domingo, 12 de mayo de 2013

Elogio de la madrastra




Había tenido un orgasmo riquísimo

En su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral, 1993), Mario Vargas Llosa (Arequipa, marzo 28 de 1936), cuenta que durante su campaña por la presidencia del Perú (sucedida entre octubre de 1987 y la confirmación de su derrota en la segunda vuelta el domingo 10 de junio de 1990) sólo escribió y publicó un libro de ficción: la novela Elogio de la madrastra (1988), cuyo epicentro erótico y transgresor: el vínculo sexual entre un niño y su madre adoptiva (quien además así le es infiel a su esposo y en su propia casa), dio pie a que Alan García, entonces presidente del Perú, y sus aliados (entre ellos los políticos y búfalos del APRA), la utilizaran en su contra dentro de las operaciones de desprestigio que pretendían ensuciar y desacreditar su imagen pública (y por ende restarle votos y descarrilarlo de la contienda), dado que Mario Vargas Llosa, en su papel de candidato del Frente Democrático y según encuestas que cita, solía figurar a la cabeza en las intenciones de voto (mientras que el ingeniero Alberto Fujimori, el emergente y oscuro candidato de Cambio 90, brillaba por su ausencia). Según apunta el narrador en la página 419 de El pez en el agua
     “Una de ellas me presentaba como pervertido y pornógrafo, y la prueba era mi novela Elogio de la madrastra, que fue leía entera, a razón de un capítulo diario, en el Canal 7, del Estado, a horas de máxima audiencia. Una presentadora, dramatizando la voz, advertía a las amas de casa y madres de familia que retirasen a sus niños pues iban a escuchar cosas nefandas. Un locutor procedía, entonces, con inflexiones melodramáticas en los instantes eróticos, a leer el capítulo. Luego, se abría un debate, en el que psicólogos, sexólogos y sociólogos apristas me analizaban. El trajín de mi vida era tal que, por cierto, no podía darme el lujo de ver aquellos programas, pero una vez alcancé a seguir uno de ellos y era tan divertido que quedé clavado frente al televisor, escuchando al general aprista Germán Parra desarrollando este pensamiento: ‘Según Freud, el doctor Vargas Llosa debería estar curándose la mente’.”
El Chino (Alberto Fujimori) y Mario Vargas Llosa




(Seix Barral, México, 1993)
   
Mario Vargas Llosa y Alan García
 
(Seix Barral, México, 1984)


                Para apuntalar su candidatura a la presidencia del Perú, el Movimiento Libertad —creado ex profeso por Mario Vargas Llosa y un grupo de amigos— se alió a dos partidos políticos de consabido cuño y raigambre derechista y democristiana: el Partido Popular Cristiano y Acción Popular, liderados, respectivamente, por Luis Bedoya Reyes y Fernando Belaunde Terry, quien ya había sido presidente del Perú dos veces: entre 1963 y 1968, y entre 1980 y 1985 —segundo periodo cuyo contexto aparece cáustica, violenta e hipotéticamente novelizado en la vertiente de Historia de Mayta (Seix Barral, 1984) donde actúa un alter ego del autor—. En tal coyuntura (idiosincrásica, social, política) sorprende y resulta contradictorio que Mario Vargas Llosa eligiera, precisamente y en medio de su campaña por la presidencia, el susodicho tema para una obra literaria que sería noticia en toda la aldea global (incluso más allá del idioma español), pues si bien en los mitológicos y libertarios ámbitos de la imaginación y de la creación universal (pintura, literatura, cine) es un tema que no sorprende, con numerosas variantes y muchas veces abordado, sí resulta revulsivo e iconoclasta para ciertas mentalidades cristianas (las que por antonomasia creen en Dios, van a la Iglesia, defienden la familia tradicional, se oponen al aborto, al divorcio, al uso del condón, a la inseminación artificial, a los matrimonios gays y a que éstos adopten hijos y los eduquen). 



