clandestina autodenominada “Los hijos del 89”. Ante esto, el Jefe sigue una línea de investigación servil empeñada en localizar a tales bastardos de alcantarilla, sobre todo para no herir la susceptibilidad de Aurispa y sus poderosos e influyentes nexos. El Vice, por su parte, duda que “Los hijos del 89” hayan sido creados para matar al abogado Sandoz, y supone que quizá el asesinato haya sido concebido para crear, a la luz pública, a “Los hijos del 89”. Así, opta por otro rumbo, que sin embargo lo conduce a un laberinto plagado de interrogantes, equívocos y callejones sin salida.
     
(Tusquets, 2da. reimpresión mexicana, 1991)
       El Vice es un caballero, es decir, además de culto, ha pretendido que su actividad policíaca sea digna. No obstante, pese a su mezcla de perspicacia, idealismo e ingenuidad, no ha evitado enredarse y coexistir con el miasma que ensucia y apesta los procedimientos de la policía, del ejercicio del poder y de la aplicación de las leyes. Sus indagaciones (con la señora De Matis, con la bella Zorni, con el doctor Rieti), que no esclarecen el crimen, ponen en tela de juicio, precisamente, los límites y las contradicciones de la institución policial, la red de la mafia infiltrada en los excusados y en las cocinas de toda laya, y distintos y profundos ámbitos de corrupción, de cruenta beligerancia por el poder, en los que también se hallaba inmerso el asesinado.

        Las preguntas iniciales quedan difuminadas en la hedionda y letal nube de smog. ¿Quién chinitas cara de pata mató a Sandoz y por qué? ¿”Los hijos del 89” nacieron para matarlo o fue eliminado para fabricarlos mediáticamente? Lo cierto es que antes del asesinato, el babeante público desconocía la existencia de los engendros recién nacidos. La publicidad que explotan y capitalizan los mass media: un dizque grupo terrorista abanderado con los ideales de la Revolución Francesa que desde la clandestinidad da fe de su existencia a través de comunicados y de explosivas llamadas telefónicas, quizá, como piensa el Vice, esté contribuyendo a crearlos, a incitar, dada la coyuntura, la aparición de más víctimas y de supuestos afiliados. 
Leonardo Sciascia
       En un momento, dado el hervor periodístico y la expectación pública, es detenido un joven que desde una cabina telefónica dictaba, a un periódico, un pasaje de La Revolución Francesa de Mathiez. Para el Jefe, el chaval es un eslabón de la cadena que conduce a las bacinicas de “Los hijos del 89”; pero para el ojo clínico del Vice habría que “acusarlo de calumnia contra sí mismo”, “de propagar noticias falsas con objeto de perturbar el orden público...”; y que de tomarle la palabra se incrementará “la cadena de estupidez y de dolor”, con más muertos y personajes como éste, que además de proclamar su anónima y subterránea pertenencia a la facción, son materia fértil para hacerles confesar y delatar lo que se quiera y cuanto se necesite.

     
     Cuando matan al doctor Rieti, paisano y amigo del Vice, un hombre muy informado, cuya más o menos incógnita y nebulosa labor comprendía el espionaje y quizá la venta de silencio o de información que les concierne a los negros y cruentos negocios de los influyentes (armas, droga, prostitución, etcétera), a la intelligentsia y a la seguridad del estado y su inextricable statu quo, el inocente e hipócrita lector, nadando de a muertito, puede suponer que el rosario de sangrientos crímenes apenas empieza: la guerra sucia de un poder mafioso y establecido contra otro que se rebela o surge y reclama su cuota de poder. Tal vez al doctor Rieti lo mató la mafia porque sabía demasiado y porque había hablado con el Vice (pese a que no le cantó ni un pío comprometedor); o quizá fueron los auténticos “Hijos del 89” empeñados en inventarse y maquillarse un rostro anarca y dizque revolucionario que no parece tal; con su muerte, al doctor Rieti le cortaron la lengua y la cabeza y borraron los rastros que llevaban a su doble o triple identidad. O tal vez fue alguien que, haciendo uso de la repentina y mediática fama del membrete, lo eliminó por otra oscura causa. 

      
     
     
        Así, cuando pocas horas después matan al Vice sin que se sepa quién cara cortada fue y por qué, también se pude suponer que lo borraron del mapa (del tesoro de bucaneros y corsarios) para que no siguiera por esa veta que podría conducir al homicida o al cerebro de cerebros, ya de la mafia y/o de los verdaderos o falsos “Hijos del 89”; o que alguien (¿un “Hijo del 89”?) aprovechó la confusa efervescencia y sólo disparó la pistola por puro deporte o por terrorismo cultural, por la estética del evanescente humo y del crimen sin faltas de ortografía, o para confundir las cosas...


Leonardo Sciascia, El caballero y la muerte. Traducción del italiano al español de Ricardo Pochtar. Colección Andanzas núm. 106, Tusquets Editores. 2ª reimpresión mexicana. México, 1991. 120 pp.






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