martes, 13 de noviembre de 2012

El pasajero clandestino



Los hombres se detestan en todas partes

El 20 de abril de 1947, en Coral Sands, Bradenton Beach, Florida, Georges Simenon (1903-1989) terminó de escribir en francés El pasajero clandestino, una novela de intriga y suspense, cuyo título alude al polizón que a bordo del Aramis viaja de Panamá a Tahití. 

Georges Simenon
(1903-1989)
En esta novela de Georges Simenon se observan dos grandes jornadas: lo que ocurre durante los 18 días que dura la travesía de Panamá a Tahití y lo que sucede en la isla durante un poco más de 22 días, que es el lapso en que el Aramis, después de arribar a las Nuevas Hébridas, vuelve a detenerse en Papeete, la capital de Tahití.
  No extraña que el mallorquín Agustí Villaronga haya dirigido un filme basado en El pasajero clandestino (data de 1995). Escrita con notables virtudes para pergeñar la trama, la tensión, el giro sorpresivo y los trasfondos psicológicos de los personajes, la novela de Georges Simenon, en sí, parece una película en cámara lenta, es decir, abunda en descripciones, planos, gags e intríngulis cinematográficos. El narrador así lo dispuso. De ahí que al inicio, a manera de guiño, se lea que el alumbrado del puerto panameño “desde lejos daba la impresión de un plató de cine”; que a lo largo de las páginas los nativos de la isla (e incluso los extranjeros anegados allí), llevando y trayendo chismes, miren (divertidos, maliciosos) lo que ocurre entre los europeos y los gringos como si vieran una película de nunca acabar, cuyos incidentes varían y se renuevan con los especímenes que cíclicamente desembarcan en Papeete. A esto se agrega, además, el relevante hecho de que el padre de uno de los personajes haya sido el magnate más poderoso de la industria cinematográfica de Inglaterra.
       Entre la fauna que viaja en el Aramis destaca el mayor Owen, el protagonista, un inglés sesentón, de finos y seductores modales, cuyo medio natural no es ese barco repleto de burócratas y comerciantes, sino los grandes transatlánticos y las exclusivas salas de juego de Europa y Panamá. Otro es Alfred Mougins, un vulgar francés con pose de gángster de los duros, de matón de cine negro, el cual, con irónicas miradas, inicia una querella con el mayor Owen. Y desde luego el misterioso polizón, quien más tarde, ya en la isla, resulta ser una bailarina de nightclubs y ex amante de René Maréchal, el bastardo heredero de la fortuna del susodicho magnate de la industria cinematográfica, quien al momento de arribar el Aramis se halla a bordo del Astrolabe haciendo un recorrido por los archipiélagos circundantes; así, no regresará a Tahití hasta dentro de 15 o 30 días. Es decir, el mayor Owen, Alfred Mougins y la bailarina —por separado— leyeron un anuncio en un diario inglés donde se dice que se requiere que el hijo bastardo se presente en una notaría de Londres para reclamar la fortuna que le heredó su padre. En este sentido, la bailarina y Alfred Mougins se asocian y le disputan al mayor Owen el probable beneficio de tal capital.
      Uno de los cáusticos ingredientes de esta novela de Georges Simenon es la misantropía que oscila y repta entre ciertos personajes. Mac Lean, ex jockey, dueño y oficiante del English Bar —quien es, no sólo para el mayor Owen, una especie de jefe de su propia agencia de espionaje e información sobre todo lo que ocurre y ocurrirá entre los habitantes de la isla— al chismorrearle de sus parroquianos (europeos caídos en ese gris y fétido marasmo de rutinas y habladurías), le dice que “todos se detestan” (pero se ven y conviven cotidianamente). Así, si “los hombres se detestan en todas partes”, tal ubicuo e inequívoco síndrome también define y caracteriza a los europeos que viven tierra adentro en “verdaderos cottages ingleses”, islas o pedazos de soledad para apartarse del orbe, no verse nunca (pese a la proximidad y a su escaso número), ni pisar Papeete por más de seis meses.
       Otro corrosivo rasgo, chorreando de perversidad y malicia, también lo encarnan los blancos venidos de Europa, cuya “mayor distracción, la de todos los días, la de todas las noches”, es beber, manosear y fornicar la carne morena de las hetairas maoríes, muchas de ellas sifilíticas. 
(Tusquets, Barcelona, 1995)