La Anunciación, fresco de Fra Angelico (c. 1437)
Monasterio de San Marco, Florencia
      Por si no bastara, el novelista, que en su campaña se declaraba agnóstico (y por ende era tildado de ateo por sus enemigos y contendientes), sí juega, tal lúdico diocesillo bajuno (chaneque, lo llamarían en la región de Los Tuxtlas), con elementos sagrados para la iconografía cristiana y el culto católico. Por ejemplo, en el catorceavo capítulo: “El joven rosado”, utilizando como leitmotiv una estampita a color que vagamente reproduce una variante de La Anunciación (c. 1437) —fresco del monje dominico Fra Angelico (c. 1395-1455), que en este caso realizó en el Monasterio de San Marcos, en Florencia—, Mario Vargas Llosa hace un lego parafraseo y paráfrasis del canónico episodio donde el arcángel San Gabriel visita a la Virgen y le explica el misterio de la Encarnación. O el caso del niño Fonchito, quien semeja una inextricable mixtura de ángel y demonio (signado por la inocencia y cierta malicia maquiavélica), tiene “carita de Niño Jesús”, con “bucles dorados”, “blanquísimos dientes” y “grandes ojos azules”, por lo que resulta consecuente que pose de “pastorcillo en los Nacimientos del Colegio Santa María” (donde estudia la primaria), y que a don Rigoberto, su padre, si bien observa en silencio que físicamente no se parece en nada a él ni a su difunta madre, le parezca “Un querubín, un pimpollo, un arcángel de estampita de primera comunión”; quien no obstante, según le confiesa a la criada Justiniana, cuando escondido en lo alto del baño espía y observa a su madrastra que se desnuda “y se mete a la tina llena de espuma”, siente tan inefable exultación que para explicársela, le dice: “Se me salen las lágrimas, igualito que cuando comulgo”.

(Grijalbo, 1ra. ed. mexicana, junio de 1988)
         Dado que Elogio de la madrastra está dedicada a Luis G. Berlanga, director de La sonrisa vertical, colección de literatura erótica de la barcelonesa Tusquets Editores, en la segunda y tercera de forros de la primera edición mexicana que hizo Grijalbo (concluida “en junio de 1988”, con “10,000 ejemplares”) se incluyó el laudatorio texto sin firma concebido ex profeso para la susodicha edición española, donde apareció, en junio del mismo año, con el número 58 de la serie. 
       Urdida con un vocabulario a veces ampuloso, retórico y romanticista, y prácticamente exento de sus célebres piruanismos y vulgarismos, Elogio de la madrastra es una fantasía erótica que comprende 14 capítulos y un “Epílogo”. Se sucede en Lima, Perú, en la entonces época actual, precisamente en la regia mansión que don Rigoberto posee en Barranco (privilegiada zona donde el mismo Mario Vargas Llosa tiene su casa, la cual, durante su campaña por la presidencia, también fungía como centro de actividades partidarias y manifestaciones públicas). Como buen burgués, don Rigoberto, quien es gerente de una compañía de seguros, encarna el prototipo de ricachón que el Movimiento Libertad y el Frente Democrático defendían a capa y espada ante las intenciones expropiatorias del presidente Alan García, pues como el mismo novelista lo evoca en El pez en el agua, fue el anuncio, dicho por el mandatario el 28 de julio de 1987, “de ‘nacionalizar y estatizar’ todos los bancos, las compañías de seguros y las financieras de Perú”, lo que suscitó la redacción de un airado y crítico manifiesto dado a conocer el siguiente 3 de agosto (“Frente a la amenaza totalitaria”) y los consecutivos “Encuentros por la libertad” (mítines políticos sucedidos en Lima, Arequipa y Piura, respectivamente: el 21 y 26 de agosto y el 2 de septiembre de 1987) que derivarían en la conformación de su candidatura, del Movimiento Libertad y del Frente Democrático.



Mario Vargas Llosa en campaña por la presidencia del Perú
Plaza San Martín de Lima (agosto 21 de 1987)
Foto: Alejandro Balaguer
         Elogio de la madrastra se desarrolla en tres vertientes narrativas intercaladas entre sí. Una la integra la cotidianidad doméstica que se entreteje entre don Rigoberto, su hijo Fonchito, Lucrecia (la madrastra de cuarenta años) y Justiniana, la sirvienta ascendida a doncella, y que tiene como punto neurálgico que desencadena el desenlace (Lucrecia es expulsada del culto y dulce hogar) la composición (una tarea para la escuela) homónima de la novela, donde Fonchito celebra (y delata) a su madrastra y la comunión lúbrica vivida con ella.
         Otra la constituyen las encerronas en el baño que efectúa don Rigoberto, pues además de coleccionar pintura erótica y libros sobre erotismo (quezque en su biblioteca conserva ¡“los veintitrés tomos empastados de la colección ‘Les maîtres de l’amour, dirigida y prologada por Guillaume Apollinaire”!), y mientras mentalmente divaga en fantasías lascivas, se entrega a un ritual de higiene y preservación (narcisista, maniático, meticuloso y preparatorio) que noche a noche cumple con religiosidad y esmero antes de entregarse a los brebajes del placer sexual y amatorio, enfatizado desde hace cuatro meses, cuando se casó con Lucrecia, a quien adora e idolatra. 




Diana después de su baño (1742), óleo sobre tela de François Boucher
Museo del Louvre, París
        Y la tercera vertiente la constituyen las digresiones: seis relatos con título, cada uno precedido por la mala reproducción a color de una pintura (de Jacob Jordaens, François Boucher, Tiziano Vecellio, Francis Bacon, Fernando de Szyszlo y Fra Angelico), que al corporificar el ámbito onírico o imaginario donde Lucrecia o don Rigoberto transponen y transfiguran sus divagaciones fantásticas y libinidosas, son al unísono una recreación cuentística y poética que Mario Vargas Llosa hizo de tales pinturas a partir de las características y de la índole psíquica de sus personajes.




Mario Vargas Llosa y su alter ego
(“El verdadero” y “El doble”)
         La trama de Elogio de la madrastra plantea una antítesis entre la libertad natural que alienta el cuerpo y la represión que la ética civilizada y occidental impone. La madrastra sabe, por los dictámenes de sus atavismos y convenciones que circundan y resuenan en su cabeza, que no es política ni moralmente correcto ceder a las ambiguas seducciones y al chantaje que le impone su hijastro; sin embargo, sucumbe arrastrada en buena medida por el fuego que restalla ineludiblemente en su ser más íntimo. Y al sostener luego relaciones sexuales con su marido, no experimenta sentimientos de culpa o alguna perturbación que la trastorne. Todo lo contrario: vive una sensación de plenitud que expresa en una entrega más intensa a su esposo. Si las abluciones y las fantasías (incluso las escatológicas y monstruosas) son para don Rigoberto una forma de estimular y variar el deseo y la vivencia sexual, para Lucrecia esto radica en su subrepticia relación con Fonchito. Dicho de otro modo, más o menos a imagen y semejanza de las pinturas renacentistas que alude Mario Vargas Llosa (ejemplo central es el lienzo de Tiziano: Venus con el Amor y la Música), donde en las eróticas escenas de alcoba se incluía la pureza angelical y rubicunda de un diminuto niño desnudo, la figura de Fonchito aparece en su imaginación y la excita aún más cuando se entrega a don Rigoberto.




Venus con el Amor y la Música (c, 1555), óleo sobre tela de Tiziano Vecellio
Museo del Prado, Madrid
      Fonchito, siguiendo una pulsión intuitiva se enamora de su madrastra, la seduce y se deja enseñar y conducir por ella. Él intuye y sabe que engañan y traicionan a su padre, pero está tranquilo sin problemas de conciencia. Cuando ventila ante don Rigoberto la composición homónima de la novela, los equívocos se agudizan. El lector ve el sosiego, la inocencia y la espontaneidad del escuincle al delatarla, pero no tiene la certidumbre de si actuó con premeditación y saña, no se discierne del todo si es muy ingenuo y algo tontorrón, o si en realidad es un malévolo demonio con investidura de ángel, tal y como lo concibe la criada Justiniana. Lo que se observa es la naturalidad con que fluye la energía sexual y erótica de los tres protagonistas (como lo es también el abigarramiento inconsciente, asociativo y simbólico de los sueños) y la forma en que la moral, los prejuicios y los códigos sociales catalogan y sancionan.



Mario Vargas Llosa, Elogio de la madrastra. Iconografía a color. Grijalbo. 1ª edición mexicana, junio de 1988. 204 pp.









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