El Moana y el La Fayette, los prostíbulos cercanos (que hacen de Tahití un exótico burdel), se llenan con los principales de Papeete, entre ellos el gobernador, el jefe del gabinete de éste, el administrador de las colonias y el flemático inspector de éstas, enviado desde Francia para dizque “descubrir los abusos de sus administradores”, pero que sin embargo libertinamente se deja “ensuciar por ellos en medio de carcajadas”.
      Así, en esa mórbida y pestilente atmósfera en la que no es difícil empantanarse y extraviar la cordura, no sorprende que desfilen sórdidos gusarapos con porcina doble identidad (prototipos de pasajeros clandestinos entre los clandestinos de toda laya): imagen de persona honrada y un pestilente pillo por dentro. Tales son los casos de los funcionarios europeos o el de Georges Masson, un francés repleto de billetes al que no mucho después de su llegada a Papeete nombran secretario del juzgado; pero luego de dos años de tejemanejes se descubre que el tribunal del Sena lo había condenado “a tres años de prisión por estafa, falsificación y uso de documentos falsos”. O el caso del mayor Owen, un hábil tahúr sin dinero, con facha de dandy, “digno” y “majestuoso”, y con cuyos hipócritas modales, imagen y conducta hace creer a todo el mundo que es un ricachón que vive de sus rentas; el cual, pese a sus frustradas intenciones de capitalizar su feliz retiro con la herencia del bastardo René Maréchal, resulta un santurrón, un buenazo envejecido y alcohólico que decide hundirse allí y de una vez por todas, siempre y cuando sus dos testigos y cómplices (el ex jockey y el doctor Bénédic) le permitan “ganarse” la vida entre los torpes miembros del Yacht Club.
       Alfred Mougins, por su parte, quien no oculta lo vil y sus andanzas en los bajos fondos, da visos de pestes no menos miserables, cuando se dice duro, mafioso, asesino e impune, es decir, protegido por el hecho de que “en Panamá, como en otros lugares, hay asuntos en los que la policía sabe muy bien que no tiene que meter las narices”. Es por esto, luego de ciertos devaneos, que el mayor Owen, en su disputa por la fortuna de René Maréchal, colige que quizá Moungis mate a Maréchal con el fin de hacerse pasar por éste y reclamar la herencia.   
       Mas en contraste con las sórdidas villanías que tipifican al depredador ser humano que infesta la aldea global, la novela de Georges Simenon implica un sesgo idealista y romántico representado por Robert Louis Stevenson, el novelesco autor de La isla del tesoro y legendario tusitala, quien quiso y defendió a los nativos de la ínsula, amén de quedarse a vivir allí, y de quien se conserva, como reliquia, una copa de plata en la que bebió y rubricó el afecto que tuvo por los maoríes. 
En este sentido, descuella la visión onírica, glorificante, ante cuyos atisbos y efluvios el mayor Owen se siente impuro y asocia el remoto recuerdo de una evanescente abadía, un sitio donde “hubiese querido no moverse más, quedarse allí para siempre”. 
Es decir, además de tal aura que rodea la presencia, los actos, los objetos y las litúrgicas palabras de cierto pastor metodista, resulta que el bastardo René Maréchal, el heredero de una de las fortunas más grandes de Europa, se ha integrado a una comunidad indígena, pesca con arpón con la habilidad de un rupestre nativo, y sus muebles y su casa de madera (incluso con chimenea), cuyo barnizado interior hacía pensar “en el camarote de un antiguo barco”, se deben al trabajo de sus propias manos, y recién se ha casado con una Venus maorí, hermosa y sana: la hija del pastor metodista, religión que ahora es la suya. 
Así, cuando recibe la noticia de la inmensa herencia, no le es difícil desdeñar esa rutilante fortuna, darle la espalda a Europa, y quedarse para siempre en ese exótico Paraíso signado por el amor, la armonía, el trabajo manual y la fe religiosa; un ideal paraje casi de la Edad de Oro, edénico, donde los nativos ríen como inocentes salvajes, donde andan semidesnudos o se desnudan y chapotean y revolotean a imagen y semejanza de alados angelitos mofletudos por siempre jamás.

Georges Simenon, El pasajero clandestino. Traducción del francés al español de Carlos Pujol. Colección Andanzas (248), Tusquets Editores. Barcelona, 1995. 200 pp.


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